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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por NATALIA CARBAJOSA Autora de una veintena de poemarios publicados desde 1990, traductora al portugués de poetas como Emily Dickinson (a quien también ha dedicado su tesis doctoral y parte importante de su investigación académica) y de la reciente premio Nobel Louise Glück, profesora y escritora polifacética que ha tratado diversos géneros, Ana Luísa Amaral es la segunda poeta portuguesa, después de Sophia de Mello, a la que se le concede el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en su trigésima edición. Personalmente, siento una gran alegría cada vez que este premio recae en un autor o autora de nuestro país vecino. Viviendo de niña en Zamora, Portugal era entonces para mí la única experiencia cercana de frontera: en menos de una hora, sentada detrás en el 127 de mis padres, a medida que nos acercábamos a ese paraje espectacular de los arribes del Duero (precisamente donde dicho río cambia su nombre por el de Douro, sin dejar nunca de ser el Durum de los romanos), de pronto me sentía otra: rodeada de palabras familiarmente extrañas como “alfandega”, “pousada”, o ese hermoso “obrigado” u “obrigada” que parece transmitir una reciprocidad más profunda que en español. El portugués me introdujo, aunque entonces yo no lo supiera, en esa fascinación de la extrañeza que vamos haciendo nuestra cuando aprendemos otras lenguas, y que también es la extrañeza de la propia poesía. Por eso, cuando leí al poeta de Tras-Os-Montes Miguel Torga, entendí muy bien su deseo de conformar una sola cultura ibérica, deseo que desafortunadamente nunca se ha cumplido del todo, puesto que España y Portugal son dos países que históricamente han vivido de espaldas. La propia escasez de traducciones de la obra de Ana Luísa Amaral en nuestra lengua, quien sin embargo ha sido profusamente traducida y publicada en otras más lejanas a nuestra común raíz, así lo atestigua. Aparte de su inclusión en antologías como la publicada por Hiperión en 2001 con el título Portugal: La mirada cercana, o la reciente Sombras de porcelana brava: Diecisiete poetas portuguesas, de 2020, hasta la fecha solo nos hemos podido asomar a la poesía de Ana Luísa Amaral en español a través de dos títulos: Oscuro, publicado por la editorial Olifante en 2015, y What’s in a Name, de 2018, a cargo de Sexto Piso. En estos días nos estamos asomando, por fin, a la antología preparada por la Universidad de Salamanca con motivo del Premio Reina Sofía titulada El exceso más perfecto, inequívoca referencia a esa “poética del exceso” dickinsoniana con la que la propia autora tituló su tesis doctoral. Ambos conceptos, exceso y perfección, tienen en la poesía de Ana Luísa Amaral una explicación sencilla: la vida ofrece siempre un resto, un “plus”, un extra más allá de lo fáctico y lo fácilmente interpretable; un no saber y no poder o no querer decir que se queda flotando alrededor de lo dicho y lo visible, y que solamente el arte, y por ende la poesía, por ser el arte de lo indecible, es capaz de articular. ‘El exceso más perfecto’ es también el título de un poema central en la trayectoria de la poeta, del libro de 1998 A veces el paraíso; poema que constituye una especie de síntesis de las artes a partir del barroco, y que termina oponiendo la torrencial fuerza creativa de su estética a la nada en la que todo empeño humano termina, y a la que el poema se refiere como «una contrarreforma del silencio»:
La reflexión metapoética es, por tanto, un tema relevante en la poesía de Ana Luísa Amaral. Ella pertenece a una generación que renovó la expresión poética portuguesa a partir de los años ochenta del siglo pasado. Según Manuela Júdice, y junto a otros autores como Lúis Filipe de Castro Mendes y Fernando Pinto do Amaral, dicha renovación se traduce en la presencia de un yo lírico reconocible, por momentos narrativo y coloquial y atento a la realidad cotidiana que sin embargo no pierde la conexión con la tradición cultural occidental, la mitología o los relatos bíblicos. Sin embargo, frente a la obra de sus compañeros, la poesía de Ana Luísa Amaral introduce un componente expresivo que la singulariza, como es una concepción rítmica y estrófica del poema muy cercana a la poesía angloamericana contemporánea: construye así versos breves, secos, despojados, llenos de elipsis que avanzan a saltos antes a través de la metonimia que de la metáfora; una construcción poética en la que adquiere más importancia la resonancia de cada palabra, tanto si apunta a lo cotidiano como a lo trascendente (o ambas cosas), que la ligazón sintáctica entre ellas, la cual viene implícita y así debe ser entendida o completada por el lector. Entre los múltiples ejemplos posibles, he escogido el poeta titulado ‘Hecatombes’, del libro What’s in a Name: Ha sido hoy el salvamento, pasadas las diez de la mañana, había este jardín, era un árbol protegiendo el sol y el suelo donde cayó Por público de la caída: una niña y yo: y un orden cualquiera en este universo donde galaxias mueren, meteoros se lanzan al vacío, se desmoronan torres, y la vida: igual a la noche, tantas veces Hoy, pasadas las diez de la mañana, una niña entrelazó un nido en cinco dedos, y devolvió al vuelo el sonido de campanillas Un pájaro fue salvado, un filamento humano y provisional atravesó la oscuridad y tal vez el reloj haya parado un poco en el pulso de quien sea, y tal vez el pulsar se ofrezca al sol y se vuelva farol tal vez-- Si hablamos, por otra parte, de lo que en la poesía de Ana Luísa Amaral pueda ser identificable como herencia y reivindicación femeninas, encontramos un hilo conductor que parte de su primer libro, Señora mía de qué, inspirado en la obra de su antecesora María Teresa Horta, y llega hasta poemas que cuestionan humorísticamente el statu quo, como el titulado ‘Lugares comunes’, o los que examinan la apropiación masculina de la tradición, por ejemplo ‘Ni tágides, ni musas’, ambos del libro Cosas de partir. Asimismo, destacan sus versiones desmitificadas del mito que la emparentan con la poeta norteamericana Louise Glück, entre las que destaco unas estrofas del poema ‘En Creta, con el dinosaurio’, del libro Y muchos los caminos:
Igualmente responden a una tradición típicamente femenina piezas como ‘La Victoria de Samotracia’, del libro Voces, en la que Amaral hace suya esa regla ya clásica del feminismo francés de “escribir el cuerpo”. Por otra parte, consciente de la autoridad literaria que se ha forjado desde la creación y la investigación académica, la poeta se siente hoy con la suficiente confianza como para poder transmitir su legado; así ocurre en el bello poema ‘Comunes formas ovales y de manumisión: u otra (casi) carta a mi hija’. Pero no lo hace desde una palestra pública, sino desde la rara intimidad, aliada con la falta de solemnidad, que proporciona el asiento de un avión. Junto a estas pinceladas para quien quiera adentrarse en la obra de Ana Luísa Amaral, y como nada humano le es ajeno a la poesía de nuestra autora, destaco finalmente del libro What’s in a name el poema ‘Bifronte condición’; poema de un grupo de tres en los que Amaral denuncia la injusticia social contemporánea, de nuevo, no desde el palabrerío hueco del púlpito, sino desde la comodidad incómoda de quien observa pasivamente la penuria ajena, y que a todos nos interpela por tratarse del pecado capital de las sociedades occidentales: la indiferencia. Cito solamente su rotunda conclusión: por un lado, la suavidad de amar y proteger, en la otra cara, la otra condición: mirar sin ver, por eso no hay indulto, ni cósmica razón que nos redima Para terminar, quisiera comentar brevemente el poema ‘Habitaciones’ del libro Epopeyas. Se trata de un afinado ejemplo de “ars poetica” con el que Ana Luísa Amaral describe su propia actitud ante la poesía: Todo el espíritu conceptual y expresivo de la poesía de Amaral está contenido en este poema de apariencia sencilla: la visión de la palabra como un lugar que se “habita”; un espacio solitario y de absoluta indeterminación, pero que sin embargo da calor y cobijo. La incongruencia de la imaginación que parte de la infancia, con el tigre, literalmente ubicado en el centro del poema, que parece salido de otro poema de la autora norteamericana Elizabeth Bishop; y ese estado de alerta al que Sophia de Mello se refería como “estado de escritura”, que nace de la mirada y de la contención antes de estallar en el río de palabras. No por casualidad, en ‘Habitaciones’ los versos de Ana Luísa Amaral se hacen eco de las palabras del gran poeta inglés John Keats: «No estoy seguro de nada, salvo de lo sagrado de los afectos del corazón y la verdad de la imaginación».
Profesora durante toda su vida profesional (salvo estancias puntuales en el extranjero) de la Universidad de Oporto, Ana Luísa Amaral me ha llevado, en sus páginas, por el río trilingüe, contemporáneo y antiguo a la vez, que la meseta norte castellana y la región de Tras-Os-Montes comparten hasta su estuario en la hermosa ciudad de los puentes.
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por ANGELO MEDINA LAFUENTE Oh frágil ser humano, ceniza de ceniza y podredumbre de podredumbre di y escribe lo que ves y oyes. Hildegard von Bingen, Scivias CON LOS OJOS Y OÍDOS INTERNOS
EL SOPLO, EL CANTO El arzobispo Christian de Maguncia se encontraba en Italia cuando Hildegard tuvo el enfrentamiento con los prelados. Christian apoyó la decisión de la abadesa de fundar su propio monasterio. Quizás él hubiera sido más comprensivo con ella, en lo sucedido con el enterramiento de aquel hombre. Hildegard, en respuesta al interdicto, envía una carta a los prelados, explicando el significado de la música y de su función en la liturgia. Victoria Cirlot, en su libro citado anteriormente, traduce un importante fragmento de la carta. La abadesa de Rupertsberg, con tono decidido, les dice a los prelados que oyó una voz que «procedía de la luz viviente», en voz baja hablaba de los instrumentos, y que había que dirigirlos a «nuestro ser interior» para alabanza del Creador. Adán perdió aquella voz por desobediencia, una «voz angelical que tenía en el paraíso», y por la sugestión del diablo «envuelto por las tinieblas de la ignorancia interior». Para recuperar algo de aquel antiguo conocimiento, y para que Adán no sólo recuerde el exilio, sino también «la divina dulzura» que hallaba en el paraíso, junto a los ángeles y los santos profetas, compusieron no sólo salmos y canciones, sino «diversos instrumentos de música con los que tocar múltiples sonidos», y con ellos y las palabras recitadas, los oyentes estimulados por lo exterior, fueran perfeccionados en lo interior. De igual manera, algunos «hombres fervorosos y sabios» descubrieron otros instrumentos para poder «cantar según el gozo del alma», y el arte humano enseñará a los dedos y a la voz para recordar aquella voz que tuvo origen en la armonía del paraíso antes de la pérdida. Y si eso hubiera permanecido, señala Hildegard, la fragilidad del hombre mortal no habría soportado «la fuerza y la sonoridad de aquella voz». El «engañador» al oír que el hombre comenzó a cantar por la inspiración de Dios, y viendo que sus estrategias de astucia de nada servían, se espantó, y fue muy atormentado por la suavidad de los cantos. Sin embargo, no desistió de perturbar o arrancar la belleza y la dulzura de «las alabanzas divinas y de los himnos espirituales». Son necesarios los «sonoros címbalos» y los otros instrumentos que los hombres sabios descubrieron, pues todas las artes han sido «inventadas por el soplo que Dios envió al cuerpo del hombre». Al oír una canción el «hombre acostumbra a suspirar y gemir recordando la naturaleza de la armonía celeste». Los instrumentos, aclara Hildegard, se vinculan con el alma, porque el alma es sinfonía: la cítara, que suena más bajo, se refiere a la disciplina del cuerpo; el salterio, de sonido más alto, a la intención del espíritu; y las diez cuerdas del arpa, a la observación de la ley. En marzo de 1178 fue levantada la sanción de los prelados de Maguncia. Quizá comprendieron que la música en la liturgia, la palabra cantada, conectan más intensamente la tierra con el cielo. El canto se integra en el interior no solamente como palabra cantada, sino como imagen, metáfora. El canto, en su origen, es soplo, hálito; «neuma» significa «alma» en griego (pneûma). Lo mismo sucede con el instrumento, se trata de «dar alma», soplo. En la Edad Media, el neuma se utilizó para la notación musical; aquello que daba vida por el soplo se convirtió en signo, gesto, para ordenar lo oído. «CONOCE LOS CAMINOS» Antes de construir el monasterio de Rupertsberg, Hildegard, en Disibodenberg, habitaba una pequeña ermita junto a sus compañeras, construida al lado del monasterio donde estaban los monjes. Había un jardín, un huerto. Ahí Hildegard, en campo abierto, estudió las hierbas, preparaba recetas curativas de ajenjo, canela, menta; vio el comportamiento de las aves. Sobre la urraca dijo que sus plumas le vienen del aire y de la tierra, y cuando ve a alguna persona acercarse, comienza a graznar. También se dedicó al estudio de las propiedades curativas de las piedras.
Devolver la música a Rupertsberg fue uno de los últimos esfuerzos de la abadesa. En la Vita de Theoderich se lee que después de sufrir por algún tiempo una enfermedad, a los ochenta y dos años de edad, el 17 de septiembre de 1179, murió Hildegard von Bingen. Estaba acompañada de «sus hijas, para quienes era ella todo gozo y solaz, asistieron con muy amargas lágrimas a la muerte de la amada madre», afectadas por el dolor «ya que era ella su máximo consuelo». Algunas de las reliquias de su cuerpo reposan en la iglesia de Eibingen, que fundó en 1165. El monasterio de Rupertsberg fue destruido en el siglo XVI. Ordenar los sonidos, concebir una voz que cante más de dos octavas para que perciba lo celeste, cultivar el huerto, estudiar las hojas, la corteza del castaño, reparar en el silencio, en la lectura atenta. No estrechar el pensamiento. «Existe una forma de pensar que estriba en mirar y en escuchar», escribe Ramón Andrés en Filosofía y consuelo de la música. Y lo que nos enseña Hildegard son precisamente los «caminos escondidos del filosofar. O quizá sean éstos sus más explicitas sendas», señala el escritor español. Hugo de San Víctor, en Didascalicon, sobre la forma de aprender mencionó lo que dijo cierto sabio: «una mente humilde, el empeño en la búsqueda, una vida tranquila, una investigación callada, la pobreza, una tierra extranjera», todo esto ha servido para aclarar lugares oscuros en el estudio. Y sobre la disciplina del estudio resalta la humildad, y no despreciar conocimiento, ni avergonzarse de nadie que pueda enseñar algo, ni mirar con desprecio a los demás, una vez alcanzado el saber. Y a todo eso Ramón Andrés añade: «Reconocer que uno es la forma de sus maestros; saber que se es, sobre todo, deuda libera». por KIMBERLY HUERTAS ARREDONDO LITERATURA INDÍGENA COMO EL “OTRO” Los estudios sobre la literatura indígena en Centroamérica se encuentran apenas en ciernes. A despecho de algunos encomiables esfuerzos, la crítica e historiografía literaria se ha concentrado en la literatura nacional hegemónica. Por lo tanto, conviene hacer las siguientes interrogantes: ¿cómo se mueven las literaturas indígenas desde las regiones?, ¿existen estudios críticos o historiográficos que sistematizan el campo indígena? De acuerdo con lo anterior, debe acotarse que la literatura indígena se ha visto relegada y excluida. Evidencia de ello es la poca —por no decir nula— sistematización y teorización de la crítica y la historiografía literaria tradicional. En cuanto a ello, Zavala menciona que: «[...] las literaturas propiamente indígenas lo son, tanto por su pertenencia étnica de su productor (individual o colectivo, actual o pasado, identificable o anónimo), como por la naturaleza de sus textos» (p. 102). Como se observa en la cita de Zavala, las literaturas indígenas versan sobre la riqueza cultural e identitaria que propician lo heterogéneo, aspectos que son vistos e interpretados por la hegemonía del poder como “raro” “exótico”, “primitivo”, ajeno a los parámetros homogeneizantes que silencian lo diverso. En consecuencia, las practicas discursivas que atañen a lo indígena se encuentran en lo que Lotman denominó como espacio alosémico, ya que siempre está en constante batalla por ser leída y tomar espacios en la academia. Este tipo de prácticas discursivas pugnan por entrar y, por tanto, ser aceptadas dentro de las semiosfera (canon y sistema literario central), pues la población indígena ha sido segregada y, por ende, vista desde la otredad, de los “otros” dentro de los discursos oficiales. Ante este panorama desalentador, la descentralización literaria es esencial para visibilizar a los escritores que buscan hacerse un hueco dentro del canon y del sistema literario de sus respectivos países, debido al poder hegemónico de centralización literaria que, de alguna manera, tienden a excluir las producciones literarias que no se ubiquen dentro de la óptica epistemológica europea. LITERATURA INDÍGENA: SEGREGACIÓN Y VIOLENCIA EPISTÉMICA Para hablar de la inclusión de la literatura indígena dentro del canon y el sistema literario nacional, cabe mencionar a Zavala, quien comenta que se hace difícil pensar que «[...] textos recogidos en las comunidades indígenas de hoy llegan a ser canonizados por la crítica literaria y cuando esto ocurre, se debe a que reciben el respaldo de la autoría de un escritor o científico que sirve de intermediario» (p.108). E incluso así, como también apunta Zavala, son tomados en consideración solo si son respaldados por una persona que tenga formación en literatura, lo cual deja en evidencia el grado de subalternidad (1) a la que ha sido sometida la población indígena a partir de la violencia epistémica generada por la hegemonía europea. Según Mignolo persiste «[...] la creencia hegemónica —cada vez más extendida— de que era superior en el plano racial, el religioso, el filosófico y el científico. Una de las consecuencias [...] de pensamiento (y posteriormente, las estadounidenses) permiten decir qué es» (p. 61). Por tal razón, es necesario crear e incentivar encuentros culturales que procuran darle voz a las producciones literarias que desde los márgenes producen y dan cuenta de la existencia de la literatura regional, lo que implica descolonizar el imaginario de la cultura central (hegemonizante) que atenta con sepultar el saber textual, socio-discursivo y cultural de los pueblos indígenas. Así pues, la labor de instituciones gestoras de cultura, las revistas literarias, la creación de espacios de investigación y de intercambio académico, además de actividades culturales pioneras como recitales de poesía de carácter regional, maratones poéticos que evidencian las dinámicas de producción y recepción local en la literatura de la región centroamericana... Inclusive, cabe destacar la publicación de reseñas y artículos que, en algunas ocasiones operan desde la arqueología y genealogía porque, según Mackenbach, «en muchos casos [se] tiene que construir los corpora» (p. 26). Todo este esfuerzo contribuye a llenar los vacíos que coexisten dentro del campo literario regional y sus respectivas dinámicas textuales, que han carecido de una mayor visibilidad por causa de «las limitantes homogeneizadoras impuestas por la historiografía literaria del siglo XX» (Huertas, párrafo 9). Dado el panorama hasta aquí mencionado, podría creerse que no se promueven espacios de encuentro cultural, así como de investigación y de intercambio académico, donde se visibiliza a los diferentes actores que componen el campo literario indígena: escritores, críticos, talleres literarios, investigadores, revistas literarias y público lector. Un claro ejemplo ha sido la creación del I Recital de Poesía Indígena Actual en Centroamérica “Cantos a la naturaleza”, llevado a cabo en el marco del Bicentenario. En este evento se contó con la participación de los escritores: Alfred Guill Hait y Franklin Ortiz (Nicaragua); Severiano Fernández y Mariana Bejarano (Costa Rica); Negma Janetth Coy y Miguel Ángel Oxlaj Cúmez (Guatemala); Aiban Velarde y Esteban Binns (Panamá) y Xiomara Mercedes Cacho Caballero (Honduras). Dicha actividad visibiliza las dinámicas que se producen dentro del campo literario indígena. Además, evidencia los vacíos y desafíos para repensar el campo de la crítica e historiografía literaria más allá de la literatura nacional. Con claro motivo, es imperativo subvertir la centralización literaria, con el propósito de dar cabida a esas voces que desde los márgenes producen y nos muestran, en este caso, la riqueza cultural e identitaria del campo indígena. Debemos luchar por dar a conocer voces segregadas por el canon y por la hegemonía literaria, y no solo hablo en el ámbito indígena, sino en otros espacios que han sido sepultados por el sistema literario “nacional” (central) y el canon. Por ejemplo, se carece de estudios de literatura afrodescendiente, literaturas regionales, literatura gay, etc, en comparación con otras prácticas literarias y subjetividades. En el caso de los trabajos críticos desarrollados en Centroamérica, según Zavala, «han considerado a las literaturas indígenas fuera de los márgenes de lo literario o en sus bordes, y les han atribuido poco valor frente a la literatura ilustrada, salvo algunas excepciones» (pp. 104-105). Desde lo dicho por la cita de Zavala, se comprueba que, para el caso de istmo, que no difiere en lo absoluto de otras regiones latinoamericanas, la producción literaria de carácter indígena ha sido ubicada en un espacio alosemiótico. Esto provoca que se niegue el aporte indígena y la existencia de literatura anterior de la Colonia, así como en la actualidad, porque persiste el imaginario discursivo de orden colonial que reprodujo la idea de que lo indígena es irracional, y, por ende, la historiografía literaria tradicional presta atención a las producciones que calcen dentro de los parámetros homogeneizantes. En definitiva, debe (de)construirse el imaginario colonial de las Historias o proyectos de investigación sobre historiografía literaria que tienden a fundar un modelo de identidad homogeneizador. Es necesario romper con las categorías historiográficas de tradición positivista que buscan incluir y excluir (clasificar). Así, por ejemplo, se busca (de)construir las representaciones simbólicas de poder bajo las categorías historiográficas como periodización y generación, entre otros términos, basados en fechas de nacimiento, lenguaje, rango educativo, ideología dominante, y modelo económico, para lograr propuestas necesarias para el futuro diseño de nuevas Historias de la literatura donde se permita una dialéctica heterogénea en la historiografía literaria. Una de las propuestas por las que abogo y que algunos estudiosos de la literatura han recalcado, es la de instaurar Historias de la literatura más allá de la literatura nacional hegemónica, con el fin de establecer diálogos y vínculos que permitan la inclusión de la “multiplicidad” y “diversidad” con acceso a formaciones discursivas a partir de las tensiones, choques y contradicciones otorgadas por los mismos textos. En otras palabras, se propone fundar una corriente historiográfica basada en la multidisciplinariedad que se rija dentro de lo que el teórico Even-Zohar denominó polisistema, (2) en donde se rompe con «la oposición constante entre centro/periferia, en la que el lugar central lo ocupa el espacio textual privilegiado» (Guzmán, p. 95). CONCLUSIONES
Bibliografía
—Guzmán, D. (2007). Las historias de la literatura regionales como nuevo paradigma identitario. Hallazgos, (8), págs. 87-98. https://www.redalyc.org/pdf/4138/413835168006.pdf —Huertas, K. (2021, 25 de mayo). Literatura regional costarricense: un acercamiento contrahegemónico. Semanario Universidad de la Universidad de Costa Rica. —Lotman, I. (1996). La semiosfera 1. Semiótica de la cultura y del texto. Frónesis Cátedra, Universidad de Valencia. —Mackenbach, W. (2008). Intersecciones y transgresiones. Propuestas para una historiografía literaria en Centroamérica. (Eds.), Hacia una historia de las literaturas centroamericanas. Guatemala. F&G Editores. —Mignolo, W. (2007). La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial. Gedisa. —Zavala, Magda. (1998). La literatura indígena centroamericana ayer y hoy. Kipus: Revista Andina de Letras, 9, págs. 101-112. por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES
