por ANTONIO COSTA GÓMEZ Nadie puede estar en Cuernavaca sin acordarse de Bajo el volcán de Malcom Lowry, de ese cónsul que está perdido en sus alucines y sus delirios, que está en Méjico bajo el volcán como en el último círculo del infierno en el sentido de intensidad, que encuentra reunidos en México de modo agónico todos los secretos de la vida, y quiere perderse en ellos sin paliativos, y en un momento dado se ve perdido en un tiovivo y unas máscaras de carnaval como si todos los demonios lo rodearan, y que acaba muerto al salir de la taberna como si fuera una especie de mártir, mientras su mujer trata de encontrarse con él inútilmente, y su hermano se pierde en todas las angustias de la decepción, el fallarse a sí mismo, el no ser fiel a sus ideas, el ser un extranjero para sí mismo. Es una de las lecturas mas infernales y apasionantes y vertiginosas que pueden hacerse y tenía que concebirse en México en mitad de los volcanes y los dioses y las parafernalias de la muerte y de la imaginación. Pero también Lowry habla de Centroamérica en Escúchanos, señor, desde el cielo, tu morada, un trozo de una oración que hacen los pescadores de su natal isla de Man. En este libro hay varias narraciones, donde vagabundea entre los fantasmas de la literatura y de la vida, y entre ellas está ‘Por el canal de Panamá’, donde cuenta un viaje en barco desde Vancouver hasta Europa pasando por el canal de Panamá, cuando ya es famoso y ha publicado Bajo el volcán y está escribiendo Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, y lo acompaña su mujer cubierta de pulseras mejicanas, y habla de las angustias del mar y de las olas de la literatura, y ve ballenas y un barco ruso en llamas le recuerda a Joseph Conrad y mira las costas volcánicas de El Salvador, y exclama sobre las convulsiones de Centroamérica que lo espantan y lo fascinan: «Malditas sean todas las repúblicas centroamericanas con su corrupción, su lindura, sus dictadores, sus mordidas, sus turistas, sus revoluciones tontas, sus volcanes, su historia y su calor». No lejos de Cuernavaca, al lado de Guadalajara, otro visionario, David Herbert Lawrence, mientras miraba el lago Chalapa, engendró La serpiente emplumada, donde canta una especie de himno desenfrenado a la vida volcánica, a la que no hay nadie que pare, un regreso a las raíces mitológicas y sangrientas, poniendo como símbolo a Quetacoatl, la serpiente emplumada de todo el impulso cósmico que la industria y la ciencia modernas y la civilización occidental quieren parar, regresando más allá del cristianismo, en una especie de hermandad de seres que quieren la energía y la fuerza alucinadas, una sociedad secreta de adoradores de la serpiente que en sus ranchos y sus fincas se harían con el poder en México mas allá de la política y de las concepciones sociales, y el líder de esa hermandad deja alucinada a la protagonista con una especie de machismo que arrasa con todo y apela a la fuerza de los antiguos dioses y no sabe de sensibilidades ni de individuos ni de ideas. En mi opinión, es una de las novelas más pesadas y menos poéticas de Lawrence y se le fue la mano en esa apelación a una barbarie alucinada, a una regeneración por los dioses sanguinarios, aunque entiendo el sentido de aquello por lo que estaba luchando, y tiene como siempre el coraje de ir contra corriente y defender la vitalidad y el inconsciente y el instinto que nuestros racionalismos tienden a matar para convertirnos a todos en máquinas. Graham Greene en El poder y la gloria apela a otros dioses, a la presencia de una gracia misteriosa en el mundo, a pesar de todas las miserias y los horrores, a través de un sacerdote borracho y vagabundo y rastrero, que tiene que pelear con una perra para conseguir un hueso, que se esconde entre cerdos y campesinos que follan, porque el gobernador de Tabasco ha condenado a muerte a todos los curas, y ve cómo la gente es mezquina y rastrera, cómo los