Entrevista realizada por MIGUEL VEGA Otra vez la poesía Otra vez la poesía. Auténtica --añadiría yo al título--, la verdadera, esa que te trastoca, que te deja con un nudo en el estómago después de un relámpago de belleza y profundidad. Entre tantísima filfa poética como se publica hoy día (premiada o no), uno se topa con los poemas de este libro y concluye su lectura con un sentimiento de alivio y agradecimiento. Es demasiado bueno. Tras veinte años de silencio editorial, José Luis López Bretones reaparece (como esos toreros veteranos que retornaban a los ruedos y mostraban a las nuevas generaciones la pureza y la maestría de su arte) para ofrecernos una colección de poemas escritos a lo largo de estas dos décadas. Piezas perfectas, añejadas en barricas del mejor roble. En este 2024, bajo el sello editorial de Sonámbulos, sale a la luz Otra vez la poesía, su quinto título (no hay quinto malo, ya conocen el adagio, que en este caso les aseguro que se cumple). Es un libro ordenado en cinco secciones —“Otra vez”, “El telar”, “Cuando llegó la tarde”, “Las moradas” y “El indiferente”-- y no contiene muchas citas como epígrafe de los poemas, pero las que aparecen son de variadas fuentes que sirven para reconocer el tono general del libro. Así, el autor hace comparecer a Cernuda, a San Agustín, al francés Edmond Jabès, a Dante, al irlandés W. B. Yeats, a Lucrecio y al italiano Curzio Malaparte. Los textos están escritos con una elegancia rítmica prodigiosa (He bajado a la playa, donde la sombra aguarda / con su aroma aún dormido / en el duro regazo de las rocas). En algún caso nuestro poeta acude al endecasílabo para componer el poema entero, pero sólo en excepcionales ocasiones; pienso en el magistral ‘Aerotransportada’, de la última sección del libro, por ejemplo. No hay oscuridad deliberada en este libro, hay símbolos, metáforas, analogías, correspondencias, que darán la medida de la profundidad en los temas tratados además de una belleza serena y equilibrada, renacentista diría yo (la miel apaciguada de un prado en el otoño). —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: La primera pregunta viene obligada por el título: Otra vez la poesía. Han pasado justo veinte años desde que publicaras tu libro anterior, Ayer & mañana. ¿Puede la poesía abandonar a un poeta, mostrarse esquiva con él durante tanto tiempo? —JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES: Sí, claro. Es evidente. La prueba es este libro. No es una circunstancia excepcional entre los poetas. Hay antecedentes relativamente cercanos, como algunos miembros del grupo Cántico; pienso por ejemplo en Pablo García Baena. Algunos de estos poetas cordobeses no sólo dejaron de publicar a principios de los años 60, también de escribir, y luego retomaron su actividad literaria una década o década y media después, tras la recuperación que de ellos hicieron los poetas novísimos. La poesía, por tanto, puede resultar esquiva durante determinados períodos. En mi caso particular —mucho más modesto que el de los citados, claro—, yo nunca dejé de escribir, aunque la frecuencia se redujo de una manera drástica. Hubo años en que sólo alcancé a componer uno o dos poemas. Todos los textos que integran Otra vez la poesía están fechados entre 2004 y 2019, justo antes de la ominosa pandemia. Me refiero a todos aquellos que he dado por válidos y que consideré definitivamente concluidos, si es que se puede saber cuándo un poema está en verdad terminado. —ECP: Respetemos el orden establecido en tu obra. Vayamos a la sección primera: “Otra vez”. En ella pareces expresar que sigues desconfiando de la poesía como ejercicio artístico, llegando incluso a plantearte que en realidad tenga o posea algún valor. En el primer poema --el que da título al libro-- nos hablas de un espacio en el que vuelve a plantar de nuevo / sus desastrosas tiendas la poesía. ¿Es esa desconfianza la única causa que motivó tu letargo poético, o se unieron otras más? —JLLB: El principal motivo de que el ritmo de creación disminuyera es que no he sentido una urgencia de estar continuamente expresándome. Sólo experimento el impulso de escribir poesía cuando necesito averiguarme, por decirlo así. Cuando un recuerdo, una vivencia, una idea me afectan, causan en mí algo parecido a un conflicto, y entonces necesito pensar en ello y ponerme a mí mismo en claro. Y la única manera en que sé hacerlo es a través de la poesía, ya que no escribo diarios ni aforismos ni prosa narrativa. Si no aparece ese prurito de autoexploración, de rastreo, no siento la necesidad de escribir. En cuanto a la desconfianza hacia la poesía, siempre he mantenido una continua reflexión acerca del lenguaje poético, del problema de la palabra como herramienta para trasladar de manera fiel todo lo que el autor querría expresar. Esta indagación metapoética ya estaba presente también en mis libros anteriores. Ha habido escritores para los que el lenguaje ha sido absolutamente suficiente para transmitir con eficacia lo que pretendían, y pienso, por ejemplo, en Gabriel Miró, a quien considero un verdadero poeta aunque jamás escribiera un solo verso. Jorge Guillén le dedicó un artículo titulado precisamente así: Gabriel Miró, el lenguaje suficiente. Pero otros autores sí se han sentido la necesidad de reflexionar sobre las debilidades o insuficiencias del lenguaje poético, entre los que yo, en la medida de mis posibilidades, me incluyo; de ahí surge esa desconfianza a la que te referías en tu pregunta. —ECP: En el poema ‘Falls the shadow’, un título, según me aclaras, tomado de un verso de T. S. Eliot, de su poema ‘The hollow men’, cuyo comienzo recitaba Marlon Brando en la película Apocalypse now, hay una imagen inicial ciertamente impactante: Alguien que no soy yo escribe estas palabras / frente a un cristal que me refleja. ¿Siempre lo has sentido así? Es decir, ¿el poeta y la persona definida en el DNI son dos personajes distintos que no tienen nada que ver el uno con el otro? ¿Siempre han aparecido disociados para ti? —JLLP: No se trata de una esquizofrenia, de un Jekyll y Hyde literario, ni de desdoblarme en un heterónimo pessoano. De lo que hablo en esos versos es de dos actitudes diferentes con respecto al lenguaje en la misma persona. El poeta, cuando escribe, recurre a una serie de operaciones lingüísticas de distinto cariz con respecto a las que emplea la persona civil, por llamarla así. No obstante, siempre existen concomitancias entre el lenguaje poético y el lenguaje cotidiano, porque si no la poesía sería una especie de jerga ininteligible. Ahora bien, el lenguaje poético implica una especie de extrañamiento, no sólo con relación a la palabra, sino con uno mismo. La persona que reflexiona en su poesía sobre el lenguaje o sobre los temas universales y más trascendentes —el paso del tiempo, el amor, el sentido de la existencia, etc.— mantiene una actitud distinta a la que anda por la calle y se ocupa de las gestiones del día a día. No son dos personas diferentes, pero sí dos momentos diferentes de la misma persona: el de la creación y el de la vida civil. —ECP: En la segunda sección, “El telar”, cedes el protagonismo a las reflexiones sobre el tiempo, aunque bien es cierto que este tema está disperso por todo el libro; tal vez sea el leitmotiv más recurrente. La memoria también es una derivación de este ahondamiento en el paso ineludible del tiempo. En un poema especialmente hermoso de esta sección, el titulado ‘Una nota’, es la música la que va asociada al recuerdo: la nota aislada de un piano negro. ¿Qué tienen en común la música y la poesía? ¿Realmente hay tantas similitudes entre las dos artes? —JLLP: La música es mucho más poderosa que la poesía. Es un lenguaje más universal, que apenas necesita de intermediarios y que llega a más gente de forma mucho más inmediata. Pero la relación entre ambas es evidente. Como sabes, el término lírica procede de lira, el instrumento con el que se acompañaban las canciones y los recitados; ése es el origen de la poesía. Por otro lado, el verso también tiene su música: la medida y la acentuación silábicas, la sonoridad de las palabras, el ritmo, la cadencia versal, incluso la propia rima o las figuras de dicción. Todo eso contribuye a crear una música, una melodía que vincula la poesía con la música. Aunque también es cierto que esta comparación con el arte musical es aproximativa, un poco pálida, por así decirlo, puesto que no es lo mismo una combinación de notas que otra de palabras. Pero también es cierto que la cualidad musical se hace imprescindible en la poesía, ha de estar siempre presente. Yo diría incluso que es la base fundamental que define al género poético. Si un texto lo distinguimos o lo consideramos como poético es porque debe estar construido en base a estas características musicales: ritmo, acentuación, cadencia, etc. —ECP: La sección tercera, “Cuando llegó la tarde”, es un canto a la mujer, y, en consecuencia, a distintas fases del amor. Encontramos aquí poemas tan emocionantes como ‘Nuestra vida jamás regresará’, ‘Las gotas’ o ‘Cuando llegó la tarde’, dedicados abiertamente al sentimiento amoroso. Pero hay otra variante que me ha interesado mucho en esta tercera parte del libro. Abres el poema inicial con este verso: Tuve un sueño y fue verdad un día. Y el poema siguiente parece corroborar esta idea: Hay más verdad en los sueños / que en cualquier otro tramo de la vida. ¿Es para ti el mundo de los sueños un verdadero material poético? —JLLB: Sí, pero no me refiero a los sueños nocturnos, ni siquiera a las ilusiones. Siempre he creído que el que tiene ilusiones es un iluso. En ciertos poemas el sueño equivale al recuerdo, a la vivencia, o mejor aún, a la revivencia, como decía Juan Ramón Jiménez; es decir, volver a vivir o a recrear aquello que ya quedó atrás en el tiempo. Tanto en los recuerdos como en estas ensoñaciones no todo se ajusta a una realidad objetiva; la ficción y la imaginación juegan muy a menudo su papel. —ECP: La cuarta sección, “Las moradas”, hace referencia tanto al hogar como al lugar geográfico en el que transcurre nuestra vida. Quizá se hagan aquí más evidentes las palabras que la poeta Aurora Luque dedicó a este libro en referencia a “una poesía de la contemplación, del lujo de la quietud, del placer de predicar una emocionada indiferencia”, paradoja esta última que, según la autora almeriense, alienta en toda la obra. Abundan en esta sección maravillosos poemas descriptivos a la manera de los textos más clásicos de Azorín o Gabriel Miró. Escribes en ‘El lujo’: La luz de tarde de la sierra altiva / entra por el balcón, y alguna fuente / oculta deja oír su gotear sereno / bajo esta tierra seca. Pero también encontramos versos tan contundentes como estos, pertenecientes al poema ‘Vuelve otra vez la lluvia’: Llueve de pronto en la ciudad vacía / y el viento de la noche, desordenado y bronco, / ensucia de agua turbia las ramblas y las calles. ¿Lo feliz y lo amargo son caras de una misma moneda en tu poesía? —JLLB: Pues no lo había pensado. Hay dos partes en esta sección, una es “La casa”, y la otra “La ciudad del sol”. La primera se refiere a la búsqueda de un lugar que te aporte una serenidad, una cierta seguridad desde el cual uno pueda vivir y pronunciarse sobre la vida, a pesar de todas las amenazas. La segunda parte es una metáfora del lugar donde vivo: Almería y su paisaje, tanto físico como moral. Tal vez aquí aparezca esa doble cara de la moneda que mencionabas, ya que las descripciones son más crudas, menos idílicas. Tampoco hay que perder de vista que este paisaje desértico, a veces desolado, puede ser el paisaje del alma, como supo ver José Ángel Valente, quien pasó en Almería los últimos quince años de su vida. —ECP: Se cierra el libro con la sección “El indiferente”, título que me confiesas que está tomado de Paul Valéry. Precisamente de «emocionada indiferencia» hablaba, como hemos apuntado antes, Aurora Luque para aproximarse a la esencia de este libro; un libro, a todas luces, de absoluta madurez, cuando ya la vida ha mostrado todas sus caras. Para este finis operis los poemas se tornan más simbólicos, porque aquí convocas a la condición humana, al vacío existencial e incluso al concepto de alma. La desesperanza aflora sin contemplaciones: la metáfora bélica del poema ‘Aerotransportada’ es devastadora. También recurres al mar como espejo de ese vacío de eternidad. Ese mundo marinero conjugado con el desaliento me lleva sin remedio a la obra de Álvaro Mutis, que también pivota sobre esos desolados ambientes marinos y esa indiferencia de su personaje de ficción, Maqroll el Gaviero. ¿Es la obra de Mutis un referente en la concepción de tu poesía? ¿Qué otros poetas puedes considerar como faros, por continuar con el campo semántico del mar, en tu tarea literaria? —JLLB: El Mutis poeta y el Mutis narrador. Es un referente absoluto para mí. Comencé leyendo hace muchos años los poemas recopilados en Summa de Maqroll el Gaviero, que me deslumbraron, y continué, por supuesto, con sus novelas y sus ensayos. También ahora podría citar a bote pronto a los españoles Azorín, Josep Pla y Gabriel