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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ENTREVISTAS

PERSISTIENDO

HILARIO J. RODRÍGUEZ

4/9/2024

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Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA
Construyendo Babel

En 2004 se publicó en la editorial Tropismos Construyendo Babel de Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963). Uno le sigue la pista a este autor desde hace un lustro, por eso no había puesto la atención merecida a este monumento de la literatura autobiográfica, perdido entre la montaña rusa y el caos que comporta la velocidad mortal de la industria libresca. El azar y las buenas intenciones de la editorial Contraseña quisieron reeditarlo en 2023, añadiendo un capítulo nuevo y revisando en profundidad el texto. ¡Aleluya! Construyendo Babel se nutre de un cosmopolitismo sensato; redefine la palabra biblioteca; nos regala personajes indelebles como la yugoslava Lyudmila; cuenta decenas de pequeñas, tiernas o tremendas historias docentes, de familia, de ladronzuelos de libros, de boxeadores trágicos, de tabaco, de asesinatos ficticios, del Holocausto, de la verdad y la desnudez artística... Exploremos un poco esta mina.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Construyendo Babel, si se pudiese etiquetar, podría hacerse como libro de memorias. ¿En las memorias se calla más de lo que se cuenta? ¿O hacemos caso a la advertencia inicial de que «Hilario J. Rodríguez no existe» y listo?
 
—HILARIO J. RODRÍGUEZ: Hay una frase de Michel de Certeau que me parece pertinente para comenzar a contestar esta pregunta: «aquello que el mapa corta el relato lo atraviesa». Si convertimos al Hilario J. Rodríguez del libro en el mapa de un ser humano, podemos utilizar el relato para ampliar sus fronteras e ir más allá de donde lo ha colocado la vida. Como él, en el fondo aspiramos a que la ficción acabe compensándonos por las limitaciones e inconsistencias de la realidad, a sacarnos del mapa e introducirnos en un relato con algo de épica y sentido. Yo diría que el porcentaje de verdad en el libro es de un 10%, frente a un 90% de invención, más o menos. Ni siquiera todos los libros y escritores mencionados son reales. Quizás por eso entiendo Construyendo Babel como una ficción, no como unas memorias. Puede leerse y entenderse como una sucesión de imágenes construidas con palabras. Es una sucesión a veces ingobernable, imprevisible y en constante cambio, hacia delante y hacia atrás, como si no tuviese un principio y un final sino solamente lo que ocurre en medio de ambos. Al igual que la Naturaleza, renuncia a lo acabado, a lo definido, a lo absoluto, porque aspira a no morir víctima de un contexto que pasado mañana resulte anticuado y prefiere renovarse con cada lector, con cada época. Quiere fijar su atención en padres que mueren y regresan constantemente a la vida, en frágiles y breves amores de juventud que atraviesan toda una vida, y en paisajes cotidianos que de repente se convierten en escenarios del crimen que a diario perpetra el olvido. Trata sobre el choque entre la Historia con mayúscula y nuestras diminutas historias, sobre las cosas que determinan cómo pensamos y experimentamos el mundo, cosas que antes a muchos nos llegaban a través de los libros, convertidos en mensajes lanzados desde orillas y tiempos muy distantes para que alguien los interceptase, leyese, analizase, interpretase y contase.
 
—ECP: No son muy habituales las reediciones en un mundo editorial tan contagiado ya de vértigo mercadotécnico. ¿A qué debemos tus lectores esta suerte de reedición de Construyendo Babel en Contraseña?
 
