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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por JAVIER ALCORIZA El título de este ensayo es, desde luego, una barbaridad. Shakespeare no ha escrito evangelio alguno. Tampoco se trata de polemizar con Santayana, sobre la ausencia de religión en Shakespeare. Sólo queremos seguir algunas intuiciones extraídas de las lecturas de Shakespeare y sobre Shakespeare. Tampoco se trata de acumular obras secundarias a su ya innumerable biblioteca. Tal vez las consideraciones siguientes carezcan del rigor crítico necesario para aspirar a esa distinción. Se mueven, por tanto, en la periferia de lo escrito por Shakespeare y sobre Shakespeare. Pueden ser tenidas por una amable ficción. En no menor medida Harold Bloom ha llegado a llamar a las obras de Shakespeare las Escrituras de la Realidad. Las Escrituras de la Realidad vendrían a sustituir a las Sagradas Escrituras en nuestro mundo desencantado. Bloom ha establecido un canon en torno a Shakespeare o, por ser más exactos, en torno a los grandes personajes de Shakespeare. Como recuerda en varias partes de su obra, por ejemplo, en su capítulo sobre El rey Juan, los grandes personajes de Shakespeare van más allá de las obras en que los encontramos y reconocemos (1): Los protagonistas shakespeareanos a partir de Faulconbridge (Ricardo II, Julieta, Mercucio, Bottom, Shylock, Porcia) preparan el camino para Falstaff manifestando una intensidad de ser que rebasa muchos de sus contextos dramáticos. Todos ellos sugieren unas potencialidades inutilizadas que sus obras teatrales no exigen de ellos. El Bastardo debería ser rey, porque nadie más en El rey Juan es en modo alguno regio. Ricardo II debería ser un poeta metafísico; el vitalismo de Mercucio merece encontrar alguna expresión más allá de la alcahuetería; la paciencia maravillosamente animosa, casi sobrenatural, de Bottom, podría tejer un sueño aún más sin fondo; la desesperada voluntad de Shylock de vengar unos insultos podría ir más allá de la farsa malvada si abandonara la literalidad; Julieta y Porcia justifican a unos amantes más parecidos a ellas que Romeo y Bassanio. En lugar de adecuar el papel a la obra, el Shakespeare posmarloviano crea personalidades que nunca podrían acomodarse a sus papeles: el exceso los marca no como hipérboles de seres extralimitados a la manera de Marlowe, sino como espíritus rebosantes, más significativos que la suma de sus acciones. El punto de partida de esa interpretación podría estar en la recuperación de los personajes o caracteres de Shakespeare llevada a cabo por William Hazlitt. Rescatar a los personajes, a costa de otros aspectos de las obras de Shakespeare, nos lleva a preguntarnos por la cuestión de la naturaleza humana, en general, en la literatura o en la poesía. Pero ese punto de vista, a su vez, está en deuda con lo que identificamos como poesía o literatura. La identificación es tardía, depende de haber sustituido el canon religioso, con implicaciones normativas, como diría Bloom, por un canon secular, cuyo centro estaría fijado en Shakespeare, el cual habría sido el creador que se ha puesto más allá del alcance de toda crítica. La crítica moderna ha generado esa apreciación de la literatura, de «toda la literatura», de la literatura universal o mundial, de la que Shakespeare parecería escaparse. Goethe habló de literatura mundial y le advirtió a Eckermann de que los griegos seguían siendo el paradigma literario por antonomasia. No la Biblia, para Goethe, en una época aún profundamente condicionada por las visiones normativas del pasado, sino Grecia, vendría a suponer el lugar al que regresa nuestra imaginación en busca de normas, es decir, en busca de formas. Goethe, en este movimiento, tiene muy presente a Shakespeare, a Hamlet, como escuela teatral para Wilhelm Meister. Pero los tiempos habrían cambiado desde Goethe hasta Bloom. La historia, por así decirlo, ha entrado con fuerza en el terreno de la crítica literaria. George Steiner dirá que, después de la Shoah, debemos perder toda esperanza en la educación del género humano, por emplear una frase de Lessing. Con esos reparos, Steiner mira hacia Shakespeare