Miró, que ya han salido en esta conversación. Si nos ceñimos estrictamente a los poetas, he mencionado igualmente a Paul Valéry y a Valente, pero podría añadir a Góngora, fray Luis de León, Antonio Carvajal, por supuesto, a Juan Gil-Albert, Caballero Bonald, Guillermo Carnero, Julio Martínez Mesanza... Aunque sobre todo destacaría a Juan Ramón Jiménez, para mí el poeta más importante de la modernidad, incluso por encima del genio de Federico García Lorca. Se suele repetir que Juan Ramón está a la altura de ogros grandes autores europeos como Eliot, Rilke o Montale... Pero para mí la experiencia lectora de Juan Ramón fue más intensa. De los más grandes poetas que determinan toda una época. En cuanto a esa metáfora bélica de ‘Aerotransportada’... Hay otra en el libro, en el poema titulado ‘Der Kessel’, palabra alemana que podría traducirse por “el caldero”. Así se llamó en la Segunda Guerra Mundial a la ciudad de Stalingrado cuando las tropas soviéticas rodearon al 6º Ejército alemán. Aquí aparece la metáfora bélica en forma de cráteres abiertos por las bombas como una imagen del asedio que el tiempo ejerce sobre nosotros. Y el poema ‘Aerotransportada’, efectivamente, está basado en los paracaidistas norteamericanos de la 101º División, los Screaming Eagles, que fueron lanzados la noche anterior al desembarco de Normandía. La operación no se desarrolló exactamente como se había planeado y muchos soldados cayeron en zonas erróneas, quedando desamparados y desorientados en medio de la oscuridad de los campos franceses. A nosotros también nos lanzan a la vida sin certezas ni seguridades, tan desvalidos como los paracaidistas de aquella división aerotransportada. —ECP: En esta última sección aparece el único poema que lleva una dedicatoria personal: ‘Madrugada del primer otoño’. ¿Por qué precisamente ese poema? ¿Cuál es su historia? —JLLB: Ese poema es de los más antiguos. Lo escribí en octubre de 2004. Empiezo diciéndote que para mí un libro no debe ser una mera recopilación de los poemas que uno ha ido escribiendo, sino que debe poseer una coherencia interna, un cierto sentido orgánico. Pues bien, cuando empecé a plantearme la estructura de este libro, cuando ya me parecía que tenía material suficiente para intentar una ordenación, dudé si incluir ‘Madrugada del primer otoño’. Finalmente decidí que el poema iba a formar parte del libro. Antes de mandarlo a la editorial entregué el manuscrito para una lectura previa a dos o tres buenos amigos, entre ellos el crítico José Andújar, recientemente fallecido de manera inesperada. Aún conservo sus correcciones manuscritas en este poema, y al mirarlo de nuevo pensé que era el que tenía que dedicarle a modo de despedida, sobre todo por las circunstancias que se describen y que, en cierta forma, guardan relación con su muerte: el paseo por la playa, la noche, la soledad del lugar... Así que retoqué un poco la última estrofa y quise que este poema fuese mi homenaje personal a José Andújar. —ECP: Ya que la poesía ha vuelto, como bien testimonia el título del libro, ¿tendremos nuevas entregas de tu quehacer poético en años venideros?
—JLLB: No lo sé. Para mí la poesía es una incógnita y un misterio. Esa “otra vez” puede referirse tanto a una reanudación como a la última vez. Y puede pronunciarse tanto con alivio como con resignación. Es cierto que he escrito algunos poemas con posterioridad a los que están incluidos en este libro, pero el ritmo de escritura que llevaré en el futuro es para mí una completa incógnita. Como he comentado antes, solamente escribo cuando surge algún estímulo que me empuja indagar algún aspecto del mundo o de mí mismo, y nunca sé cuándo me va a suceder eso. —ECP: Por último, ¿qué esperas de este nuevo poemario recién publicado? ¿Tal vez “saldar” una cuenta pendiente con los lectores nostálgicos que te seguíamos en tiempos pasados? —JLLB: Nada, nada en especial. Agradezco, por supuesto, las repetidas muestras de interés recibidas durante todo este tiempo por parte de los amigos, sean estos poetas o no. Y por supuesto, el interés y el apoyo de mi editor, Javier Bozalongo, que en seguida apostó por el libro para integrar el catálogo de la editorial Sonámbulos. —ECP: ¿No crees que con este nuevo libro puedes ganar nuevos adeptos, nuevos lectores que puedan descubrirte hoy? —JLLB: Puede ser. Y yo me alegraría si fuese así. Estoy satisfecho de haber publicado de nuevo, simplemente. Si acaso, mi única aspiración sería, como decía Vicente Aleixandre, «resonar en unos pocos corazones fraternos». —ECP: La poesía debe conmover, en efecto. Y estoy seguro de que los lectores que se encuentren con tu libro, Otra vez la poesía, en muchos momentos van a conmoverse con estos versos. —JLLB: Ojalá que sea así. Muchísimas gracias.
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Entrevista realizada por ELENA PEDROSA Ana Geranios nació en Andalucía en 1988. Ha estudiado Periodismo y Grabado. Escribe poesía y ensayo. Ha publicado Verano sin vacaciones. Las hijas de la Costa del Sol (Piedra Papel, 2023). Es colaboradora habitual y miembro activo del periódico El topo. Prometo es una recopilación de fogonazos de cruda realidad cargados de reflexión humana expresados con ternura, pasión, poesía y verdad. Más allá del diario vivencial o del relato de experiencia, nos ofrece importantes apuntes para recuperar el mundo desde un imaginario de análisis social y compromiso personal. Se trata de la tercera publicación de la colección “Literatura Incendiaria” de la Ediciones Fantasma. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: «Habitar fachadas, vivir frente a fachadas y entre fachadas, la violencia de las escaleras, el amontonamiento de personas», todo eso —dices— te pone triste. ¿Es la literatura una herramienta para expresar esas reivindicaciones, esas tristezas? —ANA GERANIOS: La literatura es un espacio de expresión y reflexión. Al escribir estamos ahondando en aquello que nos pasa por dentro, mostramos lo que reflejan los espejos de nuestro interior (vivencias, miradas, necesidades). Escribir no es siempre compartir. La escritura puede ser un territorio íntimo que no tiene por qué salir a la luz: puede ser un juego volátil, una respuesta a una emergencia que fluye sin más pretensión que la de la escritura misma. Hay ocasiones en las que eso que se escribe necesita ser compartido, ocasiones en las que hay una energía tan fuerte en las palabras que no pueden quedarse apiladas en un cuaderno ni en trocitos de papel desordenados. Existe un instante irrevocable en el que quien ha escrito un texto (o quien lo ha encontrado) decide que cierto conjunto de palabras no le pertenecen a nadie en concreto sino al mundo entero, que son demasiado comunes como para obviarse, y entonces ya no hay vuelta atrás. A veces son tristes y otras no. La escritura da margen, es permisiva, quiere. Escribir es crear una gota de agua. —ECP: Este es un libro que nace de la espontaneidad, de algún modo sin estructura. ¿Cuál ha sido su proceso creativo? —AG: Prometo surge de estar pendiente. Cuando se presta atención de forma sincera y entregada a lo que nos rodea, la vida se va contando sola, va dejando su rastro. Nuestra responsabilidad como seres racionales es comprender aquello que no está en los libros sino el contenido de la vida misma, lo que no está atravesado por ningún interés más allá que el de la curiosidad. Tocar, mirar, escuchar, oler y saborear conforman la única y verdadera forma de entendimiento de aquello que nos es imprescindible. La necesidad de expandir la intimidad por supervivencia, lanzada como puñados de confeti, ha dado lugar a un hilo conductor impreciso, que en ocasiones encontraba el pulso en una situación ocurrida en medio de la calle y que en otras descubría su fundamento entre las vísceras, al resguardo de la luz del sol. Así se ha estructurado Prometo, sin ninguna forma ni pretensión. —ECP: Prometes la dulzura, no mentir, la salud, la velocidad... ¿Por qué prometes? —AG: Más que prometer nada a nadie, he buscado un compromiso conmigo misma. No quería que nada me fuera indiferente, ni siquiera lo no deseable. Ser consciente de lo que me rodea me ha hecho buscarle palabras a diferentes situaciones, experiencias y sentimientos para crear un registro, como una lista de la compra de lo que no quieres que se te olvide, también de lo que te falta. —ECP: La autobiografía o la escritura autorreferencial podrían hablarnos de un diario, en el que también encontramos dibujos, relatos, fotografías... ¿Cuántas áreas creativas desbordan a Ana Geranios? —AG: Van surgiendo diferentes maneras de expresión según las necesidades. Expresar es un verbo muy amplio, que alberga todas las disciplinas. Toda una novela puede estar recogida en un grito, todos los deseos de la humanidad en una mirada perdida. Han ido surgiendo, gracias a la dedicación desinteresada al aprendizaje, diferentes formas que van recogiendo los impulsos imprevistos que de repente aparecen. No todos ellos quedan registrados, muchos vuelan tan libremente como un ave silvestre. La fotografía, la escritura, el grabado, el barro, la decoración, el dibujo, el teatro o cantar son herramientas de las que echo mano cuando las necesito, siempre y cuando se dejen. —ECP: Nos dices que otro tiempo es posible, y eso de alguna manera puede paladearse en este libro. ¿Cuál es la diferencia entre la velocidad de la ciudad y la que una lleva dentro? —AG: El tiempo de la ciudad es insostenible para la vida, aunque nos empeñemos en seguir transitándolo. La ciudad es el símbolo del capitalismo. Un pueblecito pequeño, autosuficiente, nunca podría servir a las lógicas y necesidades de mercado. Un pueblecito estaría siempre al margen, feliz y aislado de las dinámicas que imperan en el mundo como actualmente lo reconocemos. El mundo podría estar lleno de pueblecitos que actuarían como sujetos autónomos, como cuerpos vivos, que cuidarían por su supervivencia y la de los demás. La velocidad que va por dentro pertenece a esa naturaleza, a lo interconectado biológicamente, a la cercanía. Las ciudades rompen el tiempo y así estamos las que la habitamos, algo rotas. —ECP: La luz, la naturaleza, el arte. El viento de Levante. Cádiz, Sevilla, San Pedro. ¿Cuáles son las referencias y los espacios en los que se vive y se desborda Ana Geranios? —AG: A pesar de alguna pirueta por otras latitudes, me desborda Andalucía. Encuentro refugio en todos sus rincones. —ECP: El libro es un compendio de historias humanas, que refieren a la vida obrera, los transportes públicos, el verano. ¿Estas letras se escribieron a la vez o tras tu libroVerano sin vacaciones? —AG: Son justo posteriores. No estaba segura del todo, pero revisando el registro de “promesas”, estas empiezan en el otoño de 2019, después de acabar de autoeditar Verano sin vacaciones. El sueldo de ese verano me permitió comprarme una cámara de fotos de segunda mano que recogí en Madrid. Antes de comprársela a aquel hombre, que paró en segunda fila en una rotonda y me dio la caja esperando mis billetes, le prometí al amigo que me acogía que la primera foto que subiría sería de las vistas al ojo patio que había desde su ducha. Después de esa promesa, motivada por la estética pero también por la filosofía, la política y el cariño, fueron sucediendo otros, muchos deseos, efusivos y reflexivos, que necesitaban un espacio/tiempo. La promesa cambió de sentido y me prometí hacer y subir una foto al día, cosa que nunca ocurrió. Boicotearme sin hacerme daño es un juego que a veces practico, pero es verdad que soy muy exigente y no siempre puedo llegar a hacer todo lo que me gustaría. Pero prometerlo sí que puedo. —ECP: En esta ocasión la reivindicación social está, pero va más allá de convertirse en un monográfico. Tu relación con la tecnología —«gracias, tecnología, no te quiero»—, la gestión normativa de la pandemia —«Evitar la distancia de seguridad / Lo prohibido por encima de todo / ¿mirar sí se puede, mirar sí me dejáis?» o la gentrificación («qué bonita está la luna en la puerta de mi casa llena de gente desconocida») son algunos aspectos de crítica social que abordas en este libro. ¿Crees que la narrativa actual es lo suficientemente sensible a estas cotidianeidades que en ti se impregnan de pensamiento social? —AG: Creo que sí, creo que la narrativa se está poniendo al servicio de muchas problemáticas sociales y se lleva a cabo a través de diferentes géneros. Esto es solo posible gracias a la responsabilidad de artistas, escritoras y creadoras que con sus letras abordan lo que les inquieta. Estoy segura de que quienes se lanzan a cuestionar el sistema lo hacen convencidas de que su intención, su trabajo, servirá para ayudar a resquebrajar, muy poquito a poco, lo injusto, lo insoportable. Y eso me parece maravilloso. Creo que escribir obviando lo social es realmente algo muy difícil. ¿Cómo despegarnos de las heridas compartidas? Igualmente hay de quien lo consigue, y se nota. —ECP: «En la actualidad sobrevivo, donde todo es mentira o está muerto» dice uno de tus versos. ¿Cómo vives los medios de comunicación desde tu faceta crítica y a la vez como periodista?