revolucionarios quieren simplificarlo y controlarlo todo, y a pesar de todo siente en sí la llamada del misterio, una especie de coraje reluctante, hay una gracia escondida en este mundo rastrero, («resulta demasiado fácil morir por lo bueno o hermoso, por el hogar o los hijos o la civilización; fue necesario un Dios que muriese por los hombres mezquinos y corrompidos», dice Greene), y el cura piensa que hay alguna especie de espíritu y de redención impensable, que hay alguna gracia escondida entre tanta miseria, sobre todo cuando una niña lo cuida valiente entre tantos peligros, y piensa que los sacramentos pueden ayudar a esa gracia. Y esa apelación a algo íntimo, incontrolable, que va mas allá de los militares feroces pero también de las jerarquías eclesiásticas, que tiembla en esperanzas secretas, en sueños irrompibles, va contra la simplificación del mundo en una tierra que antes estaba llena de dioses y después llena de cristianismo mitológico y está atraída por la muerte y lo portentoso y siempre está atravesada por algo irreductible que ninguna ideología puede encerrar y ninguna ley marcial puede prohibir, se puede proscribir a los sacerdotes o a los dioses, pero no los volcanes o los ojos de la gente. Carlos Fuentes en Cambio de piel, cuando habla del viaje de un grupo de intelectuales de clase media a Teotihuacan, perdidos en sus crisis de identidad y en sus laberintos como serpientes ancestrales que cambian de piel pero no saben cuál ponerse, se ven enfrentados al vacío, entre los dioses antiguos y los modernos, entre los dioses feroces de los aztecas y los dioses despiadados a menudo de la modernidad, y un personaje se pregunta cómo alguien de verdad puede renegar de los europeos para reivindicar de verdad a esos dioses aztecas que exigían miles de sacrificios humanos y a esos sacerdotes que arrancaban en vivo las entrañas de sus víctimas, como si la Historia fuese una encrucijada de ferocidades, y especialmente en Méjico, que todo lo vive vertiginosamente, algo similar se refleja en La muerte de Artemio Cruz, donde el viejo general agonizante repasa como todo en su vida fue una sucesión de fracasos y de traiciones y de desilusiones como lo fue la revolución misma, con todos sus paroxismos y sus componendas. Sergio Pitol al final de El arte de la fuga, donde repasa todas las culturas en las que estuvo en el mundo entero, se centra en Chiapas y el zapatismo, y expone cómo ese movimiento fue un revulsivo más, una especie de erupción de un volcán, un levantamiento de los humillados contra todo el inmovilismo político anquilosado, una convulsión más de vida y de esperanza indigenistas y simplemente humanistas, una especie de iluminación ilusionada, que convulsionó a todo México, y que a él mismo le hace cuestionarse muchas cosas, y ve cómo va fracasando, pero encuentra los frutos precarios como las piedras que arrojan los volcanes: «¿Hay victorias en la acción zapatista? Me parece que el fortalecimiento de la sociedad civil es una de ellas. Importante también lo es, aunque por ahora menos visible sustentar en Chiapas de manera visible el asunto de la desigualdad social». Cuando uno lee el título Piedras encantadas, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, se cree que es un libro de fantasía o de realismo mágico, pero es el nombre de una banda de niños violentos, y el libro trata sobre la violencia enquistada de todas las formas en la sociedad de Guatemala, donde todo se basa en ella y se sostiene por ella. Rey Rosa ve a su propio país como una especie de infierno donde se junta lo peor de todas las culturas. Un tipo que viene de Europa habla con un amigo que ha atropellado a un niño y se va sin socorrerlo por pánico, y de una manera seca, con una lucidez feroz, como los faros de un coche, con frases secas y alusivas, en pocas páginas Rey Rosa expone las contradicciones de una sociedad inquietante, donde todo se sustenta en el disimulo