como un creador de lenguaje que no ha transmitido una visión del mundo capaz de involucrar una ética. Harold Bloom, judío gnóstico, diría que la expansión de la subjetividad de los grandes personajes es suficiente para convertir las obras de Shakespeare en las Escrituras de la Realidad. La falta de acuerdo característica de la época moderna, el desvanecimiento de la potencia de colectividad que ha habido en el público en el pasado, serían un hecho suficiente para coincidir en parte con el veredicto de Bloom. Los grandes libros han dado forma a los pueblos del pasado, si atendemos a la escisión moderna generada por la querella entre antiguos y modernos. Los antiguos, volcados en la expresión pública, comprometían al ser humano por completo en el perfeccionamiento de su comunidad. Las leyes del pasado tienen esa fuerza de gravedad innegable. La fuerza tiene que ver con la fe en una revelación. En el contexto de la literatura bíblica, cuya prioridad ha sido tan obvia sobre el destino conjunto de la civilización occidental, la revelación ha estado asociada a la ley, en el judaísmo, y a la persona, en el cristianismo. Oigamos por un instante al hebraísta R. Travers Herford (2): No vale la pena plantear la cuestión de cuál de las dos partes tenía razón, porque cada uno tenía razón desde su propio punto de vista y según sus propios principios. Pero los principios de ambas partes eran fundamentalmente irreconciliables; y mientras ambas partes tomaron su posición sobre el cumplimiento de la voluntad de Dios como el deber supremo, una, a saber, los fariseos, mantenía la Halajá como la forma definida de hacer la voluntad divina, basada en la Torá, que era la propia revelación de la voluntad de Dios; el otro, a saber, Jesús, mantuvo la conciencia individual como la única guía para el correcto cumplimiento de la voluntad divina. La oposición era irreconciliable porque había conciencia en ambas partes, no sólo en una. La Halajá fue elaborada como un intento de leer la Torá a la luz del discernimiento moral del maestro que la definió, de época en época. Nunca fue, en ningún momento, una mera legislación de hierro. Siempre tuvo su base en el discernimiento ético; y la diferencia entre la Halajá y lo que podría llamarse la conciencia libre es que una se elabora en términos de una Idea, a saber, la Torá, y el otro en términos de una Persona, ya sea que esa Persona fuera Jesús o cualquiera de sus seguidores. En realidad, allí reside la raíz más profunda de la diferencia fundamental entre el judaísmo y el cristianismo; una diferencia que nada podrá borrar jamás. Las leyes, o la justicia en la república, aun por encima de la suerte individual, son las bases sobre las que se ha conformado una civilización que ha tenido en Atenas y Jerusalén sus ciudades de palabras. La transición entre una y otra ha sido procurada por el cristianismo. El cristianismo se habría convertido en el vehículo involuntario del platonismo, habría mantenido vivas las expectativas de la filosofía en sociedades donde la presencia de las leyes colisionaba con el nuevo foro de la conciencia donde se debatía la cuestión de su superioridad. Lo divino de las leyes habría pasado a hacerse presente mediante la Encarnación. El dogma de la teología cristiana incorpora un elemento nuevo a la tensión secular entre el conocimiento o la especulación y la obediencia o la revelación. Pero, como recuerda la teología, la Encarnación sigue estando en la estela de la obediencia. El cristianismo sigue más en deuda con el judaísmo que con el clasicismo. Desde el Apóstol hasta Petrarca, las veleidades con la tradición clásica pueden ser vistas como nuevas caídas para el espíritu cristiano. La potencia cristiana está en la Encarnación. A nadie se le escapa la implicación estética de ese vínculo. El público de Shakespeare ha sido educado en ese mundo nuevo del Renacimiento, en el que las referencias clásicas conviven con las expresiones vitales del mensaje cristiano. Shakespeare conoce bien a su público. ¿Lo tomaremos entonces como al descubridor de la interioridad, como afirma Bloom, o extenderemos su hallazgo a la cadena de revelaciones de la que su época formaría parte? A mi