—AG: Ha sido duro comprobar que los medios de comunicación no están ayudando a la creación de una sociedad crítica y sana, tampoco una opinión pública rica. No aportan a la ciudadanía lo que esta se merece, no están cumpliendo su función ni están a su servicio. Tampoco estoy segura de que lo hayan hecho en algún momento. Creo que por ese motivo he desarrollado mi faceta periodística a mi manera, de forma autónoma, sin ningún objetivo más que el de entender y aportar. No he sido muy consciente de esto, sino que se ha ido dando solo, por esa espontaneidad incontrolable tan ligada a la supervivencia. Afortunadamente hay proyectos comunicativos conscientes, al margen de los medios de masas, que sí que aportan a la sociedad. También considero que dentro de las productoras y grupos de comunicación hay personas que confían en el periodismo y dedican su vida a llevar a cabo su trabajo de forma digna. Eso también se nota. —ECP: En esta hibridación de géneros que hemos llamado “Literatura incendiaria” encontramos también momentos de introspección, íntimos y personales, y versos de gran belleza como «Prometo / cuidar el tiempo / entre estallidos» o «la vida es un estado de alarma perpetuo / extremadamente bello». ¿Qué es para ti la poesía? —AG: La poesía para mí es todo aquello que llega a emocionar. Puede estar relacionado con cualquier ámbito: un plato de comida, una historia, una tubería, algo roto. Pienso que la poesía no se crea, sino que está y florece, se deja ver. La poesía surge de la inconsciencia, aunque también está en la física. La poesía no es un poema, para mí no tiene nada que ver. La poesía puede estar en un poema como en cualquier otra cosa, y creo que, proporcionalmente al número de poemas existentes, en muy pocos puede encontrarse algo de poesía, de realidad. La poesía también juega en el mundo de lo real, impregna nuestras circunstancias, silencios, ratos muertos y quehaceres. La poesía es el aliento de la vida, tiene que serlo. Entrevista realizada por INÉS BELMONTE AMORÓS Lo que se hunde Sigilosamente, la lírica de María Marín (Cieza, 1991) va fermentando y tiñendo de burdeos el estado poético de la Región de Murcia. Ya comenzó a expandir su imaginario con El desafortunado intento (Boria, 2018), presentando en sociedad a sus caníbales psiquiatrizados y sus paisajes de lombrices y árboles podridos. Luego publicaría la plaquette Mover de sitio los espejos (Colectivo Iletrados, 2022), y ahora, bajo el sello editorial Liliputienses, Lo que se hunde (2024). La voz literaria de Marín reúne la potencia de lo vulnerable, las regiones sucias y opacas del pensamiento, junto a la fuerza instintiva de la supervivencia. Lo que se hunde coloca al lector en la perspectiva de una mirilla desde la cual intuimos, con la voz de Hope Sandoval de fondo, un suave baile de espejos, que es lo mismo que decir de espectros, que es lo mismo que decir yo en los poemas del libro de Marín. Pero es mejor que sea ella quien nos hable de sus fantasmagorías poéticas. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Antes de comenzar con las preguntas, quería darte la enhorabuena por la publicación de este librito que, pese a ser físicamente tan pequeño, pesa como un buque en las manos (pesa más y más conforme avanzas en su lectura). A propósito de lo cual, ¿cómo conversa el tamaño minúsculo y el peso ligerísimo del poemario con los textos que lo conforman? —MARÍA MARÍN: Aprovecho entonces, antes de contestar a tu primera pregunta, para darte las gracias por haber querido saber más sobre el libro; sobre todo por haberlo leído con ese interés, por haberte acercado a él de esta manera y transmitirme una ilusión que, confieso, no había empezado a sentir por el libro hasta hace bien poco. En cuanto a la elección del tamaño físico, puedo decirte que es todo mérito del editor de Liliputienses, de José María Cumbreño. Yo no supe del formato hasta que llegaron los ejemplares de la imprenta y me envió algunos a casa. Tengo muchos libros de Liliputienses en la estantería, conozco las publicaciones de la editorial, pero nunca hablamos del tamaño. Al abrir la caja y ver ese librito, le encontré todo el sentido del mundo. Hablas del peso del contenido. Es verdad que pesa. Al menos a mí me ha pesado durante años y cerrarlo, verlo físicamente en algo que lo contiene, como encapsularlo, me costó mucho tiempo, muchas versiones, muchos cambios. Hay textos dentro que tienen más de diez años, otros que tienen tres o cuatro, el más reciente tiene dos, que es el tiempo que ha pasado desde que Cumbreño me pidió el manuscrito y no tuve más remedio que cerrarlo. Aprovecho para darle de nuevo las gracias por todo esto, si no es por él todavía le estaría dando vueltas. Porque de verdad que le he dado vueltas, al contenido, la forma. La mayor parte del tiempo ha sido eso: vueltas hasta dejarlo todo mareado. Tenía la idea clara en la cabeza, o la idea de la idea, pero me daba —y me da— mucho miedo no saber si yo era capaz de hacer que eso se viera. O que fuera una imagen trillada y terriblemente expresada, que la única sensación o sentimiento que pudiera producir fuera patética. Entiendo las críticas cuando te expones y siempre habrá a quien le guste más o menos, pero no quería que la emoción principal fuera esa o algo parecido. —ECP: Tu poemario se sostiene en un gran ejercicio de antítesis; por ejemplo, la del silencio y la música. Las pausas, los cortes, la elipsis, son característicos de tu estilo; y la forma se replica en el fondo, creando ambientes atmosféricos en los que reina el silencio (alguna vez mencionas directamente esta palabra en el poemario). Pero la ausencia total de sonido encuentra su contraste en la música, que orquesta y organiza la obra desde los paratextos. A la hora de escribir y articular Lo que se hunde, ¿fue tu intención crear esta antítesis acústica? ¿Cuál es para ti el valor estético y/o simbólico del silencio y la música en el libro? —MM: No puedo dejar de decirte que me suena rarísimo escuchar que yo pueda tener un estilo propio, me ha hecho reír, lo cual te agradezco doblemente. La música es muy importante para mí. Me ha dado muchas cosas, me ha regalado muchas personas, muchos momentos; cuando intento escribir algo no puedo evitar asociarlo, completarlo o acompañarlo siempre con ella, ponerle una especie de banda sonora. El propio poema debe tener sonoridad, crear esa cadencia que actúe como hilo conductor que te lleva flotando solo hasta el final. Yo busco hacerlo aunque no lo parezca o no me salga bien. En el libro buscaba, con la música, apuntalar de alguna manera la imagen que tenía en la cabeza, representar una progresión a lo largo de todo el poemario, como si fuera una partitura, como si fuera una obra completa que te sientas en un concierto a escuchar de principio a final. Por eso también el silencio, la respiración, que es también parte fundamental de la música. Y porque el silencio puede hacernos sentir cómodos e incómodos a partes iguales. Quería que tuviera un sentido, recrear una atmósfera que no se rompiera, aunque fuera finísima como las paredes de una pompa de jabón, o una especie de ensoñación. Quería la imagen del barco hundiéndose y posándose en el fondo hasta fundirse con el agua. —ECP: Otra antítesis muy poderosa en tu poemario es precisamente esa: la del hundimiento, esto es, la muerte y su deseo, frente la lucha por la vida. Así, versos como «El hundimiento / La calma, el saber / que aquí / acaba / todo» se contraponen a otras líneas; por ejemplo: «Cuando llegue la noche, / y estalle el silencio y su metralla / mantenme respirando». ¿Dirías que es un poemario que se inclina más hacia la vida o hacia la muerte? —MM: En las primeras versiones del manuscrito, el último poema del libro no era el que finalmente está, pero con el tiempo me di cuenta de que, aunque pudiera ser un final más contundente, no quería cerrarlo así. Llegó ese nuevo poema último y pensé que, inconscientemente quizá, ese era el cierre que realmente quería para el libro. El barco se hunde, ya cansado, se deja caer, de ahí la calma de aceptar finalmente su naturaleza, pero pide que lo mantengan respirando, se agarra con fuerza a ese hilo. Para mí el poemario acaba inclinándose más hacia ese finísimo vínculo que nos ata al mundo, hacia la vida, sí. —ECP: Se observa que la voz poética transita por una profunda crisis de identidad; incluso se discute su propio estatus de existencia, usando poderosos símbolos como la nieve y el fantasma. En este sentido, a veces el yo se acoge a personajes y elementos “salvavidas”, entre ellos, la madre. Háblanos un poco de esta figura en tu poemario. —MM: En el poemario buscaba representar con algunos de estos elementos la vuelta a la infancia, a casa, donde el abrazo de una madre puede calmar la más terrible de las pesadillas. Es a quien buscas cuando no puedes dormir. El lugar seguro al que volver. Si se tiene la suerte de tener una madre con la que te llevas bien, para cada uno su madre siempre es la mejor. Afortunadamente para mí, ese es el caso. No puedo dejar de tenerla presente, porque sin ella probablemente el barco se habría dejado hundir sin resistencia hace ya tiempo. Creo que sin mi madre habría ya una flota entera hundida en algún mar lejano. Desde luego, habría tenido lugar más de una implosión catastrófica. —ECP: Y hablando precisamente de aquello o aquellos que recuerdan el nombre y la existencia de una, en el libro dedicas un poema a esos objetos y títulos de obras que ya no sirven para configurar la identidad del yo lírico. Pasando ahora de ese yo poético a María Marín, ¿qué películas, libros, discos, objetos, etc. piensas ahora que reflejan parte de tu personalidad? —MM: Me pasa con estas preguntas como cuando estás hablando normal y de pronto te piden que digas una palabra cualquiera, que me quedo siempre pensando sin decidirme. Soy bastante indecisa en general, de hecho, estoy paseando por delante de la estantería del pasillo mirando los libros e intentando quedarme con alguno que fuera representativo, pero supongo que sería injusto porque al final nos vamos configurando a partir de ellos. Sería una suma de todos, desde La campana de cristal hasta Peter Pan o los cómics de Astérix y Obélix. También es en esta estantería del pasillo donde dejo el estuche del violín. Un violín que se compró con mucha ilusión y esfuerzo, del que se esperaba mucho, porque