por EDUARDO MADRID COBOS 1. Introducción: la naturaleza reflexiva del soneto De entre toda la diversidad de la poesía en verso cabe destacar una forma, una especie única, por su solidez y belleza. Si hubiera que destacar una sola forma poética de la literatura occidental, elegiríamos el soneto. ¿Por qué el soneto? ¿Qué tiene para ser inagotable? ¿Por qué es tan puramente poético? Para dar respuesta a estas preguntas, partiremos de una consideración básica en el análisis de las estrofas auriseculares más frecuentes, base de la que partía el profesor Juan Victorio (UNED) en sus clases: el romance narra, el soneto reflexiona y las liras combinan narración con descripción o reflexión. “El soneto reflexiona”, esas palabras suponen asomarse a un abismo de conocimiento en Teoría de la Literatura, o más concretamente, de teoría de los géneros literarios. En primer lugar, en esa contraposición entre romance/narración y soneto/reflexión (más adelante veremos que hay excepciones) se encuentra un principio fundamental de la lírica. Para explicarlo partimos de los tres archigéneros en la división tradicional, la narrativa, la lírica y la dramática, o “actitudes supragenéricas”, según Wolfgang Kayser, dentro de las cuales se encuentran los subgéneros: novela, cuento, elegía, égloga, soneto, etc. Estos subgéneros comparten, como ramificaciones, los rasgos prototípicos de la rama de la que parten. En el caso de la lírica, de los “diez rasgos fundamentales de lo lírico” que establece Kurt Spang (2011: 58-61), destacamos lo siguiente de cada uno: 1) interiorización, que implica brevedad; 2) ausencia de “historia”; 3) predilección por la “instantánea” ‒no hay trama y, si argumenta, la argumentación está muy concentrada‒; 4) profundización; 5) función poética; 6) métrica; 7) ritmo; 8) carácter oral; 9) musicalidad; y 10) comunicación lírica, que veremos que en el soneto suele darse con un espacio temporal. Ese factor tiempo va a ser determinante para el estudio del soneto. El segundo de los diez rasgos de lo lírico de Spang dice que “no hay historia”. Aguiar e Silva (1981) habla del carácter estático de la lírica, ajena al fluir temporal e inmovilizada sobre una idea, una emoción o una sensación, frente al carácter dinámico de la narrativa y la dramática, que hacen actuar a los personajes y fluir a los acontecimientos a lo largo de un proceso temporal. En otro trabajo (Madrid Cobos, 2017) ya demostramos incluso cómo este estatismo de las emociones es algo propio de la psicología humana. Lope de Vega ya dijo que “el soneto está bien en los que aguardan”, en su Arte nuevo de hacer comedias (v. 308). Ese “aguardar” concuerda con el mencionado carácter estático. En la acción o en la inherente narratividad que debía tener una comedia del Barroco, hecha para mantener atento y entretenido al público, el Fénix de los Ingenios ya sabía cuándo y cómo había que parar el avance temporal de los acontecimientos. Los personajes que “aguardaban”, que esperaban, encerrados en sus cuitas, cuando recitaban un soneto quedaban en suspenso ellos y dejaban en suspenso al público, cumpliendo, además, los otros nueve rasgos de lo lírico de Spang: brevedad (la justa), profundización (la máxima), musicalidad, oralidad, etc. Cervantes, tan dado también a la mezcla de géneros, tanto en La Galatea, como en El Quijote y como en el Persiles, detiene momentáneamente la narración para poner en suspenso la progresión temporal con sonetos. En el desasosiego que suelen tener los personajes que los pronuncian, suele darse, en una expresión concentrada, como una estructura mineral cristalina, una argumentación o un razonamiento. Cervantes (Quijote, I, 23) hasta utiliza esas palabras (el subrayado es nuestro): Pero si Amor es dios, es argumento que nada ignora, y es razón muy buena que un dios no sea cruel. Pues ¿quién ordena el terrible dolor que adoro y siento? Igualmente, la descripción es otra técnica narrativa [1] que detiene la narración, es decir, el fluir temporal de los acontecimientos. La novela, la epopeya, los romances… detienen su discurrir de acción para hacernos ver algo, a su vez para pensar sobre ello. Así, en los sonetos, que, como estamos demostrando, son el género lírico de mayor estatismo a la par que de complejidad en Occidente, encontramos cuartetos descriptivos, como éste de Góngora: Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido, el sol relumbra en vano; mientras con menosprecio en medio el llano mira a tu blanca frente el lirio bello; […] Kurt Spang (2011: 59) también mencionaba la “predilección por la instantánea” como rasgo de lo lírico. En una descripción, aunque pueda ser en parte dinámica ‒como en A Dafne ya los brazos le crecían… de Garcilaso‒, se va a capturar un momento muy breve o una imagen estática, como ocurre muchas veces en pintura. Esto, de nuevo, se ajusta a la evasión del fluir temporal. Pero, ¿qué tiene esta idea de tan importante y por qué estamos insistiendo en esto? El soneto no es simplemente una estructura que supere o domine al fluir temporal, como un puente cuyos pilares abren las aguas de un río, sino que, en su afán de capturar la “instantánea”, aspira a la eternidad. Esto, la aspiración a la eternidad mediante la captura de una idea, es el mayor reto del poeta, el cual podrá lograr que sus pensamientos trasciendan el tiempo y la muerte. La manera de lograrlo es complicada. Componer un texto con catorce endecasílabos y rima consonante no es hacer un soneto. Primero, ha de surgir la idea, en el jardín de una mente clara, alentada por un corazón vivo, esté o no atormentado; segundo, la tekné, τέχνη, la fabricación manual, con todo el esfuerzo y capacidad del intelecto que sea posible. Como haría un escultor, primero apunta con el cincel; luego, con el martillo golpea y hace realidad. Hay unas técnicas que el artista conoce: el escultor sabe de formas y proporciones; el poeta sabe de palabras. En la revolución que supuso el paso de la Edad Media al Renacimiento, todas las artes, la escultura, la literatura, la pintura y la arquitectura, se sirvieron de innovaciones técnicas originales, a la par que se revivía el mejor pasado para crear el mejor presente. Aquí, en esta fase de cambio, en este paso de crisálida a mariposa, se yergue la figura de Francesco Petrarca. 2. El endecasílabo como expresión de la individualidad Para hablar del endecasílabo, verso de arte mayor, hay que hablar primero del verso de arte menor, porque los versos largos surgen precisamente para contrastar o diferenciarse de los cortos. El verso de arte menor es pionero en las andaduras de la lírica en su sentido etimológico, de ‘lira’, de poesía adaptada al canto que, en su estado primigenio, trata fundamentalmente de amor: ya fuera en la Edad Media con las jarchas mozárabes, descubiertas por Samuel Stern (Frenk, 2008: 12), o en canciones populares de época romana, según el testimonio del obispo Juan Crisóstomo (Riquer, 1995:42), y otros posibles ejemplos. En efecto, la lírica, tanto expresada de manera popular como desde la expresión de una sola persona, tiene como base el amor. Es el “género de los sentimientos”, tanto desde una óptica personal como de todo el género humano. En palabras de Estébanez Calderón (2002: 625), la lírica es “el género caracterizado por ser el cauce de expresión de la subjetividad del ser humano; de sus sentimientos y emociones al observarse a sí mismo y al contemplar el mundo en el que está inmerso”. Nótese que hemos hablado de dos tipos de autoría: la colectiva y la individual. Para ambas es válida la definición del género lírico dada. Sin embargo, Kurt Spang (2011: 62-65) realiza una división entre “dos líricas”, cuyas características resumimos, y que nos irán conduciendo a la naturaleza del soneto:
Sin que se pueda decir que el hermetismo del segundo tipo de lírica excluya a la dimensión social de la primera, pues el yo lírico en muchos casos es un nosotros, todos, lo que quiere decir Spang es que, a partir de cierto momento, nació y se desarrolló una lírica que buscó su propio territorio, en la que, además, hacía falta -salvo en contadas excepciones- la autoría reconocida. En la lírica popular, lo que importa es el poema, no el autor. En la lírica intimista (podemos llamarla “culta”), el autor, que quiere ser reconocido, precede o se iguala al poema. El yo lírico, la voz del poema, no es el yo real (al igual que en narrativa no es el mismo el narrador que el autor), pero juega con esa máscara, quiere que se sepa que esos poemas los ha escrito él o ella, aunque, por el hecho de ser literatura, sean tratados como tal: como ficción. Así, los primeros grandes poetas españoles con voluntad de autor, que dejaban constancia de su propiedad de sus obras, querían distinguirse del vulgo y de sus creaciones. Es célebremente conocido el desprecio hacia lo popular, sobre todo los romances, por el Marqués de Santillana, a los que llamaba “fablillas populares”, por ejemplo. Y el soneto, cuando nace, se presenta como forma intimista e intelectualista, culta, por antonomasia. Más adelante veremos cómo el dodecasílabo y, en parte, el alejandrino, que fueron soluciones temporales cultas para contrastar con el verso corto popular, entraron en decadencia y precisaron la innovación definitiva, el endecasílabo. Hay que introducir un concepto clave en este paso de la lírica cancioneril a la lírica monológica e intimista: el individualismo, que Jesús Lizano (1967: IX) considera no sólo fundamento del soneto, sino además de la supervivencia humana y de la transformación del mundo. Hay que introducir un concepto clave en este paso de la lírica cancioneril a la lírica monológica e intimista: el individualismo, que Jesús Lizano (1967: IX) considera no sólo fundamento del soneto, sino además de la supervivencia humana y de la transformación del mundo. El individualismo [4] como concepto apreciable desde una óptica filosófica de la historia y de las artes tuvo una serie de fases en su desarrollo y en su definitivo asentamiento, según César Molinas (2013). Si bien podemos suponer que es algo que surge de dentro, como manifestación interior, lo que ocurre fuera también facilita esa autoproclamación. Molinas expone cómo se pasa de una sociedad de clanes y familia extendida a una unidad familiar menor y sociedad feudal, con lealtad entre individuos. A esto hay que añadir el Concordato de Worms (1122), donde se establece la doble lealtad a la Corona y a la Iglesia, ya separados (Ladero Quesada, López Pita, 2009:171), que obliga a los individuos a decidir a quién obedecer en caso de no estar ambos en sintonía. Sin duda, el individualismo como forma independiente de pensar se ve mucho más reforzado con la transformación de la Edad Media en el Renacimiento, o mejor dicho, para seguir la historia de las ideas, en el humanismo. La escolástica, el mecanismo de estudio medieval, que tanta importancia daba al aprendizaje ortodoxo, al teocentrismo y a los argumentos de autoridad, basados en citas de insignes sabios del pasado o de la Biblia, se ve paulatinamente obsoleta por el humanismo (Menéndez Peláez, 1993:42-43), que abre paso a la razón, al antropocentrismo, a una visión optimista del ser humano, a una confianza en él como obra perfecta y creador de obras perfectas. Se redescubre la Antigüedad y se contempla con el influjo de la razón, la cual proporciona una sana admiración y, por tanto, ese optimismo vital que dará frutos inigualables en ciencias como la arqueología, la historia y la filología (por ejemplo, con Nebrija en España; Palacios Fernández, 1979:34). A través del estudio de textos, con un rigor científico superior al medieval, se expande el conocimiento de los clásicos griegos y latinos [5]. El individualismo impregnará las ciencias y las artes; en el caso de la literatura, de la lírica de tipo popular ya se había dado paso a la lírica trovadoresca, en la que se erigía el sujeto poético como voz lírica y como autor con voluntad de estilo y deseo de reconocimiento, pero aún no se habían traspasado los límites de la lírica cancioneril o sociable de Spang. Tenía que alumbrarse la poesía sólo para ser leída, o principalmente para ser leída, en solitario, no en público. Todavía no se había hecho: no se comprendía ese objeto de la poesía. Los decires, estancias, cantares, canciones de los poetas de cancionero de la corte de Juan II, como indican los nombres, eran para “decir” o “cantar” (Alonso, 2008:11). Eran un acto comunicativo con receptores presentes y que, por tanto, recibían el mensaje inmediatamente, no pudiendo interiorizar realmente el contenido por estar en presencia de otras personas, y porque el carácter oral no permite la atención que necesita un pensamiento profundo. Sin embargo, se socializaba, se disfrutaba de la poesía, con sus emociones, artificios de palabras, musicalidad y, en definitiva, formidable ingenio. No es que haya que despreciar este tipo de lírica, sino afirmar que existían unos umbrales de intimidad que aquélla no traspasaba. Aunque hayamos mencionado a Juan II, el referente fundamental para entender el advenimiento del individualismo, y el paso a la lírica intimista, es el entorno de las florecientes ciudades-Estado italianas, siendo Florencia una de las más notables (Ladero Quesada, López Pita, 2009:159). Si bien el tema principal de la lírica seguía siendo el amor, el cambio económico y social que iba dando protagonismo a la burguesía condujo a que éste, el amor, se retrajera al ámbito del intelecto: por una parte, perdía su dimensión física; por otra, creció vastamente en el mundo de las ideas [6]. De aquí partía la crítica de Leo Spitzer (1941) a Pedro Salinas al decir que el poeta del 27 negaba la existencia de la amada al convertirla en idea, en conceptismo interior. Este nuevo tono poético que se replegaba a la esfera íntima, el llamado dolce stil nuovo, motivó un cambio de contenido poético, que repercutirá en la forma. Recordemos que, cuando cobra auge una clase social, o un sector dentro de una clase, precisa un “territorio propio”, que a su vez va a propiciar un cambio en la Historia con su existencia y su influencia. Así, la pujante burguesía florentina, de abogados y notarios, se diferencia con su exquisita visión del amor de la nobleza. Como dice Valverde (1984:14), “La capacidad para tal amor de alcance ideal, metafísico y religioso, es lo que distingue a la nueva clase ascendente, basada en la excelencia del individuo, frente a la nobleza y sus caballeros -apoyados en la herencia y en la estima”. Guido Guinizelli (1230-1276) defendía el “corazón gentil”, seña del nuevo hombre, precursor del Renacimiento, ante el más atrasado “hombre altanero” que presume de su linaje. El cor gentil se expresa amando de la manera más pura posible, trascendiendo el mundo físico para alcanzar el de las ideas, como proponía Platón, releído y reinterpretado en este momento [7]. Así lo haría Dante Alighieri (1265-1321) en su amor a Beatriz, muerta en el mundo real, pero viva en su pensamiento, fuerza motivadora de inspiración y de virtud, eje vertebrador de su cosmología plasmada en su Divina comedia. Si bien la obra se ajustaba a la teología de la escolástica, ya penetraba el nuevo territorio del intimismo, de la poesía desde y para el interior. No obstante, su amada Beatriz, en términos generales, carecía de la necesaria humanidad para despertar en el lector sentimientos amorosos, siendo, prácticamente, una alegoría. En este afán de excelencia manifestando la visión del mundo personal e íntima, sustentada en un amor cuyo referente real está reducido al mínimo necesario, y su concepción personal al máximo, destaca Francesco Petrarca (1304-1374). Con él ya tenemos todos los ingredientes para el gran salto a la poesía monológica e intimista, a la reflexión y al individualismo, al endecasílabo y al soneto. Como veremos, las estrofas con versos de once sílabas, sobre todo los tercetos encadenados y los sonetos, serán idóneas para la interpretación interior del amor a la madonna, la mujer idealizada. El nuevo contenido precisará una nueva forma. La reflexión y la intimidad de la nueva poesía del dolce stil nuovo ya no encajan en las estrofas medievales de poesía cancioneril o sociable. Las formas del galanteo público de los caballeros entregados al amor cortés no son aptas para la delicadeza del nuevo hombre humanista, cuya expresión amorosa, de una sensibilidad inusitada hasta entonces, va a necesitar nuevas estructuras donde construirse. Las viejas formas quedarán obsoletas por varios motivos. En primer lugar, por lo dicho del cambio de la esfera pública a la privada, de la lírica sociable a la intimista: la poesía deja de ser un elemento de alarde cortesano, delante de otros, para ir replegándose a un destinatario, o unos pocos, mucho más importantes para el poeta, que en gran medida es el propio poeta (lírica monológica). Además, tendrá mayor peso el carácter escrito frente al oral: “La irrupción de la escritura y el abandono de la oralidad confieren […] una importancia inacostumbrada al cambio de recepción de la lírica dado que no entra por los oídos sino por los ojos del lector solitario” (Spang, 2011:71). Lo cual no implica que deje de permanecer en cierto modo la audición: de ahí que continúe el género “canción [8]” y que nazca el soneto, “sonidillo” (Spang, 2011:99). Por otra parte, hay que tener en cuenta la revitalización de los clásicos, que fueron el principal nutriente para el crecimiento del humanismo. La poesía latina, a diferencia de la romance, está en hexámetros, es decir, versos de seis pies métricos. Forzosamente, los poetas prerrenacentistas que quisieron imitar a los clásicos tuvieron que adaptar su lengua romance, en este caso la italiana, a ese ritmo de la poesía en latín. El ritmo de la versificación en latín se consigue con la cantidad vocálica, la duración de las vocales, dando lugar a sílabas largas (‒) y breves (U). Éstas se organizan en secuencias ordenadas: yambo (U ‒), troqueo (‒ U), dáctilo (‒ U U), anfíbraco (U ‒ U) y anapesto (U U ‒). Desde que existen las lenguas romances, como el español, en donde se ha perdido la cantidad vocálica, el ritmo en la poesía se organiza con la intensidad vocálica, es decir, con los acentos. No deja de ser una herencia de lo anterior, pero en vez de pies se llamarán cláusulas, con las limitaciones o divergencias del romance. De ahí que Navarro Tomás apud Díez Borque (1980:72) afirme que las cláusulas yámbicas (oó), anapésticas (ooó) y anfibráquicas (oóo) “no tienen rendimiento en el ritmo oral” y reduzca la tipología a ritmo trocaico, dactílico y mixto, considerando que el periodo comienza en la primera sílaba acentuada del verso. Así, existían, por ejemplo, hexasílabos dactílicos, heptasílabos trocaicos, octosílabos dactílicos, trocaicos, mixtos, etc. (Díez Borque, 1980:73-74). Los versos en lengua romance habrían servido tanto para la ágil y musical poesía popular, en versos de arte menor, como para la altisonante poesía culta de arte mayor, con las mencionadas variedades rítmicas. El verso corto, por su naturaleza breve, no solía adecuarse a la expresión de reflexiones íntimas. O bien servía a los cancioneros o bien narraba girando lentamente en los romances. Dámaso Alonso afirmaba en su Elogio del endecasílabo (1998:175): El octosílabo estaba maduro ya, tras la larga lección de los cancioneros. Verso ligero y gracioso, mas con insospechadas metamorfosis. Mímica ardilla, aquí, rápida, inasible; si se detiene un instante es para concentrar una hiriente agudeza. Breve barquichuelo siempre, pero allá adaptable en lentos meandros al demorado fluir de la narración. O deslumbrante juego de felices arcaduces […] chispeando […] delicadezas de amor. Hacía falta espacio para exponer un pensamiento complejo: por eso las obras de autores cultos, normalmente con pretensiones de obtener renombre como intelectuales, solían estar en dodecasílabos o alejandrinos. En España, una significativa muestra del dodecasílabo sería el Laberinto de Fortuna, de Juan de Mena; del alejandrino, casi todo nuestro mester de clerecía. Continúa don Dámaso (1998:175): “[…] apuntado a empresas más levantadas, quedaba, para morir en seguida, el verso de arte mayor, de vuelo lento y monótono, torpe avutarda de cuatro aletazos por renglón: Al muy prepotente don Juan el Segundo…”. Había, además, un elemento estructural insoslayable en estos versos, que era la cesura: el espacio o pausa en un verso que lo separa en dos partes iguales, llamadas hemistiquios. La obligada pausa central en los versos largos conllevaba una cargante y solemne distribución de acentos. Esto era herencia directa de la métrica griega y latina: el hexámetro (de seis pies, combinando dáctilos, espondeos y troqueos), propio de la épica, pero que se extendería a muchísimos autores a lo largo de sus quince siglos de vida, necesitaba esa bimembración estructural: —́UU | —́UU | —́ UU || —́UU | —́UU | —́X Quādrupedānte putrēm sonitū quatit ūngula cāmpūm… (Virgilio, Eneida, VIII, 596) No obstante, era un verso que solía alargarse demasiado ‒entre doce y diecisiete sílabas‒ para la relativa concentración de ideas que necesitaba la intimidad renacentista. Los filólogos italianos como Francesco D’Ovidio proponían la mediación del trímetro yámbico en la gestación del endecasílabo. Este verso sería redescubierto en el Prerrenacimiento con la búsqueda de las obras clásicas; no sería raro que despertase el interés de los estudiosos italianos al utilizarse tan frecuentemente: en las comedias de Aristófanes y Menandro, en las tragedias de Sófocles y Eurípides, en los epigramas de Marcial y en los epodos de Horacio. Este verso abarcaba entre diez y doce sílabas, cuya forma ortodoxa era: U‒ U‒ |U‒ U‒ |U‒ U‒. Entre sus variantes, la más común era: U‒ U‒ | U || ‒ U‒ | U ‒ U ‒. Obsérvese, de nuevo, la necesidad de una cesura. El fluir del pensamiento no podía detenerse a mitad de verso; es más, se extenderá en forma de encabalgamiento, como veremos en Garcilaso. Los pioneros italianos en adaptar la poesía latina a la toscana, ayudados por los progresos de la poesía trovadoresca provenzal y los de su propia lengua, hallarían en el endecasílabo el más versátil de los versos: no era ni muy corto ni muy largo; habían encontrado la aurea mediocritas, ‘dorada medianía’ aristotélica del verso. Que el número de sílabas fuera impar implicaba poder atenuar la cesura [9], la cual, ya más sutil, dividía el verso en una serie de variantes: a maiore (heptasílabo más tetrasílabo); a minore (quinario más senario); tetrasílabo más heptasílabo y otras subvariantes que seguirían Santillana y Garcilaso, de acuerdo con Lorenzo Gradín (1989). El endecasílabo era lo suficientemente largo para hilar pensamientos, exponiendo reflexiones, describiendo a una donna angelicata o expresando sentimientos, sin la solemnidad medieval, revitalizado con el novedoso dolce stil nuovo. Esta unidad elemental, que Dámaso Alonso (1998:176) exaltaba como “criatura perfecta ya, y siempre virginal, cítara y arpa, dulce violín […]” daría lugar a estructuras complejas que, tras, breves ensayos, pronto adoptaron su forma más lograda y exitosa, ocupando su merecido escaño en la eternidad. Así fueron alumbrados los tercetos, los cuartetos, las sextinas, las octavas, los sonetos y las magistrales combinaciones con heptasílabos: la canción petrarquista, la lira, la silva y el madrigal. El endecasílabo adoptó tempranamente sus cuatro formas principales, de vigencia hasta nuestros días:
3. Los sonetos anteriores a Petrarca Podría decirse que la estrofa más ensayada antes del soneto era el terceto. La probada funcionalidad y productividad de los tercetos tendrá un sentido en la hipótesis que exponemos a continuación, si bien habrá que admitir que el soneto no se originó en un solo momento ni en un solo lugar, sino que, además de esta poligénesis, “renació” varias veces. La importancia de los tercetos en la estructura del soneto, como combinación de estrofas, puede estar relacionada con un hecho frecuente en la literatura: el apoyo en la tradición. Los poetas de cancionero medievales, por ejemplo, reforzaban sus poesías insertando fragmentos de poesías populares de éxito. Igualmente, mucho antes, los poetas árabes cerraban sus moaxajas con una estrofilla popular, las célebres jarchas mozárabes. Este recurso de buscar apoyo en algo de probado éxito anterior es plausible de ser la razón de ser de los dos tercetos del soneto. No cabe duda de que los cuartetos y los tercetos, por su forma, sirven para cosas diferentes. Los cuartetos son más rígidos, de mayor confinación, un armazón que hace contener cierta tensión, mientras que los tercetos son un alivio que destensa y hace descender. Se puede considerar que cuartetos y tercetos son las dos vertientes de una misma montaña, los primeros de ascenso, los segundos, de descenso. De ahí que estos últimos sean más fluidos. En este fluir, además, procede el que fueran una estrofa conocida y bien probada, una “forma de hablar” más familiar en el contexto poético estilnovista. Por eso, si bien pudo haber sonetos anteriores a la composición de la Divina comedia, entre 1304 y 1321, Dante estableció definitivamente los tercetos como estrofa infalible en la argumentación. El cuarteto o el serventesio serían la innovación combinable con lo “seguro”, los tercetos. De ellos dice Guido M. Cappelli (2003:32), acerca de los Triunfos de Petrarca: […] ya a partir de la adopción del terceto encadenado ‒el metro dantesco por excelencia‒, el modelo de la Comedia es evidente en los Triunfos. El terceto es el verso de la narración larga, ya que permite encadenar secuencias narrativas extensas sin solución de continuidad. Su adopción favorece, pues, la distensión argumentativa y, en general, multitud de recursos propios de la novela: por ejemplo, diálogos o excursus. Hemos mencionado la posible poligénesis del soneto o un renacer múltiple de éste. Según Kurt Spang (2011:100), uno de los supuestos inventores es Iacopo da Lentini [10] (ca. 1210-ca. 1260), representante de la llamada Escuela siciliana, que puede considerarse el Notario (Notaro) por antonomasia del Doscientos, ya que con ese nombre lo cita Dante (Divina Comedia, Canto XXIV, Purgatorio, 1973:259). Este notario-poeta estuvo al servicio del rey de Sicilia, Federico II, quien llegó a nombrarlo comandante de un importante castillo. Además, este rey promovió las artes, facilitando que Iacomo escribiera sus obras en el apogeo de la Escuela siciliana, entre 1233 y 1241. Al Notario se le atribuyen canciones de varios esquemas métricos y un corpus de primigenios sonetos, inspirados en la lírica provenzal. Esos sonetos originarios (Spang, 2011:100) “combinaban un grupo de ocho endecasílabos con rima alterna ABABABAB y otro grupo de seis con dos o tres rimas distintas en un solo bloque o en dos o tres”. Spang (2011:100) sostiene que la invención del soneto también se le atribuye a Antonio da Tempo (finales s. XIII-1339). El hecho de que fuera de Padua, en contraposición a Sicilia, indica que el soneto se estaba ensayando en localidades muy diversas. Mantenía correspondencia con otros poetas de su tiempo, como Andrea da Tribano, Andrea Zamboni, Jacopo Flabiano, Matteo Correggiaio y Albertino Mussato. Sin embargo, obtuvo la fama por su obra Summa Artis Rithimici Vulgaris Dictaminis, un tratado sobre métrica en lengua vulgar en el que compuso él mismo ejemplos de las estrofas que utilizaban sus contemporáneos: el soneto, la balada, la canción, el madrigal y el serventesio, entre otros. Dámaso Alonso (1998:176) menciona a Lapo Gianni y a Guido Cavalcanti como primeros exploradores del soneto. Del primero apenas sabemos nada de su vida, salvo que vivió en Florencia, que murió después de 1328, que probablemente fuera también notario y que ya escribía con rasgos del dolce stil nuovo. Dante, en sus Rimas, nos dejó noticia de Gianni en dos de ellas (también sonetos): la LII, dirigida también a Cavalcanti, Guido, i' vorrei che tu e Lapo ed io; y la LIV, de Cavalcanti a Dante, Se vedi Amore, assai ti priego. En ambas se refieren a Gianni únicamente como “Lapo”. La obra del misterioso notario florentino consta de diecisiete composiciones; entre ellas, un soneto, Rima XVII, Amor, eo chero mia donna in domino. Sin embargo, no obedecía a la forma por la cual lo conocemos, sino a una variedad polimétrica de soneto con estrambote: AaBBbA || AaBBbA | | | CdDD || DdDC | EE. A Guido Cavalcanti (ca. 1258-1300), también florentino, se le considera uno de los principales creadores del dolce stil nuovo, junto con Dante, del que fue amigo y a través del que también nos llega citado. Supo adaptar la galante lírica provenzal a la lengua italiana, con las consiguientes nuevas formas con endecasílabos y la nueva sensibilidad del amor, más íntima. La obra de Cavalcanti consta de treinta y seis sonetos (con los cuartetos, por fin, en rima abrazada: ABBA), once baladas y dos canciones. Es, por tanto, el primer gran sonetista, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta el importante factor reflexivo de su vida y obra: se formó concienzudamente en el aristotelismo a través de los comentarios de Averroes. A pesar de sostener ideas como la existencia del intelecto separado del cuerpo, o de las diferentes partes del alma, acabó siendo ateo (Dante, Inf., X, 63). Para él, el alma espiritual permanecía impotente como espectadora de la destrucción del alma sensible golpeada por el amor. Cavalcanti concibe el amor como dolor y muerte espiritual, mientras la amada, envuelta en su halo místico, permanece inalcanzable. El factor monológico e intimista en la poesía de Cavalcanti está ya completamente asentado, con una modernidad sorprendente para tratarse del siglo XIII: Rima XVIII Nadie niegue la pluma consternada, la negra tinta, la mano doliente, las que escribieron dolorosamente palabras que escuchaste distanciada. Preguntarán por qué, desde su nada, pluma y tinta hablan súbitamente: mi mano las movió y dice que siente dudas en mi estación desamparada: dudas que me destruyen muy despacio, lentamente a la muerte dan espacio y a pluma, tinta, mano, su desvío. En tu silencio una palabra espera que dice y que no dice que ame o muera y escribe mi pasión en el vacío [11]. Guido era unos quince años mayor y de una clase social más elevada que Dante, sin embargo, fue decisivo en la vida de éste, aunque terminaran distanciándose [12]. En todo caso, como dice Crespo (Dante, 2004:23) “la imitación poética de Dante encontró en aquel joven que tenía fama de extravagante y herético un excelente mentor y compañero”. Ambos conocerían a los poetas Cino da Pistoia, Lapo Gianni y Forese Donati, entre otros. Dante Alighieri (1265-1321) también comenzaría a escribir sonetos en el siglo XIII. Fue discípulo del político y filósofo Brunetto Latini (1220-1293), al tiempo que se nutría del ambiente cultural de Guido Ginnizelli (muerto en 1276). Le entusiasmó la Escuela siciliana, de la que imitaría temas y formas, a la vez que conocía la lengua y la poesía provenzales, sin olvidar su admiración de los clásicos: Virgilio, Ovidio, Lucano, Estacio, Cicerón, etc., de lo que se desprende que el joven Dante se encontraba en una situación cultural excepcional. En la línea del dolce stil nuovo, el amor es el tema principal de Dante desde su adolescencia. Antes de la Divina Comedia, ya habiendo “conocido” a Beatriz Portinari (1266-1290), escribe, aún en vida de ésta, el siguiente soneto [13]: Lleva a Amor en los ojos mi señora, con que ennoblece a todo cuanto mira; todos se vuelven al pasar, e inspira temor al que saluda, y le enamora; pues, bajando los ojos, en tal hora por sus defectos, pálido, suspira: huyen delante de ella orgullo e ira. A honrarla, damas, ayudadme ahora. Todo dulzor y humilde pensamiento nace en el corazón que hablar la siente, y quien la ve primero es alabado. Decir o recordar es vano intento que parece al mostrarse sonriente, pues milagro es gentil e inusitado. Las damas para el poeta enamorado ya no eran rivales, tentaciones ni enemigas desdeñosas, sino un elemento de gentileza apto para la motivación del intelecto, por sus virtudes, con el fin de expresar un amor a la dama limpio y puro. Este amor casi místico a la madonna superior incluso a los ángeles purifica el alma y ennoblece al hombre, tal como ya había sido proclamado por Guido Guinizelli en su poema Al cor gentil. Poco después de la muerte de Beatriz, Dante escribiría, entre 1292 y 1293, La vida nueva, su primera obra conocida. Está compuesta por sonetos, baladas, canciones y fragmentos en prosa que explican las “rimas”. La calidad y la preponderancia del soneto en el libro nos conducen a considerar esta estrofa como ya consolidada y madura. 