por ANTONIO COSTA GÓMEZ En el libro Plenitud de Amado Nervo he encontrado al menos dos capítulos maravillosos. Uno se titula ‘Bueno ¿y qué?’ y dice que ante todas las inquietudes y temores uno siempre puede decirse «Bueno ¿y qué?». Vas a estar enfermo, vas a perder tu dinero, vas a morirte. Y siempre puedes decirte «Bueno ¿y qué?». Nervo afirma que es una receta sencilla e ingenua, pero a mí me parece deslumbrante. Esa frase sugiere que hay algo infinito e interminable debajo de todo, que nadie puede destruir. Yo he sentido eso en ocasiones. Debajo de las angustias más agudas, de los mayores fracasos, siempre había un fondo inagotable que me hacía empezar otra vez, una vitalidad infinita, un resto de obstinación, como diría Herman Hesse. Y a veces sentía, como los sabios hindúes, como ciertos místicos, que nada de lo nombrable tenía importancia, que nada valía nada. Lo he sentido como una verdadera experiencia, no como un pensamiento, y he sentido que hicieran lo que hicieran conmigo siempre habría algo detrás que no podrían desvirtuar. Y no importa cómo se llame. El otro capítulo tal vez sea todavía más deslumbrante, se titula ‘La heredad’. Amado Nervo dice que el mundo se hace pequeño, y que lo empequeñecen todavía más los prejuicios. Y yo diría ahora el prejuicio actual de que las máquinas lo resuelven todo y de que el mundo entero no es más que una máquina. Es el empobrecimiento más horrible de la vida. Eliminamos el encanto del mundo, como decía Max Weber, eliminamos el aura de la que hablaba Walter Benjamin, eliminamos del todo el espíritu. Y sigue Nervo: «ya no puedes viajar, para qué, todo es lo mismo, el turismo uniformiza el planeta, y ya no hay ningún rincón inédito». Si Amado Nervo decía eso hace cien años, ¿qué no podremos decir ahora? Parece la miseria completa. Pero Amado Nervo añade: «Mas yo te digo: ¿qué te importa esto si te queda la noche? La noche con todos sus milagros, la noche con todos sus soles y mundos». Siempre he dicho yo también que la noche da la libertad, acaba con los ruidos que distraen y nos permite escuchar el mundo y nuestro interior, elimina las cerrazones y las retóricas, descarta la luz policíaca que quiere controlarlo todo y simplificarlo todo. En la noche y su silencio todo vuelve de verdad: el espíritu eliminado, el encanto que negamos, la infinitud, todas las estrellas que de día no vemos, el sentimiento del cosmos, los pensamientos soterrados, los recuerdos bajo tierra, el inconsciente, los sueños, los deseos que no nos atrevemos a decir, los susurros que ahora ya se escuchan, el canto del mundo que entonces sí puede escucharse. Toda la libertad y toda la elocuencia del silencio. Todo lo que de día callamos o no podemos escuchar y de noche sale de puntillas, como los fantasmas, como los espectros, como nuestros sentimientos secretos. Yo ya decía al frente de mi libro El fuego y el sueño: «El día solo tiene una estrella, de noche hay millones de estrellas». Y repito que en la noche son los encuentros místicos, es la llegada de los dioses, es la salida de los sentimientos apagados, de todo lo que el día no permite ver y persigue con saña. De noche se apaga el ruido de las máquinas y sale el espíritu olvidado. De noche se oye lo que no queremos oír nunca o lo que no nos dejan oír, el ruido de nuestra sangre, el rumor de los ríos escondidos. De noche ya no hay ideologías que encierren, el rumor de la vida secreta es demasiado rico para encerrarse en ellas. De noche ya no hay prejuicios, el silencio rumoroso los desborda todos. De noche sale el misterio que no queremos escuchar, salen las viejas historias, salen las pasiones que nos daba vergüenza mostrar durante el día. Como no nos vemos las caras o máscaras somos capaces de decirlo todo. En la oscuridad podemos tocarnos y palpar oscuramente quiénes somos. En la noche podemos extendernos plenamente sin caber en los rostros ni en los nombres. La obra de Álvaro Cunqueiro es el equivalente de Las mil y una noches en Galicia. García Márquez dijo que merecía el Premio Nobel más que él mismo. Mezcló los tiempos y los lugares. Merlín tiene una posada en Lugo. Simbad se mueve por las islas gallegas. Ulises vive en una isla