así lo prometía; que en algún momento pasado sonó medianamente bien, y que poco a poco se fue apagando y atascando hasta ahora, que solo suena para algo puntual y lo más piano posible para no oírse demasiado y pasar desapercibido. Le pido perdón cada vez que lo abro. La cámara de fotos que me empeñé en que me compraran mis padres. Me encanta hacer fotos. Hace tiempo que no hago, ni siquiera sé si se me da bien, pero me gusta bastante. Salir en las fotos no me gusta tanto, de hecho, me he dado cuenta de que apenas tengo fotos sola, que si tengo que salir en alguna es con más personas y haciendo un esfuerzo. Para que te hagas una idea, yo cuando entro en los ascensores siempre me doy la vuelta para no verme en el espejo. Sin embargo, tengo un panel delante del escritorio con mil fotos de pequeña con mi familia que miro de arriba a abajo cada vez que me siento, ahí no me da vergüenza mirarme. Con las películas me pasa como con los libros. Últimamente estoy viendo de nuevo algunas que siempre me han encantado, me relaja verlas una y otra vez. Por ejemplo, hace poco he vuelto a ver Mejor... Imposible. Me encanta esa película, recuerdo lo que me llamó la atención la primera vez que la vi. La sacaron mis padres en VHS de un videoclub, luego la compraron y con el tiempo la tuvimos también en DVD (me siento en este momento como si tuviera cien años). Voy a confesar algo, y es que las comedias románticas de Sandra Bullock y de Jennifer Aniston me hacen bastante gracia. En el fondo soy muy romántica yo también, aunque lo oculte y estas mismas palabras las niegue más adelante y durante el resto de mi vida. Las películas de Tarantino me entretienen mucho. El baile de los vampiros de Polanski me hace reír, al tiempo que me da un repelús importante. Las de Fincher y Tim Burton me gustan mucho también. Las antiguas de Disney, sobre todo El libro de la selva o Los Aristogatos. Porco Rosso, que es mi favorita de Miyazaki. Así podría seguir hasta el infinito. Igual con la música. Puedo escuchar compulsivamente durante meses el mismo concierto para piano y orquesta de Shostakóvich o un ballet de Tchaikovsky, y al día siguiente tener puestas canciones de los 2000 de estas tipo Sonia y Selena o el último disco de C. Tangana. Aunque es verdad que siempre suelo alternar esa dualidad con Nina Simone, Aretha Franklin, Louis Armstrong y cosas así. Y, bueno, no es ninguna cosa, pero aquí tengo que nombrar a mi gato. El día que no esté, no sé lo que va a ser de mí. —ECP: Tu poemario está poblado de citas de autores muy diversos, tales como Shirley Jackson, Lewis Carroll, Olalla Castro, Hope Sandoval, o Cortázar. ¿Cuáles han sido las voces que has tenido más próximas y que han influido más directamente en la escritura de Lo que se hunde? —MM: Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson, junto con Otra vuelta de tuerca [Henry James] puede que sean dos de mis novelas favoritas. Cuando iba dando forma al poemario, no sé exactamente por qué, siempre las tenía en mente. Creo que se debe a que la sensación que me han producido siempre los barcos hundidos es como la de una casa enorme llena de fantasmas o un lugar abandonado. Me han despertado muchísima curiosidad al mismo tiempo que me han dado un poco de miedo. Es una sensación parecida a la que tenía de pequeña al ver Alicia en el País de las Maravillas o cuando leía a Roald Dahl. Curiosidad y miedo. Como cuando estás viendo una película, te asustas, y te tapas los ojos con las manos, pero abres un poco dejando una rendija para entrever. Algo así. También me parece que siempre tendré presente a Sylvia Plath, de un modo u otro, en todo lo que pueda intentar escribir, por lo que supuso para mí leer La campana de cristal en un determinado momento. Esta obsesión por leer todo lo que hubiera escrito. Mazzy Star, Sharon Van Etten, Cigarettes After Sex, o Damien Rice también forman parte de la banda sonora del libro —aunque no todos aparezcan explícitamente—, porque me llevaban a la sensación que me habría gustado transmitir: ese viaje en el agua, o incluso el estar dentro de casa mirando a través de una ventana empañada y llena de gotas porque fuera está lloviendo. Aquí podría incluso añadir a Shackleton [Henry Shackleton, pionero irlandés de la exploración antártica], porque la aparición del Endurance [el 9 de marzo de 2022, los restos del Endurance fueron descubiertos por una expedición realizada a bordo del buque S. A. Agulhas II] fue determinante para decidirme por el cierre del poemario. Igual es una tontería, pero cuando encontraron los restos del barco casi intactos, conservados por el agua helada, me replanteé cómo quería que acabara. Y no es que crea yo mucho en las señales, pero poco tiempo después, el Colectivo Iletrados me propuso la plaquette que hicieron para el Mursiya Poética de ese año, y gracias también a esa plaquette Liliputienses contactó conmigo. También es verdad que, desde que cerré el poemario —hace dos años— hasta ahora, han pasado muchas cosas, y, si la implosión catastrófica de la expedición a los restos del Titanic hubiera tenido lugar antes que el hallazgo del Endurance, lo mismo habría decidido otra cosa. —ECP: La imagen del Endurance hundido en las profundidades del mar Weddell enfatiza más la soledad y el aislamiento extremos que se desprenden del libro; y, sin embargo, emerge la búsqueda de otras voces (ya hemos hablado del ejemplo de la madre). Traspasando estas sensaciones de los textos a la propia publicación del libro, ¿has arrojado Lo que se hunde al dominio público para comprobar si hay alguien al otro lado, buscando interlocutores que conversen con ese yo lírico? ¿O concibes la publicación más bien como el exhibicionismo de un soliloquio que no espera interlocutores?
—MM: Creo que siempre se busca el diálogo. Es posible que pueda haber una parte de exhibicionismo no buscado, pero es a lo que te arriesgas cuando expones algún trabajo. Aun así, y aunque mi intención al escribir siempre es al principio ordenarme yo misma, creo que la literatura —si es que se le puede llamar a esto así—, el arte en general, siempre va a buscar a alguien al otro lado que escuche. Y si además de escuchar, también conversa, pues eso debe de ser ya algo increíble. He tenido mucho miedo con el libro. Además de por lo que decía antes de no querer resultar patética o aburrida, creo que el miedo se ha ido agrandando también por la duda de si realmente alguien querría leerlo. Podría decir que era auténtico pánico. —ECP: Quería finalizar la entrevista echando un poco la vista atrás para recordar tu obra anterior, El desafortunado intento (Boria, 2018). ¿En qué aspectos ha mutado tu voz poética respecto a tu primer libro? ¿Y qué queda aún de ella en Lo que se hunde? —MM: No quiero dejar de decir una vez más que nunca agradeceré lo suficiente a Luis Sánchez Martín, a Boria Ediciones, que arriesgara su tiempo y dinero en publicar un libro de poesía a una desconocida, que apenas usa las redes sociales, o que no pudo articular palabra en su primera presentación. También el trato que ha tenido siempre conmigo. Que Liliputienses se interesara por un manuscrito mío, o haber conocido a personas increíbles por el camino, es también gracias a que Luis un día decidió que esto era buena idea. En cuanto a tu pregunta, supongo que El desafortunado intento tenía un carácter más fragmentario, aunque siempre busqué que los poemas tuvieran una relación entre sí, darle sentido y unidad al libro como algo completo. Con el tiempo, también he intentado pulir más aspectos formales, lo cual vas aprendiendo con los años y las lecturas. Aunque no sé si se podrá apreciar realmente, porque también hay algunos poemas anteriores a 2018 que igual siguen cayendo en lo absurdo. Puede que hubiera una distancia más grande entre la voz y los poemas entonces, y eso es algo que en este último me he saltado un poco más. Por eso Lo que se hunde, en un principio y durante su confección a lo largo de muchos años, no me lo imaginé nunca publicado. Lo que sí quería era un poemario más cerrado, que pudieras coger poemas sueltos y entenderlos sin necesidad de verlos en su conjunto, sí, pero que al juntarlos construyeran un libro que tuviera cuerpo, que se sostuviera, de alguna manera, solo. Lo que queda del primero en este es todo. Creo que son las dos caras de una misma moneda. Tanto los aciertos como los errores. Al menos, a mí me gusta pensar que es así. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Construyendo Babel En 2004 se publicó en la editorial Tropismos Construyendo Babel de Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963). Uno le sigue la pista a este autor desde hace un lustro, por eso no había puesto la atención merecida a este monumento de la literatura autobiográfica, perdido entre la montaña rusa y el caos que comporta la velocidad mortal de la industria libresca. El azar y las buenas intenciones de la editorial Contraseña quisieron reeditarlo en 2023, añadiendo un capítulo nuevo y revisando en profundidad el texto. ¡Aleluya! Construyendo Babel se nutre de un cosmopolitismo sensato; redefine la palabra biblioteca; nos regala personajes indelebles como la yugoslava Lyudmila; cuenta decenas de pequeñas, tiernas o tremendas historias docentes, de familia, de ladronzuelos de libros, de boxeadores trágicos, de tabaco, de asesinatos ficticios, del Holocausto, de la verdad y la desnudez artística... Exploremos un poco esta mina. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Construyendo Babel, si se pudiese etiquetar, podría hacerse como libro de memorias. ¿En las memorias se calla más de lo que se cuenta? ¿O hacemos caso a la advertencia inicial de que «Hilario J. Rodríguez no existe» y listo? —HILARIO J. RODRÍGUEZ: Hay una frase de Michel de Certeau que me parece pertinente para comenzar a contestar esta pregunta: «aquello que el mapa corta el relato lo atraviesa». Si convertimos al Hilario J. Rodríguez del libro en el mapa de un ser humano, podemos utilizar el relato para ampliar sus fronteras e ir más allá de donde lo ha colocado la vida. Como él, en el fondo aspiramos a que la ficción acabe compensándonos por las limitaciones e inconsistencias de la realidad, a sacarnos del mapa e introducirnos en un relato con algo de épica y sentido. Yo diría que el porcentaje de verdad en el libro es de un 10%, frente a un 90% de invención, más o menos. Ni siquiera todos los libros y escritores mencionados son reales. Quizás por eso entiendo Construyendo Babel como una ficción, no como unas memorias. Puede leerse y entenderse como una sucesión de imágenes construidas con palabras. Es una sucesión a veces ingobernable, imprevisible y en constante cambio, hacia delante y hacia atrás, como si no tuviese un principio y un final sino solamente lo que ocurre en medio de ambos. Al igual que la Naturaleza, renuncia a lo acabado, a lo definido, a lo absoluto, porque aspira a no morir víctima de un contexto que pasado mañana resulte anticuado y prefiere renovarse con cada lector, con cada época. Quiere fijar su atención en padres que mueren y regresan constantemente a la vida, en frágiles y breves amores de juventud que atraviesan toda una vida, y en paisajes cotidianos que de repente se convierten en escenarios del crimen que a diario perpetra el olvido. Trata sobre el choque entre la Historia con mayúscula y nuestras diminutas historias, sobre las cosas que determinan cómo pensamos y experimentamos el mundo, cosas que antes a muchos nos llegaban a través de los libros, convertidos en mensajes lanzados desde orillas y tiempos muy distantes para que alguien los interceptase, leyese, analizase, interpretase y contase. —ECP: No son muy habituales las reediciones en un mundo editorial tan contagiado ya de vértigo mercadotécnico. ¿A qué debemos tus lectores esta suerte de reedición de Construyendo Babel en Contraseña? —HJR: Cuando apareció por primera vez, en 2004, fue leído por pocos, pero esos pocos lo saludaron como un libro renovador en la literatura española y lo aplaudieron. En el suplemento cultural del diario ABC Juan Ángel Juristo dijo que era «uno de los libros más bellos» aparecidos aquel año y Care Santos en el cultural del diario EL MUNDO, que era «un magnífico debut en la novela». Sus lectores fueron, en su mayoría, muy generosos y supieron ver su apuesta formal. El libro lo editó Tropismos, de corta pero intensa trayectoria, y ahora ha vuelto a ver la luz gracias a Contraseña y al entusiasmo de Alfonso Castán, uno de sus editores. Se ha hecho una profunda revisión y corrección del texto, además de incorporarse nuevas secciones y suprimirse una de la primera edición. En algunos momentos, durante la fase de corrección, me pareció que el trabajo del equipo editorial estaba convirtiendo poco a poco a sus miembros en coautores del libro, con un trabajo exigente, generoso y bastante exhaustivo que para sí quisieran muchos escritores actuales. —ECP: Menudo despliegue de amor por la lectura, las bibliotecas y los viajes haces en el capítulo titulado ‘Infancia’, y en el libro en general. ¿Es una biblioteca el viaje inmóvil perfecto? —HJR: Construyendo Babel sugiere que los libros son los mejores efectos especiales para visualizar lo nunca visto. Basta con perderse en los intrincados pasillos de una biblioteca para proponer la aventura más fascinante; al menos eso es lo que la novela intenta sugerir siguiendo el trayecto de varios libros desde que los encuentra su protagonista hasta que finalmente ocupan lugares concretos en su biblioteca particular. Sus páginas, en estado de guerra total contra todo lo que nos borra, quieren describir un viaje como el de los grandes viajeros, lleno de siniestros presagios y sugerentes fantasías, en busca de la eternidad. Mi madre quería saber qué hacía mi padre cuando lo veía tumbado en el sofá, con un libro en las manos, como si en lugar de leer estuviera haciendo otra cosa. Pero ¿cuál? Quizás él sólo se iba de viaje durante un rato y mi madre reclamaba su atención para que no llegara demasiado lejos. En la vida diaria se dice «pasar página» cuando uno quiere dejar zanjado un asunto para siempre; para un lector pasar las páginas es un impulso irrefrenable si desea saber qué le aguarda al final de una historia o un poema o un ensayo. Todos tenemos que «pasar página» o «pasar las páginas», porque todos necesitamos zanjar asuntos y llegar al final de nuestras lecturas. Somos marinos inquietos, a los que las bondades de tierra adentro, tan ajenas a lo inesperado, nos reconcomen. Necesitamos acción y aventuras, perder pie aunque luego pidamos auxilio. Y cada uno de nosotros sigue su propia travesía, por mucho que vivamos en los mismos sitios o leamos los mismos libros. —ECP: Cuentas una triste anécdota sobre la violencia social contra el que hablara gallego en la ciudad. ¿No crees que, pasado el tiempo, algunas tornas socio-políticas se han dado la vuelta y el galleguismo idiomático juzga ahora los porcentajes de identidad en Galicia? —HJR: Si no te importa, prefiero no contestar esta pregunta de forma directa y tomaré un desvío narrativo. A punto de acabar la educación primaria, uno de mis profesores en el Colegio Altamar asignó a cada estudiante de mi clase una disciplina para que investigásemos y luego redactásemos textos para una enciclopedia que él proyectaba publicar sobre Vigo. A mí me tocó la Botánica. ¿Qué sabía yo al respecto en aquella época? Más bien poco, aunque era capaz de entrar en un bosque y distinguir entre carballos (robles) y castaños, o entre pinos y eucaliptos. Quien más parecía saber de la familia era mi abuela materna, que tenía un poco de meiga porque siempre nos preparaba infusiones con plantas raras, contra el catarro, la inapetencia o la falta de sueño. Pero quien de verdad me ayudó fue mi padre. En aquella época Álvaro Cunqueiro para mí solo era un nombre, por eso cuando mi padre me lo presentó en la Biblioteca Penzol no mostré el asombro y la veneración que habría sentido ahora. Tampoco sabía que aquella biblioteca fue y sigue siendo la mejor que existe para temas relacionados con Galicia. Mi padre iba allí con regularidad para trabajar en su tesis. Recuerdo la primera frase que me dijo Álvaro Cunqueiro como si me la estuviese diciendo ahora mismo: «Para saber lo que hay es preciso saber lo que hubo, porque así se puede prever lo que habrá y podemos prevenirnos contra lo que podría no haber, por si en algún momento lo necesitásemos». También recuerdo sus palabras al describir la Botánica como un asunto mágico, que en Galicia había estado durante siglos en manos de druidas y meigas. Lo que más me impresionó fue escucharle decir frases en latín mientras leía una página de uno de los diez o doce libros que me había cogido de diferentes estanterías, para que investigase. Luego me enteré de que leer latín en voz alta fue durante décadas algo normal entre los estudiantes de los colegios e institutos gallegos relacionados con la Iglesia. Mi padre estuvo varios años interno en uno donde incluso aprendió a hablarlo para las cosas más simples, como dar los buenos días o las buenas noches. Álvaro Cunqueiro me aclaró que saber leer o hablar latín no te convertía en un habitante del Imperio Romano, tan solo en un traductor más fiel que quienes pretendían hacerlo comprensible escribiéndolo en gallego, castellano o cualquier otra lengua. En Europa, según él, todos éramos más traductores que hablantes. No decimos las cosas como quisiéramos sino más bien como creemos que a otros les gustaría escucharlas, para así entendernos y contestarnos. El problema con el latín es que ya era entonces, cuando comencé mi investigación sobre la botánica viguesa, una lengua muerta y por lo tanto no era posible traerla de vuelta a la vida, ni siquiera leyéndola en voz alta como hizo aquel primer día Álvaro Cunqueiro. Observando años después la escritura jeroglífica en las paredes de las tumbas del Valle de los Reyes en Egipto me sorprendí al pensar que lo que yo observaba como un feliz misterio, fue contemplado antes por quien lo había escrito (dibujado), y quizás entonces él y yo, sin saberlo, nos contemplábamos, nos escuchábamos, nos hablábamos, como si el dial de una radio hubiese registrado nuestras frecuencias al mismo tiempo, en ese territorio donde todavía puedo ver y oír con claridad a Álvaro Cunqueiro... Y a mi padre. Te cuento esto para decirte que, en el fondo, el gallego para mí es la lengua que ahora mismo me permite hablar con los muertos, por eso no la hablo con mis hermanas, aunque ellas la usen habitualmente, porque siguen viviendo en Galicia. Siento que si hablase con ellas en gallego, algo que con mi hermana mayor no volví a hacer desde los cinco años y con mi hermana pequeña jamás hice, las convertiría en extrañas. Claro que seguramente son ellas las que me ven a mí como un extraño cuando les hablo en castellano. —ECP: Guardas mucho interés por la literatura escrita en inglés. Dentro de ese idioma, parece que tienes cierta querencia por autores irlandeses. ¿Qué tiene la Irlanda literaria que te atrae tanto? —HJR: En su discurso de aceptación del Premio Nobel (que en España publicó Mondadori con el título La maleta de mi padre), Orhan Pamuk contaba cómo durante su adolescencia, al leer las novelas de Dickens o Flaubert, le daba la sensación de que en Turquía nunca sucedía nada parecido a las maravillosas historias que contaban los escritores occidentales y que, por si fuera poco, hasta la lengua turca estaba en desventaja ante la modernidad del inglés o el francés. Por eso al principio tuvo la sensación de ser un escritor disminuido frente a los clásicos rusos y El Quijote, hasta que se dio cuenta de que en realidad lo que había aprendido de todos aquellos libros majestuosos sobre los que hablaba el mundo entero y que cruzaban las fronteras del tiempo y el espacio, no era precisamente una lección sobre su marginalidad periférica sino sobre su posible fortaleza si recordaba todas sus enseñanzas y con ellas proponía algo nuevo, ajustado a su propia cultura y a su propia lengua, con armas similares a las de los grandes clásicos y ofreciendo una alternativa a ellos, en otro idioma, desde un lugar que nos ayudase a quienes vivimos en el centro a ver más allá de nosotros mismos, sobre todo cuando ya no somos capaces de renovar nuestros discursos y proponer nuevas posibilidades, cuando dejamos de entendernos o de entender la limitada idea del mundo que tenemos. Cuando la Universidad de Galway me contrató para dar clases de español, en agosto de 1988, dos de mis héroes literarios eran James Joyce y Samuel Beckett. Así que fui a Irlanda en busca de ellos, pero allí a quienes encontré fueron Patrick Kavanagh, Flann O’Brian o Brian Friel, que son mucho más vernáculos y pequeños como escritores, más