—HJR: Cuando apareció por primera vez, en 2004, fue leído por pocos, pero esos pocos lo saludaron como un libro renovador en la literatura española y lo aplaudieron. En el suplemento cultural del diario ABC Juan Ángel Juristo dijo que era «uno de los libros más bellos» aparecidos aquel año y Care Santos en el cultural del diario EL MUNDO, que era «un magnífico debut en la novela». Sus lectores fueron, en su mayoría, muy generosos y supieron ver su apuesta formal. El libro lo editó Tropismos, de corta pero intensa trayectoria, y ahora ha vuelto a ver la luz gracias a Contraseña y al entusiasmo de Alfonso Castán, uno de sus editores. Se ha hecho una profunda revisión y corrección del texto, además de incorporarse nuevas secciones y suprimirse una de la primera edición. En algunos momentos, durante la fase de corrección, me pareció que el trabajo del equipo editorial estaba convirtiendo poco a poco a sus miembros en coautores del libro, con un trabajo exigente, generoso y bastante exhaustivo que para sí quisieran muchos escritores actuales.
 
—ECP: Menudo despliegue de amor por la lectura, las bibliotecas y los viajes haces en el capítulo titulado ‘Infancia’, y en el libro en general. ¿Es una biblioteca el viaje inmóvil perfecto?
 
—HJR: Construyendo Babel sugiere que los libros son los mejores efectos especiales para visualizar lo nunca visto. Basta con perderse en los intrincados pasillos de una biblioteca para proponer la aventura más fascinante; al menos eso es lo que la novela intenta sugerir siguiendo el trayecto de varios libros desde que los encuentra su protagonista hasta que finalmente ocupan lugares concretos en su biblioteca particular. Sus páginas, en estado de guerra total contra todo lo que nos borra, quieren describir un viaje como el de los grandes viajeros, lleno de siniestros presagios y sugerentes fantasías, en busca de la eternidad. Mi madre quería saber qué hacía mi padre cuando lo veía tumbado en el sofá, con un libro en las manos, como si en lugar de leer estuviera haciendo otra cosa. Pero ¿cuál? Quizás él sólo se iba de viaje durante un rato y mi madre reclamaba su atención para que no llegara demasiado lejos. En la vida diaria se dice «pasar página» cuando uno quiere dejar zanjado un asunto para siempre; para un lector pasar las páginas es un impulso irrefrenable si desea saber qué le aguarda al final de una historia o un poema o un ensayo. Todos tenemos que «pasar página» o «pasar las páginas», porque todos necesitamos zanjar asuntos y llegar al final de nuestras lecturas. Somos marinos inquietos, a los que las bondades de tierra adentro, tan ajenas a lo inesperado, nos reconcomen. Necesitamos acción y aventuras, perder pie aunque luego pidamos auxilio. Y cada uno de nosotros sigue su propia travesía, por mucho que vivamos en los mismos sitios o leamos los mismos libros.
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Viajes, presagios, fantasías, eternidad © Hilario J. Rodríguez
—ECP: Cuentas una triste anécdota sobre la violencia social contra el que hablara gallego en la ciudad. ¿No crees que, pasado el tiempo, algunas tornas socio-políticas se han dado la vuelta y el galleguismo idiomático juzga ahora los porcentajes de identidad en Galicia?
 