4. La madurez del soneto: Petrarca Francesco Petrarca (1304-1374) dispondrá de todos los elementos necesarios para hacer culminar el soneto como estrofa, además de todo el dolce stil nuevo en todos sus temas y formas. Entre los factores que favorecieron el ingenio reformador de Petrarca, hay que contar, principalmente, que perteneciera, como Gianni y Cavalcanti, al mundo de los notarios [14]: estaban formados en ars dictaminis ‒con el objeto de lograr pericia en el género epistolar‒ y en ars notaria, ambas propiciando el reconocimiento como hombres letrados, como élite intelectual. Estas artes se perfeccionaban con la retórica, la filosofía moral y la lectura de autores clásicos, que acabaron sustituyendo el influjo de la escolástica. Fue la lectura e interpretación de autores clásicos lo que más impulsó a Petrarca y lo que abriría una veda para intelectuales posteriores, como Lorenzo Valla (1407-1457), Pico della Mirandola (1463-1494) y Marsilio Ficino (1433-1499). Petrarca aportó una nueva forma de acercarse a los clásicos, rompiendo con la tradición medieval escolástica y elevándolos a contemporáneos suyos, modelos para su vida y su arte. Es decir, no los estudiaba como figuras de autoridad, hitos en la historia o como aportación de conocimientos inamovibles para medirse con otros escolares, sino que los consideró autores vivos y modernos. “Escrutando en la Antigüedad logró la mayor modernidad”, dice Ana Suárez (2011:28). Tomó a Cicerón como maestro de la prosa y a Virgilio como modelo para su poesía. Además, fue un gran pionero en la filología, al defender que es necesario interpretar las obras de la Antigüedad de manera directa, no mediante transductores que las habían desvirtuado. Esto motivó la depuración de los textos, la búsqueda de las fuentes, la lectura en lenguas originales, lo cual fue todo un avance científico. Se dice que pudo gozar del “ocio imprescindible para ser intelectual puro” (Crespo, 2008:21) gracias a la protección de los Colonna, que le garantizaron comodidades económicas y elevada posición social, convirtiéndose así en el escritor más importante de su tiempo. Esta intencionada búsqueda de comodidad respaldada en sus principios ‒no ser abogado, no aceptar cargos públicos‒ fue lo que le que favoreció el pensamiento profundo. No perderemos de vista el elemento reflexivo que es clave en el soneto, y que, además, configuró la personalidad humanista de Petrarca. El ocio y la lectura son causa y, a la vez, efecto de una enorme capacidad reflexiva y de construcción con versos ‒tekné‒ de esos pensamientos íntimos. Petrarca necesitó tiempo y muchas detenidas lecturas para crecer y dar su fruto. Primero, en su faceta más clasicista, mientras hacía avanzar el humanismo [15] estudiando y reinterpretando a Tito Livio, Cicerón, Horacio y Virgilio, “no tuvo la sensibilidad suficiente para entusiasmarse por la Divina comedia, obra unánimamente elogiada por todos en la época” (Suárez, 2011:29), por ilustrar a una amada demasiado alegórica, carente de humanidad. Hacía falta una obra literaria con una mayor motivación íntima, con una amada real. Así, un punto de inflexión sería su obra Secreto que, aunque estuviera en latín y en prosa, ya se internaba en la esfera de la intimidad. En ella dialogaba, en un sueño, con San Agustín para exponer su dolor de amor ‒aegritudo amoris‒ desde distintas perspectivas. Este libro es, por tanto, el antecesor directo del Cancionero. El Canzoniere es una obra que superó las expectativas del propio Petrarca. A las poesías que lo forman el autor modestamente las llamaba “fragmentos insignificantes” (rerum vulgarium fragmenta), ya que creía que su fama perduraría más con sus obras en latín. Las trescientas sesenta y seis poesías (trescientos diecisiete sonetos, veintinueve canciones, nueve sextinas, siete baladas y cuatro madrigales) escritas en lengua toscana ‒italiano‒ tuvieron un éxito extraordinario, que no pudo gozar Petrarca, porque el Cancionero se publicó casi cien años después de su muerte, en 1470. En los treinta últimos años del Cuatrocientos se imprimieron treinta ediciones y, aun así, no fue nada comparado con el éxito en el siglo XVI, con doscientas ediciones. Fue una obra de referencia para todos los intelectuales posteriores, entre ellos León Hebreo, Pietro Bembo y Angelo Poliziano, por no hablar de la deuda que contraen con ella Boscán y Garcilaso en España. Se crea así el movimiento llamado “petrarquismo”, cuya influencia llega hasta la actualidad y, cómo no, se establece el soneto como estrofa y como género [16]. Fueron treinta años, casi la mitad de su vida, el tiempo que necesitó el poeta para escribir todos aquellos “fragmentos insignificantes”. Estas exquisitas poesías albergan un solo tema en dos variantes: su amor en vano a Laura durante veinte años y el amor a ella tras su muerte. Podemos pensar que la obra va dirigida permanentemente a ella, y así es, porque espera de ella su reconocimiento (Suárez, 2011:29); sin embargo, desde nuestra visión, es un “monólogo autobiográfico”, un cuaderno de bitácora que recoge todos los pensamientos íntimos causados por ella o dirigidos hacia ella. En gran medida tiene lugar la llamada “lírica del vocativo”, tónica común desde entonces en los grandes poetas amorosos que siguen su estela, como Garcilaso de la Vega e incluso Pedro Salinas, pero también habla consigo mismo a través de reflexiones puras, en primera persona, o mediante el recurso del dialogismo (que no deja de ser un monólogo) al hablar con Dios o con el dios Amor. La dialéctica se renueva con Petrarca gracias a su interpretación humanística de los ars dictaminis: si los clásicos llevaban a cabo la reflexión a través del diálogo, él también; así se igualaba a ellos, o los convertía en contemporáneos. El conocimiento se basa en la dialéctica: no es posible una visión amplia de una idea si no se somete a la visión de otra persona o entidad, aunque no esté presente. En la tensión entre reflexión y emoción, o entre reflexión y belleza, se yergue el soneto con su dialéctica fundamental para el pensamiento. El soneto ‘piensa’ y ‘hace pensar’, piensa como monólogo y a la vez como diálogo: con Amor, con Fortuna, con su mente, con su alma, con su amigo Sennuccio y, por supuesto, con Laura, viva o muerta. Todo este discurrir de pensamiento a través de las novedosas pequeñas estrofas, los sonetos y las canciones, precisaba una organización que no se correspondía con la cronológica. Cuando vio cercana su muerte, consciente de la importancia de su obra poética, primero los dictó en un nuevo orden a un amanuense, dando lugar a sus Rimas (1374) [17]. Más tarde, corregiría, añadiría o tacharía sobre esta y otras transcripciones del copista para “verter una conciencia nueva” (Suárez, 2011:30) dando unidad a una vida, la suya, como sujeto poético. Este celo en la compilación definitiva de la obra contrastaba con el anonimato del artesano medieval y se correspondía con la actitud de don Juan Manuel en España, que representa la voluntad de autor, celoso de la pervivencia de sus obras. Petrarca quería fijar sus obras para que nadie las alterase a su gusto, es decir, lo mismo que hacía como humanista con los clásicos: ofrecerlos al mundo en su forma original, sin manipulaciones. Como se puede ver, el Cancionero obedece a todo un largo proceso de creación. Cabe señalar un importante factor en su teoría de la composición poética, que explica en parte la calidad literaria de su obra: La inspiración poética como don superior “Debéis recordar que, aunque los deleites de la poesía son muy gustosos, sólo pueden entenderlos del todo los más raros genios, que no se curan [cuidan] de la riqueza y tienen un señalado desprecio a las cosas de este mundo, y que están dotados por la naturaleza especialmente de una peculiar elevación y libertad del alma. Por tanto, en ninguna otra rama del arte puede lograr tan poco la mera diligencia y la aplicación.” Petrarca [18] Decía el poeta que tanto “la alegría como el dolor prohíben los discursos largos” (Petrarca, 2008:97). Parte, en primer lugar, del sentimiento, que consigue concentrar en un discurso corto. Pero, como dice Ana Suárez (2011:133), el soneto es la “estructura apropiada para refrenar el sentimiento y manifestar un equilibrio entre la expresión y el contenido”, siendo el equilibrio una seña de identidad del inminente Renacimiento. De modo que el poeta también se debe enfrentar a la expresión, esfuerzo que ha de lograr el encauzar el sentimiento para su construcción tectónica en la estructura cerrada de la estrofa, en este caso, las cuatro estrofas del soneto. Nótese la posición al respecto de Petrarca, que antepone el sentimiento o la inspiración, patrimonio de unos pocos genios, al ejercicio de versificar que, en mayor o menor medida, da sus frutos mediante la “diligencia y la aplicación”. La intuición poética de Petrarca llevaba las riendas sobre su capacidad de componer endecasílabos y heptasílabos, que debía tener interiorizada. La intuición es la base de la creación literaria, al mismo tiempo que de su recepción como lectores. Dámaso Alonso, en el célebre prólogo a Poesía española (1971:19-33), corrige a Saussure al introducir el factor psíquico a la relación entre significante y significado: “Un “significante” (una imagen acústica) emana del hablante una carga psíquica de tipo complejo, formada generalmente por un concepto […], por súbitas querencias, por oscuras, profundas sinestesias […]: correspondientemente, ese solo “significante” moviliza innumerables vetas del entramado psíquico del oyente […]. “Significado” es esa carga compleja. […] dentro de él se pueden distinguir una serie de “significados parciales” (Alonso, 1971:22-23). Asimismo, el maestro en estilística explicaba cómo un poema formado por unidades se considera “significante” en su totalidad, con un solo “significado”. La manera de comprender esta relación múltiple, macroscópica en el poema y microscópica en cada palabra o cada sílaba, y cada una en sus múltiples vetas de conceptos, querencias, sinestesias… únicamente procede de la intuición (Alonso, 1971: 37-45). Petrarca no solamente gozaba de plena intención como autor (forzosamente, también como lector), al crear sonetos desde ese don superior de artista, sino que además era un arquitecto de la palabra. No es casual que, de acuerdo con Crespo (Petrarca, 2008:22) el poeta depurara, glosara y pusiera en circulación a Vitruvio, “abriendo el paso a la teoría de Leon Battista Alberti y a la mejor práctica de la arquitectura renacentista”. El soneto se sostiene con elegancia y solidez como una catedral: cada cuarteto, con fuerza, belleza y sabiduría sostiene su bóveda de crucería a través de sus cuatro nervios, elevados por las columnas del pensamiento. Los tercetos, a su vez, sostienen la estructura como estilizados arbotantes. Todos estos arcos solamente se sostienen si cada piedra que los forman está perfectamente escogida y tallada: así se escogen y moldean las palabras en cada verso del soneto. Como muestra de ello, incluimos uno de los más famosos, el Soneto CCXCII:
Como en la canción lírica, predominan los ritmos trocaicos, de paso cadencioso, con sensación de equilibrio. Todo ello otorga una inusitada musicalidad, tanto en su lectura en silencio como en su declamación: recordemos la doble naturaleza oral y escrita del soneto. En este caso, predomina el acento en la cuarta sílaba, con lo que se trataría de endecasílabos sáficos, uno de los favoritos de Garcilaso. En cuanto al contenido, expresa perfectamente el tema del amor en el dolce stil nuovo, un amor sin contacto alguno, reflexivo, causa de dolor ante la ausencia de la amada (en este caso, definitiva) pero que a su vez eleva y perfecciona mediante el recuerdo de la belleza de Laura. La consciencia de que se ha ido para siempre conmueve y atormenta al poeta, cuyo dolor es único, comprensible únicamente por él, lo que nos remite de nuevo al intimismo y al individualismo en que se funda este tipo de poesía lírica. 5. Llegada del soneto a España Si en Italia se llevaba ensayando el soneto (y otras formas en endecasílabos) desde el siglo XIII, en España hubo que esperar prácticamente hasta el siglo XV para sus primeros pasos y hasta el XVI para su madurez. El principal canal de comunicación iba a ser la corte aragonesa de Alfonso V el Magnánimo (1396-1458), que contó con Sicilia y Nápoles en sus dominios. El Reino de Aragón, por tanto, con el que tanto contacto tuvo el Marqués de Santillana, iba a ser clave para el desarrollo de la literatura castellana, tanto por el influjo provenzal como por el estilnovista. En este contexto, influenciados por sendas escuelas poéticas, destacan dos famosos poetas valencianos, Jordi de Sant Jordi (ca. 1395-1424) y Ausías March (ca. 1397-1459). Ambos estuvieron al servicio de Alfonso V y participaron en expediciones militares en el Mediterráneo, lo que contribuyó a su mayor contacto con la cultura italiana [20] y su consiguiente experimentación con el endecasílabo. Del primero, Sant Jordi, dice Moreno Bernal (1980:296) que su breve obra poética (dieciséis poemas) “se sitúa entre la tradición provenzal y el petrarquismo, pero por encima de la adscripción a una u otra escuela está su fina sensibilidad […]” y que “supo captar en la métrica la musicalidad de la poesía petrarquista”, con el testimonio de Santillana, que lo consideraba un “músico excelente”. De Ausías March, el otro gran referente de Santillana, se conservan ciento veintiocho poemas en lengua catalana, clasificados en dos etapas: la primera caracterizada por el predominio de temas amorosos y la segunda de tono más moralizante y confidencial. Como es natural en el soneto, se nos presenta “un análisis lúcido y desgarrado de los sentimientos contradictorios que le atormentaban”, que son la pasión amorosa y el anhelo de perfección espiritual, y así “describe sus estados de ánimo y trata de teorizar sobre ellos” (Moreno Bernal, 1980: 296-297). Dos sonetos muy famosos en esta línea son Amor, amor, y Oh, foll amor, siendo el primero traducido literalmente por Garcilaso (Amor, Amor, un hábito vestí…), en quien influyó considerablemente Ausías. Simultáneamente, a finales del siglo XIV y principios del XV, Mícer Francisco Imperial (1372-1409), poeta de origen italiano afincado en Sevilla y almirante de la flota de Enrique III, se aventura con el endecasílabo en lengua española. Su modelo fundamental era Dante: aparte de sus sonetos de tema amoroso que se recogieron en el Cancionero de Baena, tradujo e imitó fragmentos de la Divina Comedia en la época de Juan II: Decir de los siete planetas y Decir de las siete virtudes. Imperial recreó el endecasílabo sáfico y el dactílico o de flauta gallega (acentos en 4ª y 7ª). Sin que alcanzara un gran éxito, sirvió de referente al Marqués de Santillana, Boscán y Garcilaso. Don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana (1388-1458), escribiría sus cuarenta y dos Sonetos fechos al itálico modo, que tuvieron mérito como primera introducción sustanciosa de los metros italianos en España, pero seguían sin adaptarse convenientemente a nuestra lengua. El Marqués, todavía muy influenciado por los dodecasílabos de la copla de arte mayor castellana, tendía a mantener en los sonetos la acentuación dactílica, cuando en italiano se utilizaba la trocaica. No obstante, sus sonetos en endecasílabos sáficos y dactílicos fueron un hito en el avance hacia la métrica italiana, pues no en vano el Marqués había tenido conocimiento de la Vita nuova de Dante y del Canzoniere de Petrarca (Campo, 2018:579). La entrada definitiva del soneto en España [21] se debe a Juan Boscán (1487-1542), a pesar de quedar ensombrecido por el éxito de Garcilaso. A Boscán debemos el fruto de su conversación sostenida en 1526 con el embajador de Venecia Andrés Navagero en los jardines del Generalife de Granada. A raíz de esto, Boscán cuenta en su célebre carta a la duquesa de Soma [22] cómo se decidió a escribir en lengua castellana “sonetos y otras trovas usadas por los buenos autores de Italia”, animado, además por su amigo Garcilaso de la Vega [23]. La imitación de Petrarca fue “intencionada, programática” (Caravaggi, 1980:118), pero a medio camino entre lo nuevo y lo antiguo, en una zona de tránsito, al componer glosas en forma de soneto. De ahí que se le considere poeta puente entre los metros tradicionales y los renacentistas, así como también de los temas: de los erótico-corteses de los cancioneros a la visión platónica del amor (Green, 1980:122-126). No obstante, Boscán acabó sosteniendo un amor mixtus, de cuerpo y espíritu (ibíd., 126): “mas la parte inmortal nunca se vence / del manjar natural de que ella vive”. Garcilaso de la Vega (ca. 1503-1536) lleva a su máxima expresión en lengua castellana la lírica italiana, tanto en temas como en formas: Ariosto le sirve de modelo para la octava real; la locura de amor de Albanio en la Égloga II repite el mismo motivo de Orlando furioso. De Sannazaro imita la utilización de los tercetos y de la rima encadenada y el sentimiento de la naturaleza como marco estético, lleno de paz y armonía, de las églogas I y III. El Canzoniere de Petrarca le presta las sutilezas amorosas, la actitud melancólica, la angustia del amor imposible, sin que haga falta mencionar el esquema rítmico del endecasílabo, con el predominio del acento en la sexta sílaba (Lorenzo Gradín, 1989:788) y los paradigmas del soneto, canción y estancia (Campo, 2018:590). La clave de su éxito era la mayor riqueza expresiva, el dominio del ritmo, la maestría en la imitación de los modelos italianos, entre los que destaca Petrarca. Por ejemplo, entre los cuarenta sonetos que escribió, el soneto I (“Cuando me paro a contemplar mi estado…”) revela como fuente inmediata el soneto CCXCVIII de Petrarca, “Quand’ io mi volgo in dietro a mirar gli anni” (Suárez, 2011:133). Afirma Luis Rosales (1972:28) que este soneto fue “la primera imitación afortunada de Petrarca en literatura española”. Sería el comienzo de su inmortalidad como poeta y la del soneto en lengua española. No hay que concebir a Garcilaso como mero imitador en todos los aspectos del estilo italiano. No toda su poesía cabe en los límites del petrarquismo. Como dice Rafael Lapesa (1980:129), “Había en Petrarca un lastre medieval […] que le impulsaba a idealizar su amor presentándolo como estímulo de espiritualidad. Garcilaso rechaza por completo esta falsificación […]: nunca dirá que el amor eleva el espíritu; la mujer amada no será llamada angeletta […]. La pasión de Garcilaso es sólo y totalmente humana, y la justificación mediante subterfugios repugna a su sinceridad”. En común con Petrarca, ineludiblemente, está el sentimiento como manantial primero de la expresión lírica, encendida desde la intuición. Este sentimiento se conforma a través de las vivencias que provocan la agitación del espíritu, sumido en contradicciones; el dolor de la aceptación de la pérdida de la amada y el ensoñamiento en el recuerdo de su hermosura. El amor, motivado por la ausencia de la amada, crece con el dolor al igual que Dafne convertida en laurel, regada con lágrimas de Apolo. 6. Conclusiones El sentimiento y la reflexión se complementan en el amor igual que la forma y el contenido en el soneto. Son dos fuerzas que ponen en tensión la estructura y a la vez la sostienen. Si bien es cierto que el soneto refrena el sentimiento y manifiesta un equilibrio entre expresión y contenido, con lo visto anteriormente podemos considerar hiperbólica la afirmación de Kurt Spang (2011:102): “[…] observamos menos interiorización y menos emocionalidad en el soneto que en ningún otro género lírico”. Sin embargo, no cabe duda de que se trata del género, y a la vez forma estrófica, reflexiva por antonomasia. El soneto recuerda, en su esencia renacentista, a la imagen del hombre de Vitrubio de Leonardo da Vinci: las proporciones del cuerpo, sede de las pasiones, describen a su vez líneas y círculos que denotan su perfección. La emoción encaja en la razón. El soneto lo prueba. Notas [1] Siendo estrictamente académicos, deberíamos referirnos a “secuencias de base” o tipologías textuales dentro de la categorización de J. M. Adam (1992): narración, descripción, explicación o exposición, argumentación y diálogo. Aquí identificamos “reflexión” con ‘argumentación’. [2] Incluso favoreciendo la dialogización, probablemente originada en los coros de la antigua Grecia. En la Edad Media, época floreciente de la lírica, en las jarchas y cantigas de amigo solía darse el diálogo entre una muchacha y su madre. [3] No raras veces cae en el egocentrismo y sus manifestaciones autolesivas patológicas, como en el conocido poema de Cesare Pavese “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. [4] Nos referimos al individualismo como movimiento filosófico en un sentido positivo, como progreso de la Humanidad a través del pensamiento crítico e independiente de cada individuo. No se debe interpretar, en este trabajo, “individualismo” como ‘egoísmo, insociabilidad, misantropía’. [5] Siempre “al servicio de la vida cristiana, tal y como reconoce el propio Juan de Mena” (Alonso, 2008:13). [6] Dice José María Valverde (1984:14): “El tema amoroso sigue siendo central, como para los trovadores, pero sufre un cambio decisivo: la “señora” se eleva y se idealiza, hasta volverse una figura casi abstracta y simbólica, tal vez inexistente en la realidad -en todo caso, añorada sin esperanza, porque ha desdeñado al poeta para casarse con otro, o, más típicamente, porque ha muerto”. [7] El neoplatonismo, en el que se ampara la lírica petrarquista, no es tanto filosofía platónica como de otros autores, sobre todo Plotino, canalizado por el cristianismo. La mencionada trascendencia de lo físico para alcanzar las ideas en el amor se relaciona con el diálogo de Platón "El banquete" (De la Villa, 1986). Sin embargo, gran parte de los pensadores medievales se encontraron en completa ignorancia respecto a las obras de Platón, que llegaron a Occidente mediante los eruditos bizantinos huidos de Constantinopla. Debido a esta ignorancia, la mayor parte del corpus platónico estaba filtrado y reinterpretado por la doctrina neoplatónica de Plotino, que introduce, por ejemplo, el significado divino de la luz (Alegre et al, 2021:73; Torres Salinas, 2019). Dicha doctrina se presenta más bien como una religión salvífica (función anagogíca, ibid., 2021:73) con elementos sincréticos de la filosofía griega, ensombrecidos por la imperante doctrina cristiana: “Dios es amor, amorosa unidad de amado, amante y amor” (Hebreo, L., intr. de Soria Olmedo, 1986:XXXVII). [8] Interpretamos la canción aquí, al atribuirle el carácter oral y público, como género puramente medieval. El mismo nombre de “canción” se le da a la composición íntima a partir del dolce stil nuovo, siendo esta última más conocida. De ahí que Spang (2011:71) insista en el tono intimista e individualista de la canción, refiriéndose a la petrarquista. [9] Dice D. Alonso del endecasílabo (1998:176): “¿Quién le dio la magia proteica de ser siempre uno y siempre vario, nuevo y cambiante en cesuras y libres cuasihemistiquios, concertado a las siete sílabas o las cinco, lánguida criatura ondulante, en sí mismo valle y colina?” La desigualdad de los hemistiquios aligera la cesura. [10] Véase Britannica, T. Editors of Encyclopaedia (2018, March 6). “Giacomo Da Lentini. Encyclopedia Britannica.” https://www.britannica.com/biography/Giacomo-da-Lentini. También Treccani.it (s. f.). “Iacopo da Lentini, di Mario Marti, Enciclopedia Dantesca (1970)”. https://www.treccani.it/enciclopedia/iacopo-da-lentini_%28Enciclopedia-Dantesca%29/ [11] Traducción de Juan Gelman (1991:252). [12] Véase el soneto que dirige Cavalcanti a Dante “Al día voy mil veces a tu lado”, en la traducción de Crespo (Dante, 2004:64). [13] Traducción de Ángel Crespo (Dante, 2004:58-59). [14] Aunque empezó la carrera de derecho, la abandonó porque consideraba indecente la abogacía: “arte/que frases vende y miente sin cuidado” (Cancionero, rima CCCLX; Crespo, 2008:640). [15] Petrarca mantenía un auténtico fervor hacia la cultura humanística, sobre todo la parte que recupera la antigüedad grecolatina, como sostiene Manero Sorolla (1996:179). [16] Suele estar en discusión la consideración del soneto como género además de como estrofa. En este trabajo, en deferencia a Kurt Spang (2011) y por la naturaleza tan particular de la estrofa, le atribuimos la concepción de género. [17] El manuscrito original de las Rimas se conserva en códice Vaticano Latino 3195. [18] Valverde, 1984:14. [19] Traducción de Ángel Crespo (Petrarca, 2008:550). Es también muy conocida, aunque menos precisa, la de Alejandro Araoz Fraser: Sus ojos que canté amorosamente, / su cuerpo hermoso que adoré constante, / y que vivir me hiciera tan distante / de mí mismo, y huyendo de la gente, / su cabellera de oro reluciente, / la risa de su angélico semblante / que hizo la tierra al cielo semejante, / ¡poco polvo son ya que nada siente! / ¡Y sin embargo vivo todavía! / A ciegas, sin la lumbre que amé tanto, / surca mi nave la extensión vacía… / Aquí termine mi amoroso canto: / seca la fuente está de mi alegría, / mi lira yace convertida en llanto. [20] Para una completa visión de la entrada del petrarquismo en España, léase Manero Sorolla, María del Pilar (1987), Introducción al estudio del petrarquismo en España, Barcelona, PPU, y, de la misma autora (1990), Imágenes petrarquistas en la lírica española del Renacimiento. Repertorio, Barcelona, PPU. [21] Respecto a la irradiación del soneto en la poesía novohispana, véase De Micheli, Alfredo (2007), “Acerca de la influencia petrarquista en España y en la naciente poesía novohispana”, Literatura mexicana, XVIII, 1, págs. 109-116. [22] Véase Quilis (1991: 67-68). [23] En cuanto a cómo conoció Garcilaso a Boscán, véase Bleiberg, Germán (1995:II), introducción a Vega, Garcilaso de la (1995), Poesías completas, Madrid: Alianza. Bibliografía Adam, J. M. (1992). Les textes: types et prototypes. Récit, description, argumentation, explication et dialogue. París: Nathan.