irlandeses. Joyce y Beckett fueron lo último que descubrí en Irlanda porque Irlanda tenía muy poco que decirme sobre ellos; en su lugar descubrí a los soldados de la literatura que libran batallas solo en sus países y de quienes a veces nadie, ni siquiera en sus lugares de nacimiento, parece acordarse. Son ese tipo de escritores que se juega el anonimato total de su obra en los concursos provinciales o en revistas de las que rara vez se ha oído hablar. Podríamos considerarlos los desaparecidos de la literatura, a menudo tratados como locos o tullidos o delincuentes de cuyas huellas deberíamos olvidarnos, según vienen a decirnos las historias oficiales pero de quienes se ocupan escritores como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Orhan Pamuk, J. M. Coetzee, Gerald Murnane o Pierre Michon. Irlanda es un país muy pequeño que ha dado escritores muy grandes, y su historia es un relato muy breve con unas implicaciones muy grandes y especialmente significativas para los españoles (entre otras cosas para entender algunos aspectos del nacionalismo vasco). De su dependencia del Imperio Británico y de su peculiar idiosincrasia rural y mágica han salido escritores muy variopintos. Los ha habido más y menos expansivos, más y menos irlandeses. Más o menos palurdos. Como sucede hoy en día con esos escritores que, en lugar de conformarse con escribir de manera libre y extemporánea, aseguran estar analizando el presente o la tecnología u otra cualquiera de las regiones del presente mientras el tiempo literario de verdad (que nada tiene que ver con los relojes o los calendarios) se les escapa; los irlandeses pueden elegir entre ser ellos mismos o ser algo más. No hace falta decir que quienes se arriesgan son los que finalmente acaban resultándonos familiares y cuyas ideas se adecuan de un modo u otro a nuestra forma de pensar... Te cuento todo esto porque en realidad no sé explicarme de otra manera. Hasta ahora he vivido mi vida para darme cuenta de lo difícil que es expresar el amor. Cuando algo me gusta de forma especial, me cuesta mucho hallar las palabras apropiadas para verbalizar mis sentimientos. A Samuel Beckett, por ejemplo, llegué a través de una representación universitaria de Esperando a Godot, seguramente amateur, pero para mí decisiva, porque me empujó a leer a continuación el texto de su obra en una vieja edición argentina y en adelante devorar sus ensayos, cartas, piezas teatrales, novelas y demás miscelánea. Todo. Durante una larga temporada de mi vida sólo hablaba de Samuel Beckett. No sé muy bien qué decía por aquel entonces, pero sé que no se trataban de interpretaciones sobre su obra o cosas así. Me gustaba, eso sí, declamar algunos de sus poemas y fragmentos de sus novelas, seguro de estar entregando a quien me escuchase una especie de fórmula mágica para algo. He visto muchísimas representaciones de sus obras, atesoro una caja de dvds con las películas que dirigieron David Mamet, Karel Reisz, Atom Egoyan y algunos de los cineastas más interesantes de las últimas décadas a partir de las diferentes piezas teatrales de Beckett, viví y di clase en Irlanda dos años, donde escribí y escenifiqué una obra beckettiana... Pero jamás he escrito nada sobre Beckett, más allá de citarlo o referirme a él de manera transversal, como estoy haciendo ahora. Mi mejor comentario o crítica sobre él ha sido mi hijo, que se llama Samuel en su honor y en honor también a Irlanda. —ECP: Las sentencias de Lyudmila Pronek, tu efímera compañera de piso en Londres, salpican todo el libro. Escribes: «No le parecíamos lectores: le parecíamos verdugos». Atendiendo al contexto de juventud y pasión, ¿cuánto de razón tenía Lyudmila? —HJR: La juventud es exagerada e injusta y yo quería introducir en el libro a un personaje que fuera joven, pero que de alguna forma hubiese perdido su juventud y que tuviese un protagonismo muy breve en la novela y aun así nunca dejase de aparecer indirectamente, como si su papel real fuese recordar todo el rato que lo que buscamos en la vida fue algo que quizás perdimos desde el comienzo: el amor verdadero, una enseñanza decisiva, un rumbo... Había una parte en la primera edición de Construyendo Babel que suprimí en la segunda, donde Lyudmila, hablando sobre literatura rusa con Hilario, explica que ella a los libros de Tolstoi, como a las enciclopedias y la mayoría de los ensayos, siempre iba de visita; a los de Chejov, como a los álbumes de fotos, iba porque vivía en ellos. Con eso no quería decir que desdeñase a Tolstoi, tan solo que el tamaño colosal de su obra y su persona, la admiración que suscita y los rótulos institucionales que lo reclaman para cualquier canon, la invitaban a dejarlo en las buenas manos de las academias, que sabrían qué hacer con él. Lyudmila prefería a Chejov porque lo veía menos como un producto de la tradición y más como un invento de otros escritores y lectores diminutos o casi anónimos, que lo habían convertido en su héroe secreto. Según ella, algunas frases de Tolstoi (como esa de «todas las familias felices») podían utilizarse para argumentar algo ante los representantes de la ONU, las de Chejov, sin embargo, las veía más para las cartas de amor. Tolstoi fue grande y perfecto, aunque a veces tuviera ocurrencias propias de un chorlito; Chejov era enamoradizo, inseguro, atribulado, y murió joven y de torpe manera. Con todo esto, yo quería decir que Tolstoi era el típico descubrimiento de las edades tempranas (que suelen ser grandilocuentes) y que Chéjov era el típico descubrimiento de las edades tardías (cuando las pasiones se atemperan y uno aprende a valorar cosas menos obvias, más sutiles, como el estilo y los argumentos de Chéjov). Lyudmila en el libro es siempre un contrapeso, para que el tiempo no avance demasiado aprisa, para evitar argumentos demasiado contundentes y para mantener viva la llama del amor aunque de él ya solo quede el recuerdo. —ECP: Has residido tiempo en EEUU. ¿Simplemente por una cuestión laboral, sentimental o ese país te ha ofrecido algo especial para el desarrollo de tu escritura? —HJR: Primero tendríamos que hablar sobre mi pasión por el wéstern (eso que normalmente llamamos películas del Oeste), porque fue lo que me empujó a vivir muchos años en diferentes sitios de Estados Unidos. Al buscar mis lazos culturales, no los encontré en la historia española sino en el cine, sobre todo en los westerns, y en coches recorriendo interminables carreteras y atravesando desiertos con la música puesta. Luego tendría que recordar que cuando comienzas a escribir, te sientes como un niño pequeño mientras aprende a caminar. Los adjetivos se te resisten, los adverbios te traicionan y los verbos te lanzan al espacio exterior aunque tú solo intentes mantener los pies en el suelo. Pero esa especie de fragilidad no se disipa en cuanto comienzas a tener cierto control sobre el lenguaje, se mantiene viva porque sigues sin saber muy bien hacia dónde dirigirte. A mí fue Sam Shepard quien me proporcionó una dirección. Con sus libros entendí que en los westerns no era la acción lo que me gustaba sino el paisaje. Me gustaba por su limpieza, por el viento soplando y por las plantas rodadoras (o capitanas) dejándose llevar de acá para allá, sin echar raíces nunca, en una parte del Universo sin fronteras, como si estuvieses en el espacio exterior y no en la Tierra. Cuando leí Crónicas de motel lo experimenté como un terremoto que te sacude por dentro. Me dije a mí mismo que algún día, si tenía la fuerza y el talento necesarios, me gustaría escribir algo así, un centro cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Para conseguirlo, no obstante, era consciente de que tenía que irme a Estados Unidos. —ECP: Tu vida y tu trabajo han estado vinculados al cine. ¿Cómo nació tu pasión por el cine y de qué manera se ha mantenido firme a lo largo de los años? —HJR: El cine es la culminación del proyecto hegeliano de integrar todas las experiencias de todas las artes en una sola. El cine fue quizás el mayor vehículo de conocimiento del siglo XX, transformó la forma de ser de los seres humanos como la literatura nunca lo había hecho. Cambió nuestra visión del cuerpo, nuestra ideología, nuestra manera de observar el futuro, nuestra manera de observar y sopesar el pasado... Lo cambió todo. Me cambió a mí y —supongo— a mi generación. Yo el mundo he aprendido a verlo ante todo gracias a las películas. Antes, siempre que le enseñaba a alguien un álbum de fotografías de mis viajes a Italia, solía decirle que allí, en aquellas imágenes, estaban mis mejores críticas de las películas neorrealistas y el cine que luego hicieron Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini o Luchino Visconti. En la entrada de un garaje en los bajos de un edificio de cuatro plantas en Roma, al comprobar la cara de sorpresa de quien estuviese viendo conmigo aquella fotografía, yo aclaraba que allí los nazis habían torturado al cura que interpreta Aldo Fabrizi en Roma, ciudad abierta. A la puerta del número 15 de vía del Corso, también en Roma, donde nadie notaría nada especial, yo insistía en que no se trataba de una puerta cualquiera sino de una puerta capaz de ayudarte a entrar en otra dimensión temporal porque de allí había salido, hacía muchos años, Monica Vitti en una película de Michelangelo Antonioni y nunca se la veía regresar, como si se la hubiera tragado la tierra. La mayoría de mis álbumes, con fotos hechas en diferentes países, eran en realidad tomos de una especie de historia del cine secreta. Y cada fotografía era en realidad una especie de crítica cinematográfica, más allá de palabras inútiles y expresiones de gusto. A mí rara vez se me ve en alguna, porque sé que, aunque no son el tipo de crítica que uno espera de los demás y por consiguiente son fracasos, al menos funcionan como un autorretrato y me definen mejor que cualquier selfie. Siempre he pensado que, si en una película un espacio elegido detenidamente define a los personajes que lo atraviesan, a quien le guste esa película de manera especial deberá buscar ese espacio para ver si en el cruce entre la realidad y la ficción algo puede definirlo también a él. —ECP: Los capítulos ‘Secretos inconfesables’ y ‘Las ínsulas extrañas’ son semblanzas familiares profundamente emotivas. ¿Podemos considerarlos capítulos-cremallera, en cuanto a las pretensiones de cerrar/curar para siempre algo?