—HJR: Si no te importa, prefiero no contestar esta pregunta de forma directa y tomaré un desvío narrativo. A punto de acabar la educación primaria, uno de mis profesores en el Colegio Altamar asignó a cada estudiante de mi clase una disciplina para que investigásemos y luego redactásemos textos para una enciclopedia que él proyectaba publicar sobre Vigo. A mí me tocó la Botánica. ¿Qué sabía yo al respecto en aquella época? Más bien poco, aunque era capaz de entrar en un bosque y distinguir entre carballos (robles) y castaños, o entre pinos y eucaliptos. Quien más parecía saber de la familia era mi abuela materna, que tenía un poco de meiga porque siempre nos preparaba infusiones con plantas raras, contra el catarro, la inapetencia o la falta de sueño. Pero quien de verdad me ayudó fue mi padre. En aquella época Álvaro Cunqueiro para mí solo era un nombre, por eso cuando mi padre me lo presentó en la Biblioteca Penzol no mostré el asombro y la veneración que habría sentido ahora. Tampoco sabía que aquella biblioteca fue y sigue siendo la mejor que existe para temas relacionados con Galicia. Mi padre iba allí con regularidad para trabajar en su tesis. Recuerdo la primera frase que me dijo Álvaro Cunqueiro como si me la estuviese diciendo ahora mismo: «Para saber lo que hay es preciso saber lo que hubo, porque así se puede prever lo que habrá y podemos prevenirnos contra lo que podría no haber, por si en algún momento lo necesitásemos». También recuerdo sus palabras al describir la Botánica como un asunto mágico, que en Galicia había estado durante siglos en manos de druidas y meigas. Lo que más me impresionó fue escucharle decir frases en latín mientras leía una página de uno de los diez o doce libros que me había cogido de diferentes estanterías, para que investigase. Luego me enteré de que leer latín en voz alta fue durante décadas algo normal entre los estudiantes de los colegios e institutos gallegos relacionados con la Iglesia. Mi padre estuvo varios años interno en uno donde incluso aprendió a hablarlo para las cosas más simples, como dar los buenos días o las buenas noches. Álvaro Cunqueiro me aclaró que saber leer o hablar latín no te convertía en un habitante del Imperio Romano, tan solo en un traductor más fiel que quienes pretendían hacerlo comprensible escribiéndolo en gallego, castellano o cualquier otra lengua. En Europa, según él, todos éramos más traductores que hablantes. No decimos las cosas como quisiéramos sino más bien como creemos que a otros les gustaría escucharlas, para así entendernos y contestarnos. El problema con el latín es que ya era entonces, cuando comencé mi investigación sobre la botánica viguesa, una lengua muerta y por lo tanto no era posible traerla de vuelta a la vida, ni siquiera leyéndola en voz alta como hizo aquel primer día Álvaro Cunqueiro. Observando años después la escritura jeroglífica en las paredes de las tumbas del Valle de los Reyes en Egipto me sorprendí al pensar que lo que yo observaba como un feliz misterio, fue contemplado antes por quien lo había escrito (dibujado), y quizás entonces él y yo, sin saberlo, nos contemplábamos, nos escuchábamos, nos hablábamos, como si el dial de una radio hubiese registrado nuestras frecuencias al mismo tiempo, en ese territorio donde todavía puedo ver y oír con claridad a Álvaro Cunqueiro... Y a mi padre. Te cuento esto para decirte que, en el fondo, el gallego para mí es la lengua que ahora mismo me permite hablar con los muertos, por eso no la hablo con mis hermanas, aunque ellas la usen habitualmente, porque siguen viviendo en Galicia. Siento que si hablase con ellas en gallego, algo que con mi hermana mayor no volví a hacer desde los cinco años y con mi hermana pequeña jamás hice, las convertiría en extrañas. Claro que seguramente son ellas las que me ven a mí como un extraño cuando les hablo en castellano.
 
—ECP: Guardas mucho interés por la literatura escrita en inglés. Dentro de ese idioma, parece que tienes cierta querencia por autores irlandeses. ¿Qué tiene la Irlanda literaria que te atrae tanto?
 