y la prepotencia, donde todo es mentira y ni las propias palabras sugerentes son de fiar. Las piedras encantadas son como serpientes que llevan veneno. También en Caballeriza, otra novela corta, muestra las contradicciones, las vaciedades y los rincones oscuros de las clases altas de Guatemala vistas por una literatura que no da ningún lugar a la retórica y donde todo, como en espera de la erupción, está en el aire por mucho que uno se arregle la corbata. Pero eso ya estaba en Miguel Ángel Asturias y El señor presidente. Un sicario del dictador que persigue a opositores tiene que vigilar a la hija angelical de un opositor al que detiene y fatalmente se enamora de ella y acaba siendo aplastado por la maquinaria a la que sirve y humillado de la manera más infernal, de manera que incluso al final, cuando está solo en la cárcel, torturado y agonizante, el dictador hace que un preso compañero le diga que su amada lo ha traicionado por otro; entonces se desencadenan todas las furias de la soledad y del infierno, y todo ello ocurre en pleno centro de Ciudad de Guatemala, en los sótanos de la presidencia, debajo del Palacio Nacional junto a la Plaza Mayor, en los cafés antiguos que ahora pueden visitar los turistas, pero donde se les dice que anden con cuidado, incluso antes de atardecer, y me planteé muchas veces recorrer esas plazas y esas calles y mirar esas ventanas y que me pareciera que gritaba ese ser valleinclanesco y camusiano detrás de algunos cristales, que esa exageración que es Centroamérica diera lugar a todas las exageraciones de la fatalidad y del olvido, de la sublevación y del aplastamiento, esta vez expresados por el estilo barroco de Asturias, que recurre a todas las metáforas mágicas del surrealismo o de los dioses mayas, a todas las exuberancias indígenas o los fraseos musicales. Y también en Guatemala nos pueden acompañar las concisiones sarcásticas de Augusto Monterroso, que nos dejó a todos turulatos con su dinosaurio, pero que en otros libros, como en Movimiento perpetuo, en homenaje a las moscas, nos habla de todas las moscas voraces de los países tropicales, de todas sus vueltas y revueltas que no podemos coger, de todos los excesos de vitalidad y de asco, con sus provocaciones y sus socarronerías, con sus revulsivos restallantes, como decir que el cristianismo es una larga conspiración contra Cristo, o cuando dice: «En el principio fue la mosca o cualquier otra cosa. De esas frases vivimos. Frases mosca que no significan nada». En El Salvador Horacio Castellanos impactó con El asco (Thomas Bernhardt en El Salvador), un largo monólogo pronunciado por un personaje en un interior de San Salvador, que usa los tonos desenfrenados y sin tapujos del escritor austriaco para dar una visión inmisericorde y vertiginosa de la sociedad de El Salvador, a la que describe con la misma furia con que Bernhardt describió Salzburgo, una sociedad de corrupción, de miseria, de basuras de todo tipo, de falsedades, de cadáveres por las esquinas, de podredumbre, de angustia, donde todo se llama furiosamente por su nombre, y con la fuerza rabiosa de ese alegato, con la energía de la literatura que supone ese libro que te atrapa y te arrastra por la carretera, nos muestra también el verbo incendiario y volcánico de algunos escritores de ese país, como lo volcánico también puede estar en la fuerza de esa literatura de visión y lucidez salvaje, de martirio y salvación escatológica, el libro produjo insultos, amenazas de muerte, persecuciones… De hecho, el autor tuvo que marcharse de su país y acordarse de él apasionadamente desde lejos. Parece de otro mundo Claribel Alegría, con su poesía exquisita y acendrada, condensada al máximo y puliendo la palabra, destilada como aguardiente y apasionada en su calma, seguidora del refinamiento de Juan Ramón Jiménez, al cual se remite, pero tiene el secreto vitalismo volcánico que nace de su país, las ronqueras y las