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A propósito de Antesalas del olvido/Conversaciones en Venezia de José Mª Álvarez & Alfredo Rodríguez y Jinetes de luz en la hora oscura de Julio Martínez Mesanza por JUAN LOZANO FELICES En estos tiempos de ataraxia poética, donde es mucha la poesía que se publica y autopublica, en que los libros de la llamada poesía millennial llenan en las librerías el espacio de novedades con sus portadas vistosas, puede escapársenos aquello que tiene carácter esencial y auténtico, la poesía que nos acerca a un ideal de belleza trascendente, la poesía sustantiva que hace caer los velos y las máscaras, la poesía en lo que tiene de carácter iniciático, de «palabra inspirada» a decir de Antonio Colinas, en lo que tiene de verdad antigua enterrada bajo la frivolidad huera e insustancial del mundo moderno. Por ello, no puedo dejar pasar la ocasión de celebrar la aparición, prácticamente simultánea, de dos acontecimientos poéticos de primera magnitud que tienen en común el buen hacer del poeta navarro Alfredo Rodríguez. Dos magníficas lecturas para este verano que se augura caliente, no solo en lo climático. Dos aventuras que nos llevan, en un viaje reflexivo, al misterio mismo del arte y la poesía. Por cierto, el lecarreliano título de esta reseña dual se lo debo a Juan de Dios García. Además de magnífico poeta que cuenta con ocho poemarios publicados, la actividad de Alfredo Rodríguez suele vincularse al papel que ocupa como divulgador y antólogo en la obra de varios poetas fundamentales. Citemos La plenitud consciente (Verbum, 2019), grueso volumen que recopila cronológicamente entrevistas hechas al poeta Antonio Colinas en distintos medios, y la preparación de la necesaria antología poética de Miguel Ángel Velasco Pólvora en el sueño (Chamán, 2018). En la actualidad prepara una antología de poemas ibicencos de Antonio Colinas, con el sugerente título de Los caminos de la isla. Pero si hay un poeta al que Alfredo Rodríguez permanece vinculado por antonomasia es José María Álvarez; de quien, hasta el momento ha preparado dos antologías, una de carácter monográfico dedicada a Venezia, El vaho de Dios (Renacimiento, 2017), y otra general, Puertas de oro (Ars Poetica, 2020). Además, Alfredo Rodríguez ha publicado nada menos que cuatro libros de conversaciones con el poeta novísimo, el último de los cuáles acaba de aparecer con el título Antesalas del olvido/Conversaciones en Venezia (Ulises, 2021). Esta es la primera de las novedades a las que me refería. La segunda, otra necesaria antología de otro poeta fundamental, el madrileño Julio Martínez Mesanza. Luego volveremos sobre él. Los que frecuentamos el caldero literario de Alfredo Rodríguez sabemos de su gran afinidad con Álvarez; cuya obra, en un primer momento, orienta como referente su propia trayectoria poética y vital. Debe considerarse estos libros de conversaciones como una cara más de la poliédrica obra de Álvarez junto a la poesía, la ficción en prosa y su literatura memorialística. Esta última la podemos encontrar en un solo volumen de considerable extensión, bajo el título de La sombra de la memoria (Balduque, 2019) prologado, una vez más, por Alfredo. En estos libros de conversaciones asistimos a una celebración de la cultura y de la inteligencia a través de distintas jornadas y escenarios. En ellas cabe todo. Desde la observación doméstica y lo biográfico a la recomendación de cafeterías o restaurantes, la reflexión sobre determinadas obras de arte o el cálculo en clave política. Por sus páginas hallaremos referencias a Tucídides, a Rilke, a Montaigne, a Shakespeare, a Chateaubriand, a Hume, a Kavafis, a Mozart, a Borges o al Quijote. Si juntásemos los cuatro libros de conversaciones, tendríamos un grueso volumen que superaría en extensión las mil páginas del libro de Conversaciones de Eckermann con Goethe, que quizás sea el modelo sobre el que se asientan estas de Alfredo Rodríguez con el maestro Álvarez. Se podría decir de estas conversaciones, como acertadamente dice Rafael Argullol del libro de Goethe, que es «un cofre lleno de tesoros». Así, hará bien el lector en tener a mano un pequeño cuaderno en el que ir poniendo la cruz en el mapa, como hacían los antiguos piratas para marcar el lugar donde enterraban los tesoros, anotando títulos de libros, poemas, músicas, pinturas o lugares que visitar. A manera casi de gentilhombre, los largos y enriquecedores encuentros de nuestro hombre con Álvarez desde hace una década, sus largos paseos por le Quartier Latin o por Montparnasse se han visto plasmados, hasta ahora, en estos cuatro estupendos libros de conversaciones en los yo resaltaría como características esenciales la espontaneidad, una encantadora complicidad y la dispersión artística e intelectual. La naturalidad en la conversación es otra nota dominante. Aunque los encuentros están pactados a manera de rendezvous, los temas que tratan, variados y variopintos, no lo están. Las acertadas preguntas de Alfredo, hechas al paso de un palacete, un monumento, al evocar una obra de arte, un libro, un poema o al sentarse ambos plácidamente en el Café de Flore del Boulevard Saint-Germain, son fruto de la curiosidad, de la admiración o simplemente del maravilloso placer de conversar, no hay un patrón reconocible. Podemos decir que una cosa lleva a la otra. Aunque en algún momento puedan ofrecer claves de lectura en la obra alvareziana, no mueve a Alfredo Rodríguez en estos volúmenes la intención exegética. Al contrario, las conversaciones transmiten un cierto aire de espontaneidad, de frescura, de desenfado, de camaradería, donde también, como no podía ser de otro modo, abunda la agudeza y la inteligencia. Estas conversaciones transmiten y consiguen llevar al papel la pulsión vital, artística e intelectual del maestro, del poeta, del amigo. Yo diría que es un libro conversado y vivido. Antes de intentar un corolario brillante, recurro a Montaigne, un escritor al que los tres admiramos: «El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi juicio, la conversación. Encuentro su práctica más dulce que cualquier otra actividad de nuestra vida». Otra cuestión que puede sorprender, pero no a los que conocemos el talante y la personalidad de José María Álvarez es, dicho en román paladino, su desparpajo. El cartagenero es, a decir de Rodríguez en el prólogo, «alguien que ya ha alcanzado una edad y un aplomo que le permiten decir lo que le da la gana, en privado y en público». Es cierto, a Álvarez se le han colgado muchas etiquetas, algunas hasta contradictorias, pero nadie podrá achacarle una actitud acomodaticia o transigente. Hace años, durante la presentación en Alicante de su poemario Seek to know no more a cargo de Noelia Illán, le oí hablar ya del fraude de la corrección política como versión posmoderna del marxismo o posmarxismo. Merced a la deformación del lenguaje vivimos ya en un eufemismo continuo. Por ello, en estos tiempos de oscurantismo es tan importante contar con voces disidentes frente a la dictadura del hombre masa, en el sentido orteguiano. Ahora, como he dicho, nos llega esta última entrega. Lo primero que llama la atención es el cambio de escenario, de París a Venezia. Y habrá que preguntarse el porqué. Yo tengo mi propia teoría. Se dice que Venezia no es la ciudad de los que allí nacieron sino de los que regresan a ella. Siempre he pensado en Venezia como la cittá dolente aunque no en el sentido dantesco. Venezia fue la ciudad desde la que Goethe divisó por primera vez el mar, más allá del Lido, desde el campanario de San Marcos; donde lord Byron celebraba fiestas en su palazzo junto al Gran Canal antes de que el fatum lo llevase hasta Grecia; donde Ezra Pound se retiró del mundo; donde descansa Monterverdi en la iglesia de I Frari. Pero también es el lugar donde Wagner marchó para componer el II acto de ese mito de amor y muerte que es Tristán e Isolda, y luego para morir en el Palazzo Vendramin. La góndola fúnebre cruzando el Gran canal, Verdi escribiéndole a Ricordi: «¡Triste, triste, triste... Wagner e morto!» y Luis II cubriendo luctuosamente los pianos de sus castillos alpinos. Venezia tiene un componente crepuscular, de conclusión, de despedida. Se diría que una sombra de fatalidad se cierne sobre ella. Otro poeta que ama Venezia, Luis Antonio de Villena, ha dicho que está «asentada en su belleza y en su fracaso», y que hay una civilità véneta basada en lo decadente, porque Venezia sabe que es una ciudad condenada a muerte, a su hundimiento, pero que «se complace en ello». «Santuario de la religión de la belleza» dijo de ella Proust. Venezia es, ciertamente, una ciudad extraña y más en otoño, época del año en que tuvieron lugar estas conversaciones. Por todo ello, veo esta anunciada última entrega y la elección de la ciudad adriática, como coda con un cierto carácter testamentario. Llegamos así a la segunda novedad objeto de esta doble reseña. Se trata, como se ha adelantado, de la antología poética de Julio Martínez Mesanza, que lleva como título Jinetes de luz en la hora oscura; en cuidada edición de Alfredo Rodríguez para la colección Beatus Ille de la editorial ovetense Ars Poetica, que dirige con gran acierto y gusto el también poeta Ilia Galán. Tan hermoso título está extractado del poema ‘San Luis’, del propio Mesanza: Hay espadas que empuña el entusiasmo y jinetes de luz en la hora oscura. Siempre elegante y refinado, con cierto aire de entrenador de fútbol, Julio Martínez Mesanza nació en 1955. Es filólogo y traductor de Dante, Miguel Ángel, Montale o Moravia. Actualmente es el director del Instituto Cervantes en Tel Aviv; y anteriormente ha ejercido este cargo en ciudades como Estocolmo, Lisboa, Milán y Túnez. El poeta es, cronológicamente, coetáneo del grupo más joven de los posnovísimos, los autores que comienzan a publicar entre mediados y finales de los setenta y ya en los ochenta. Año arriba año abajo, Mesanza es de la misma quinta que Julio Llamazares, Andrés Trapiello, Miguel Más, Luis Martínez de Merlo, Fernando de Villena, o Ángeles Mora... Comienza Mesanza a escribir los primeros poemas de su obra nuclear, Europa, a finales de los años setenta, y ya en forma de libro aparece publicado en 1983 en una edición limitada y aún no definitiva, con una tirada de poco más de cien ejemplares. Luego, en 1986 se reeditaría en la sevillana Renacimiento. Si la primera edición contaba con 15 poemas, la edición posterior ya tenía 46, distribuidos en cinco secciones. Concebido como libro total, a manera de work in progress, ha habido otras ediciones de Europa a las que ha incorporado nuevos poemas de este ciclo que podemos delimitar temporalmente entre 1979 y 1990, aunque aún se publicarán una serie de descartes por la Universidad de Baleares, bajo el título Fragmentos de Europa (1996), éste recomendado para mesanzianos de pro, interesados en el proceso creativo de su obra más icónica. Para contextualizar la aparición de Europa, diremos que, entre el momento fundacional de 1983 y la edición de Renacimiento en 1986, se publican en España poemarios como La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca, La muerte únicamente de Luis Antonio de Villena, Noche más allá de la noche de Antonio Colinas, Música de agua de Jaime Siles, Santuario de Vicente Gallego, La vida fácil de Andrés Trapiello, Después que me miraste de Antonio Carvajal, Tósigo ardento de José María Álvarez, La estancia saqueada de César Antonio Molina, Los vanos mundos de Felipe Benítez Reyes, Canto de la erosión de Jorge Riechmann, Arcana Imperii de Víctor Botas, Elegías de Eloy Sánchez Rosillo, La visita de Safo de Juan Carlos Mestre y El fulgor de José Ángel Valente. Bien, la sola enumeración de estos títulos, incluido Europa, en un espacio temporal tan breve, nos invita a una reflexión. Es un periodo que presenta rasgos no homologables, donde coexisten varias tendencias poéticas, varias concepciones estéticas, desde el culturalismo sesentayochista heredado a su vez de los novísimos a una tendencia más pop, una poética de corte más clásico e incluso una tendencia al neosurrealismo. Pero este será un breve interregno ante el avance hegemónico de la llamada poesía de la experiencia que, en los noventa, viene a hacer tabula rasa sobre toda esa diversidad poética, subsistiendo paralelamente una poesía más o menos minimalista o “poesía del silencio”. No es baladí que, el único poemario unitario publicado por Mesanza durante esa década lleve por título Las trincheras (Renacimiento, 1996). Si Europa es un poemario en cierto sentido luminoso, «matinal» lo ha definido su autor, en Las trincheras encontramos pese a la continuidad temática y simbólica, un giro en el tono, una mirada más desesperanzada y de resistencia. A decir de Mesanza, Las trincheras sería la parte oscura de Europa. Podemos decir que contrasta y a la vez complementa su obra nuclear. Algo que llama la atención en la trayectoria poética de Julio Martínez Mesanza es su escasa obra poética publicada, un poemario por década. No es desde luego esto algo censurable en un poeta donde cada libro es fruto de un periodo de maceración, no sólo del texto. También lo es de búsqueda, reflexión y crecimiento personal. Encontramos en la poesía de Julio Martínez Mesanza, ya desde su tardío inicio, una calidad distintiva, un manejo personal de los recursos poéticos y semánticos, una intensidad original o energía radical que crea un territorio muy personal, casi un estado soberano. Su poética posee un acento épico que cobra cuerpo al ahormarse través del endecasílabo blanco. Martínez Mesanza está al margen de las modas dominantes y convenciones poéticas de su tiempo, quizás por ello no sea suficientemente conocido ni comprendido aunque su último poemario publicado hasta la fecha, Gloria (Rialp, 2017) mereció el Premio Nacional de Poesía. Su poética, yo diría, se encuentra incardinada en el humus espiritual de una idea de la vieja Europa como dique de contención ante la barbarie. Como tentativa de recuperación de una identidad periclitada, heredada del mundo clásico y de honda raíz cristiana. Como referente lejano él mismo ha citado a los clásicos grecolatinos y a la poesía española del Siglo de Oro. Como posibles referentes más inmediatos veo a poetas como Borges, Cirlot y Víctor Botas. Quiero matizar el termino de “poesía épica” que yo mismo acabo de utilizar y del que se ha abusado mucho a la hora de conceptuar la obra de Mesanza. En ningún caso estamos ante una poética triunfalista o heroica, aunque una lectura apresurada pudiera llevarnos a esta representación. Mesanza nos habla de aquellos que morirán, «hermosos e inútiles» en el campo de batalla. Podemos hablar de una épica doliente o de una sintonía épica pero también de una herencia sentimental e histórica, donde la épica deviene una ética de salvación personal. Más que como argumento y muy alejado del ornamento, la temática histórica funciona en Martínez Mesanza como fuente de indagación interior. A través de estos cuadros históricos, no exentos de emoción y dramatismo, encontrará también el lector una destreza inmaculada para crear bellísimas imágenes que entroncan con la tradición mística del siglo áureo e incorporan una multiplicidad de significados y símbolos. Con frecuencia un verso contundente inicial pone en movimiento el poema, resuelto como argumentación lírica de aquel. El jurado que le otorgó el Premio Nacional de Poesía en 2017 argumentó su fallo «por insuflar un aire nuevo a la tradición clásica, avanzando en profundidad en esta nueva entrega poética, plena de belleza formal y sentido de la rebeldía ante el pensamiento único vigente». Al dar forma a esta antología con el título Jinetes de luz en la hora oscura, al volcar de nuevo los poemas sin referencia a su libro de origen, Alfredo Rodríguez lleva a cabo un corpus orgánico nuevo y unitario, de manera que estamos ante un libro de gran intensidad y efervescencia que puede servir de puerta de entrada a su obra. Los que están familiarizados con su poética encontrarán en este libro una magnífica síntesis y nueva ocasión para sorprendernos y emocionarnos con su poesía. Como dice Alfredo Rodríguez, Mesanza «es de esos poetas a los que uno vuelve, los poetas en los que uno va profundizando con los años».