medieval. Italia se mezcla con Galicia. La poesía y el lirismo se unen al humor y la ironía. Reivindica el cuerpo y sus glorias. La comida es también poesía. Escribió sobre gastronomía y disfrutó de la buena mesa. Su Viaje por los montes y las chimeneas de Galicia es una leyenda de los temas culinarios. El mundo corporal y el espiritual no se oponen, son una falsa oposición cartesiana. En Fanto Fantini hay un caballo invisible, pero se vuelve visible cuando tiene que orinar. Las crónicas del sochantre son las aventuras de un canónigo que por las noches viaja con muertos y calaveras. Lo llevan en una calesa a través de los montes y las posadas y cada uno le cuenta su historia. Cuando llegue la mañana todos van a desaparecer. Las revelaciones y las leyendas se realizan en la noche, que es el territorio de la pasión y de los secretos. Leemos historias de contrabandistas, de asesinos tristes, de pasiones desbocadas que no pueden contenerse, de curas que no pueden sujetarse en sus hábitos. Y todo lleno de gracia, en el sentido etimológico de la palabra. Para los cristianos la gracia es lo que nos salva. Para la vida corriente, una persona con gracia es una persona con encanto. Para los poetas la gracia es la inspiración. Las historias de Cunqueiro rebosan gracia en todos los sentidos, están llenas de reminiscencias. Él leía a lord Dunsany, a los trovadores medievales, a los poetas persas. Leía cronicones medievales y mitos clásicos y libros de cuentos de Oriente. Conoce a los escritores más raros y las mitologías más apartadas. Sabe cuál es la esencia de la literatura, saca de ella los licores más exquisitos. Y también conoce las extrañezas de la realidad, la fantasía escondida en todas partes: esos personajes de Gente de aquí y de allá, Escuela de curanderos, Los nuevos feriantes. Galicia es gracia en su pluma pero también lo es el mundo entero. Si lo leemos sin fin, él nos traerá mil noches como Sherezade y no conoceremos el fastidio. En el poema ‘Eco’ Christina Rossetti habla de un encuentro en mitad de la noche, en lo más aquilatado de todo. Donde se ve la identidad más íntima, más secreta. Dos secretos se encuentran en lo más secreto. Ese encuentro es dulce y amargo, los contrarios se superan, no significan nada. No hay palabras para delimitarlo. Es algo tan excesivo que no cabe en la experiencia. Es tan excesivo que solo se puede realizar en lo más hondo de nosotros. Se encuentran dos identidades ocultas, en lo más sintetizado, en lo más intocable. Al otro lado de una puerta que se cierra y ya no deja salir. En la muerte, en lo absoluto que no se puede nombrar. Se encuentran en sueños, en lo más escondido. «Pero ven a mis sueños, y así viva de nuevo / mi vida verdadera, aunque esté muerta y fría». La verdadera vida se esconde detrás de la vida. La muerte significa aquilatamiento, volverse invisible. Se encuentran dos espectros, dos silencios. Es el encuentro definitivo. «Vuelve otra vez en sueños, para que pueda darte / latido por latido, aliento por aliento». Se encuentran dos latidos, dos alientos. Se unen dos últimas intimidades. En lo más escondido de lo más escondido, en lo que se revela detrás de lo revelado. Se tocan del modo más secreto. Solo en el silencio de la noche se pueden percibir dos latidos sin estorbos. Tienen que alejarse de todo el ruido, de todas las distracciones, tienen que hablar bajo para que puedan sentirse de verdad las palabras. Y tocarse de verdad al otro. Entonces tienen la experiencia insuperable. En lo más callado de la noche. Están lejos y por tanto están puros, como las leyendas, como los sueños. Lo que han vivido se ha convertido en memoria, se ha intensificado. Lo que parecía imposible en el presente lo viven en la memoria. Como los amantes que recorren el palacio del pasado en El año pasado en Mariembad. «Habla bajo y acércate / como en aquellos tiempos, amor, ya tan lejanos». En el silencio de la noche regresan las cosas más lejanas. Y ellos también se vuelven lejanos. Y lo que parecía estar muerto se muestra lleno de vida. Y entonces tienen el contacto más increíble. Para Robert Graves la Luna es una de las manifestaciones de la Diosa Blanca, que nos inspira a todos y nos da vida