esperanzas desgarradas, y en el libro Saudade dice: Yo condenada tantas veces a ser cuervo jamás me cambiaría por la Venus de Milo: mientras reina en el Louvre y se muere de tedio y junta polvo yo descubro el sol todos los días y entre valles, volcanes y despojos de guerra avizoro la tierra prometida. En Honduras, Francesca Randazzo, que escribe un ensayo tan sugestivo como Honduras, patria de la espera, escribe en ‘Roce de tierra’: Amanece / doloroso en mi garganta. El sol despunta / entre las piernas / doblado y seco. / Alguien busca, / tropieza, / intuye / detrás del vidrio. / Voces se pasean / por mi ropa, / una mano / las sacude, mostrando el sentir dolorido del cosmos, la vida volcánica detrás de los vidrios, las manos de la vida que zarandean las voces encima de los vestidos. Y el mirar con pasión pétrea y las manos que resbalan convulsas y el corazón que se pierde y las bocas que se ansían: Escarbar con los ojos / los lugares más inciertos, / resbalar a veces las manos, / olvidar por descuido / el corazón; / regresar en busca / de mi boca. En Centroamérica la tierra roza sin cesar y sin excusas y la vida se hace de bellezas terribles y de cicatrices creadoras y de sobrevivir ferozmente entre las grietas de lo que tiembla continuamente: Cicatrices, / alimañas, / rosas, / invariables, / insistentes. / Perpetuando / la unión del polvo y las / piedras, / habitando / las grietas de los muros. En Nicaragua, en León, vivió y murió el hombre extrovertido que trajo todas las exuberancias de las culturas antiguas y modernas, que mezcló Francia con América, que unió las fantasías de la cultura a las de la naturaleza, que a partir de Azul y Los raros fue un volcán de sensualidades y de sensaciones inéditas y de sentimientos ambiguos y de músicas raras y de autores raros y de reminiscencias de todas clases y de vivencias bohemias y de símbolos inasibles y de dolores chirriantes a veces, que ya mucho antes que otros opuso la mitología al productivismo, la vitalidad irrefragable a las máquinas, la convulsión y el exceso a lo controlado y lo puritano, en todo eso verdadero hijo de Centroamérica, y todos sus esplendores no eran adornos vacíos sino expresiones de la torrencialidad, de las lavas, de los vértigos centroamericanos que llevó por todo el mundo. A José León Sánchez, de Costa Rica, le llamaron el Monstruo de la Basílica, la Iglesia Católica lo excomulgó, lo acusaron de robar la virgen nacional de Costa Rica, lo llevaron a la isla de San Lucas, donde lo tuvieron incomunicado durante años, lo trataron como a un animal. En esas condiciones aprendió a escribir y ganó un premio de cuentos que se negaron a entregarle, treinta años después lo declararon inocente, se fue a Méjico como Chavela Vargas, ahora vive en un pueblito cerca de San José de Costa Rica. Basándose en las condiciones del penal escribió la novela La isla de los hombres solos. Tiene una poesía intensa, un dominio sutil del lenguaje, unas imágenes que encandilan, dice que las pestañas de una chica eran como cortinas detrás de las cuales se celebraba una fiesta, que un charlatán rompía en pedacitos el silencio, tiene un tono de espontaneidad y frescura, simula una conversación con un interlocutor desconocido, pero muestra cualidades rítmicas, repeticiones envolventes, aposiciones restallantes, se parece a Dostoievski porque en condiciones extremas muestra lo que vale cada detalle de la vida, nos lleva al límite para saber hasta dónde puede sobrevivir lo humano, qué puede salir del hombre en lo más profundo. Por la novela pasan tipos increíbles, actuaciones extremas, morbos inexplorados, retorcimientos de conducta, sorpresas inimaginables, contradicciones atroces, bellezas donde menos se pensara, sentimientos que sobreviven a toda destrucción, sirve para demostrar qué dosis de odio, de miedo, de abyección, hay en el hombre, pero también de grandeza, de persistencia y de misterio, y preserva una extraña