Permítaseme acabar citando de nuevo a Julio Martínez Mesanza, en uno de sus primeros poemas, ‘De amicitia’, perteneciente a su libro fundacional y uno de los cantos más bellos que conozco sobre el preciado don de la amistad que, como no podía ser de otro modo, recoge Alfredo Rodríguez en la antología: Si tuvieses al justo de enemigo, sería la justicia mi enemiga. A tu lado en el campo victorioso y junto a ti estaré cuando el fracaso. Tus palabras tendrán tumba en mi oído. Celebraré el primero tu alegría. Aunque el fraude mi espada no consienta, engañaremos juntos si te place. Saquearemos juntos si lo quieres, aunque mucho la sangre me repugne. Tus rivales ya son rivales míos: mañana el mar inmenso nos espera. Elche, julio de 2021. por ALEJANDRO SÁNCHEZ ROMERO Cormac McCarthy es el mayor escritor español vivo que existe. Cormac McCarthy nació el 20 de julio de 1933 en Providence, Rhode Island, Estados Unidos; pero creció en Knoxville, Tennessee: Cormac McCarthy es el mayor escritor español vivo que existe y muy pocos de los que dejaron de hacerlo (de existir) lo superan. Como todos los españoles en general, y como casi todos los escritores españoles en particular, Cormac McCarthy abjuró de su españolidad; no vio esto de ser español con buenos ojos, no, no... Le costó, en pocas palabras, de la misma manera que a ti y a mí, ¡ay compatriota español, si te contara!, nos cuesta. Y es comprensible, porque ser español es cargar con una cruz. Ser español es sacrificar la juventud y el vigor en pos de El Dorado, finalmente encontrarlo y llorar amargamente al descubrir que no era lo que se esperaba; llorar al descubrir que no somos capaces de adorarlo. Ser español es ser el artifex, el alquimista supremo, y no ser consciente ni de lo uno ni de lo otro. Ser español es Ser, en mayúsculas, sin tener idea alguna de metafísica. Ser español es guerrear contra los opuestos, ganar la contienda en una última y desesperada batalla y llorar, ¡sí, llorar otra vez!, al comprender que ya no queda más por lo que luchar; llorar al tener la certeza de que ahora que hemos vencido solo queda dejarnos vencer y planificar una digna derrota que nos deje lo más cerca posible del puerto del que originariamente zarpamos; puerto al que juramos no volver. Cormac McCarthy, como el más grande de los escritores españoles que aún quedan con vida, abjuró durante la juventud de su españolidad para luego, quizá un poco resabiado y resignado, abrazarla. Pero la vida es resignarse y acabar abrazando a tus adversarios. ¿Qué sería de la vida sin adversarios a los que abrazar en momentos desesperados? Todo viaje comienza como una huida. Acompáñenme a través de la obra literaria de este cristiano viejo que abarca más de medio siglo. Acompáñenme al centro de la españolidad de Cormac McCarthy. 1965, Cormac McCarthy, barruntando el lugar que habría de ocupar en el universo literario pero lejos aún de reconciliarse con su españolidad, ve publicada su primera novela, El guardián del vergel, obra en la que traza toda clase de sombrías, góticas si se quiere, descripciones sobre el amanecer helado durante el duro y trillado invierno castellano; el mismo invierno sin amanecer que en su corazón pretende abandonar: Atajó por el bosque [...] canescente y pálido en el frío brumoso de la primera luz, la hierba seca envainada y tiesa, los peñascos arrebujados de niebla y los cuervos andando patitiesos. O exhibe sin pudor ni complejos el papel de la mujer en el medio rural de una España aún encerrada en sí misma y aterida de espanto ante todo influjo foráneo: La mujer le quitó los zapatos y los calcetines al hombre. Ahora le estaba desabrochando el cinturón, mientras el otro permanecía sentado [...] Ella no paraba de decir imbécil, imbécil, en un tono a la vez impotente y solícito. Tres años después, en 1968, y en la cúspide de su obsesión neurótica (tal obsesión, rayando en lo patológico, daría pie a síntomas similares a lo que Freud en 1894 acuñó como neuropsicosis de defensa), publica su segunda novela, La oscuridad exterior, parábola en la que dos hermanos se adentran por una España poblada de seres embrutecidos que niegan cualquier expresión estética por considerarla antitética de la mera supervivencia a la que todo buen español debe ceñirse y cuyo sistema social, especialmente en lo económico, no dista en demasía del de los primeros asentamientos neolíticos. Hay una parte, cercano el final del libro, en que McCarthy, inspirándose en ‘La curación del endemoniado y la muerte de la piara’ del Evangelio de san Lucas, narra el encuentro de uno de los hermanos protagonistas con un grupo de porquerizos manchegos tan degenerados moral y sexualmente que solo la sociedad actual de entre todas cuantas ha habido en la Historia podría ampararlos. Estos porquerizos manchegos (no sabemos si más porquerizos o más manchegos) son una representación idiosincrática del espíritu indómito español, espíritu que aquí, lejos del romanticismo con que los visitantes allende los Pirineos y la América anglosajona lo describieron, se torna demoníaco; para muestra un botón: El porquero se atusó los bigotes y asintió con la cabeza. Los cerdos son todo un misterio, dijo. ¿Qué podemos saber de ellos? [...] Por allá va mi hermano pequeño Billy [...] Es la primera vez que viene [...] Billy dice que se irá de putas en cuanto vendamos la piara pero yo le he dicho que no tardará en encontrarles gusto a las gorrinas. El porquero volvió la cabeza y enseñó [...] sus dientes de color naranja en una mueca de lasciva imbecilidad. Y más adelante, en la misma escena, ocurre lo que desearía (¿delectación morosa?) que le sucediera a toda la población española: Cerdos y más cerdos cruzaban el paso [...] vio a dos de ellos caer al río entre gritos y torpes piruetas desde treinta metros [...] Como el viento entre la hierba, una nueva oleada de pánico recorrió a los gorrinos hasta que todo un escalón de ellos [...] se precipitó al vacío entre gritos desgarrados. Y aquí los porqueros contemplan el atroz espectáculo convirtiéndose en trasuntos de esas clases dirigentes españolas que en nombre de la bondad y la justicia social agitan a sus masas fanatizadas hasta el éxtasis guerracivilista: [...] los porqueros [...] habían empezado a adoptar expresiones satánicas con sus bastones y ojos desorbitados como si en realidad no fueran pastores de cerdos sino discípulos de las tinieblas venidos para conducir a aquellos pupilos a su destino final. Habiendo entrado de lleno en los cuarenta, década clave en el corazón de los hombres, publica en 1973 su tercera novela, Hijo de Dios, obra en la que, sirviéndose de un inadaptado anacoreta que se autoexcluye de la opresiva y violenta sociedad rural en la que ha tenido a bien nacer, decide ascender yéndose a vivir en soledad a la montaña. Aquí, McCarthy, dejando atrás a su madre, se entrega de lleno a disertar en torno al porqué de lo español y su lugar en el mundo, consciente de la huida pero aún sin asidero al que agarrarse; digamos que ha dicho adiós, sí, ha emprendido la peregrinación, y expedito recorre los caminos de su conciencia recogiendo la basura agolpada a los lados: Al final entró en una sala pequeña con un rayo escueto de luz natural que se colaba por el techo. Solo en ese momento se dio cuenta de que podía haberse pasado otras aperturas al mundo superior sin percatarse. Hendió la mano arriba en la grieta. Araño la suciedad; o haciéndose directamente la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez al mirar uno a uno a los ínclitos miembros de la mesa en una siniestra comida familiar: ¿Cree que la gente de entonces era más miserable que la de hoy? [...] No, contestó. No lo creo. Creo que el hombre sigue siendo el mismo desde el día en que Dios hizo al primero. Pero fue en 1979 cuando llegó la primera de las grandes y consecutivas obras maestras que McCarthy comenzaría a parir desde ese momento con pulso desatado de hierofante a cargo de un millar de neófitos hambrientos, confirmando así a ojos del mundo su genio, Sutree. No es casualidad que Sutree apareciese justo cuando la democracia en España se estaba incoando, pues, con una nostalgia que nada salvo el total restablecimiento de la oscuridad podría apaciguar, McCarthy democratiza sus propios recuerdos, reparte dádivas por igual entre sus ángeles y sus demonios, plantea una mesa de negociación a sus opuestos y halla, en última instancia, la piedra filosofal que lo hará poseedor de un estilo y una obra, ojalá, inmortales; aurum nostrum non est aurum vulgi. El joven Sutree, a la vera del embarcadero del canal de Castilla, en las inmediaciones de la vallisoletana población de Medina de Rioseco, pelecha y sobrevive de manera aparentemente indolente y con muy pocos recursos sin desvelar el porqué de su aislamiento social a tan temprana edad. El remordimiento alojado en su gaznate como una escoria grande de sal; y diez páginas más tarde: Sabor salobre de aflicción en su garganta; pero en las postrimerías del libro, el peso apunta a diluirse: Qué hijo de puta, dijo ella bajando los ojos hacia él, risueña. Risueña no es precisamente la considerada unánimemente como la más grande de sus obras, Meridiano de sangre: Te has perdido en la oscuridad, dijo el viejo. En Meridiano de sangre, McCarthy, más que inspirarse, se empapa del éxtasis con que viajeros y conquistadores españoles en los siglos XVI y XVII derramaron sangre, suerte e ilusiones en la búsqueda... ¿En la búsqueda de qué? En el encuentro consigo mismos en las tierras de América del Norte, mejor dicho; un encuentro que, tratándose de místicos exaltados, de poetas y guerreros, de españoles, en pocas palabras, llevará indefectiblemente aparejadas sangre y violencias solo imaginables para el que convive con ellas a diario; todo, además, proyectado en el escenario idóneo, un escenario que inspiró a los grandes profetas, desde Zoroastro a Mahoma pasando por Jesucristo: el Desierto. En este caso, los desiertos de Texas, Nuevo México, Arizona o California plagados de misiones españolas, de reductos, similares a los castillos de la península ibérica, con los que aguantar los envites tentadores del diablo: De noche las putas le llaman como almas en pena desde la oscuridad. O descripciones que directamente nos remiten a las primeras expediciones españolas en los actuales Estados Unidos, o al famoso cuadro de Frederic Remington inspirado en ellas, ‘Coronado sets out to the north’: Bajo un mediodía deslumbrante atravesaron el páramo como un ejército fantasma, tan pálidos de polvo que parecían sombras de números borrados en una pizarra; o a la impronta española que aún resiste a desvanecerse, que porfía anclada en el corazón del español que un día ansió dejar de serlo: En la arena reseca [...] huesos viejos y restos de vasijas pintadas [...] y grabados en la roca [...] de [...] españoles a caballo con casco y adarga y desdeñosos de la piedra y del silencio y hasta del tiempo. O referencias a la caída de España en las tinieblas neuróticas que impiden que se alce de nuevo altanera y desafiante: Si equivocamos el rumbo, nos daremos de narices con los españoles; o a la labor jesuítica y misionera, como la del padre Kino: Aquella noche pasaron por la misión de San Xavier del Bac, la iglesia solemne y severa a la luz de las estrellas. No ladró un solo perro. Para finalmente concluir disertando sobre la guerra, la única guerra, la gran guerra hacedora de artistas y que un día convirtió a España en la regidora de los destinos de las naciones: Los hombres nacen para jugar. Para nada más [...] Pero ya sea de azar o de excelencia, todo juego aspira a la categoría de guerra [...] Vista así, la guerra es la forma más pura de adivinación. Es poner a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios. Pero McCarthy, no satisfecho aún con lo proclamado, habría de hablar más de la Guerra, Dios y España (ya sé..., ¡ya sé!: son sinónimos), en su siguiente libro, el primero de la denominada Trilogía de la frontera, Todos los hermosos caballos: En el corazón español hay una gran añoranza de libertad, pero solo la suya propia. Un gran amor por la verdad y el honor en todas sus formas, pero no en su sustancia. Y la profunda convicción de que nada puede probarse si no es con sangre. Vírgenes, toros, hombres. En última instancia, el propio Dios. El propio Dios, sí, porque si le quedaba alguna duda a alguien, Dios y Cormac McCarthy son very españoles. Por eso no es de extrañar que en el segundo volumen de la Trilogía, En la frontera, se atreviera a hablar del camino por antonomasia, el que une el más allá con el más acá, tierra y agua, abajo y arriba, la espiral de Arquímedes bajo la Vía Láctea y la advocación de dioses antiguos como Lug o Mercurio.., sí, Cormac McCarthy también se atrevió a hablar del Camino de Santiago: El camino tiene sus propias razones y no hay dos viajeros que las entiendan de la misma manera [...] Tal vez sea verdad que nada está oculto. Pero muchos no quieren ver lo que tienen a la vista. La forma del camino es el camino mismo. No hay otro camino con esa forma más que el único camino. Y todo viaje que empiece a partir de él será completado; pero no contento con lo manifestado, amplía de la siguiente manera cincuenta páginas más adelante: Quizá haya poca justicia en este mundo [...] Pero no por las razones que el sepulturero supone. Se trata más bien de que la imagen del mundo es todo lo que el hombre conoce del mundo, y esta imagen del mundo es peligrosa. Lo que le fue dado para ayudarlo a abrirse paso en el mundo tiene también la facultad de impedirle ver dónde está su verdadero camino. La llave del cielo puede abrirnos también las puertas del infierno [...] Somos dolientes en la oscuridad. Todos nosotros. ¿Entiende, joven? Los que pueden ver y los que no. El que tenga ojos para ver, que lea. Y con nuestros ojos aún obnubilados por tanta clarividencia, asistimos al cierre de la Trilogía, a la cauterización final; así culmina McCarthy lo anteriormente expuesto en las últimas páginas de Ciudades de la llanura: Toda muerte suple a otra muerte. Y puesto que la muerte nos llega a todos el único modo de mitigar el miedo que nos causa es amar a aquel que nos suple. No estamos esperando que se escriba su historia. Pasó por aquí hace mucho tiempo [...] ¿Amas a ese hombre? ¿Harás honor al camino que ha tomado? ¿Querrás escuchar su historia? Y la escuchamos, por supuesto que la escuchamos, pero esta vez sentados en una vieja mecedora y en boca de un excombatiente del bando nacional durante la guerra civil española en la crepuscular y dolorosísima No es país para viejos: No se puede ir a la guerra sin Dios [...] La verdad es que no [...] Esa gente mayor con la que hablo, si les hubieras dicho que en las calles de nuestras ciudades habría gente con el pelo verde y huesos en la nariz hablando un lenguaje que apenas podrías entender, bueno, simplemente no te habrían hecho caso. Pero ¿y si les hubieras dicho que serían sus propios nietos?. Sin lugar a dudas no fue para llegar a esa España por lo que el protagonista de la novela se alistó con diecinueve años en la 3ª Bandera de Falange de Cáceres como alférez provisional y luchó y mató en la batalla del Ebro; pero una página más adelante, e interpelado por el periodista encargado de recoger su testimonio, confiesa: Se me pide que simbolice algo en lo que no creo como creía en otro tiempo. Que crea en algo que quizá ya no aprobaría como hacía antes. Ese es el problema [...] Me he visto obligado a mirarlo otra vez y me he visto obligado a mirarme a mí mismo [...] Si soy más sabio en lo que al mundo respecta ha sido pagando un precio. Un precio elevado. La vida siempre te lleva por caminos raros, inesperados; no está en nuestra mano elegir. Como tampoco lo está en la de los protagonistas, un padre y su hijo, de la última novela de Cormac McCarthy, su mayor éxito comercial, La carretera. En ella, padre e hijo recorren el único camino posible en un mundo devastado por un cataclismo nuclear, una carretera de la cual ignoran su principio y también su final, pero que ellos siguen con la esperanza de alcanzar en algún momento la costa, y en ella, quizá, algo a lo que agarrarse, un nuevo destino hacia el que zarpar; ¿adivinan cuál?: Observaron el barco. Algo menos de veinte metros de eslora [...] Luego le pasó la pistola al chico y [...] empezó a deshacerse el nudo de los zapatos [...] Hacia la mitad del barco el arrufo quedaba justo a flor de agua y se afianzó allí para avanzar hasta el espejo de popa. El acero estaba gris y erosionado por la sal pero pudo distinguir la inscripción en letras doradas. Pájaro de Esperanza. Tenerife; y luego: Pensaba que habían saqueado el barco pero era el mar quien lo había hecho. La Rueda, que ensalza y humilla a todos por igual; pero, no obstante, el padre encuentra el tesoro que guarda el barco venido de las profundidades del tiempo (¿trasunto de los viejos galeones llenos de oro surcando el océano Atlántico?): Debajo de la litera en el segundo compartimento había [...] libros en español esparcidos [...] hinchados y deformados. Un tomo encajado en la rejilla del mamparo delantero. ¿A qué tomo se refiere nuestro ilustre español? Leamos con atención este fragmento de su obra The sunset limited: NEGRO: ¿Cuál diría que es el mejor libro que se ha escrito nunca? BLANCO: No tengo ni idea. NEGRO: Pruebe, hombre. BLANCO: Hay muchísimos libros buenos. NEGRO: Vale, pues elija uno. BLANCO: Tal vez Guerra y paz. ¿Los opuestos luchando entre sí otra vez? Déjenme mostrarles otro fragmento, esta vez perteneciente a su última obra publicada, El consejero; quizá aquí esté la clave: JEFE: [...] Solo sé que el mundo en el que intenta usted enmendar sus errores no es el mundo en el que fueron cometidos [...] La elección se hizo tiempo atrás. Silencio. JEFE: ¿Sigue usted ahí? CONSEJERO: Sí. JEFE: No quisiera disgustarlo, pero a menudo las personas reflexivas comprueban que no tienen los pies en la tierra [...] ¿Conoce la obra de Antonio Machado? CONSEJERO: No, pero el nombre sí me suena. JEFE: Un magnífico poeta [...] Machado era maestro y se casó con una linda joven a la que amaba con locura. Ella murió. Y él se convirtió en un gran poeta. CONSEJERO: Yo no me voy a convertir en un gran poeta. JEFE: Tal vez no. Pero aunque lo consiguiera, de poco le iba a servir. Machado habría dado hasta el último de sus versos por una hora más con su amada. Aquí no hay ley de intercambio, ¿entiende? La pena excede todos los valores. Uno entregaría naciones enteras para quitársela del alma. Y sin embargo no puede comprar nada con ella. Y sin embargo lo que sí podemos hacer es admirarnos de los recovecos, senderos, vueltas que da el alma humana en su continuo peregrinar. Cormac McCarthy no es el primer español que se pierde y encuentra; pero sí el último de una gran estirpe que se remonta al mismísimo Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Como diría el poeta clásico: «Que expulses la naturaleza en la horca y, sin embargo, volverá». Y sin embargo, una vez más. Y sin embargo, a pesar del fracaso humillante que supone sucumbir a la neurosis, quedar derrotado por lo irreal, por las mareas de la Historia o por el qué dirán en otro lugar, no nos queda más remedio que aguantar el golpe y resistir y caminar para algún día devolverlo tan fuerte como nos fue infligido; y así, al menos, aspirar a equilibrar. En su libro Psicología y religión, Carl Gustav Jung, casi al final, dice lo siguiente: «La aventura espiritual de nuestra época consiste en la entrega de la conciencia humana a lo indeterminado e indeterminable». Por eso ahora sabemos con certeza que, si algún día en un sueño profundo vemos a un jinete en la infinita llanura adelantarnos por la derecha y adentrarse en la oscuridad, no es otro que don Cormac McCarthy, que, en busca del lugar adecuado en el que encender un fuego que nos sirva de faro en nuestro ambular, esperará sentado a su alrededor dispuesto a continuar el relato de lo que fuimos, lo que somos y lo que, si Dios quiere, volveremos a ser. *Bonus track: VENDEDOR: En este mundo nada es perfecto. Como diría mi padre. CONSEJERO: Usted es sefardí. VENDEDOR: Lo soy. CONSEJERO: ¿Conoce España? VENDEDOR: Sí. Y ella me conoce a mí. Hubo un tiempo en que pensé que España volvería de la tumba, pero no va a ser así. Todos los países que han expulsado a los judíos han sufrido el mismo destino. CONSEJERO: ¿Cuál? VENDEDOR: Bah, mejor que no se lo cuente.
por ANGELO MEDINA LAFUENTE Detenerse en los Proverbios flamencos (1559) de Pieter Bruegel el Viejo es reparar en lo que tenemos de necedad. A Bruegel le debemos que observó lo concreto, lo cotidiano. A los Proverbios también se lo conoce como El mundo al revés. No obstante, nada hay de eso, es la dirección del mundo lo que vemos ahí. Es lo que tenemos de incorregibles. ***************************************************************************************************************** Karel van Mander, en su Libro de los pintores, considera a Bruegel hijo de campesinos, por el hecho de no tener apellido, y que el pintor usó el nombre de su pueblo natal. Van Mander mencionó que Bruegel nació cerca de Breda, en la aldea de la que tomó su nombre, sin embargo, no existe una aldea con ese nombre cerca de ese lugar, y lo más probable es que en realidad la aldea esté situada cerca de Bois-le-Duc, lugar donde también nació Hieronymus Bosch, El Bosco. Las casas de los campesinos flamencos, aparte de ser un refugio, también servían para almacenar el grano y resguardar al ganado. Las casas de los artesanos se utilizaban como talleres o lugar de venta de lo que hacían. La construcción de las casas de las aldeas, por lo general, era de madera combinado con piedra, y en algunos casos con ladrillo o adobe. Tenían dos pisos, en el inferior, con dos espacios, uno era destinado al taller o a la tienda, y el otro a la cocina y al comedor; en el piso superior estaban los dormitorios. No preocupa que la casa del vecino esté quemándose, mientras alguien pueda calentarse las manos con sus llamas. Sucede en Los proverbios flamencos, detrás de la torre del puente. Erasmo de Rotterdam, en el Enquiridion (1503), escribió: «Ves a tu hermano atacado injustamente, y tu corazón late imperturbable con tal de que tu hacienda esté a salvo. ¿Por qué, pues, no lo siente tu alma? Pues porque está muerta». ***************************************************************************************************************** Bruegel fue un hombre tranquilo, taciturno, hablaba poco, prefería observar. «Una enrolla en la rueca lo que otra hila», Bruegel nos señala el murmullo, el rumor, representados en las dos mujeres detrás del hombre con la capa azul. Similar significado encontramos en el hombre que sopla en el oído, apenas visible, está a oscuras, escondido. «Denigrar» viene del latín denigrare que significa «ennegrecer»; ensombrecer al otro. ***************************************************************************************************************** No hay niños en la aldea de Los proverbios flamencos, y eso refleja un mundo sin remedio, de despropósitos. Un hombre con dos velas. Una la pone a Dios y la otra al diablo. Adulamos y adoramos según convenga. ***************************************************************************************************************** Los días de Bruegel no se singularizaban por la estabilidad. El campesinado iba en aumento y los cultivos sufrían las inclemencias del clima. Acechaban los saqueos, las enfermedades, la miseria. La abundancia en La boda campesina que pintó un año antes de morir es un trampantojo. Los invitados comen sopa, pan, gachas. Uno de los gaiteros se distrae, deja de tocar para ver la comida que se está sirviendo. Tragará saliva, continuará tocando. En Los proverbios se han tirado tartas al tejado. El derroche; pensar en lo sobrante. ***************************************************************************************************************** Los campesinos, después de padecer las pérdidas de sus cosechas, se alimentaban con carne del ganado enfermo, o con hierbas, e incluso con guano. Estas ingestas los dejaban más vulnerables a las enfermedades. En épocas más favorables, se mantenían con lo justo. Las condiciones de trabajo no daban tregua. Los campesinos sufrían por deformaciones en la columna vertebral debido a la postura para arar la tierra. En Los proverbios, un hombre, con los brazos extendidos, el pecho y la cara rendidos caen sobre una mesa rectangular, intenta alcanzar con su mano derecha una hogaza que está al borde de la mesa, en la otra mano ya tiene una entera. «Pasar a duras penas de una hogaza a la otra», refiere la imagen. La hogaza no era un pan propiamente dicho, sino un amasijo de avena y mijo, cocido en una olla con agua y sal. ***************************************************************************************************************** Detrás de él, dos hombres forcejean un objeto, que parece tener poco valor. Uno está sujetándose a un tronco, el otro sentado, a punto de caer para atrás por la acción. «Tirar para quedarse con el extremo más largo». Sacar ventaja; quedarse con la rebanada más grande.