—HJR: Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, describe su reacción a las imágenes que vio del Holocausto por primera vez. No se sintió culpabilizada pero sí responsabilizada por aquellas imágenes, como si la hubiesen convertido en su guardiana. Una condena similar la sentí yo al ver los álbumes familiares, donde había muchos espacios en blanco, con fotos desaparecidas y otras que alguien había atravesado con unas tijeras, borrándole los ojos a un primo o a un tío. Durante años busqué un modo de narrar nuestro pasado, de fijarlo para que ciertas cosas no se repitiesen nunca, para que sirviesen de ejemplo a los demás o simplemente para dejar claro que hemos existido; por desgracia, me resultó muy difícil. La objetividad no bastaba. Tampoco la realidad. Como recuerda Andrew Graham-Yooll en Memoria del miedo al hablar sobre la dictadura militar que sumió Argentina en el terror durante los años setenta, «sólo la ficción puede contar estas historias, porque impresas como testimonios parecen falsas». Quizás yo lo que estaba buscando era una forma de ficción real que le sirviese a los lectores para curar sus posibles heridas. —ECP: ¿Lees las críticas de tus libros? Mi criterio no sirve porque no soy crítico, pero yo situaría Construyendo Babel, sin dudarlo, entre los mejores libros españoles de memorias de lo que llevamos de siglo XXI. —HJR: Hace unos cien años, las primeras cámaras fotográficas compactas permitieron que cada familia crease su propio relato. En una misma página, dos imágenes contiguas podían llevarnos de Alicante a Estambul o mostrarnos a nuestro padre con diez añitos al lado del adulto a quien conocimos al nacer y gracias a quien habíamos llegado a la vida. La cronología y el orden eran caprichosos porque en la mayoría de los casos seguían un orden íntimo al que desde fuera no resultaba fácil acceder. Casi siempre aparecían personas sonrientes y bien avenidas, aunque algunas imágenes fueran preludios de muerte y disolución. Consideremos, pues, al álbum una guerra y a cada imagen una batalla. Nuestra historia, parecen decir los álbumes y las fotografías, es una lucha contra el caos del tiempo y contra el olvido. Miles de álbumes familiares dispersos por todo el mundo dan forma a la misma historia, a la misma lucha contra el caos del tiempo, contra el olvido, y lo hacen de una forma en apariencia incoherente, que muy pronto nadie sabrá siquiera interpretar, no digamos continuar. Quedarán, si no hacemos algo al respecto, como ruinas sobre las cuales ya no se construirán otros relatos. Para mí, Construyendo Babel es solo un relato posible, que me sorprende que la gente entienda como unas memorias. Me conmueve que le guste a alguien y que alguien como tú lo tenga en tan alta consideración. —ECP: Es una pregunta repetida, pero necesaria. Hay que hacerla para los que te admiramos, más aún siendo tú un autor prolífico. ¿Tienes ya alguna idea de lo que será tu próximo proyecto? —HJR: En un mes o dos aparecerá un libro que he escrito sobre El año pasado en Marienbad, en él transformo la crítica cinematográfica en literatura de viajes y a las películas en países con límites y fronteras. Ahora mismo trabajo en una novela sobre un dromomaníaco (que es alguien que pierde el control sobre sí mismo, comienza a caminar y puede ir de Francia hasta Siberia sin darse cuenta) y un ensayo literario sobre varios viajes que hice a los Balcanes. Y mientras todo esto sucede, en mi cabeza se entremezclan momentos de dos viajes que hice, uno el año pasado por el sur de África y otro este mismo año por el sur de América, y no sé cuáles puedan llegar a ser las consecuencias de estas ensoñaciones. Entrevista realizada por JUAN DE DIOS GARCÍA Anti-folk Por diversas circunstancias que no tienen justificación alguna, esta entrevista se realiza al autor de Anti-folk (La Garúa, 2021) tres años después de su publicación. Adrián Bernal, alicantino adoptado por la musa Barcelona, ha aprendido a tomarse con calma la velocidad de la poesía y sus cauces. Bajó a Albox (Almería) la pasada primavera con motivo del galardón Martín García Ramos y tuvimos un encuentro en el que casi me meto debajo de una mesa por postergar tanto esta conversación. Al final, perdí la vergüenza y le pregunté si aún estaba dispuesto a responderme algunas preguntas sobre Anti-folk, a pesar del tiempo transcurrido. La serenidad que le ha dado su experiencia vital se refleja en su cara y me contestó afirmativamente. Como dice el refrán popular, nunca es tarde... Gracias de verdad, Adrián. —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: No te habría hecho esta entrevista ya si las inquietudes sobre Anti-folk no siguieran vigentes. El hecho de que la poesía esté tan alejada de la urgencia periodística, ¿lo ves, a la larga, como una ventaja? —ADRIÁN BERNAL: En realidad lo veo como algo inherente a la práctica artística. La creación literaria requiere tiempo, dedicación, reflexión... Sin duda, se puede escribir rápido —y bien—, mucha gente es capaz de hacerlo, pero hay libros que imponen su propio ritmo, y Anti-folk fue uno de esos libros. Coincido contigo en que ese tempo particular del discurso poético, que permite cierto distanciamiento de la actualidad, se puede entender en parte como una ventaja respecto a otros géneros más condicionados por la inmediatez del presente. La poesía, al contrario que el periodismo, no busca proporcionar respuestas; más bien se encarga, si es que se encarga de algo, de plantear preguntas nuevas. Y pienso que ahí reside precisamente su urgencia: en su capacidad para decir lo que no se ha dicho, para articular lo inesperado, para rechazar el lenguaje del poder como lenguaje cotidiano. Tampoco escapa la poesía, por otro lado y a pesar nuestro, a otro tipo de urgencia, la que impone el mercado y la dictadura de la novedad. Si la mayoría de libros de poesía pasan fugazmente (si es que pasan) por librerías y medios especializados, es bastante difícil que esas preguntas de las que hablábamos antes, esas inquietudes que el poemario genera, como dices tú, por muy vigentes que sean, encuentren interlocutores. —ECP: ¿La poesía, en este sentido, llama al sosiego o a la sublevación? —AB: La poesía nunca apacigua. Quizás no subleve en el sentido, digamos, revolucionario de la palabra, pero para mí la poesía es por definición una negación del estado de las cosas; una negación que a menudo se representa como una relación de ausencias, de un diálogo con nuestros fantasmas. De un tiempo a esta parte me interesa mucho eso que Jacques Derrida bautizó como hauntología, que vendría a ser una filosofía de lo espectral, es decir, de lo que ya no está, pero aun así, de algún modo, persiste. Y me interesa especialmente la interpretación que han hecho del concepto críticos culturales como Mark Fisher o Simon Reynolds, que vieron en determinadas propuestas musicales británicas de inicios de siglo una nostalgia sonora colectiva, pero más que una nostalgia del pasado —consustancial a eso que se ha venido llamando posmodernidad y que no deja de ser una sentimentalidad impostada y reaccionaria al servicio del mercado— es una nostalgia de lo que no fue, un recordatorio de los futuros posibles, cancelados por un capitalismo que se proclama no ya el único sistema posible, sino el único imaginable. Creo que la poesía es siempre hauntológica (o casi, en el Estado español ha sido precisamente esa sentimentalidad reaccionaria la que ha dominado durante las últimas décadas la producción, nunca mejor dicho, poética, pero ese es otro tema). Toda poesía convoca a nuestros fantasmas --Anti-folk, al menos, está lleno de ellos—, a nuestros vencidos, para recordarnos que mientras haya memoria nada está perdido. Volviendo a la pregunta, entonces, concluiría que sí, que en esencia toda poesía subleva o, como escribió Juan Gelman, que toda poesía es hostil al capitalismo. ¿Acaso no sigue siendo un fantasma, aquel que recorría Europa, el mayor miedo del capitalismo? —ECP: Antes de entrar propiamente en el libro, el lector halla un buen saco de citas —nueve en total— que van de Dante a Patti Smith, todas elegidas argumentativamente con mucha precisión. Parecen una especie de mapa del tesoro, ¿no? —AB: Yo las veo más bien como pistas. En los primeros borradores, Anti-folk se presentaba como un manuscrito encontrado. Finalmente descarté la idea, pero mantuve algunos indicios que le dan al texto cierta atmósfera policíaca, implícita en la tradición poética que va del flâneur al detective salvaje («¿no es cada rincón de nuestras ciudades el lugar de un crimen?», se preguntaba Walter Benjamin a propósito de las fotografías de Eugène Auget). De todos modos, me gusta mucho esta comparación que propones con el mapa del tesoro, que no deja de ser, como el manuscrito encontrado, un recurso literario, popularizado en el caso del mapa por la novela de aventuras romántica y posromántica. Además, el mapa del tesoro es en realidad una especie de antimapa, lo contrario de lo que un mapa suele ser. Históricamente, los mapas han sido dispositivos mediante los cuales el poder ha resignificado en su beneficio el territorio. El mapa del tesoro, en cambio, se basa en la subjetividad compartida, en la conspiración entre iguales y a menudo en el simple azar. Anti-folk aspira a ser esa clase de antimapa, aunque cuando lo escribía no pensaba tanto en los piratas como en los situacionistas y en eso que, con algo de sorna, llamaron psicogeografía: la ciudad como un mapa emocional que se interpreta desde los espacios de vida y resistencia. Y como ocurre con toda experiencia vital, nuestro estar en el mundo está mediado por lo que leemos, escuchamos o vemos; por la cultura, que es la leyenda de ese mapa. Sin embargo, ¿qué sentido tienen los mapas, incluso aquellos trazados para la conspiración, en la época de Google Maps? Hemos pasado, como afirmaba Gilles Deleuze, de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control: somos nuestros propios carceleros y le indicamos a la máquina en cada momento, con sus herramientas, en su lenguaje, dónde encontrarnos. Supongo que por eso —y digo supongo porque no lo había considerado hasta ahora— el protagonista de Anti-folk se mueve por la ciudad sin teléfono móvil, escribiendo poemas a mano, traduciendo las calles en citas y canciones, siendo testimonio de una forma de entender la ciudad que está siendo obligada a desaparecer, pero no desde esa nostalgia reaccionaria de la que hablábamos, sino desde la rabia, el rencor de clase y el deseo de traer de vuelta a los muertos que nos asedian, a los fantasmas que nos recuerdan (en un dialecto «que solo entienden los poetas / muertos y los cantantes de rock & roll») lo que pudo haber sido, lo que todavía podría ser. —ECP: ¿Qué clase de viaje es Anti-folk? ¿Un viaje por la noche? —AB: Es literalmente el clásico descenso a los infiernos —la Comedia es el referente principal y evidente del poemario—, pero a la vez es un viaje a la ciudad interior, un inner city blues a la manera de Marvin Gaye. Un viaje por los barrios empobrecidos, la especulación urbanística y los desahucios; un viaje a los lavados de cara institucionales, a las políticas del olvido, a la brutalidad policial. Quería mostrar en ese mapa imposible que mencionábamos antes los fuegos que, como los herejes que describe Dante, continúan ardiendo incluso tras su muerte, a pesar del esfuerzo incesante de la distopía liberal por absorberlos o destruirlos. Ese es el infierno de Anti-folk, el nuestro: uno que no entiende de alegorías ni metáforas; que todo lo convierte en mercancía; que castiga la pobreza como el peor de los pecados; que no se adentra en la tierra, sino que se expande, expulsando a una periferia sin fin todo lo que su algoritmo no es capaz de procesar. —ECP: Hay cierto coqueteo con la prosa. Yo he tenido la sensación, habiendo leído tu obra anterior, de que tu predisposición creativa para este libro era más flexible, menos rígida. ¿Fue así? —AB: Siempre me han interesado las posibilidades rítmicas y plásticas de la prosa, pero siendo un poeta que en general abusa del verso libre y el versículo (que ya facilitan la experimentación en la escritura) mis incursiones habían sido relativamente puntuales. En cambio, en Anti-folk predomina el endecasílabo, un metro que acompaña bastante bien el tono y la intención del libro, pero que en ocasiones me resultaba demasiado rígido. Necesitaba, por tanto, un contrapunto; aquí entra la prosa, que equilibra el conjunto no solo formalmente, también a través del contenido, ya que los textos en prosa (que pretenden ser una especie de cara B de los poemas en verso) juegan con diferentes registros, que van desde lo poético en sentido más o menos estricto a lo ensayístico y lo metaliterario, pasando por borradores o simples anotaciones. Sí hay una voluntad de —por expresarlo de algún modo— romper el poema, pero también es verdad que en Anti-folk hay un trabajo previo muy intenso sobre la estructura, ya que cada uno de los diez cantos que lo conforman es, simultáneamente, un círculo del Infierno, un distrito de Barcelona y una canción de un presunto disco de versiones (que, de hecho, da título al poemario). Hasta que estas correspondencias no estuvieron definidas, y eso me llevó bastante tiempo, no me centré en la redacción del libro como tal. O sea, que el proceso de creación no fue nada flexible, pero a pesar de ello —o quizá gracias a ello— el resultado sí lo ha sido. —ECP: En el ‘Canto cuarto’ juegas con la intertextualidad con resultado mágico y mortal. No solamente es en este canto, pero querría preguntarte por eso, por cómo planteas el ensamblaje de voces. —AB: Para mí, escritura e intertextualidad son dos cosas inseparables, aunque es verdad que antes de este libro la intertextualidad aparecía en mi poesía de una manera casi refleja, como una influencia más o menos tácita de mis lecturas y filias. En Anti-folk hay un tratamiento mucho más consciente y meditado, al servicio del poemario, de la relación entre textos. Fundamentalmente por todas esas capas (literarias, musicales, urbanas) de significado que se van acumulando, pero más allá de estos subtextos fáciles de reconocer y que constituyen la base del libro (la Comedia, los barrios de Barcelona, las versiones...) quería lograr una polifonía que reinterpretase el periplo de Dante y Virgilio por el Infierno. Me explico: si en la Comedia los condenados se van relevando para sorprender al narrador con el relato de sus penas, en Anti-folk los espectros se comunican (en un sentido doblemente fantasmagórico: el dantesco y el hauntológico) a través del MP3 del protagonista y de las citas que, como decíamos, la ciudad le sugiere a este. Para conseguir esto me centré en el montaje —«el arte de citar sin comillas», que decía Benjamin—, un poco al estilo, tan demodé como aún modernísimo, de las sinfonías urbanas cinematográficas, pero sobre todo quería que las referencias funcionasen como samples. Por eso las citas (excepto en los epígrafes iniciales, que buscan enmarcar el libro temática y estéticamente, como comentaba antes) no están acreditadas, solo marcadas con cursiva, no tanto para identificarlas como para imitar esa textura diferente que el sample aporta a una grabación. El caso concreto del ‘Canto cuarto’, de todos modos, es un poco distinto, ya que, a pesar de encajar muy bien y de contribuir a la pluralidad de voces, ‘Tannhäuser Blues’ era inicialmente un texto independiente —un conato de poemario, de hecho— que acabó integrado en el corpus de Anti-folk como una de esas caras B. Por eso, para subrayar esa separación, decidí que este texto estuviera específicamente firmado por el protagonista del libro. —ECP: ¿Podría escribir Anti-folk alguien que no fuese músico?