y entusiasmo. Según él no hay más que un tema verdadero para la poesía: nuestro amor por la Diosa, y un solo criterio para saber si un poema es bueno: si nos pone los pelos de punta. De creer a Graves todos seríamos amantes de la Luna, ella se acuesta con nosotros todas las noches, y ella es la que nos hace a todos creativos y originales. El poeta persa Jaleludim Rumi dice que tenemos que abrir la ventana para que entre la Luna: «Yo, Luna del cielo oscuro, te dejo entrar. / He abierto la ventana para ti. / Esta noche ven a tocar mi cara, / presiona tus labios sobre los míos. / Cierro la puerta de las palabras, / abro la ventana del corazón. / El beso de la Luna solo llega si abro la ventana». Giacomo Leopardi, en su desconfianza del cosmos entero, recurría a menudo a la Luna como compañera y amante: «Oh tú, graciosa luna, bien recuerdo / que sobre esta colina, ahora hace un año, / angustiado venía a contemplarte / y tú te alzabas sobre aquel boscaje / como ahora que todo lo iluminas, / oh mi luna querida». En Espectros Henrik Ibsen habla de un joven que manifiesta las tendencias rebeldes y ácidas de su padre, y su madre se espanta. ¡Espectros!, grita, vuelven desde el más allá las rebeldías del padre contra su moralismo puritano. En uno de los Kwaidan, las historias fantásticas que Lafcadio Hearn recogió en Japón, un joven lo deja todo y se va a vivir al cementerio para contemplar una mariposa. Esa mariposa era el alma de su amada a la que amaba secretamente. La amada de Propercio vuelve del más allá para incendiar al poeta: «Otras mujeres podrán poseerte ahora, pronto te tendré yo sola, / estarás conmigo y mis huesos se apretarán con los tuyos en apretado abrazo». El espectro es lo más profundo de nosotros, lo más inatrapable, y lo más secreto. Y solo la pasión puede experimentarlo. En ‘Annabel Lee’ Edgar Allan Poe se reúne por las noches con el espectro de su amada junto al mar para amarla como no le dejaron hacerlo en vida: «Sucedió hace muchos, muchos años, / en aquel reino junto al mar». En La carreta fantasma de Victor Sjostrom un espectro trata de remediar con sensibilidad las brutalidades que cometió mientras vivía. El revenant de Baudelaire viene del otro mundo para continuar las torturas de la pasión y de la sensualidad insaciable: «Igual que un ángel de ojo salvaje / volveré a entrar en tu alcoba». El espectro de Hamlet aparece en las murallas del castillo como símbolo de la sinceridad nocturna, de las verdades escondidas que no pueden destruirse y a veces se hacen visibles. El finlandés Frans Emil Sillanpaa, en su libro Noche de verano pinta todo el embrujo de las noches blancas de Finlandia, esas noches que no son noches, que tienen resplandores de plenitud, iluminaciones misteriosas, que revelan el secreto de las cosas. En un pasaje dos seres perdidos en una casa solitaria de noche sienten que han perdido su nombre, y que todas las cosas ya no tienen nombre, porque eso es lo que hace la noche, que revela apasionadamente todo, que hace escuchar los latidos escondidos, que enciende todo lo que normalmente está apagado. Y sobre todo esas noches apasionadas de Finlandia, esas noches interminables en que los astros revientan, se vuelven locos, nos vuelven visionarios, nos hacen tener todos los delirios. Sillanpaa habla de seres que vagan en barcas en los miles de lagos de Finlandia, que se hacen gestos desde lejos, señales de amor o ademanes inesperados o actitudes misteriosas, mientras el agua tiembla sin cesar detrás de todos los árboles, lo fantasea todo, lo hace hervir todo. Esa naturaleza de noche en Finlandia supera todos los simplismos, las doctrinas miserables, la ferocidad de la guerra civil con sus intolerancias. Siempre detrás de todo ello está la naturaleza vibrante e interminable. Y Sillanpaa sabe captarla mejor que nadie, con un tono apasionado y a la vez sencillo, sabe recoger como vibra esa infinidad de personajes que no son héroes, campesinos del montón, tal vez vagabundos o mendigos que buscan trabajo, pero que están atravesados por esa vitalidad, por esa personalidad que tienen todos. En estas novelas se ve como en Finlandia entera todos tienen algo que decir y todos se intercambian