***************************************************************************************************************** En una escena, un puerco forcejea el tapón de un barril; en otra, unos cerdos escapan al campo de trigo, ante la desesperación del campesino que dejó abierta la puerta. Ambas escenas nos hablan de la negligencia. Etimológicamente, negligencia viene del latín negligentia, «la falta de cuidado»; del prefijo nec- (negación), de legere (leer), y de -nt- (el que hace la acción), se forma la palabra negligente (neglegens), eso significa «el que no lee» (nec-legens). ***************************************************************************************************************** En otra parte del cuadro, una rueda es atravesada por un palo. Poner zancadillas al que va por delante, al que intenta aventajarnos. ***************************************************************************************************************** La vida cotidiana para los campesinos era el tiempo que comprendía la salida del Sol, como comienzo del trabajo, y la puesta, marcaba el final. El que golpea su cabeza contra el muro de ladrillos, casi en primer plano, no se da cuenta que lo conseguido con esfuerzo al caer la noche es lo que da sentido. ***************************************************************************************************************** Bruegel, joven campesino flamenco, se trasladó a Amberes para ingresar al taller de Pieter Coecke van Aelst, un seguidor de la escuela italiana, escultor, diseñador de tapices y vidrieras. En su taller, Bruegel aprendió los rudimentos del dibujo y de la perspectiva, además del manejo de la pintura al temple y del grabado. Pocos meses antes de completar su formación, Coecke murió, y tras regresar de Italia, Bruegel tuvo como maestro a Hieronymus Cock, un pintor que vivió despreocupado por la rentable imprenta que tenía, llamada Los cuatro vientos. Bruegel fue completando su formación con el copiado y estampado de grabados. Existía en los talleres una mirada de respeto y admiración por lo que enseñaba el maestro. La pintura de Coecke era distinta a la de Bruegel, y no menos distinta a la de otro discípulo, Nicolas de Neufchâtel, un apreciado retratista flamenco. La formación de ambos discípulos evidencia la versatilidad que tenía Coecke como maestro, y el cuidado para no imponer. Lo contrario a la admiración es la envidia. Envidiar (invidere) significa atravesar al otro con la mirada. En Los proverbios, hay un hombre que reniega del reflejo del Sol en el agua. ***************************************************************************************************************** Aldous Huxley mencionó que Bruegel era un «colorista sutil, dibujante seguro y poderoso, con una capacidad para la composición que le permite ordenar armoniosamente las innumerables figuras que pueblan sus cuadros». Sutileza evidente en el pelaje del gato y la armadura del hombre que intenta poner un cascabel al animal. Concentrado, sujetando un cuchillo con la boca, ata el cordón. La imagen alude a la intención de emprender algo difícil, de destacar. La creencia en ser distintos, únicos, que se manifiesta en engaño. ***************************************************************************************************************** Al fondo, sobre una colina, tres figuras nos recuerdan a La parábola de los ciegos (1568). Estamos ahí, somos como esos ciegos que, intuyendo que van a caer como los que van delante, aun así, con seguridad, continuamos la marcha. Es nuestra necedad la que nos lleva a pensar que no nos sucederá lo mismo que a los demás. ***************************************************************************************************************** En el río se divisa una barca, un hombre vigila la dirección que va tomando la vela. «Estar ojo avizor». Estar atento a cualquier viento en contra que desoriente. Si las aguas se vuelven turbulentas quedará resistir; no será en vano, valdrá la pena. La última pintura de Bruegel, La urraca sobre el cadalso, fue un regalo para su mujer. El único cuadro que quedó de algunos que Bruegel ordenó destruir antes de morir. Bruegel pintó un claro bosque donde bailan unos campesinos junto a una horca en el que posa una urraca. El cuadro alude a la burla de lo que quiere imponerse, del mando. por LEONARDO JOSUÉ ESPINAL Nuestra innata habilidad de concebir y a posteriori crear lo extraordinario nos ha permitido alcanzar logros que van mucho más allá de toda medida existente. Una de esas maravillosas creaciones, que sin lugar a dudas perdurará hasta que la humanidad exhale su último aliento, es perfectamente capaz de encapsular lo mortal en todo su esplendor para así tornarlo eterno e inmarcesible. Llena nuestros corazones con asombro al transmitir las emociones más fervorosas, así como es igualmente capaz de apuñalarnos con los sentimientos más melancólicos, y abarca ambos espectros con tan solo un vistazo, una escucha o una simple lectura. Naturalmente, al encontrarnos con esas obras inspiradoras e inmortales, lo mínimo que podemos hacer es darle su debido reconocimiento a la talentosa mente detrás de cada palabra, trazo y nota musical, pues una gran parte de las personas sumidas en el etéreo mundo del arte lo hacen con la pasiva, o incluso latente, esperanza de llegar a ser merecidamente reconocidos. Y así como existen los afortunados artistas, ya sean escritores, pintores o músicos, que experimentaron la inefable dulzura del aprecio y el éxito en vida, también están aquellos aciagos a los que lamentablemente no les bastó una vida entera de dedicación para llegar a regocijarse en el dulce éxito de sus amadas obras, quienes tristemente representan el amargo epítome de la tragedia artística. En el vasto mundo de la literatura existen muchos célebres escritores que nunca publicaron sus grandes obras en vida, ya sea por falta de recursos o por «la consumada tarifa de la fama» (Dickinson, 1886, 1-2), como la mismísima Emily Dickinson se refirió a ello en su apropiación post mortem del poema ‘No es de cobarde mi alma’ (Brontë, 1846), el cual Dickinson especificó fuese recitado en la víspera de su funeral para así aludir a la preferencia de permanecer en la oscuridad en lugar de atar su escritura a su nombre y a la especificidad histórica de su biografía, con lo cual Franz Kafka hubiese estado en completa concordancia, pues ambos se hicieron con la fama después de la muerte una vez sus amigos y/o familiares publicaron sus escritos, a pesar de que ambos hubiesen deseado lo contrario. Por otro lado, nos encontramos con el escritor, periodista, crítico y poeta Edgar Allan Poe, quien hoy en día es reconocido mundialmente tanto por ser el precursor de la novela policiaca, renovar la novela gótica, y contribuir al género emergente de la ciencia ficción, como por vivir y morir en la desolación de la pobreza absoluta. No fue hasta que su abatido cuerpo sin vida fue descubierto en las calles de Baltimore (Estados Unidos) el 7 de octubre de 1849 que finalmente se volvió digno de recibir la fama que no obtuvo a lo largo de su lúgubre vida, en la cual arduamente trató de ser uno de los primeros escritores en hacer de la escritura un modus vivendi, consecuentemente probando que en aquella época tal cosa era extremadamente difícil incluso para las mentes más prodigiosas. Y por si fuera poco, uno de los admiradores más grandes de Poe, Howard Phillips (H.P) Lovecraft, terminaría por sufrir un destino cruelmente similar. Lovecraft es ampliamente reconocido como uno de los escritores de ciencia ficción más importantes del siglo XX, ya que en dicho género sus mitos de horror cósmico sobre Cthulhu representan lo que la tierra media de J.R.R. Tolkien simboliza para el género de fantasía. Y al igual que su ídolo, este fue incapaz de mantenerse a sí mismo con su escritura, la cual principalmente publicaba en revistas independientes que no generaban muchas ganancias, ateniéndose de los finos hilos de la fama después de caer víctima del cáncer a sus 46 años el 15 de marzo de 1937. Nueva York, Ámsterdam y París son algunas de las maravillosas ciudades en las que se pueden encontrar museos exhibiendo las eternas pinturas de Vincent Van Gogh, lo cual no refleja la triste realidad de los días en los que él aún soñaba con pinturas y pintaba sus sueños, ya que en sus 37 años de vida, Van Gogh solamente logró vender una obra, y hoy en día esta reside en el museo Pushkin de Moscú, Rusia. El éxito y la fama de Van Gogh empezarían a cobrar vida el 29 de julio de 1890, cuando él perecía al lado de su hermano, Theo, después de supuestamente haberse disparado a sí mismo en el pecho con un revólver. Y curiosamente, 140 años antes de su muerte, el 28 de julio de 1750, Johan Sebastian Bach, uno de los compositores más grandes y célebres de la historia de la música occidental, también encontraba su defunción a manos de una enfermedad desconocida después de una vida entera en la que sus más de mil composiciones pasaron desapercibidas. Hasta que en 1829, el compositor Felix Mendelssohn resucitó La pasión según Mateo (Bach, 1729), inspirando a muchos otros artistas a profundizar en el trabajo de Bach, por lo que luego obtuvieron una nueva apreciación por su dominio del contrapunto y la fuga, dos conceptos musicales que son extremadamente difíciles de ejecutar. El hecho de solamente haber denotado la fecha de óbito de todos los desafortunados artistas mencionados anteriormente se debe a que su fallecimiento prevalece como efigie del día en el que finalmente empezaron a existir ante los irreverentes ojos de la historia. Un renacer tan increíblemente curioso como trágico, ya que en el lecho de muerte de aquellos desdichados artistas cuya insomne dedicación nunca fue digna de ser enaltecida y ponderada en vida, es donde yace la auténtica tragedia del arte. Bibliografía
—Digital, L. G. (2018, 13 diciembre). Emily Dickinson, la muerte tiene forma de poema. La Giganta Digital. http://lagigantadigital.es/emily-dickinson-la-muerte-tiene-forma-de-poema/ —Nuwer, R. (2012, 20 agosto). ‘Today We Celebrate the Short, Unhappy Life of H.P. Lovecraft’. Smithsonian Magazine. https://www.smithsonianmag.com/smart-news/today-we-celebrate-the-short-unhappy-life-of-hp-lovecraft-28089970/ —Gavaldà, J. (2019, octubre 7). ‘Edgar Allan Poe, el maestro del terror’. Historia National Geographic. https://historia.nationalgeographic.com.es/a/edgar-allan-poe-maestro-terror_14764 —Lisa, A. (2020, 13 marzo). ‘Artists who found fame after death’. Stacker. https://stacker.com/stories/3986/artists-who-found-fame-after-death —López, A. (2019, 22 marzo). ‘Johann Sebastian Bach, el compositor que cautivó al mundo’. El País. https://elpais.com/cultura/2019/03/21/actualidad/1553148804_091725.html —Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004). Biografia de Vincent van Gogh. En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona (España). Recuperado de https://www.biografiasyvidas.com/biografia/g/gogh.htm el 29 de abril de 2021. por NATALIA CARBAJOSA Recién estrenado el mes de mayo de este 2021 nos ha dejado el poeta que, en la línea de Juan Ramón Jiménez, escribió: Sólo tú, inteligencia, puedes darnos el nombre: Poesía, oh, libertad, oh, libertad inmensa. Jesús Hilario Tundidor (Zamora, 1935 - Madrid, 2021), Premio Adonáis en 1962 por Junto a mi silencio y Premio de la Academia castellano-leonesa de Poesía en 1999, entre otras distinciones, había publicado su poesía completa, Un único día, en 2010. Cinco décadas de entrega absoluta a este género concebido por su autor como «pasión, selección emotiva y acto inteligente». La suya es una obra de gran densidad expresiva y formal, no ajena a las preocupaciones y corrientes de su tiempo —la llamada generación de los 60—aunque urdida desde un criterio estético tan personal que elude la identificación fácil. Aun así, el propio autor se ocupó de dejar señales para una posible clasificación. Tras una obra temprana (Río oscuro, 1960), los títulos Junto a mi silencio (1963), Las hoces y los días (1966), En voz baja (1969) y Pasiono (1972) conforman un primer bloque en absoluto unitario que conjuga versos y estrofas tradicionales con el verso libre y la prosa; imágenes concretas tomadas del paisaje castellano con conceptos abstractos; y poemas diáfanos y sencillos con otros de gran condensación léxica. Lo que permite detectar una continuidad en estos libros, presente ya en sus títulos, es su profundo cariz existencial; una conciencia del ser mortal que vive por momentos angustiado, o en serena pero frágil comunión con los enseres, o cerca del dolor de los demás, en consonancia con la llamada poesía social: Sin esperanza, solo, junto al silencio el hombre alza su voz, aprieta la desesperación de la pregunta. [‘En el silencio’ de Junto a mi silencio] Tanto trabajo, tantas obras en el alfar de la tristeza: cántaros, jarras, potes, tinajas donde el sueño deposita el sonido, donde cae, silencioso, el amor, donde se pierde sin tocar fondo, barro mismo y distante, arcilla poderosa, lo que un día nos puso en fe de vida, en sigilo mortal. [‘Inútil alfarero’ de Pasiono] Con la publicación de Tetraedro en 1978, libro que se acerca en su estructura al ideal que el orden geométrico impone sobre el caos de la existencia, Hilario Tundidor inaugura un ciclo de obras temáticamente diferentes entre sí. Muy a grandes rasgos, sus principales características son: el erotismo en Libro de amor para Salónica (1980); la concepción mítica del tiempo en Repaso de un tiempo inmóvil (1982); la espiritualidad en Mausoleo (1988); la búsqueda de la perfección formal en Construcción de la rosa (1990); la reflexión sobre el acto creativo en Tejedora de azar (1995); la fusión de lo tradicional-popular y lo vanguardista en Las llaves del reino (2000); y el tono onírico y surrealista en Fue (2007).
Con estos títulos, el autor acerca al lenguaje poético, en su impulso irracional —estilo que se ha dado en llamar también “neobarroco”— a los límites de la inteligibilidad. Hilario Tundidor aspira de este modo no a un hermetismo arbitrario sino a una “radicalidad ontológica” que, sin renunciar a la pasión y la emoción, pero evitando su desbordamiento, permite que intuición, pensamiento y experiencia encuentren en el subconsciente, en las asociaciones léxicas inexplicables que éste sugiere, su mejor aliado. Los fragmentos en prosa con los que se abre el sorprendente mundo de Tejedora de azar, con la inteligencia como interlocutora a la vez reconocible y huidiza, así lo atestiguan: Cercado, acosado en el bosque circular del pensamiento. ¡Si tal vez en el sueño también los sueños volasen hoy como un papel perdido por el aire del alma y buscasen pasión, figura, forma! Si acaso tú, que imaginas que el mar se abre de súbito y así extiende sus alas y planea y se ofrece como una inmensa puerta que no está contenida... Pues que de pronto empiezas a saber que es lenta, que es casi torpe la sabiduría. Si acaso tú, si en ti misma pensaras, si pudieras... Tejedora de azar comienza con una invocación a Fray Luis de León en la que Hilario Tundidor contrapone los opuestos espíritu y materia. Esta voluntad de fusión de contrarios le lleva, en Las llaves del reino, a mezclar en armonioso contrapunto la poesía de vanguardia con el paisaje ancestral de sus orígenes: ...Bajo la chepa de los surcos canta la preñez de los granos. Apenas perceptible tiembla el tiempo (...) ...silba un pardal Haciéndose aladrada, limo, espacio, y una tarde inocente mata al día. (...) ...y aún sigue atardeciendo. Eliot invita, Baudelaire señala. Sola es la voz que la amistad mantiene. Y ellos pasan, en paz, por nuestro espíritu. Y ellos pasan, en paz, por esa trocha, por esa senda donde erró la vida, marcas y más, estigmas, hematomas, roderas del dolor, silencio hirviente. ¿Somerset, París, Madrid, Morales de Toro? La tarde cae tranquila como un halda sobre todos nosotros. Hay que nombrar las cosas, si no mueren perdiéndose en el mar, en la marea. Hay que denominarlas e indagarlas. Y vivir. Que ya la noche hace su asomo y muy borrachos vamos a estas horas y por los tesos y las jaras hembras en sombra de Valverde un calandrio es la luz por las encinas. [‘Baudelaire, Claudio y Eliot pasean junto a mí, al atardecer, por la Tierra del Vino’]. Conjurando a Antonio Machado, en otro poema del libro Tetraedro Jesús Hilario Tundidor dejó constancia del don del poeta: aquel que «multiplica el único / instante concedido», ese único día en que fue capaz de convertir medio siglo de dedicación a la poesía: «pues conoce / que su ámbito es la luz y allí es su triunfo». Bienvenido sea el reverbero de esta luz; el rescoldo de la palabra que, a diferencia del cuerpo, no descansa, no se extingue. por FLORENCIA STRAJILEVICH KNOLL En lugar de interrogarse sobre su ser, se interroga sobre su lugar: ¿Dónde estoy?, más bien que ¿Quién soy? Ya que el espacio que preocupa al arrojado, al excluido, jamás es uno, ni homogéneo, ni totalizable, sino esencialmente divisible, plegable, catastrófico. Constructor de territorios, de lenguajes, de obras, el arrojado no cesa de delimitar su universo, cuyos confines fluidos cuestionan constantemente su solidez y lo inducen a empezar de nuevo. Constructor infatigable, el arrojado es un extraviado. Un viajero en una noche de huidizo fin. Tiene el sentido del peligro, de la pérdida que representa el pseudo-objeto que lo atrae, pero no puede dejar de arriesgarse en el mismo momento en que toma distancia de aquél. Y cuanto más se extravía más se salva. (Kristeva, Julia, 1980, p. 16) El viaje... Proceso de conocimiento/autoconocimiento y aprendizaje que lleva a cabo el sujeto que se embarca en la aventura de aprehenderse a sí mismo y al espacio que lo rodea. El eje de la presente exposición toma como base dos novelas, Dr. Jekyll y Mr. Hyde y Alicia en el País de las Maravillas, las cuales ponen en discusión la idea del “creador” como un viajero; un viajero que crea sus propias reglas y leyes en su universo particular, habilitando continuamente un espacio de lo nuevo, lo desconocido, lo extraño y lo desafiante. Tanto Dr. Jekyll como Alicia son dos personajes que, en un contexto de permanente transformación y avances científicos, someten su existencia y, más específicamente, sus cuerpos, a una serie de cambios; aquellos son producto de un enfrentamiento ante los límites impuestos en su contexto socio-político y cultural. La continua rebelión y tensión que mantiene el individuo con la naturaleza, la cual intenta superar, trae como consecuencia una destrucción identitaria fruto de una serie de cambios físicos que acontecen ante el intento de traspasar las barreras de un conocimiento prefijado y calculador que se instala por medio de la razón. Lo racional choca con los deseos ocultos, con esa oscuridad que habita dentro de cada sujeto; hay un afuera, algo que desde el exilio incita a romper las reglas del juego e iniciar el viaje hacia un más allá no asimilable, no nombrable, allí donde “no se es”. En ambas novelas hay una unidad que se rompe, que se fragmenta; esta disociación se materializa y se vuelve palpable, por un lado, en los dos cuerpos que adquiere el Dr. Jekyll, quien, a través de la ingesta de una sustancia, se transforma en Mr. Hyde. Por otro lado, Alicia también sufre transformaciones en su propio cuerpo: aumenta y disminuye de tamaño conforme a los diferentes alimentos que consume. En el caso del Dr. Jekyll hay una profunda ambición, una fuerte soberbia (hybris), que se observa en su afán por ir más allá de los límites preestablecidos por la ciencia y los descubrimientos hechos hasta el momento; esta hybris por parte del protagonista se detecta en otras obras como Fausto o Frankenstein pero, en el caso de la novela de Stevenson, el desafío frente al conocimiento se ve acompañado por una serie de rasgos y deseos arraigados en lo profundo del alma del protagonista que gritan por salir a la superficie. No hay que olvidar que el contexto victoriano es un contexto donde los buenos modales y los comportamientos socialmente aceptados dan cuenta de la clase de persona que es cada miembro de la sociedad: Heredero de una gran fortuna, favorecido además con excelentes dotes, inclinado por naturaleza al trabajo, sensible al respeto de los más sabios y buenos entre mis semejantes, y, por lo tanto, como habría podido suponerse, con todas las garantías de un futuro honorable. Y seguramente el peor de mis defectos fue cierta disposición impaciente y alegre, que ha hecho a la felicidad de muchos, pero que para mí resultó difícil de conciliar con el imperioso deseo de destacarme y mostrar ante el público algo más que una buena compostura común y corriente. Por esto sucedió que oculté mis placeres, y cuando llegué a la edad de mi reflexión, y comencé a mirar a mi alrededor y a evaluar mi progreso y mi posición en el mundo, ya estaba entregado a una profunda duplicidad de vida. (Stevenson, Robert Louis, 1999, p. 81) Lo remarcable de esta cita, primero, es la idea de duplicidad, la idea de que el Dr. Jekyll es un individuo que contiene el bien y el mal dentro suyo. El cambio de apariencia física materializa, corporiza los cambios que sufre su alma, su identidad. El hecho de que por las noches el doctor adquiera otro aspecto representa el lado bestial y monstruoso que lo constituye como persona. Su “maldad” no impide ni es condición excluyente para que, durante el día, sea un sujeto recto y compuesto; sus dos personalidades conviven en una relación de tensión y lucha permanente dentro del Dr. Jekyll y, cuanto más intenta refrenar alguna de sus dos caras, aquella aflora con mayor intensidad. Tal es así que, al final del relato, su perversión y desmesura terminan por destruir su vida, su corporalidad, su profesión y sus vínculos. El “no-yo” rompe con los límites de aquello que se puede considerar el “yo”; lo abyecto tiene lugar desde el momento en que el Dr. Jekyll intenta superar las posibilidades humanas y científicas y, a raíz de ello, explorar un terreno desconocido y siniestro (unheimlich). Los deseos, pasiones e inclinaciones que tiene el protagonista incitan y provocan constantemente el raciocinio humano; lo llevan a apartarse de aquello que se considera “correcto” ante el resto de la sociedad. El control mediante el cálculo, la medición, la previsión y clasificación absolutas que emplea la razón como instrumentos de dominio de la naturaleza humana se ve amenazado por pulsiones, las cuales desestabilizan la identidad y la “integridad” del doctor ante su círculo social; debido a los parámetros de la época y a la imposición de ciertas reglas de conducta, Dr. Jekyll tiene que cambiar de apariencia para que no lo juzguen. Este cuerpo personifica lo indecible, aquello que no puede ser enunciado; una figura excluida y apartada de un universo donde prevalece lo que se considera “aceptable”, no sólo a nivel social sino, también, en relación a la ciencia y al conocimiento. La exclusión, la fragmentación, la desintegración corrompen tanto el cuerpo físico como el cuerpo del conocimiento, al cual se lo considera como unidad orgánica, indivisible e incorruptible; el accionar del protagonista provoca que los límites se desdibujen, que no permanezca una frontera clara entre el adentro y el afuera, entre lo que existe más allá y más acá de la ciencia. Esto último, a su vez, desestabiliza el sistema social, obtura la posibilidad de generar bases sólidas ante los nuevos descubrimientos e información adquiridos y, a la vez, altera el paradigma imperante. Al ir hacia la novela de Lewis Caroll se observa que allí también se construyen nuevas formas de conocimiento, más allá de los sistemas establecidos. Alicia crea un nuevo mundo, se posiciona como una viajera dentro de un universo construido por ella, donde las leyes que lo gobiernan están prefijadas y preestablecidas por medio de su voluntad. Educada en un sistema escolar inscripto en el marco del victorianismo, Alicia es una niña que se encuentra imbuida por los saberes y normas transmitidos durante su escolaridad; el sueño que ella tiene, el País de las Maravillas, puede pensarse como un “no lugar”, un espacio atemporal y alejado de su realidad inmediata y palpable. La oscilación que acontece entre la historia marco y el sueño enmarcado se corrobora tanto, al inicio de la novela, como al final, cuando la hermana de Alicia tiene un sueño que trae a la protagonista de vuelta a la realidad. La caída de Alicia en el agujero puede pensarse como una instancia de pasaje desde un mundo/realidad a otro; un trayecto donde cambia el sistema de comprensión del mundo. Esto conduce a un extrañamiento, a un encuentro de la protagonista con un mundo otro y personajes y construcciones otras. El sistema racional que rige la vida cotidiana de Alicia es diferente de la racionalidad que existe en ese país con el que ella sueña, el cual responde a un sistema de reglas diferente; y este acontecimiento pone en entredicho la noción de identidad. La protagonista se pregunta constantemente quién es, dónde está; sus preguntas funcionan como un intento del lenguaje de dar solvencia a su base identitaria, si bien, por el contrario, Alicia carece de bases en este nuevo mundo. No puede articular respuesta alguna, lo que trae como consecuencia que nunca logra conocerse a sí misma. A su vez, estas incertidumbres, estos cambios, van acompañados por los procesos de crecimiento y empequeñecimiento de su cuerpo lo cual, como en el caso del Dr. Jekyll, materializan las transformaciones que acontecen dentro del alma del personaje. Hay un cortocircuito en la esfera de la comunicación tanto, en el orden de la palabra, como en el plano psíquico-físico, lo cual se reconoce cuando Alicia intenta enviar mensajes a su cuerpo para cambiar su tamaño (a través de la ingesta de sólidos o líquidos) pero no puede alcanzar la proporción adecuada en función del espacio en el que se encuentra. La articulación y fluidez comunicativa se encuentra suspendida, y este proceso acompaña la desarticulación que existe entre la serie de preguntas que formula Alicia para con ella misma y su entorno, y las posibles respuestas que nunca encuentran una vía posible de resolución. Lo que acontece no se corresponde con aquello que Alicia aprendió en la escuela, lo cual permite deducir que el mundo onírico que ella crea rompe con las ataduras y con ese conocimiento único y compacto que caracteriza al contexto de producción de esta obra. Alicia es un sujeto extraño en su propia creación; ella misma personifica el extrañamiento, la exclusión, de acuerdo a un sistema al que por momentos altera y con el que por momentos se armoniza. Esta ambigüedad, esta búsqueda permanente de un significado en todo aquello que rodea al personaje y que forma parte de su constitución y configuración como persona, tiene que ver con el concepto de heterología (Bataille) el cual apela a una construcción continua de sentido que se da través de la inversión del sistema lógico. La caída de Alicia en la madriguera simboliza este proceso de inversión; inversión de las jerarquías, del lenguaje, del propio cuerpo. El proceso de abyección que sufre la protagonista se observa (entre otros aspectos) en los cambios de tamaño que modelan su cuerpo, el cual termina por volverse un cuerpo extraño a semejanza de lo que ocurre con el Dr. Jekyll. Las transformaciones del entorno y lo corporal van de la mano, y las reglas que se quebrantan pueden pensarse como una proyección de la alteración, desestabilización y diseminación del yo interno de Alicia. No existe una única respuesta, no hay una sola forma de conocer y de conocerse, no hay verdades absolutas, y estos cambios corporales permiten pensar un juego de presencias y ausencias que habilitan un espacio inabarcable, indecible, indescifrable, suspendido entre los límites que impone la razón. Día a día, y desde ambos lados de mi inteligencia, el moral y el intelectual, avanzaba con firmeza hacia esa verdad, cuyo descubrimiento parcial me condenaba a tan penoso naufragio: que el hombre no es verdaderamente uno, sino dos. [...] Otros seguirán, otros me superarán, en esa misma línea, y me atrevo a suponer que el hombre será finalmente conocido como una mera comunidad de habitantes múltiples, incongruentes e independientes. (Stevenson, Robert Louis, 1999, pp. 81-82) Tanto Dr. Jekyll como Alicia se presentan como viajeros dentro de sus propias creaciones, en la búsqueda de alguna respuesta o algún escondrijo que permita escapar a los patrones que rigen la vida en su conjunto. Sin embargo, esos espacios secretos, misteriosos y hasta siniestros habitan dentro de cada uno de estos personajes, habilitando la aparición de múltiples personalidades e identidades las cuales, muchas veces, escapan entre sí. No hay certezas, verdades absolutas a partir de las cuales poder controlar la naturaleza interior o exterior; ambas cohabitan y sólo pueden revitalizar el diálogo que mantienen entre sí al crear un ámbito de inquietud constante. Aquello que escapa a la comprensión y que provoca un salto al vacío, puede llevar a la destrucción, pero, a su vez, es lo que permite ir más allá de los márgenes y poder caer en el agujero de la resignificación. ————--