—HJR: En su discurso de aceptación del Premio Nobel (que en España publicó Mondadori con el título La maleta de mi padre), Orhan Pamuk contaba cómo durante su adolescencia, al leer las novelas de Dickens o Flaubert, le daba la sensación de que en Turquía nunca sucedía nada parecido a las maravillosas historias que contaban los escritores occidentales y que, por si fuera poco, hasta la lengua turca estaba en desventaja ante la modernidad del inglés o el francés. Por eso al principio tuvo la sensación de ser un escritor disminuido frente a los clásicos rusos y El Quijote, hasta que se dio cuenta de que en realidad lo que había aprendido de todos aquellos libros majestuosos sobre los que hablaba el mundo entero y que cruzaban las fronteras del tiempo y el espacio, no era precisamente una lección sobre su marginalidad periférica sino sobre su posible fortaleza si recordaba todas sus enseñanzas y con ellas proponía algo nuevo, ajustado a su propia cultura y a su propia lengua, con armas similares a las de los grandes clásicos y ofreciendo una alternativa a ellos, en otro idioma, desde un lugar que nos ayudase a quienes vivimos en el centro a ver más allá de nosotros mismos, sobre todo cuando ya no somos capaces de renovar nuestros discursos y proponer nuevas posibilidades, cuando dejamos de entendernos o de entender la limitada idea del mundo que tenemos.
Cuando la Universidad de Galway me contrató para dar clases de español, en agosto de 1988, dos de mis héroes literarios eran James Joyce y Samuel Beckett. Así que fui a Irlanda en busca de ellos, pero allí a quienes encontré fueron Patrick Kavanagh, Flann O’Brian o Brian Friel, que son mucho más vernáculos y pequeños como escritores, más irlandeses. Joyce y Beckett fueron lo último que descubrí en Irlanda porque Irlanda tenía muy poco que decirme sobre ellos; en su lugar descubrí a los soldados de la literatura que libran batallas solo en sus países y de quienes a veces nadie, ni siquiera en sus lugares de nacimiento, parece acordarse. Son ese tipo de escritores que se juega el anonimato total de su obra en los concursos provinciales o en revistas de las que rara vez se ha oído hablar. Podríamos considerarlos los desaparecidos de la literatura, a menudo tratados como locos o tullidos o delincuentes de cuyas huellas deberíamos olvidarnos, según vienen a decirnos las historias oficiales pero de quienes se ocupan escritores como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Orhan Pamuk, J. M. Coetzee, Gerald Murnane o Pierre Michon. Irlanda es un país muy pequeño que ha dado escritores muy grandes, y su historia es un relato muy breve con unas implicaciones muy grandes y especialmente significativas para los españoles (entre otras cosas para entender algunos aspectos del nacionalismo vasco). De su dependencia del Imperio Británico y de su peculiar idiosincrasia rural y mágica han salido escritores muy variopintos. Los ha habido más y menos expansivos, más y menos irlandeses. Más o menos palurdos. Como sucede hoy en día con esos escritores que, en lugar de conformarse con escribir de manera libre y extemporánea, aseguran estar analizando el presente o la tecnología u otra cualquiera de las regiones del presente mientras el tiempo literario de verdad (que nada tiene que ver con los relojes o los calendarios) se les escapa; los irlandeses pueden elegir entre ser ellos mismos o ser algo más. No hace falta decir que quienes se arriesgan son los que finalmente acaban resultándonos familiares y cuyas ideas se adecuan de un modo u otro a nuestra forma de pensar...
Te cuento todo esto porque en realidad no sé explicarme de otra manera. Hasta ahora he vivido mi vida para darme cuenta de lo difícil que es expresar el amor. Cuando algo me gusta de forma especial, me cuesta mucho hallar las palabras apropiadas para verbalizar mis sentimientos. A Samuel Beckett, por ejemplo, llegué a través de una representación universitaria de Esperando a Godot, seguramente amateur, pero para mí decisiva, porque me empujó a leer a continuación el texto de su obra en una vieja edición argentina y en adelante devorar sus ensayos, cartas, piezas teatrales, novelas y demás miscelánea. Todo. Durante una larga temporada de mi vida sólo hablaba de Samuel Beckett. No sé muy bien qué decía por aquel entonces, pero sé que no se trataban de interpretaciones sobre su obra o cosas así. Me gustaba, eso sí, declamar algunos de sus poemas y fragmentos de sus novelas, seguro de estar entregando a quien me escuchase una especie de fórmula mágica para algo. He visto muchísimas representaciones de sus obras, atesoro una caja de dvds con las películas que dirigieron David Mamet, Karel Reisz, Atom Egoyan y algunos de los cineastas más interesantes de las últimas décadas a partir de las diferentes piezas teatrales de Beckett, viví y di clase en Irlanda dos años, donde escribí y escenifiqué una obra beckettiana... Pero jamás he escrito nada sobre Beckett, más allá de citarlo o referirme a él de manera transversal, como estoy haciendo ahora. Mi mejor comentario o crítica sobre él ha sido mi hijo, que se llama Samuel en su honor y en honor también a Irlanda.
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Cunqueiro, Beckett, Rossellini, tres referentes
—ECP: Las sentencias de Lyudmila Pronek, tu efímera compañera de piso en Londres, salpican todo el libro. Escribes: «No le parecíamos lectores: le parecíamos verdugos». Atendiendo al contexto de juventud y pasión, ¿cuánto de razón tenía Lyudmila?
 