inocencia a través de todos los desengaños, tiene ecos de Rulfo al convertir la realidad hispanoamericana en algo visionario, pero también lo podríamos comparar con Sábato y sus túneles o con Camus y la angustia del extranjero ante el mundo, a veces tiene el cinismo de Céline y otras veces la fatalidad de Malcolm Lowry. También en Costa Rica José María Mendiluce expuso en Pura vida una historia de amor entre una barcelonesa sofisticada y un mulato fragante en medio de las fascinaciones de la jungla, en las que la europea acaba agotando y matando trágicamente al hombre de Centroamérica que lleva la música y el ardor y lo incontrolable en el cuerpo, que vive con la noche y la luna y las junglas en las playas de Puerto Viejo de Talamanca y lleva dentro sensualidades locas y nunca vistas y arrastra con su vértigo a la europea que quiere un poco de volcán y de olvido, cansada de sus oficinas de Europa y Nueva York. Pero tal vez los mejores volcanes son los de la literatura y Mendiluce cuenta la historia en primera persona con considerable convicción y fuerza a partir de sus vivencias personales de Costa Rica, una fuerza que se condensa en el título, en esa frase que expresa todas las ansias desesperadas de vivir que surgen de las junglas de Costa Rica y de sus volcanes que miran a los dos océanos, y Mendiluce está fascinado por esa vida volcánica, por ese arrastrar del cosmos, por ese vértigo de las arenas finas de las playas del Pacífico o del Atlántico, y nos lo transmite con nostalgia palpitante y con melancolía vital, sabiendo que los hombres volcánicos o los ángeles cósmicos no caben en los conceptos europeos pero sí caben en la Literatura. En El sastre de Panamá John Le Carré usa a un sastre aparentemente humilde pero con tentáculos en todas partes y cuya mujer trabaja para el presidente para conectar con ese mundo donde la tierra acaba inundando la política y las historias de espías, y la sexualidad y las pasiones acaban metiéndose en mitad de los tejemanejes burocráticos, como si las lianas de un país centroamericano acabaran saliendo por las mallas de la burocracia y las intrigas políticas, con esa sensibilidad que Le Carré tiene para las variaciones humanas, para los motivos contradictorios o inconfesables, para las pulsiones y los caprichos, y las complejas psicologías de los personajes, siempre mostrando en sus más mínimos matices los traumas o las frustraciones o los orgullos de sus orígenes sociales. El analizador sutil de todos los laberintos humanos, que acaba mostrando que hay algo más complicado en la humanidad y en la literatura que los entramados diplomáticos, políticos y sociales, utiliza en este caso al sastre para referirse a la corporeidad y a la tierra, y los personajes ingleses impasibles se hacen más terrenales y atrapados cuando se encuentran en esas latitudes como si no fuera posible mantenerse impasible en esas latitudes. Algo parecido es lo que plantea Graham Greene en El capitán y el enemigo (la vida es tan ambigua que a veces no se distinguen bien esos dos conceptos) cuando Jim, que de niño es adoptado por un personaje turbio llamado el Capitán y cuidado por una mujer, se encuentra ya adulto con el hombre misterioso al que admiró siempre, que le hizo vivir y sentir, que está metido en historias extrañas, que representa tal vez todo lo que hay de contradictorio y convulso y de vital en Centroamérica, que el muchacho admira como el europeo admira al trepidante e imprevisible americano que viene de los volcanes o de las junglas, y con el nombre de Capitán también representa todas las aventuras e intensidades de la vida, y tal vez ese personaje no es tan turbio como él mismo, que se ha apropiado un dinero que su madrina muerta le había dado para él. Greene siempre es cambiante, soltando metáforas sacadas de la vida, haciendo alusiones aproximadas, mostrando puntos de vista y sus sorpresas, acercándose a la vida a retazos, tomando