—HOLMES, Richard, La edad de los prodigios, Madrid: Turner, 2012. —JACKSON, Rosmary. Fantasy. Literatura y subversión. Buenos Aires: Catálogos, 1986. —KRISTEVA, Julia. “Sobre la abyección” en Poderes de la perversión. Buenos Aires: Catálogos, 1988. —NEGRONI, María. Museo negro. Buenos Aires: Norma, 1999. —SHATTUCK, Roger, Conocimiento prohibido, Barcelona: Taurus, 1998, cap. 3. —STEVENSON, Robert Louis. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Buenos Aires: Cántaro, 1999. por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN Hay gente que piensa que todo lo interesante ocurrió en el pasado y que a nosotros solo nos queda contemplar los vestigios o la vida ordenada de ese momento que es la historia. Son gente que no tiene capacidad de observación. Todos vivimos momentos que —examinados con atención pero sin énfasis— son apasionantes; lo deberían ser pues forman nuestra vida. Conozco un febril entusiasta de la literatura que puede recitar de memoria las fechas de publicación de casi todas las novelas victorianas. Da gusto hablar con él, porque no se conforma con la simple enumeración propia del memorioso. Él la acompaña de anécdotas: la editorial, las ventas o las reseñas que acompañaron al nuevo libro. Uno saca una idea amplia y amena de lo que son simples datos hoy en día y entonces fueron vida. Los comentarios de los críticos —siempre engola la voz cuando los parafrasea— son un contrapunto mordaz —por lo errado de tantas críticas que, con mucha frecuencia, estaban más cerca de la advertencia profética que de la lectura sagaz. Su conversación —a veces monólogo, pero lo disculpamos los que le acompañamos porque es ameno y es amigo— traza el auge y decadencia de la novela victoriana. Comienza con los Papeles de Pickwick y acaba con Rudyard Kipling y Joseph Conrad —dos escritores excéntricos. Le gusta señalar que Charles Dickens fue el primero y que, quizás por esa razón, añade humorísticamente, es el más importante de esa época. Quizás si Anthony Trollope o Thomas Hardy hubieran espabilado —suele añadir— ahora tendrían más relevancia. De nada sirve que le recordemos que Hardy es uno de los grandes, siempre queda por detrás de Dickens y eso, en parte, es porque no tuvo clara su vocación literaria que se aprecia —siempre añade— en las correcciones innumerables a las que sometió sus novelas, a veces muchos años después de haberlas escrito. Por más que le recuerde nadie que William Thackeray publicó en 1837 —el año de la coronación de la reina Victoria— algo arguye para contrarrestar la temprana entrada de Thackeray en el mundillo literario —a pesar de que en su momento fuera muy apreciado, dice jocoso, pero era un aprecio superficial, propio de los elegantes de entonces. Las hermanas Brontë destacaron desde que publicaron sus primeras novelas, a pesar de tantas novedades entre las que podrían haber naufragado, y también a pesar de no insistir en la publicación, al contrario que muchos que lograron su reputación gracias al empecinamiento editorial. Elizabeth Gaskell es una de ellas —una de las sentimentales, según mi amigo, al contrario que George Eliot, que manejaba las pasiones con frialdad y que solo necesitó cinco novelas para asentar su magisterio, según vio muy bien Lionel Trilling, le apunto; a pesar incluso de Trilling, me replica y recuerda los años en que este fue catedrático en la Universidad de Columbia en Nueva York. Allí hubo un tiempo —los años de la Segunda Guerra Mundial— en que daba clase a soldados que estaban obligados a matricularse en algunas asignaturas para luego embarcar rumbo a Europa. La literatura, por lo visto, era de las elegidas pero no de las amadas, o al menos eso contaba Allen Ginsberg, compañero de aula de los marineros. Trilling —entusiasta— les hablaba de los cinco victorianos y de algunos más y lo único que conseguía era que durmieran en sus clases o que las pasaran mirando al techo. Dickens continuó su imparable carrera, destacándose por varios trancos del resto. Hardy bregaba para no perder el compás, Gaskell iba ocupando ya su puesto en la posteridad, uno bastante rezagado, cercano al de Trollope o al de Thackeray, que aún tuvo repercusión mientras vivió. Los excéntricos, a pesar de su tardía llegada, lograron que los lectores les prestaran atención —quién sabe si por cercanía estética o porque eran algo nuevo y, sobre todo, diferente y un tanto exótico. El fin del imperio se acercaba y el interés por eso que en breve sería pasado, memoria, historia finalmente, aumentaba a finales del siglo XIX. Los escritores veían cómo se colocaban en la sociedad literaria de entonces —o quizás era que el conocido mío, con el horizonte de popa despejado, veía a cada uno como si fueran boyas. Algo similar nos ha ocurrido a los demás —si hemos prestado atención al mundillo literario, una atención que ganaba en emoción si de algún modo uno sentía que formaba parte—, aunque solo fuera como lector. En los años ochenta así lo creía. Era un lector —privilegiado, porque asistía al nacimiento de una nueva era literaria—, al menos así es como lo recuerdo; algo que no es extraño si desde algún suplemento literario anunciaban cada semana un nuevo valor en alza y en las revistas mensuales encontraba largas entrevistas a autores jóvenes o cuestionarios a otros que tampoco eran aún ancianos. Aquellos jóvenes —Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Soledad Puértolas, Cristina Fernández Cubas y tantísimos otros— habían publicado alrededor de los inicios de 1980 —que podía ser a finales de 1970— y, según algunos críticos, luchaban a brazo partido contra los mayores —una lucha desigual, según esos mismos avezados prescriptores, porque los mayores disfrutaban de la gloria y del reconocimiento lector, aunque más bien habría que señalar que en algunos casos los mayores habían ejercido de maestros y amigos, como era el caso de Juan Benet o de Juan García Hortelano. Es verdad que otros venían de provincias y no conocían a nadie en el mundillo, pero eso les importaba poco, creo. Poco a poco, gracias a los suplementos —que ejercieron simultáneamente de fustigadores y padrinos— los mencionados y algunos más fueron situándose. A su alrededor otros daban vueltas en órbitas erráticas o trabajaban a un ritmo distinto: Juan Francisco Satué, Agustín Cerezales, Beatriz Pottecher, Mercedes Abad y algún otro. En provincias había quien intentaba lograr la fama: Miguel Espinosa, Miguel Sánchez Ostiz... De aquel entonces recuerdo una ilusión adolescente —la edad, claro, también la ilusión de ver ante mí el nacimiento de aquel momento extraordinario que, por más que digan y envidien, no ha vuelto a repetirse (a la ilusión me refiero, y a la lectura anárquica y caprichosa de casi todo lo que los nuevos narradores publicaban). La etiqueta “nuevo narrador” precisa de muchas matizaciones, pero sirva por ahora para referirme a los escritores españoles que comenzaban a publicar en la década de 1980. Yo tenía mis preferidos, los que pensaba que alcanzarían la fama, la gloria, el favor del público, sobre todo, los que publicarían unas cuantas grandes novelas cuando la madurez les llegara. Algunos publicaban con regularidad, sin que transcurriera demasiado tiempo entre una y otra —no jugaban a ser James Joyce, por ejemplo— e iban adelantando posiciones, pero otros se distanciaban de una manera que nunca habría imaginado. Hay quien dejó de publicar tras su tercer libro, o acaso caían en editoriales de provincias que no los promocionaban. Nunca he sabido si eso se debía a que habían agotado su caudal imaginativo, si la escritura no era lo que habían imaginado, si todo había sido un dulce juego de juventud que abandonaron al llegar a la madurez... Nunca lo he sabido. Este artículo no es un recuerdo de adolescencia —que ni siquiera a mí me interesa— ni tampoco un análisis sociológico de la fama literaria —el papel de las revistas, la consabida corrupción de los críticos, el gusto caprichoso de los lectores... Es un recuerdo a esos que comenzaron, pero se quedaron en el camino —da igual la razón; los escritores que no encontraron su lugar en el mundillo literario español. La distancia temporal —ahora que vuelvo a pensar en ello después de tantos años— reordena las perspectivas y los ángulos. Algunos de los que creí que podrían llegar muy alto han quedado en la sombra —algunos ni siquiera ahí. Otros vagabundean por el viaducto, al igual que aquel personaje de un cuento veraniego. Unos pocos —no resulta extraño ahora— se han acomodado —merecidamente— en sus sillones aterciopelados —y me alegro por ellos; tantas horas de lectura gozosa acaban, por fortuna, en agradecimiento —a pesar de la fealdad de lo que nos rodea y nos ha rodeado durante tantos años, la miseria nunca se fue del todo, solo rebajó su mal olor. Me equivoqué en mis predicciones; no me quejo, tampoco me extraña, quizás algunos supieron entrever o intuir por dónde iban los tiros. Yo solo fui un lector que esperaba la publicación de la nueva novela de cada uno de ellos —ese ellos no incluye a todos, eran mis ellos, al igual que ahora, reducido el grupo, siguen siéndolo—, aunque unas pocas veces pensé entonces que alguno había abandonado la lectura porque tardaba demasiado en dar su nueva novela a la imprenta. En todos los casos simplemente el intermedio entre una y otra se alargó. Nunca fui capaz de ver quién lo dejaba, nunca ninguna novela me dio la impresión de ser el testamento de ninguno. Solo con el tiempo me di cuenta de que ya no volvían a publicar. He sido fiel a quienes han seguido y de quienes lo dejaron guardo un agradecido recuerdo. Quizás no haya más, quizás como lector nunca necesité nada más. Fue bonito asistir al inicio y consolidación de unas cuantas carreras, y extraño el ver cómo algunas quedaban en suspenso, apagándose el eco sin que lo advirtiese. SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN (Zaragoza, 1968). Ha colaborado en revistas como Lateral, Archipiélago, y actualmente lo hace en Turia y en el El Norte de Castilla, dentro de su suplemento literario “La sombra del ciprés”.
por ENRIQUE A. CONESA Ha llovido mucho jazz y en muy distantes latitudes y longitudes desde que Coleman Hawkins se marcó su solo ‘Picasso’ allá por el 1948, de gira con la Jazz at Philarmonic de Norman Granz hasta que Javier Denis y su Banda Andalusí compuso y ejecutaron en un estudio de grabación de la tierra su ‘Suite de la Merced’, dedicada a este pintor malagueño de la misma Málaga, que diría la Martirio, que era de la misma Huelva. Ha llovido mucho jazz y se han interpuesto, además de unos cuantos husos atlánticos, algo así como unos 72 años, tres cuartos de siglo como quien dice. De todas formas no han sido tantas las ocasiones en las que la pintura o la figura de este pintor de la misma Málaga han podido inspirar a los músicos (a los músicos que lo son, de la pachanga no hablamos). Esto sí, en ocasiones sus pinturas reproducidas fotomecánicamente han servido para iluminar las cubiertas de álbumes fonográficos con composiciones de Falla, de Stravinsky, de Brahms, de Ravel, de Hubbard (Freddie), eligiéndose la pintura y la época o el estilo en función de las estéticas dominantes en las piezas musicales grabadas. Así, para la cubierta del antediluviano Discophon, con dos movimientos por cara de la Sinfonía 1 de Brahms ejecutada por la Filarmónica checa conducida por Karel Ančerl se eligió el tierno ‘Niño con paloma’ de la época azul; para El amor brujo y El sombrero de tres picos de Manuel de Falla, también del catálogo sesentero de Discophon, se reprodujo a una escala reducida sobre un cálido fondo el óleo postcubista ‘Jacqueline mirándose en el espejo’; para el EMI Columbia en el que Otto Klemperer ejecutaba frente a una Philharmonia Orchestra la Sinfonía en tres movimientos y la suite Pulcinella de Stravinsky se reprodujo el lúdico óleo cuasi cubista (post) ‘Los tres músicos’ (su versión con guitarra); para el Bolero de Ravel y otras famosas piezas del francés ejecutadas por Seiji Ozawa frente a la Boston Symphony, un Deutsche Gramophon, se eligió un aguatinta de la serie ‘Tauromaquia’; y para el Atlantic de Freddie Hubbard-İlhan Mimaroğlu/ Sing me a song of songmy —el más conseguido de todos los álbumes con cubiertas picassianas—, el expresionismo tardío de la Una masacre en Corea. Y más cubiertas que a buen seguro que habrá y no conocemos. Por cierto, que para ilustrar la cubierta de unas de las ediciones, ya tardías (1995-Giants of jazz), de la composición-ejecución ‘Picasso’, de Coleman Hawkins, la de 1948, se eligió un lamentable dibujo coloreado en el que se intentaba copiar una parte de una de las versiones picassianas de su ‘Los tres músicos’ junto a un momento de Hawkins soplando su saxo bajo una orla con unas destartaladas mayúsculas que deletreaban ‘PICASSO’, kitch a más no poder. Excusamos su reproducción. Aunque no sea este el tema que nos va a interesar, dejaremos anotado que, aparte de la serie de Matisse, ‘jazz’, pocas veces se ha acertado haciendo por conjugar el jazz con las artes plásticas. Otra excepción sería la reproducción de un cuadro de Jackson Pollock, ‘White light’, de 1954, para ilustrar el seminal disco de Ornette Coleman Free jazz. A collective improvisation, de Atlantic-1960. Todo un acierto, incluida la presentación con su ventana abatible sobre el detalle del óleo reproducido. Pedazo de placa, oiga. Los que la tengan, la conserven. Pero volvamos al Picasso-Jazz theme. En el caso de Hawkins no fue una suite ni tampoco una composición al uso para cuarteto o quinteto o trío, sino un magnífico solo de saxo tenor grabado —y concebido para ser grabado— en 1948. Estaba, a la sazón, el saxofonista de Misuri embarcado en la empresa de Norman Granz, ya saben, su Jazz At The Philarmonic, como oficial primero de aquella primera troupe de filarmónicos en la que llegaron a figurar, a lo largo de sus evoluciones, los nombres más grandes de lo que entonces era el jazz. El jazz de la quinta y sexta décadas; un jazz que se revolvía entre las propuestas más vanguardistas de Charlie Parker, Bud Powell, Charles Mingus, Dizzie Gillespie, Max Roach, por una parte, y otras propuestas más templadas y melódicas que, como las que alentaba Granz y su Philarmonic, estaban destinadas a un público más abierto y tal vez menos intelectualizado y exigente; un público más interracial que acudía a los auditorios a escuchar versiones de estándares, de recreaciones de blues y hasta de canciones populares ejecutadas por solistas de la talla de Hawkins y otros gigantes del momento. Unos gigantes —Ella Fitzgerald, Oscar Peterson, Jimmy Smith, Oscar Peterson, Stan Getz, Roy Eldridge, Illinois Jacquet, entre tantos otros— que a lo largo de las tres décadas 40/50/60 de aquella JATP venían integrados en formaciones, más bien inestables, que recreaban los ambientes festivos y a veces dionisíacos de las jam sessions al cierre de las actuaciones oficiales en clubes y en salas de concierto. El caso es que en ésas andaba Hawkins cuando mandó parar el carro de aquella JATP y, después de una jornada de ensayos y vacilaciones —se habla de un ensayo previo de unas doce horas—, se plantó delante del micrófono para registrar un solo de poco más de cinco minutos que tituló ‘Picasso’. Un solo unos nueve años posterior a aquel otro legendario que ejecutó en 1939 desde los primeros coros de ‘Body and soul’, la canción de Johnny Green (música) y de Heyman, Sour y Eyton (letra), compuesta para la cantante Gertrude Lawrence. Una jazz song que no tardaron en incorporar a sus repertorios otras estrellas de la canción y el entretenimiento, llegando finalmente a los dedos y a la garganta de Louis Armstrong, desde la cual a los repertorios de muchas figuras del jazz de todos los tiempos que han hecho versiones memorables de tal tema. Entre ellas y muy principalmente esta de Coleman Hawkins en 1939 ha sido seguramente la más aclamada y referida ya que con aquel solo seminal, en esta primera ocasión de unos tres minutos, se inició esa suerte jazzística que hoy es todo un rito de esta tradición musical, el del solo del saxo tenor. De aquel mismo solo de tres minutos derivaron los cinco del ‘Picasso’ hawkinsiano, como podrá advertir cualquier amante o aficionado al jazz que no tenga las orejas forradas de pana. Para otros oídos más finos, como los de Joachin E. Berendt, en este último solo, el del ‘Picasso’, podrían apreciarse ecos de una partita de Johan Sebastian Bach para violín, la partita en Re menor. Lo cual, dicho sea de paso y después de las pertinentes audiciones, hemos de decir que resulta bastante acertado, y mucho más habrá de resultarles a aquellos que sean capaces de comparar los pentagramas, entre los cuales no nos encontramos. En la suite de Javier Denis, una suite muy jazzística y coltraniana desde los primeros golpes de baqueta de Carlos González, ‘sir Charles’, sobre los platillos y los primeros pulsos de Baldo Martínez en las cuerdas de su contrabajo, no hemos sabido encontrar ningún momento ‘Hawkins’, lo cual, desde luego, no es ningún defecto, aunque sí que pueda serlo considerando la voz ‘defecto’ desde su raíz (lo que queremos decir es que no está Hawkins ahí). Mas, antes de referirnos a esta suite un poco más en extenso, diremos que el requisito dionisíaco y cordial y melódico y filarmónico que ha de cumplir cualquier composición jazzística para serlo y para no naufragar en el intento está plenamente conseguido. Y es que desde la introducción ‘Amanece’ (amanece sobre la Plaza de la Merced: eso es lo que vemos) el cuarteto andalusí nos agarra de donde sea para no soltarnos hasta el ‘adiós’ con el que concluye la suite. Así, durante los ‘Juegos en la Plaza’ sobrevolados por el batir de las alas de las blancas palomas, recreando un tema juguetón fresco e insinuante que, en un momento indeterminado, da pie a un largo viaje sin retorno; un viaje en el que el saxo tenor esgrime las razones por las cuales ese retorno no hubo de producirse, perfectamente asumidas por los airosos fraseos que dibuja la guitarra-piano de Marcelo Sáenz. Mas a la altura del 6:30 adviene la templada ‘Contemplación’, que no es otra que la de la propia verdad del pintor entrevista por el músico, la cual no tarda en generar una serie de ‘Imágenes’ muy andaluzas y muy hispanas, tanto como en su día lo fueron las del ‘Olé’ coltraniano y, por momentos, las de la ‘fiesta’ de Chick Corea, aunque en las cercanías del un tanto abrupto adiós (queríamos más), se vuelve a un efusivo y desatado Coltrane. Sólo que aquí los que jalean y se dan a la improvisación y al juego melódico son músicos de la Hispania Fecunda, lo cual se nota lo suyo. Vaya que sí. Pero conste que si hemos hablado del Picasso de Hawkins antes de referirnos a la Suite de la Merced de Javier Denis no ha sido con el ánimo de comparar aciertos ni excelencias, por así decirlo, sino para hacer por senti-entender (extensión del ‘senti-pensar’ zubiriano) la pieza del maño malagueño en su contexto histórico o acontecimental. Intento este que con Javier Denis está plenamente justificado desde el momento en que este músico en cuestión, además de ejecutar y componer, es un gran conocedor, por lector y por estudioso, de las tradiciones musicales cercanas a su arte, e igualmente de las razones históricas que las sustentan. Por otra parte hemos de considerar que las miradas del saxofonista de Misuri y las del saxofonista maño-andalusí apuntando hacia la obra de Picasso son difícilmente confundibles desde el momento en el que Hawkins no podía mirar más que hasta el Picasso de 1945, el Picasso de ‘El osario’, una suerte de epílogo de ‘Guernica’-1937; y de esa mirada surgió ese solo sinuoso, introspectivo, a ratos lírico y más romántico que barroco, y siempre monótono en el mejor de los sentidos que musicalmente puede tener este término, mientras que en 2003, que es el año de la Suite de la Merced, compuesta con motivo de la inauguración del Museo Picasso de Málaga, la mirada hacia el pintor podía y debía abarcar la totalidad de su producción, así como la dimensión universal de su obra y de su figura. De tal manera que si en 1946/48 —los años en los que maduró el ‘Picasso’ de Hawkins, con el pintor en activo— esa mirada estaba tintada por los tonos grises y pardos del Osario y de los bodegones del fin de la IIGM y de los aún pregnantes grises y negros de ‘Guernica’, en 2003, medio siglo después, la mirada hacia Picasso desde su Málaga natal no podía tener otros tintes y otros cromatismos que los propios de un homenaje musical a su arte y a su gracia tan andaluces, y a toda su larga, inconmensurable y proteica producción. Y es así que esta Suite lo que celebra es el nacimiento y la primera residencia malagueña del pintor —de la que partió siendo ya pintor, aunque aún no maestro—, la circunstancia de su extrañamiento en otras tierras lejanas a la nuestra —desde La Coruña hasta París—, la eclosión de su arte y la plasmación de las figuras entrañadas que siempre serán las suyas, las del ‘estilo Picasso’ (el toro, la mujer fatal, la madre, la muerte, la violencia, y el surreal sinsentido al que también se acercó con su poesía), y, finalmente, el adiós que pintó en su último autorretrato, el de julio de 1972. Ese mismo ‘adiós’, que hay que ir a Tokio a contemplarlo en vivo, pronunciado por un ya anciano pintor sin estar aún del todo seguro de si se iba mañana o pasado mañana, como así fue que aconteció aquel 8 de abril de 1973 en Mougins.
Así que a cada uno lo suyo: a Coleman Hawkins nuestro aplauso mantenido por haber ensayado in illo tempore ese homenaje más bien austero y monótono, aunque potente e inspirado, al Picasso de las posguerras; y a Javier Denis nuestro aplauso igualmente mantenido y más que merecido por haber compuesto y ejecutado esa suite tan andaluza y tan sentida e inspirada, tan jazzística y tan moderna, tan universal y tan de nuestra tierra para celebrar esta feliz circunstancia: que Pablo Ruiz Picasso, ese indiscutido primer pincel del siglo XX, era de aquí, de la misma Málaga. Por cierto ¿dónde podréis adquirir el CD de la Andalusí Jazz Band de Javier Denis-Suite de la Merced/2003? En ninguna parte. Se hizo para la ocasión una tirada mínima no sé deciros ahora de cuántos ejemplares, y hasta la fecha. por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Got no human grace your eyes without a face. BILLY IDOL Queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí. BRUNO SCHULZ 1 1983, Billy Idol editaba su disco Rebel Yell. Aquí incluía la canción ‘Eyes without a face’, evidente referencia a la película Les yeux sans visage (1959) de Georges Franju. La composición fue escrita a medias por el cantante junto al guitarrista Steve Stevens, colaborador de músicos como Michael Jackson o Robert Palmer. En la letra de la canción, Idol alude (aunque sea de forma indirecta) al filme de Franju y el texto no evita profundizar en el tema de la ausencia de rostro, aspecto que (al igual que el cineasta francés al final de la década anterior) trataría también en los sesenta el escritor japonés Kôbo Abe en su novela El rostro ajeno (1964). Dos años después, este texto de Abe contaría con la adaptación cinematográfica de Hiroshi Teshigahara (Tanin no kao / The face of another, 1966). En la película de Franju puede decirse que la máscara es una suerte de careta neutra que, si transmite algo, es el vacío, un vacío que se puede extrapolar al individuo contemporáneo como ente sin significado, un individuo que se aproxima al maniquí, esa metáfora del alma vacía que (en cierto modo) nos persigue desde el siglo veinte (y a la que se hace alusión con la cita de Bruno Schulz que abre este texto). Esta forma de proceder en relación con la máscara entraría en contradicción con los atributos habituales (o tradicionales) de aquella, puesto que la máscara implica, sin duda alguna, un significado (una identidad de ficción o incluso sagrada) que se implanta al rostro real. Sería, por tanto, una ampliación semántica a la vez que una sustracción de lo real, un simulacro. Aunque, si queremos enredar un tanto la cuestión (algo que no está de más en este asunto), también podríamos prestar atención a unas palabras de Kôbô Abe en su novela El rostro ajeno que dicen: «La postura de infravalorar la cara coincide con la de sobrevalorarla en que ambas son artificiales, así que no se diferencian gran cosa». Teniendo en cuenta las palabras del novelista japonés, el rostro sería también una ficción. La máscara no sería más que otra forma de burlar la realidad (al igual que la cara). Y, si tiramos de etimología, sabemos que la palabra persona significaba (primitivamente) máscara. Así que el juego entre máscara y persona es tan antiguo como el origen de ambas palabras. Por tanto, la persona (su identidad) es una máscara (y aquí no podemos sustraernos a lo que Kôbô Abe nos sugiere). No obstante, si volvemos a la máscara con la que Franju juega en Les yeux sans visage, podría decirse que esta operación sobre la misma, entendida como algo que carece de significado, entroncaría con alguno de los trabajos que el director de cine publicitario Gordon von Steiner ha realizado en los últimos años, así como con la estética propia de los dummys que se emplean en los test de accidentes dentro de la industria automovilística. Una estética que se propaga en nuestra sociedad a través del empleo de los maniquíes que carecen de rasgos faciales (y de los que, más adelante, también hablaremos). 2 La máscara no es un objeto intrascendente (como en cierto modo se quiere hacer ver en la actualidad, como en cierto modo podemos comprobar en diversas manifestaciones sociales y publicitarias hoy en día), sino que incluye toda una serie de significados que varían en virtud de sus orígenes y usos. El hecho de que en la actualidad la máscara pierda esa multiplicidad de sentidos de la que hablamos para convertirse en la metáfora de un individuo vacío (tal y como sucede, por ejemplo, en las imágenes de Gordon von Steiner en alguno de sus trabajos publicitarios) es, como no, otra cosa (aunque, evidentemente, es revelador de la psique colectiva en nuestro tiempo). Nada tiene que ver esta tendencia actual con el carácter de los largometrajes de Franju o Teshigahara antes citados, donde la máscara como forma de subrayar el vacío es, más bien, una suerte de crítica y no un mero dejarse llevar por la inercia de los tiempos a través de esa tendencia contemporánea que subrayaría y enfatizaría la indiferencia del sujeto, su inanidad (de lo que, sin duda, también se congratula y parece hacer fiestas de ello). En este artículo se pretende descifrar el sentido de ciertas máscaras en el presente (sin olvidar tampoco el uso de la máscara como disidencia, resistencia o crítica de la realidad), máscaras del presente (esas que llamaremos vacías) que —en cierto modo— tienden a la homogeneización y que, consecuentemente, codifican el mundo que vivimos compartiendo esa pulsión de uniformización que impregna nuestras vidas. 3 En la ciudad de San Luis Potosí, capital del estado mexicano del mismo nombre, encontramos el Museo Nacional de la Máscara. El valor simbólico y cultural de las máscaras que se pueden ver allí está relacionado con ciertas danzas y festividades, por lo que el carácter ritual de las mismas es incuestionable, algo extensible a todo tipo de máscara que aparece en cualquier civilización, ya sea cuando el hombre adquiere conciencia de sí mismo y hace uso de ella en Egipto o en Grecia, ya sea en la Fiesta del Asno medieval o en el contexto de las tribus de Borneo que pretenden atrapar el espíritu del arroz en sus rituales mágicos y religiosos. Quizás en el mundo en que vivimos, como veremos a continuación, el uso de la máscara tiene otros derroteros (tal y como sucede en los últimos meses con el uso de la mascarilla en los tiempos de una distopía que está siendo televisada e hipercomunicada en un proceso de aceleración de las políticas de control, desconocido hasta ahora o solamente conocido dentro de ámbitos totalitarios a través de la Propaganda). Si pensamos en el significado de la máscara, debemos considerar que la máscara es, básicamente, un simulacro, una suerte de representación a través de la cual un rostro puede reducirse a sus elementos básicos. El uso de ella está condicionado por una serie de significados inherentes a la misma (y dependientes de la cultura que la genera), así como venir determinada por una simbología concreta en las diversas manifestaciones que podemos encontrar en diferentes grupos humanos. Responde, en cierto modo, a unos arquetipos, y en ellas se condensan los miedos y los deseos de un pueblo. Teniendo en cuenta esto, la máscara tiene funciones sociales, rituales y religiosas. En la actualidad la máscara, si bien se encuentra en cierto desuso dentro de las manifestaciones culturales, sobrevive en la obra de determinados creadores relacionados con el mundo del arte, la fotografía e incluso la moda. Una de las utilizaciones de la máscara en el ámbito de la cultura de masas lo encontramos en el caso de algunos largometrajes realizados dentro de la industria cinematográfica estadounidense. Así aparece en Scream (Wes Craven, 1996) y sus secuelas, sobre la cara de Ghostface, el asesino en serie que va eliminando personajes paulatinamente. Aquí la máscara se transforma y se hace mediática como elemento propio de la producción de ficciones en el ámbito del cine de terror. Su función social o ritual se circunscribiría, por tanto, a ese territorio. También la encontramos de una forma mucho más lúdica y lamiendo lo cómico en Le llaman Bodhi (Kathryn Bigelow, 1991). Casi podríamos encontrar una dimensión carnavalesca aquí, pero la falta de profundización en el uso de la misma dentro de esta cinta no llega a ser la propia de ese folclore popular sobre el que profundizara décadas atrás Mijail Bajtín en una obra de referencia en este campo como sería La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. En esta película, protagonizada por Patrick Swayze y Keanu Reeves, encontramos a una banda de atracadores de bancos profesionales que pasan su tiempo libre haciendo surf y que, a la hora de dar sus golpes, emplean máscaras con el rostro de diferentes presidentes de los Estados Unidos de América. La crítica (o análisis) hacia esas figuras de la historia norteamericana (si la hay) es superficial y queda en el ámbito restringido del chiste de naturaleza política, aunque epidérmico, sin ir más allá. Sin embargo, la dimensión (no tan) carnavalesca es plena en el caso de Eyes wide shut de Stanley Kubrick donde las máscaras adquieren un significado y simbología que dentro de este artículo no tiene cabida analizar, debido a las profundas implicaciones que tendría y que ya ha sido tratado de forma magistral en artículos como Vulgus veritatis pessimus interpres, aparecido en la revista Jot Down en 2013 y escrito por Cristian Campos. Tal y como señala Campos en este texto, las máscaras monstruosas presentes en el ritual orgiástico-satánico que encontramos hacia el final de la cinta son unas máscaras venecianas cuya intención es: «(...) ocultar la identidad de los participantes en la orgía de Somerton pero lo que hacen en realidad es mostrar sus verdaderos rostros (...). Las máscaras representan la hipocresía de aquellos que durante el día muestran un rostro respetable pero que al llegar la noche se desprenden de los corsés sociales para llevar a cabo actos de una perversión atroz, incluido el asesinato». Así que la máscara se puede concebir como estrategia de ocultamiento, una forma de esconder la realidad (si bien en el caso de Kubrick, lo que el cineasta pretende es, precisamente, subrayar las bajas pasiones de una cierta élite social, política y económica).