juicio, la profundidad de los personajes de Shakespeare no puede desconectarse de las transformaciones que habría de sufrir la tradición cristiana en un mundo en que se está redefiniendo la exigencia del pueblo ante sus gobernantes, un mundo acotado por el martirio de Tomás Moro y la ejecución de Carlos I, del hombre de fe condenado por un rey y de un rey condenado por el partido de los hombres piadosos. Esa tensión interna, que puede seguirse en las menciones de la palabra “majestad” en las obras de Shakespeare, nos serviría para trazar un orden de lectura en sus obras que nos condujera desde la historia hasta la poesía a través de las crónicas. También el Evangelio habría dado ese paso desde la historia hasta la poesía, desde los hechos hasta el dogma, desde el tiempo histórico al escatológico. La fe no ha quedado cancelada. Aunque los críticos de arte ven en la imaginación el sustituto de la fe, las exigencias de la fe van más allá de las expresiones imaginativas. Digámoslo así: la naturaleza humana aún está empeñada en lograr una descripción de sí misma. Pretender que Shakespeare ha sido el escritor de la realidad porque sus personajes nos han llevado a extremos de nuestra subjetividad que quedan exentos de los condicionamientos de la crítica literaria sería incurrir en una especie de locura. Decir que Harold Bloom estaba loco al leer a Shakespeare no sería una manera muy diversa de suscribir su confesión sobre el hecho de estar «poseído por la memoria». ¿Qué otra perspectiva puede brindar una apreciación completa de las obras de Shakespeare? Sin incurrir en el error historicista, nos proponemos dejar aquí la sugerencia de que los cuatro romances de Shakespeare admiten ser leídos como su peculiar revisión del Evangelio. Son cuatro, por cierto, como los evangelistas. Esta sugerencia parte de la exposición que ha realizado John Danby de la doctrina de la naturaleza de Shakespeare. Danby señala que el hilo conductor de las obras de Shakespeare es la idea de la «rebelión justa» (3): Falconbridge alcanza su máximo esplendor cuando se le une el Príncipe Arturo. El discurso sobre el Príncipe muerto es su más noble intuición y la mejor poesía de Shakespeare en la obra. Ahora que «la vida, el derecho y la verdad de todo este reino han huido al cielo», el buen hombre debe sacar lo mejor de lo que le queda. Las virtudes seculares prácticas (desilusionadas, sombrías, tal vez heroicas) aún persisten. Están sostenidas y centradas por un patriotismo verdaderamente «ciego»: un sentimiento de «Inglaterra, con razón o sin ella». El cambio de pensamiento involucrado se puede ver claramente en una comparación de la atmósfera de Bosworth Field con la que rodea la revuelta contra Juan. (Hay que recordar que Juan, al igual que Ricardo, es un usurpador; al igual que Ricardo, él también ha matado al rey). La diferencia es simple: el ejército que marcha contra Ricardo está en legítima rebelión. La teoría que lo justifica es la clásica medieval de que al tirano malvado se le puede resistir con razón: la teoría del mundo católico contemporáneo de Shakespeare, de los calvinistas que siguieron a John Knox y de la rebelión de 1569. La teoría del rey Juan es la teoría de las homilías: nada justifica la rebelión, ninguna maldad ni injusticia en el gobernante. Si la rebelión de Henry Richmond nunca se pone en relación con la teoría de la rebelión anunciada por su nieta, es porque las crónicas de Shakespeare son contenidos isabelinos con ropajes preisabelinos. El resultado de este nuevo giro de pensamiento es hacer que aquellos que están indignados por el asesinato de Arturo se rebelen; y como tales no pueden estar justificados. El Bastardo, sin embargo, está del lado de Juan y de Inglaterra. Se opondrá a los rebeldes y a los franceses que los apoyan. No queda nada admirable en Juan. Es un hombre enfermo y cobarde. La seguridad de Inglaterra depende de Falconbridge. La nueva ética de Falconbridge, ahora que Arturo ha muerto, resuena con una nota que persiste, con diferencias, en Macbeth y Lear. El cambio que habría habido entre la primera y la segunda tetralogía de las obras históricas, entre la culminación en el Maquiavelo del mal que es