—HJR: La juventud es exagerada e injusta y yo quería introducir en el libro a un personaje que fuera joven, pero que de alguna forma hubiese perdido su juventud y que tuviese un protagonismo muy breve en la novela y aun así nunca dejase de aparecer indirectamente, como si su papel real fuese recordar todo el rato que lo que buscamos en la vida fue algo que quizás perdimos desde el comienzo: el amor verdadero, una enseñanza decisiva, un rumbo... Había una parte en la primera edición de Construyendo Babel que suprimí en la segunda, donde Lyudmila, hablando sobre literatura rusa con Hilario, explica que ella a los libros de Tolstoi, como a las enciclopedias y la mayoría de los ensayos, siempre iba de visita; a los de Chejov, como a los álbumes de fotos, iba porque vivía en ellos. Con eso no quería decir que desdeñase a Tolstoi, tan solo que el tamaño colosal de su obra y su persona, la admiración que suscita y los rótulos institucionales que lo reclaman para cualquier canon, la invitaban a dejarlo en las buenas manos de las academias, que sabrían qué hacer con él. Lyudmila prefería a Chejov porque lo veía menos como un producto de la tradición y más como un invento de otros escritores y lectores diminutos o casi anónimos, que lo habían convertido en su héroe secreto. Según ella, algunas frases de Tolstoi (como esa de «todas las familias felices») podían utilizarse para argumentar algo ante los representantes de la ONU, las de Chejov, sin embargo, las veía más para las cartas de amor. Tolstoi fue grande y perfecto, aunque a veces tuviera ocurrencias propias de un chorlito; Chejov era enamoradizo, inseguro, atribulado, y murió joven y de torpe manera. Con todo esto, yo quería decir que Tolstoi era el típico descubrimiento de las edades tempranas (que suelen ser grandilocuentes) y que Chéjov era el típico descubrimiento de las edades tardías (cuando las pasiones se atemperan y uno aprende a valorar cosas menos obvias, más sutiles, como el estilo y los argumentos de Chéjov). Lyudmila en el libro es siempre un contrapeso, para que el tiempo no avance demasiado aprisa, para evitar argumentos demasiado contundentes y para mantener viva la llama del amor aunque de él ya solo quede el recuerdo.
 
—ECP: Has residido tiempo en EEUU. ¿Simplemente por una cuestión laboral, sentimental o ese país te ha ofrecido algo especial para el desarrollo de tu escritura?
 
—HJR: Primero tendríamos que hablar sobre mi pasión por el wéstern (eso que normalmente llamamos películas del Oeste), porque fue lo que me empujó a vivir muchos años en diferentes sitios de Estados Unidos. Al buscar mis lazos culturales, no los encontré en la historia española sino en el cine, sobre todo en los westerns, y en coches recorriendo interminables carreteras y atravesando desiertos con la música puesta. Luego tendría que recordar que cuando comienzas a escribir, te sientes como un niño pequeño mientras aprende a caminar. Los adjetivos se te resisten, los adverbios te traicionan y los verbos te lanzan al espacio exterior aunque tú solo intentes mantener los pies en el suelo. Pero esa especie de fragilidad no se disipa en cuanto comienzas a tener cierto control sobre el lenguaje, se mantiene viva porque sigues sin saber muy bien hacia dónde dirigirte. A mí fue Sam Shepard quien me proporcionó una dirección. Con sus libros entendí que en los westerns no era la acción lo que me gustaba sino el paisaje. Me gustaba por su limpieza, por el viento soplando y por las plantas rodadoras (o capitanas) dejándose llevar de acá para allá, sin echar raíces nunca, en una parte del Universo sin fronteras, como si estuvieses en el espacio exterior y no en la Tierra. Cuando leí Crónicas de motel lo experimenté como un terremoto que te sacude por dentro. Me dije a mí mismo que algún día, si tenía la fuerza y el talento necesarios, me gustaría escribir algo así, un centro cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Para conseguirlo, no obstante, era consciente de que tenía que irme a Estados Unidos.
 