momentos significativos, como en el espejeo paradójico que es la vida. Jane Bowles sitúa Dos damas muy serias en Colón, a la entrada del canal, una ciudad con casas de madera que tienen porches y balconadas, con jaulas de pájaros, con calor, con aires fuertes y camas con colchas de encaje, y allí la señora Copperfield deja al coñazo de su marido y se pone a vivir con una prostituta que curiosamente se llama Pacífica, que significa el desenfado, la excitación, el movimiento, la música, las fiestas, y allí acaba también la burguesa Cristina Goering, que ha intentado siempre salvar su vida sumergiéndose en lo desconocido. El estilo es suelto, como en ráfagas igual que el viento en los trópicos, como cae la lluvia en Centroamérica, lleno de toques y sensualidades, con muchos diálogos rápidos, con párrafos cortos como si nada tuviera importancia y quisiera quitarle solemnidad a todo, porque en mitad de los vientos y los temblores de tierra todo parece frágil y solitario y un poco trágico, como las casas de madera y la gente que baja y sube a los barcos. Alguien pretende venderles Ciudad de Panamá como más seria y más sólida, pero las dos mujeres prefieren Colón con su toque pasajero y sus balcones y sus vientos y sus nubes de polvo. Todo es como una fiebre y al mismo tempo grotesco y muy interesante y al mismo tiempo sin importancia: «Esta última posibilidad le pareció de un interés considerable a la señora Goering, pero no de gran importancia».
En El caballo de oro Juan David Morgan cuenta cómo en una Panamá dormida como provincia lejana en el siglo XIX entra el tren que lleva de Ciudad de Panamá a Colón y une los dos océanos, antes de que existiera el canal, y lo trastorna todo. De repente, se concentran todas las energías, todas las empresas, todos los delirios, es una pesadilla, hay miles de muertos, peligros, trastornos, pero también el deseo, la renovación, las esperanzas, los norteamericanos se enviaban mercancías a sí mismos a través de Panamá, y luego lo hicieron gentes del mundo entero, al reclamo del oro de California, y Panamá se convirtió en el pasillo del mundo, en el encuentro de todas las culturas, Morgan cuenta de modo apasionante cómo se construyó ese tren enloquecido, contra todas las dificultades, es un negocio, es una lucha de tiburones capitalistas, pero también es una obstinación, una lucha épica, una fe contra todo. Morgan reúne todo tipo de personajes tan vivos: la joven Elizabeth, de la que todos se enamoran; el escritor que descubrió a los mayas; el noruego que monta alojamientos donde sea; el capitán que guarda su amor en los barcos; el irlandés gamberro que acaba como marino; el peruano que salva a su jefe; el justiciero que se cree enviado de Dios; el empresario Viejo Roble; los ochocientos chinos que se suicidan porque les quitan el opio; el ingeniero que acaba en místico de la naturaleza, y recoge situaciones con amplitud shakespeariana: las revueltas caóticas, el orgullo ciego, los titanes en la Bolsa, la lucha contra las enfermedades, la desesperación, el entusiasmo, la increíble paz amorosa de Stephens y Elizabeth en su retiro en la jungla, el humor, la brutalidad, el lirismo. Y lo hace con técnicas eficaces: el diario, la narración, el informe, la carta, sin estilismo abusivo da vibración a todo lo que narra. El inolvidable film Jonny Guitar presenta a la mujer independiente que defiende la vida que trae el tren y el amor áspero, lo mismo se puede decir de Elizabeth, que ama a Stephens, el presidente de la compañía del tren, tal vez ella sea la verdadera protagonista, y su muerte final un martirio, y el tren trae todas las novelas, los encuentros, las perspectivas. Fue hecho por los norteamericanos, pero ahora lo tienen los panameños. Fue una lucha con la Naturaleza, pero ahora se usa para amar la Naturaleza. Tuvo un origen comercial, pero ahora es más que nada belleza.
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