—AB: Al contrario, pienso que alguien que de verdad fuese músico no necesitaría escribir poesía. Yo escribo porque no sé cantar y apenas soy capaz de aporrear algunos instrumentos. Mis aproximaciones a la literatura —como autor, especialmente, pero también como lector— persiguen esos destellos, esos temblores que en ocasiones se vislumbran en la música; usando una expresión de Fisher, «la anticipación de un mundo radicalmente transformado». En ese sentido, sí, alguien que no entienda así la música, y la poesía, no podría haber escrito, para bien o para mal, algo parecido a Anti-folk. —ECP: Tu ‘Canto sexto’ me provoca, de nuevo, el dilema de si la lucha social debiera tener, al menos, un barniz de alegría. Entonces, Adrián, dime. La protesta... ¿Con baile o sin baile? —AB: Pues lo cierto es que yo tampoco lo tengo claro. De hecho, ese canto es un texto construido a partir de una traducción bastante libre (y tirando a regulera, porque el traductor soy yo) de la letra de ‘Dancing in the street’ de las Vandellas, y de fragmentos de diversos artículos de prensa sobre los disturbios que sucedieron al desalojo del centro social okupado Can Vies en 2014. El poema se debate, creo que sin llegar a ninguna conclusión, entre esa visión tan soul de la protesta como fiesta, por un lado, y las consecuencias de la violencia institucional, por el otro. Generacionalmente, mi educación política pasa por el movimiento antiglobalización de finales de los noventa y principios de los dos mil, para el cual lo insurreccional y lo carnavalesco van de la mano, pero en ocasiones no deja de resultar frívolo ese enfoque lúdico de las luchas sociales. ¿Quién va a tener ganas de ponerse a bailar ante los feminicidios, ante las muertes en el Estrecho, ante el genocidio del Estado de Israel en Palestina? Incluso si, en otros contextos o por el motivo que sea, nos sentimos interpelados al baile, ¿tiene sentido siempre hacerlo? Pienso que a menudo aquella famosa frase atribuida a Emma Goldman se formula desde el escapismo, y que podría leerse también al revés: si no es nuestra revolución, quizá no deberíamos bailar. —ECP: ¿Podría decirse que Robert Johnson, Langston Hughes y John Coltrane forman la Santísima Negritud de esta comedia divina que es Anti-folk? —AB: Si hay que darle forma de trinidad, veo más a Little Richard como el Hijo. Langston Hughes sería, probablemente, uno de los evangelistas. En cualquier caso, hablando de fantasmas y de músicos muertos, ¿qué otra cosa es el Espíritu, The Holy Ghost, sino esa presencia invisible que recorre la música afroamericana, y por extensión toda la música popular, desde el blues hasta el rap y más allá? Volviendo por enésima vez a Walter Benjamin, en Sobre el concepto de historia se dice que sin la teología, sin un impulso mesiánico que repare las injusticias presentes y pasadas, que reconozca a nuestros muertos (¿no es esto, también, hauntología?), la perspectiva del materialismo histórico (a saber: la historia no como historiografía, sino como memoria de los vencidos) está condenada al fracaso. En el blues veo ese mismo impulso mesiánico, que arrastra y renueva generación tras generación la promesa de redención; el definitivo ajuste de cuentas con los vencedores, porque, ya lo sabemos: «ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer». —ECP: Despides el ‘Canto séptimo’ de esta manera: «así que corremos hacia el infierno, / pero ya estamos en el infierno, / así que corremos hacia el diablo / y su oferta y su cruce de caminos». ¿Es la frontera una condena? —AB: Las fronteras son una condena terrible para las personas que las cruzan a un coste altísimo, para quienes mueren en el intento, para quienes se quedan atrás. Es cierto que los espacios fronterizos pueden ser, han sido, a veces, zonas de mestizaje y de transformación; lugares, como decíamos líneas arriba respecto de la poesía, donde se articula lo inesperado. «Vivir en los bordes», señala Gloria Anzaldúa, «no es cómodo, pero es el hogar». En nuestro caso, no obstante, desde nuestro privilegio de individuos no atravesados por la frontera, desde esta Europa neofascista de Frontex y Mare Mortum, la única poesía que puede ofrecernos la frontera es la de su disolución. |
ENTREVISTAS
El Coloquio de los Perros. CABEZAS, ISMAEL
CAMARASA, RAFAEL CARBAJOSA, NATALIA CARIDE, ALBERTO CARRILLO, VIRIDIANA CÉLINE CEREZUELA, ANA CERVERA, RAFA CHEJFEC, SERGIO CHEJFEC, SERGIO [5] CHESSA, ALBERTO CHESSA, ALBERTO [Anatomía de una sombra] CHICO, ÁLEX CISNERO, ALBERTO COMAN, DAN CONTRERAS, NADIA CORTINA, ÁLVARO CRUZ, GINÉS DELGADO, DESIRÉE DÍAZ, ANA CLAUDIA DÍEZ, JOSÉ MANUEL DOMINIQUE A ELENA PARDO, CRISTINA ELKOURI, RIMA ESPEJO, JOSÉ DANIEL ESPEJO, JOSÉ DANIEL [Perro fantasma] FONT, VIOLETA GALÁN, JULIO CÉSAR GALÁN MOREU, SALVADOR GALÁN MOREU, SALVADOR [No fall] GALINDO, BRUNO GALLARDO, JOSÉ MANUEL GALLUD, EVA GALVÁN, ANI GAMBOA, JEYMER GARCÍA, CONCHA GARCÍA, DIEGO L. GARCÍA JIMÉNEZ, SALVADOR GARCÍA LÓPEZ, ERNESTO GARCÍA MELLADO, ISABEL GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARRIDO PANIAGUA, RODRIGO GASS, CARLOS GINÉS, ANTONIO LUIS GINÉS, ANTONIO LUIS [Antonov] GÓMEZ, MACARENA GÓMEZ BLESA, MERCEDES GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO GÓMEZ RIBELLES, ANTONIO [QUIROMANTE] GONZÁLEZ LAGO, DAVID GRACIA, ÁNGEL GROZO, DANIEL GUERRA NARANJO, ALBERTO HENDERSON, DAIANA HERNÁNDEZ, GALA HERNÁNDEZ, JULIO HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [EL DOLOR DE LOS DEMÁS] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [ANOXIA] HERNÁNDEZ, MIGUEL ÁNGEL [TIEMPO POR VENIR] HERNÁNDEZ BUSTO, ERNESTO IRIBARREN, KARMELO C. JORGE PADRÓN, JUSTO KASZTELAN, NURIT LADDAGA, REINALDO LAYNA RANZ, FRANCISCO LEZCANO, YULEISY CRUZ LINAZASORO, KARLOS LLOR, DOMINGO LOBATO, FLORA LÓPEZ, PABLO LÓPEZ AGÜERA, FULGENCIO ANTONIO LÓPEZ KOSAK, ANDREA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA LÓPEZ MONDÉJAR, LOLA [Qué mundo tan maravilloso] LÓPEZ POMARES, ALEJANDRO LÓPEZ SANDOVAL, DAVID LÓPEZ SORIA, MARISA LOUZAO, ALICIA MACHUCA, LUIS MAESTRO, JESÚS G. MALAVER, ARY MANUELA, ADRIANA MARGARIT, LUCAS MARÍN, MARÍA MARÍN, MARIO MARÍN ALBALATE, ANTONIO MARQUARDT, ANJA MART, BLANCA MARTÍ VALLEJO, MAITE MARTÍN, RUBÉN MARTÍN GIJÓN, SUSANA MARTÍN IGLESIAS, VÍCTOR MARTÍNEZ CASTILLO, ANA MENDOZA, NURIA MESA, SARA MICÓ, JOSÉ MARÍA MIGUEL, LUNA MIRALLES, INMA MOGA, EDUARDO MOLINO, SERGIO (DEL) MONTEVERDE, JULIO MONTEVERDE SÁNCHEZ, CONCEPCIÓN MOR, DOLAN MORALES, JAVIER MORANO, CRISTINA MORENO, ANTONIO MORENO, ELOY MORENO, JAVIER MORENO, SEBASTIÁN MORENTE, ESTRELLA MOYA, MANUEL MUÑOZ, MIGUEL ÁNGEL NAVARRO, ÓSCAR NETO DOS SANTOS, MANUEL NIETO, LOLA NORDBRANDT, HENRIK NUÑO, SIHARA OLMOS, ALBERTO OREJUDO, ANTONIO ORTIZ, DEMIAN ORTIZ ALBERO, MIGUEL ÁNGEL PALOMEQUE, AZAHARA PAPELES DEL NÁUFRAGO [Antonio Lafarque y Aníbal García] PARDO VIDAL, JUAN PARRA SANZ, ANTONIO PEÑA DACOSTA, VÍCTOR PEÑALVER, PATRICIO PEÑAS, ESTHER PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Querida hija imperfecta] PÉREZ CAÑAMARES, ANA [Las sumas y los restos] PÉREZ LEAL, AGUSTÍN PÉREZ MONTALBÁN, ISABEL PERONA, JESÚS PICÓN, EMILIO PRADA, JUAN MANUEL DE PRUDENCIO, JESÚS PUJANTE, BASILIO PUJANTE, MANUEL QUIJANO SÁNCHEZ, EDUARDO RÍOS, BRENDA RIVAS GONZÁLEZ, MANUEL ROBLES, SALVA RODRÍGUEZ, ALFREDO RODRÍGUEZ, ALFREDO [Urre Aroa] RODRÍGUEZ, ALFREDO [Días del indomable] RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, ANTONIO RODRÍGUEZ PAPPE, SOLANGE ROMERO MORA, J.D. ROMERO MORA, J.D. [En el desvarío] ROSADO, JUAN JOSÉ ROSSELL, MARINA RUDEL, JAUFRÉ RUIZ GUERRERO, Mª CARMEN SALSE BATÁN, ALEJANDRO SÁNCHEZ, GINÉS SÁNCHEZ, GINÉS [2096] SÁNCHEZ, GINÉS [MUJERES EN LA OSCURIDAD] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [El nudo] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [FACTBOOK] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LA CADENA DEL FRÍO] SÁNCHEZ AGUILAR, DIEGO [LOS QUE ESCUCHAN] SÁNCHEZ GÓMEZ, MARISOL SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS [Pastillas debajo de la lengua] SÁNCHEZ MENÉNDEZ, JAVIER SÁNCHEZ ROBLES, MIGUEL SÁNCHIZ, ANTONI SANTOS, ABEL SCHWEBLIN, SUSANA SEÑOR, RUBÉN SERRANO, PABLO SORIANO, ADA SUANE, SAÚL TRIGUEROS, SARA J. ÚBEDA, ANABEL URÍA, JUAN MANUEL VAL, FERNANDO DEL VALDÉS, ANDREA VALERO, MANUEL VALLÈS, TINA VARAS, VALENTINA VEGA, MIGUEL VERA FIGUEROA, ALBA VICENTE, TERESA VICENTE CONESA, FRANCISCO VILA-MATAS, ENRIQUE Hemeroteca
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