5 La máscara es un elemento recurrente en el teatro africano y, cómo no, en el japonés. Ha sido elemento fundamental en el teatro clásico griego y herramienta habitual en la commedia dell´arte. No tanto tiempo atrás, podemos encontrar algunos ejemplos destacables donde la máscara se emplea de forma habitual en el arte contemporáneo. Sería, por ejemplo, el caso de Chris Cunningham que ha recurrido a ella en diversos videoclips para Aphex Twin (alias de Richard David James). Así sucede en canciones como ‘Come to daddy’ o ‘Window licker’ donde una serie de personajes aparecen con la cara del músico británico, dotando a la imagen de James de un carácter clónico y, si cabe, industrial, en serie. En el primer caso, Richard David James aparece en escena rodeado de un grupo de individuos que, a modo de seres clónicos, deambulan por un barrio periférico inglés. Resulta inquietante la homogeneización de los rostros que aquí encontramos (una homogeneización equiparable a las construcciones propias de los suburbios donde se desarrolla el videoclip que pueden recordarnos a la novela Sida mental de Lionel Tran), más aún si pensamos que esos individuos son niños que llevan una máscara del músico y que les acerca a la naturaleza inquietante de los pequeños infantes que aparecían en el largometraje El pueblo de los malditos de Wolf Rilla, cinta basada en una novela de John Wyndham (The day of the triffids). Si en el ejemplo anterior (‘Come to daddy’) encontramos una historia que se desarrolla en la periferia como espacio de alienación y que se ilustra a través de la arquitectura suburbial y mediante la selección de una máscara que convierte en clones a la masa de personajes que siguen a Richard D. James, en el caso de ‘Window licker’ Cunningham adopta una estrategia semejante ubicando esta ficción de videoclip en una suerte de paraíso simulado en una ciudad con playa que bien podría ser Miami (o algún lugar semejante). Los sujetos clónicos (e indiferenciables) que aquí encontramos son una serie de modelos en bikini que llevan la máscara esperpéntica de Richard D. James. La actuación de estos personajes se configura a modo de aquelarre absurdo y pseudotropical que, por su dinamismo y frenesí, parece una antítesis de las piezas de Vanessa Beecroft donde una serie de modelos perfectas se abandonan al estatismo (y al esteticismo) en performances artísticas de dudosa coherencia intelectual (más cercanas al peep show grupal). Pero, queridos y queridas, el cuerpo y la identidad son tótems intocables dentro del ámbito cultural en los tiempos que corren: paradigmas sobre los que reflexionar y no discrepar (en modo alguno), dogmas intocables. Retomemos a Cunningham. En el vídeo de este autor la posible pulsión sexual que despertarían las modelos en bañador, tan semejantes a la objetualización de aquellas que aparecerían en suplementos de baño de Vogue o Cosmopolitan (o en las páginas de Playboy), queda refrenada y mitigada por el carácter monstruoso de las máscaras que, en realidad, tienen como objetivo hacer ver al espectador el carácter grotesco y alienante de la fetichización del cuerpo femenino como reclamo sexual o como modelo físico a imitar dentro de nuestra sociedad (algo que, desde mi punto de vista, no consigue Beecroft en sus performances: ejercicios de superficialidad y homogeneización). Tampoco puede olvidarse en el trabajo de Cunningham que la máscara, en su carácter clónico y serial, no deja de sugerirnos una realidad monstruosa quizás, precisamente, por la imposibilidad de diferenciar una modelo de otra. 6 Próximo a Cunnigham encontramos a Paul McCarthy. Sin duda alguna, la obra de este último ha tenido que influir en Cunnigham a la hora de trabajar con máscaras. Hay en sendos artistas un componente obsceno y violento que perturba (y desequilibra al receptor). Entre ambos se da una afinidad en el gusto por el feísmo y lo cínico que hace de sus trabajos una experiencia delirante e incluso cómica, satírica, algo que no puede ser mera coincidencia y que lleva lo carnavalesco al extremo y lo revitaliza oponiéndolo a un contexto (el que vivimos) de hueca sofisticación y buenas intenciones en el ámbito de la creación visual (ya sea en redes sociales o en las mercancías que la industria del arte distribuye como paradigmas estéticos). En el caso de McCarthy encontramos una extraña y seductora inclinación hacia la recreación de la realidad, jugando con las máscaras y haciéndolo con el fin de subrayar los aspectos negativos que anidan en la psique del individuo. McCarthy dispone de forma recurrente una serie de personajes que, mediante la implantación de la máscara, enfatizan los instintos más bajos del ser humano. Este artista norteamericano entiende al hombre como monstruo y dispone ante nosotros un baile de máscaras donde la (supuesta o verdadera) identidad del individuo queda expuesta en primer plano (del mismo modo en que Kubrick emplea las máscaras en Eyes wide shut). Somos monstruos (parece decirnos McCarthy) que pululan por la vida: es el artista británico quien se encarga de recordarnos en todo momento ese concepto, incluso reinterpretando en sus vídeos y fotografías cuentos populares occidentales que, originalmente, ponen el acento en la bondad y que, por lo general, abundan en el final feliz. En tales adaptaciones su autor, obviamente, emplea máscaras con intenciones diametralmente opuestas. Así que McCarthy dinamita las certezas, las convenciones que han construido esos mitos populares (e imperecederos). Manipula (por ejemplo) a Heidi o establece mutaciones en Blancanieves e incluso borra su propia cara con ketchup en una suerte de evocación de la violencia y de la sangre sin perder el sentido del humor en su trabajo, sin perder de vista la deconstrucción del rostro (o, si cabe, su destrucción metafórica en un acto que, aquí sí, deviene ritual, exorcización). El caso de McCarthy se caracteriza, consecuentemente, por la desmitificación de cualquier fábula, narración o artefacto cultural (o político) que sea asumido como paradigma o como norma por la masa de consumidores de ficciones o noticias, por la fábula control que nos dice qué pensar, qué sentir. Tal sería el caso, en relación con el tratamiento de la información o de algunos de sus trabajos en torno a la figura de George W. Bush.
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La vuelta de tuerca a todo esto (o el paso adelante con intención crítica) la encontramos en la portada y las diferentes imágenes que acompañan el álbum Music has the right to children (1998) de la banda de música electrónica Boards of Canada (responsables también del diseño de arte del disco) donde las personas representadas no cuentan ni siquiera con una máscara: más bien el rostro se convierte en desierto (desolado y desolador). Aquí las personas aparecen representadas sin rasgos, sin ojos, nada: una masa en blanco que se corresponde con la cara y que está cerca de la imagen del dummy a la que ya hicimos referencia y que, tal y como avanzamos antes, se emplea en los tests de accidentes para automóviles. Sin duda alguna, el dummy (su estética, su apariencia) responde al paradigma que se busca dentro de nuestro tiempo. Un objeto (que sustituye a la persona) y que, en virtud de la industria automovilística (o sea el capital), está diseñado para recibir golpes. Al igual que ocurre, dentro del marco de las naciones occidentales, con la población de determinados países como España y Grecia, que (durante la crisis financiera de 2008) se convirtieron en seres de laboratorio (a modo de conejillos de indias) con el fin de conocer cuál era la capacidad de aguante del individuo en una sociedad capitalista como la nuestra. Es decir: una forma de calibrar la condición de dummy del conjunto de una sociedad. Curiosamente, cada vez más, encontramos en los escaparates de diversos centros comerciales o tiendas de moda maniquíes en los que los rasgos del rostro desaparecen en una suerte de homogeneización de los mismos, convirtiéndose en meras formas antropomórficas sin ningún tipo de identidad, figuras que imitan al hombre pero que no son el hombre (al igual que las modelos de Gordon von Steiner: menos humanas que humanas). Básicamente esta estrategia gira en torno a lo que busca el capitalismo: la tendencia a unificar al individuo como un mero receptor de mensajes publicitarios y, en definitiva, consumidor de objetos marcados por el ritmo vacuo y vertiginoso de la moda y las tendencias (o el aliento letárgico de las redes sociales). De ahí que Gordon von Steiner, a diferencia de Cunnigham o McCarthy (que pretenden establecer alegorías macabras de los monstruos que pueblan nuestra realidad) se convierta (flotando dentro de un esteticismo decadente) en una de las herramientas que la propaganda global (que opera en niveles inconscientes) emplea como estrategia de alienación perfecta y que enfatiza (o subraya) esa metáfora del individuo vacío, sin alma, que el capitalismo contemporáneo demanda a través de una estética hipnótica, perturbadora, de seducción masiva que hacia el futuro mira (face the future) y que, en cierto modo, construye la cara del porvenir. Ese porvenir que (desafortunadamente) se ha hecho tangible en los últimos tiempos: la mascarilla que nos ponemos y de la que hacemos uso día a día es (precisamente) consecuencia de la cultura (o la sociedad) que la genera, de un sistema que tiende hacia la homogeneización y que articula o inocula la absoluta falta de significado del individuo, un individuo que se configura como sujeto-masa a través de la sofisticada (y biosanitaria) eliminación de la expresión (de unos labios que bien podrían sonreírnos: tal vez besarnos). Las cosas no tienen lugar debido a un plan articulado previamente: las cosas (sencillamente) ocurren como traducción de una superestructura que demanda símbolos (y que, queramos o no, nos hipnotiza). A diferencia de la máscara, la mascarilla deviene (en consecuencia) organismo de control, un virus que solamente puede habitar en el cuerpo del huésped que lo acoge: el virus solamente es capaz de (sobre)vivir en tales circunstancias y, en este caso, lo hace en nuestros rostros que se configuran como lienzos del Grupo de Dominación y Control, del Sistema Económico, Social y Moral vigente. Todos somos (por fin) dummies. por ANGELO MEDINA LAFUENTE PROXIMIDAD Las pinturas de interiores de los maestros holandeses del siglo XVII fija-ron poéticamente la cotidianidad, no pintaron los grandes acontecimientos, las mitologías, retrataron otra historia. Un universo que habitaba entre las paredes, los objetos y la intimidad de los quehaceres hogareños. «Objetos inmortales, pero que no nos sirven», escribe Adam Zagajewski en un poema dedicado a los pintores holandeses. Esos «objetos inmortales» son pintados con la más detallada maestría y cuidado. La lechera de Vermeer, que pintó hacia 1660, es una joven en una habitación, los objetos que la acompañan proponen cercanía. El blanco y los tonos grises del espacio, el azul del delantal de la joven, los detalles de su corpiño, el cromatismo de amarillo y ocre o el rojo del vestido son concordantes con los colores de los objetos, desde el verde azulado del mantel, el azul de la jarra de cerámica y del paño que cuelgan de la mesa, la cerámica rojiza del cántaro de leche, hasta la escudilla marrón, sugieren proximidad. La pared no es una superficie lisa, tiene pequeñas roturas, manchas, agujeros de clavos, partes desconchadas. La maestría de Vermeer es evidente en el detallado cántaro de cerámica azul, los panes de la cesta y los trozos de pan que yacen sobre la mesa. Quedemos con esos pedazos, con esas migas, antaño se creía que tirarlas al suelo era de mal augurio, en nuestros días, son sobras. No existe una leyenda o alegoría en La lechera del pintor de Delft, la casa rústica y modesta en la que habita la joven es la representación de lo cotidiano: sólo está vertiendo leche. El alimento necesario para la firmeza. Cuando el alimento escasea somos vulnerables a la caída del cuerpo y del espíritu. Ningún «objeto inmortal» pasa de largo Vermeer, se detiene, trabaja en él, aunque su plano pictórico en apariencia no tenga tanta relevancia. Lo evidenciamos en la cesta de mercado que cuelga en la penumbra de la esquina de la pared, al fondo. Del mismo modo, el calientapiés que se deja ver detrás de la joven. Ese pequeño hornillo lleno de carbones se conocía con el nombre de mignon des dames, el «mimado de las damas», que las mujeres usaban durante la época de frío bajo las faldas. En algunos cuadros y textos del siglo XVII era un símbolo de lujuria en la mujer. Pero, en este caso, el hornillo no es un emblema, «¿misterio? No hay misterio alguno, | sólo el azul del cielo hospitalario | e intranquilo como gritos de gaviotas», responde Zagajewski. El hornillo nos avisa de lo que hará la joven después de verter la leche, el mignon des dames ya está listo, será para ella misma o quizá lo lleve a la señora de la casa. Los interiores holandeses acogen, en algunos casos, una retórica moralizante, «el mantel huele a moral y almidón», escribe Zagajewski. En la pintura Caballero y dama tomando vino, de Vermeer, con un suelo ajedrezado como las obras de Pieter de Hooch, un hombre le sirve vino a una joven, ella bebe, mientras él sostiene con la mano el asa de la jarra, atento a que acabe para ofrecerle más vino. Reposa en la silla un laúd y partituras sobre la mesa cubierta con un tapiz persa, quizás acabó la lección de música y descansan. La ventana semiabierta de la habitación tiene un cuadrilóbulo, una representación de la templanza. En el libro de emblemas realizado por Gabriel Rollenhangen en 1611 titulado Nucleus Emblematum, hay una mujer sosteniendo una escuadra, simbolizando el obrar recto, y una brida, que viene a ser la represión de los afectos, la inscripción del emblema dice: Serra modum, «Conserva la templanza». La ventana está de frente a la mirada de la joven, recordándole que debe atenerse a la templanza. La seducción mediante el vino acompañada de música era un motivo recurrente en las obras del XVII. Una mujer tomando vino era en aquellos tiempos como una encarnación del vicio, la opinión del pedagogo popular Jacob Cats era que se debería prohibir que las mujeres beban vino. En algunos casos, no era vino, había otra bebida que se conocía como «filtro de amor» o la «pócima de galán». Un brebaje citado en los escritos de medicina del siglo XVII, que se obtiene, según Jan Baptista van Helmont, de una «efervescencia del bálsamo natural de la vida». Del mismo modo, en las escenas musicales, se presenciaba esa dicotomía entre la templanza y la desmesura. En Mujer de pie tocando el virginal, también obra del pintor de Delft, tiene un recurso técnico que se conocía como el «cuadro dentro del cuadro». En este caso, en la pared de la habitación, hay un Cupido mostrando un naipe. El instrumento que toca la mujer, el virginal, era propio de las muchachas, de las doncellas. «El nombre de algunos instrumentos musicales sugiere, aun antes de escucharlos, una evocación, un añadido a su poética», escribe Ramón Andrés en su libro El luthier de Delft. Ese Cupido, obra de Cesar van Everdingen, puede tener dos opciones: o pone en cuestión irónicamente la virginidad de la joven o es un emblema de la fidelidad. En el libro citado de Gabriel Rollenhangen hay un «amorcillo» con un laúd. Pintar a mujeres jóvenes tocando el virginal era muy usual en los Países Bajos desde la segunda mitad del siglo XVI. Esas habitaciones bellamente iluminadas, de suelos ajedrezados, mesas cubiertas con manteles persas, paredes con mapas que daban signo de una sabiduría humanística o definían las situaciones políticas, guardan un íntimo sonido. Un sonido de escucha atenta. Seguramente las músicas de William Byrd, las de John Bull y Orlando Gibbons formaban parte del repertorio y las lecciones de música de las jóvenes de Vermeer. Esas partituras eran de maestros ingleses que los Países Bajos acogieron cálidamente, y con el mismo recibimiento a los maestros alemanes y franceses, como Jacob Froberger y Louis Couperin. «La música hace posible los encuentros», menciona Ramón Andrés, así como la casa. No solamente los instrumentos de teclas estaban en las pinturas holandesas, también acompañaban la viola da gamba, el laúd, la tiorba, la guitarra barroca. Instrumentos de sonido delicado, evocador, nada ostentoso. NO OCUPAR, HABITAR «Les gustaba habitar. | Y lo habitaban todo», continúa en su poema Zagajewski. Heidegger en Construir, habitar, pensar menciona la relación de construir con habitar. El verbo alemán bauen, que corresponde a construir, significa habitar, originariamente, y asimismo, abrigar y cuidar. Además, aclara que construir, en el sentido de abrigar y cuidar no es ningún producir. Y añade: «El construir como el habitar, es decir, estar en la tierra, para la experiencia cotidiana del ser humano es desde siempre, como lo dice tan bellamente la lengua, “lo habitual”». El rasgo fundamental del habitar es el cuidar (mirar por). El habitar, el residir en la tierra, bajo el cielo, es el sentido del ser humano. Abrigar y cuidar a los demás, porque pertenecemos a una comunidad. Los espacios cotidianos, los quehaceres caseros de las pinturas holandesas evocan un retorno a la cotidianidad, un habitar cuidando y acompañando. El filósofo español Josep Maria Esquirol en su libro La resistencia íntima menciona que «nuestro existir es un permanecer en la proximidad, cuidando más que dominando. Acompañar y cuidar son expresiones de la proximidad, y ésta a su vez, resulta ser el carácter más distintivo de la cotidianidad». EL OFICIO Adam Zagajewski: «las escobas descansaban tras el trabajo a consciencia». Las figuras de las obras holandesas no tenían jerarquizaciones, los maestros ejercían el mismo cuidado en un rostro como en una cesta. Gerrit Dou, el primer discípulo de Rembrandt, que vivió en Leiden y fundó allí la escuela Fijnschilder, «pintores finos», que en lo sucesivo se consideraría la especialidad de Leiden, se dice que necesitaba tres días para terminar de pintar un palo de escoba apenas más grande que una uña. Ese cuidado en el detalle le heredó a su discípulo Pieter Cornelisz van Slingelandt, que dedicaba tres o cuatro días a pequeños detalles, como el labrado de un cuello. Conocían la espera, el demorarse, «el trabajo a consciencia», es decir, el trabajo artesanal, la cercanía con los materiales. Los artesanos del color preparaban sus propios pinceles, molían los colores, preparaban la tabla; el mismo cuidado tenían los constructores de instrumentos musicales, los luthiers, sentían las maderas, probaban su resistencia y flexibilidad; y no menos cuidado tenían los artesanos del sonido que construían catedrales contrapuntísticas donde habita un mundo del sentir próximo. El trabajo, el oficio artesanal implicaba proximidad, dedicación, sentido. Las herramientas utilizadas como sierras, gubias, garlopas, los tarros que contenían aceites, barnices, colas naturales que se hacían hirviendo huesos, pezuñas y piel de animales, o la «cola de Flandes» que se elaboraba juntando los huesos de cabra y oveja, en esos materiales estaba impregnado el oficio de los maestros anteriores. Un aroma que se combinaba también, con lo que se cocinaba en la trastienda, el olor, los vapores de la sopa se juntaban con el vapor de linaza o con la trementina. «NUESTRO RINCÓN DEL MUNDO» En los interiores holandeses no existía aquello que hoy conocemos como comodidad. En el lugar que se escogía para preparar el alimento, se podía dormir; el sitio donde se compartía lo cocinado podía servir para descuartizar a los animales; los desvanes, alacenas, eran fácilmente el espacio para las herramientas del artesano. En esas casas se atestigua lo que John Burroughs escribió: «El espacio interior en su totalidad no es más que un fondo para la forma humana». No eran postales lo que pintaban los maestros holandeses, sino, un espacio donde se moldeaba la condición humana. Un rincón para pensar el mundo. El «universo de la casa» que menciona Gaston Bachelard fue lo que pintaron los maestros holandeses, en cada figura, objeto, instrumento musical, herramienta, está el rincón de un mundo que no tenía la intención de convertirse en una idea, en un sistema o en una doctrina, menos aún en ideología, solamente transcurría, fluía, como la leche que vierte la joven de Vermeer. Escribir una carta, tocar el virginal, leer, tañer un laúd, pelar una fruta, era estar en la marginalidad, resistir a lo de afuera. En las casas holandesas del XVII se resiste desde el espacio cotidiano, desde lo casero. Estar al margen, no es huir, es estar en vigilia, no ceder. Adam Zagajewski cierra su poema: Pintores holandeses, decid, ¿qué pasará al pelar la manzana, cuando falte la seda, cuando todos los colores sean fríos? Decidnos, ¿qué es la oscuridad? Frutas a medio pelar, platos con restos de comida, utensilios, una escoba, aquella que pintó Gerrit Dou, los libros antiguos de los bodegones de Jan Davidsz de Heem, la bella viola da gamba y el laúd de Frans van Mieris, el niño que enseña a bailar al gato y el buen humor de las habitaciones de los cuadros de Jan Steen, los suelos con baldosas negras y blancas, las tiorbistas de Gerard Terborch, son los protagonistas de las casas holandesas, y recordando a Zagajewski, no ocupan un espacio, lo habitan, «y lo habitaban todo». Ramón Andrés refuta a Hegel, cuando el filósofo alemán en sus Lecciones sobre la estética sostiene que los maestros holandeses pintaron los «domingos de la vida». Hegel se equivocó. Los interiores holandeses desvelan un mundo a partir de lo cotidiano, «actúan y viven en el gesto de las tareas sencillas», argumenta el escritor español, es un estar. Pensar a partir del retorno a lo cotidiano.
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