—ECP: Tu vida y tu trabajo han estado vinculados al cine. ¿Cómo nació tu pasión por el cine y de qué manera se ha mantenido firme a lo largo de los años?
 
—HJR: El cine es la culminación del proyecto hegeliano de integrar todas las experiencias de todas las artes en una sola. El cine fue quizás el mayor vehículo de conocimiento del siglo XX, transformó la forma de ser de los seres humanos como la literatura nunca lo había hecho. Cambió nuestra visión del cuerpo, nuestra ideología, nuestra manera de observar el futuro, nuestra manera de observar y sopesar el pasado... Lo cambió todo. Me cambió a mí y —supongo— a mi generación. Yo el mundo he aprendido a verlo ante todo gracias a las películas. Antes, siempre que le enseñaba a alguien un álbum de fotografías de mis viajes a Italia, solía decirle que allí, en aquellas imágenes, estaban mis mejores críticas de las películas neorrealistas y el cine que luego hicieron Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini o Luchino Visconti. En la entrada de un garaje en los bajos de un edificio de cuatro plantas en Roma, al comprobar la cara de sorpresa de quien estuviese viendo conmigo aquella fotografía, yo aclaraba que allí los nazis habían torturado al cura que interpreta Aldo Fabrizi en Roma, ciudad abierta. A la puerta del número 15 de vía del Corso, también en Roma, donde nadie notaría nada especial, yo insistía en que no se trataba de una puerta cualquiera sino de una puerta capaz de ayudarte a entrar en otra dimensión temporal porque de allí había salido, hacía muchos años, Monica Vitti en una película de Michelangelo Antonioni y nunca se la veía regresar, como si se la hubiera tragado la tierra. La mayoría de mis álbumes, con fotos hechas en diferentes países, eran en realidad tomos de una especie de historia del cine secreta. Y cada fotografía era en realidad una especie de crítica cinematográfica, más allá de palabras inútiles y expresiones de gusto. A mí rara vez se me ve en alguna, porque sé que, aunque no son el tipo de crítica que uno espera de los demás y por consiguiente son fracasos, al menos funcionan como un autorretrato y me definen mejor que cualquier selfie. Siempre he pensado que, si en una película un espacio elegido detenidamente define a los personajes que lo atraviesan, a quien le guste esa película de manera especial deberá buscar ese espacio para ver si en el cruce entre la realidad y la ficción algo puede definirlo también a él.
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Tres libros con huella
—ECP: Los capítulos ‘Secretos inconfesables’ y ‘Las ínsulas extrañas’ son semblanzas familiares profundamente emotivas. ¿Podemos considerarlos capítulos-cremallera, en cuanto a las pretensiones de cerrar/curar para siempre algo?
 