Ricardo III y el Maquiavelo del bien que es Enrique V, se ilustra mediante la figura del Bastardo en El rey Juan. La historia del rey Juan es anterior a la de Ricardo III, pero posterior en la producción poética de Shakespeare. La segunda tetralogía, como es sabido, acaba donde comienza la primera. El tiempo de la historia está sometido a la fuerza de las crónicas, que culminará en El rey Lear y los romances. La conexión con el presente es tan vital como la que hay entre las mismas obras. Tras la derrota de Ricardo III, ya no volverá a plantearse la opción de una rebelión justa. Danby explica que el fin de Ricardo II nos deja frente a un reino dividido entre la autoridad de Enrique IV y el apetito de Falstaff. Enrique V ya no combatirá en las «lejanas orillas» de las que hablaba Bolingbroke, sino que conducirá a sus soldados a Francia, donde obtendrá una victoria memorable. Pero la memoria de Agincourt no podrá borrar el fin de Falstaff, que ha procurado una educación del príncipe lejos de la corte. Para brillar con más fuerza, Hal no dudará en desprenderse de sus amigos. La majestad adquirida le hará meditar sobre el peso que la ceremonia deposita en los hombros del rey. El insomnio de Bolingbroke resulta hereditario. Se ha observado que el Bastardo de El rey Juan podría llegar a expresarse con la desenvoltura de Enrique V cuando corteja a Catalina. Con todo, el Bastardo deja claro que «la vida, el derecho y la verdad» han huido al cielo tras la muerte de Arturo. Falstaff, dirá la señora Quickly, descansa no en el seno de Abraham, sino «en el seno de Arturo». ¿Recordamos a Falstaff citando la parábola del rico epulón? La tragedia que mejor representa esa contraposición del poder y la piedad, de la arbitrariedad del gobierno y la naturalidad del afecto, es El rey Lear. En efecto, la muerte de Falstaff es paralela al exilio del rey Lear. Desde Ricardo II, el público no había presenciado la muerte de un rey en la escena hasta el final de El rey Lear. Y la entrada de Lear con Cordelia muerta en los brazos es la cita inequívoca de la Piedad en la tragedia de Shakespeare. Un hilo irrompible nos lleva desde la escena narrada de la muerte de los príncipes en la Torre en Ricardo III, pasando por la tortura de Arturo a manos de Huberto en El rey Juan, hasta la aparición de Lear con el cuerpo de Cordelia. La realeza debe hacerse presente en la familia, no sobreponerse a ella. En Hamlet y Macbeth hemos asistido a la degeneración que comporta la ambición imperial. ¿Dónde viene Shakespeare a redimir a su público de ese abismo cavado por la pasión más funesta, la del afán de poder, sino en las jóvenes de los romances? Emilia invoca como sacerdotisa a Diana En Dos nobles de la misma sangre (V, iii): «Si esto está bien inspirado, el combate destruirá a los dos caballeros y yo, flor virgen, creceré sola, no arrancada». En las vírgenes de los romances ha compuesto Shakespeare un relato simbólico de alcance similar al de los Evangelios. Por eso podríamos llamar a Marina, a Perdita, a Imogena y a Miranda protagonistas del evangelio de Shakespeare. En ellas, hasta donde es posible afirmarlo, ha resucitado Cordelia, o han revivido las esperanzas de ver en la familia humana una esperanza de reconciliación que la visión de la historia parece vetar. Shakespeare escribió unos versos en El libro de Tomás Moro en que advertía a los ciudadanos sobre la necesidad de obedecer las leyes del reino. La majestad de las leyes equivaldría a la del rey como un dios en la tierra. La virginidad de las jóvenes de los romances parece la seña de identidad de la encarnación de esa majestad, que se transforma en una hermosura puesta más allá de cualquier percepción o juicio subjetivo, como entendemos por las confusas réplicas de Iachimo a Imogena (Cimbelino, I, iv): No puede ser culpa de los ojos, pues los monos y babuinos, colocados entre dos criaturas tales, acabarían por lanzar gritos de alegría al lado de esta y despreciarían la otra con sus muecas. No es tampoco falta de juicio, pues en el caso de esta belleza, los idiotas pronunciarían un sabio veredicto. No es tampoco efecto del apetito; la suciedad puesta frente a esta excelencia sin mancha