cosas. ‘Nocturno de la estatua’ de Xavier Villaurrutia (Ciudad de México, 1903, muerto en 1950), en el libro Nostalgia de la muerte, habla de una búsqueda desesperada en la noche, de la noche como inquietud y desvelamiento supremo, de perseguir las cosas que se van transformando, en un temblor de angustia metafísica, en un enfrentarse a la transformación incesante de las cosas que no pueden atraparse: «Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera / y el grito de la estatua desdoblando la esquina. / Correr hacia la estatua y encontrar solo el grito, / querer tocar el grito y solo hallar el eco, / querer asir el eco y encontrar solo el muro, / y correr hacia el muro y tocar un espejo». La noche es el momento de la revelación, de salir de la existencia inauténtica como decía Heidegger, de enfrentarse a la soledad radical: «Hallar en el espejo la estatua asesinada, / sacarla de la sangre de su sombra, / vestirla en un cerrar de ojos, / acariciarla como a una hermana imprevista / y jugar con las fichas de sus dedos/ y contar a su oreja cien veces / hasta oírla decir: estoy muerta de miedo”. José Emilio Pacheco escribía en ‘Como la lluvia’: «En la noche mexicana / brilla entre la luz arcana / Nuestra Señora La Iguana». Y en ‘Noche y nieve’ (de Islas a la deriva) intuye que la noche (como el deseo para Cernuda) es una pregunta inquietante que no tiene respuesta: «Me asomé a la ventana y en lugar del jardín hallé la noche enteramente constelada de nieve. / La nieve hace tangible el silencio y es el desplome de la luz y se apaga. / La nieve no quiere decir nada: Es solo una pregunta que deja caer millones de signos de interrogación sobre el mundo». Y en ‘Los elementos de la noche’ sabe que la noche es como el tequila que destroza las palabras y rompe todo lo expresable: «La noche deja su veneno. / Las palabras se rompen contra el aire». José Emilio Pacheco creció en la bohemia Colonia Roma de México DF, donde Jack Kerouac escribía sobre sus México City Blues («en la Genial Histórica Noche del Mundo, / gimiendo con su pequeño saxofón / los lleva al borde de la Eternidad»). Murió en 2014 con el premio Cervantes en su sala de estar y sabía tanto de la noche como Luis Cernuda o como Jorge Luis Borges. Octavio Paz parecería un hombre del día, y así lo sugiere su famoso poema ‘Piedra de sol’, pero en su poema ‘Himno entre ruinas’, del libro La estación violenta, va contraponiendo la apariencia y el grito y la certidumbre del día en una isla con los recuerdos de noches en otros sitios, Teotihuacan, Londres, Moscú, lo presente con lo lejano, lo palpable y definido con lo transformado por la memoria o por el deseo, lo que está en letra normal con lo silencioso en letra cursiva. «Cae la noche en Teotihuacan. / En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana, / suenan guitarras roncas». La noche puede ser esa vida escondida debajo de la vida, esa vitalidad trastornada, esa lucidez que encuentra otras raíces todavía más vivas o más roncas. «¿Qué yerba, que agua de vida ha de darnos la vida, / dónde desenterrar la palabra, / la proporción que rige al himno y al discurso, / al baile, a la ciudad y a la balanza?».
La noche esconde interrogante ese secreto, esa proporción que mueve todas las cosas y se escapa con ellas. Y en la noche se esconde una lucidez terrible que lleva a la vida más allá de la vida: «Nueva York, Londres, Moscú. / La sombra cubre al llano con su yedra fantasma, / con su vacilante vegetación de escalofrío, /su vello ralo, su tropel de ratas». Toda la celebración del día estridente en la isla se entrecruza con pensamientos incontrolables, con intuiciones, con honduras: «Mis pensamientos se bifurcan, serpean, se enredan, recomienzan, / y al fin se inmovilizan, ríos que no desembocan, / delta de sangre bajo un sol sin crepúsculo». Y se supone que solo con esa noche escondida detrás del día, latiendo y nutriendo, puede estar pleno el hombre: «Se reconcilian las dos mitades enemigas, / y la conciencia-espejo se licua, / vuelve a ser fuente, manantial de fábulas: / Hombre, árbol de imágenes, / palabras que son flores que son frutos que son actos».
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