—HJR: Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, describe su reacción a las imágenes que vio del Holocausto por primera vez. No se sintió culpabilizada pero sí responsabilizada por aquellas imágenes, como si la hubiesen convertido en su guardiana. Una condena similar la sentí yo al ver los álbumes familiares, donde había muchos espacios en blanco, con fotos desaparecidas y otras que alguien había atravesado con unas tijeras, borrándole los ojos a un primo o a un tío. Durante años busqué un modo de narrar nuestro pasado, de fijarlo para que ciertas cosas no se repitiesen nunca, para que sirviesen de ejemplo a los demás o simplemente para dejar claro que hemos existido; por desgracia, me resultó muy difícil. La objetividad no bastaba. Tampoco la realidad. Como recuerda Andrew Graham-Yooll en Memoria del miedo al hablar sobre la dictadura militar que sumió Argentina en el terror durante los años setenta, «sólo la ficción puede contar estas historias, porque impresas como testimonios parecen falsas». Quizás yo lo que estaba buscando era una forma de ficción real que le sirviese a los lectores para curar sus posibles heridas.
 
—ECP: ¿Lees las críticas de tus libros? Mi criterio no sirve porque no soy crítico, pero yo situaría Construyendo Babel, sin dudarlo, entre los mejores libros españoles de memorias de lo que llevamos de siglo XXI.
 
—HJR: Hace unos cien años, las primeras cámaras fotográficas compactas permitieron que cada familia crease su propio relato. En una misma página, dos imágenes contiguas podían llevarnos de Alicante a Estambul o mostrarnos a nuestro padre con diez añitos al lado del adulto a quien conocimos al nacer y gracias a quien habíamos llegado a la vida. La cronología y el orden eran caprichosos porque en la mayoría de los casos seguían un orden íntimo al que desde fuera no resultaba fácil acceder. Casi siempre aparecían personas sonrientes y bien avenidas, aunque algunas imágenes fueran preludios de muerte y disolución. Consideremos, pues, al álbum una guerra y a cada imagen una batalla. Nuestra historia, parecen decir los álbumes y las fotografías, es una lucha contra el caos del tiempo y contra el olvido. Miles de álbumes familiares dispersos por todo el mundo dan forma a la misma historia, a la misma lucha contra el caos del tiempo, contra el olvido, y lo hacen de una forma en apariencia incoherente, que muy pronto nadie sabrá siquiera interpretar, no digamos continuar. Quedarán, si no hacemos algo al respecto, como ruinas sobre las cuales ya no se construirán otros relatos. Para mí, Construyendo Babel es solo un relato posible, que me sorprende que la gente entienda como unas memorias. Me conmueve que le guste a alguien y que alguien como tú lo tenga en tan alta consideración.
 
—ECP: Es una pregunta repetida, pero necesaria. Hay que hacerla para los que te admiramos, más aún siendo tú un autor prolífico. ¿Tienes ya alguna idea de lo que será tu próximo proyecto?
 
—HJR: En un mes o dos aparecerá un libro que he escrito sobre El año pasado en Marienbad, en él transformo la crítica cinematográfica en literatura de viajes y a las películas en países con límites y fronteras. Ahora mismo trabajo en una novela sobre un dromomaníaco (que es alguien que pierde el control sobre sí mismo, comienza a caminar y puede ir de Francia hasta Siberia sin darse cuenta) y un ensayo literario sobre varios viajes que hice a los Balcanes. Y mientras todo esto sucede, en mi cabeza se entremezclan momentos de dos viajes que hice, uno el año pasado por el sur de África y otro este mismo año por el sur de América, y no sé cuáles puedan llegar a ser las consecuencias de estas ensoñaciones.

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    ENTREVISTAS

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

    3SPADA
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    BELLIDO, ÁLVARO
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    BOCANEGRA, JOSÉ
    BORGOÑÓS, IGNACIO
    BORGOÑÓS, IGNACIO
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    CABEZAS, ISMAEL

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    CARBAJOSA, NATALIA
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    [Qué mundo tan maravilloso]


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    MARÍN, MARÍA

    MARÍN, MARÍA
    [Lo que se hunde]


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    MARTÍ VALLEJO, MAITE

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    MARTÍN GIJÓN, SUSANA

    MARTÍN IGLESIAS, VÍCTOR

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    MARTÍNEZ MÁRQUEZ, ALBERTO

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