forzaría al deseo a vomitar de vacío, en lugar de excitarle a satisfacerse. ¿Es preciso subrayar que estas jóvenes son tan distintas entre sí como el arte de Shakespeare nos ha permitido observar respecto a tantos personajes a lo largo de su carrera? No son encarnaciones de una idea, podríamos decir, sino de una fe o de «gracias especiales» (como apunta el soneto 94) que despiertan en los demás lo que podría seguir dormido o latente sin su presencia. La acción más rara, decía Próspero a Ariel, está en la virtud antes que en la venganza. Esa rareza alumbra las ocasiones en que las jóvenes de los romances se enfrentan a sus adversarios. Marina en el burdel, Perdita frente a Políxenes, Imogena ante Iachimo, Miranda con Fernando. Lo que dicen y lo que les dicen muestra o representa esa transfiguración de la que aún es susceptible, parece recordar Shakespeare, la naturaleza humana. Queda en nuestras manos decidir si el crisol de esa naturaleza está en la mente o en los cielos. Shakespeare ha explorado el terreno teatral en sus obras como Cervantes el margen de lo novelesco en el Quijote. La dualidad, señala Harold C. Goddard, ilumina la riqueza de su poesía (4). No es raro pensar que aquella transfiguración pueda ser comprendida también en términos de transmigración o reverberación de las obras de Shakespeare en el ámbito de nuestras vidas. John Keats declaró que Shakespeare debía haber vivido una vida de alegorías, y que sus obras eran solo el comentario. Es una observación que puede ser útil para entrar en el bosque encantado de las propias alegorías. (1) Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, trad. de T. Segovia, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 84.
(2) Citado en Andrew James Brown, No doctrine of words... (Practicing the religion of Jesus rather than the religion about him), A sermon given at the Unitarian Church, Cambridge 2 April 2006, p. 3. (3) John F. Danby, Shakespeare’s Doctrine of Nature, Faber and Faber, Londres, 1961, pp. 77-78. (4) Véase ‘The Poet-Playwright’ en Harold C. Goddard, The Meaning of Shakespeare, Chicago University Press, Chicago, 1951, vol. 1, p. 65.
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por JAVIER ALCORIZA Walter Pater, lector de Trabajos de amor perdidos, ha visto a Shakespeare en Birón. No lo ha buscado en una obra de caracteres fuertes, sino en una obra más bien estática: «Es como si Shakespeare hubiera intentado unir, mediante un concepto inventivo, los elementos de un tapiz antiguo y dar voz a sus figuras. A un lado, un bello palacio; del otro, las tiendas de la princesa de Francia, que ha venido como embajadora de su padre a ver al rey de Navarra; en medio, un amplio espacio de suave hierba. Los mismos personajes se combinan una y otra vez en una serie de galantes escenas... Algunas de las figuras son simplemente grotescas, y todas las masculinas, al menos, un poco fantásticas». Poco después, el crítico sigue refiriéndose al uso de los «juguetes de los adultos», a los que llama «juguetes de una época pasada... modales antiguos, vestidos antiguos, casas antiguas... son un ejemplo del predominio artístico de la forma sobre la materia, de la manera de hacer la cosa sobre la cosa hecha, y tienen una belleza propia». En Shakespeare ha reconocido Pater un gusto por lo antiguo que asocia al «viejo eufuismo de la época isabelina... que ocultaba un verdadero sentido de idoneidad y delicadeza». Mi propósito con estas citas sería vincular esa apreciación del viejo eufuismo en Shakespeare por parte de Pater a su propia inclinación a gozar de las formas de una belleza perfecta. Recordemos que en la Conclusión de El Renacimiento, el crítico rescata el «servicio de la filosofía» por su capacidad para hacernos despertar, de estar despiertos para captar esos momentos de goce. Allí dice que no debemos buscar el fruto de la experiencia, sino la experiencia misma. El fruto de la experiencia, que es lo que trata de obtener la crítica, traiciona con frecuencia la cualidad sensible de la experiencia estética (1). No implica esto que toda experiencia estética sea mera sensualidad. Al comienzo de su ensayo sobre “La escuela de Giorgione”, Pater, evocando a Lessing, recuerda que las artes no son lenguajes a los que se traduzca un mismo contenido. Esa separación de forma y contenido habría tenido su comienzo en el Renacimiento. El predominio de la forma sobre el contenido había sido el síntoma de la decadencia del arte, según Pater había podido leer en su maestro, John Ruskin. Es un riesgo atisbado también en la poesía. Shakespeare habría dado una curiosa señal de alarma en Trabajos de amor perdidos. El riesgo es no poder demostrar la sinceridad de los caprichos verbales en que se ven envueltos los jóvenes amantes. La demostración ya no será posible por un esfuerzo de la propia voluntad. Para sobreponerse a la vanidad del amor hará falta una penitencia, como advierten las mujeres de Trabajos. Hará falta poner a prueba a los pretendientes, someter sus palabras al paso del tiempo. El tiempo habría sido el enemigo de los jóvenes académicos que pretendían grabar el triunfo de la fama en sus «tumbas de bronce» (Trabajos, I, i). Birón protesta al decir que la necesidad los convertirá en perjuros, ya que los deseos no se pueden reprimir solo por la voluntad, sino por una «gracia especial». Frank Kermode ha apuntado la importancia del lenguaje teológico en Trabajos de amor perdidos. (2) Para no sucumbir a la vanidad, será precisa una «gracia especial». Todo apunta a que Birón posee esa gracia, a la vista de lo que Rosalina opina de él. Sin el amor de Rosalina por Birón no entenderíamos que se exprese así: «Nunca, por cierto, he empleado una hora de conversación con un individuo tan jovial... sus ojos proporcionan ocasiones de ejercicio a su ingenio» (Trabajos, II, i). En Birón aflora el ingenio poético. El ingenio se opone o complementa a la voluntad o el deseo, a “will”. (Los juegos de palabras con “will” rozan lo ininteligible en el soneto 135.) El ingenio es lo que no les falta a los jóvenes académicos dispuestos a cumplir con una abstinencia ideal. El ingenio pretende ser filosófico, pero los deseos socavan esa pretensión. Los jóvenes académicos no solo deben enfrentarse al «ejército enorme de deseos del mundo» (Trabajos, I, i): les hace falta comprender la fuerza de los deseos y les hará falta conocer o reconocer a sus respectivas amadas. El amor que conquista el corazón de los jóvenes debe distinguirse del deseo precipitado que los ha convertido en perjuros. La lujuria, dice el soneto 129 de Shakespeare, es perjura. ¿Cómo se diferencia el amor de la lujuria, de una lujuria que puede volvernos «veinte veces» perjuros (según el soneto 152)? La expresión poética es la cifra, no la solución de este problema, el problema de estos «dos amores» que se reparten los «trabajos». (Véase también el soneto 144.) La naturaleza humana está aún por escribir, o por ser descrita. Emerson dirá en América que la literatura está aún por escribir. Los textos miran atrás, mientras que la naturaleza busca la experiencia, no el fruto de la experiencia. Las primeras comedias tendrán que ser vistas también a la luz de los romances, aun cuando en Shakespeare no haya evolución, sino la integridad de la «doctrina de la naturaleza». El despliegue de esa plenitud convierte su lectura en una escuela inestimable. Con Pater, decíamos, nos fijamos en este Shakespeare más impersonal, o más apartado de sus grandes personajes o caracteres, como Hamlet o Lear. Birón, se ha dicho, no constituye un carácter: no es profundo. (3) Trabajos de amor perdidos es el proceso constituyente de Shakespeare, allí donde el debate sobre la identidad se intensifica por la «crítica del lenguaje», donde el juego de las palabras tiene lugar en torno a lo que separa al ser humano del resto de la creación, su capacidad para amar e interpretar el amor. El peligro de esa separación consiste en no salir de los límites de nuestra conciencia: «El amor es demasiado joven para saber lo que es la conciencia; sin embargo, ¿quién ignora que la conciencia proviene del amor?» (soneto 151). Lo ignoran los jóvenes académicos, a excepción de Birón. Birón firma el pacto del Rey con sus cortesanos a sabiendas de que no podrá cumplir su juramento: «Cuando mi amada me jura que está hecha de pureza, la creo, aun sabiendo que miente» (soneto 138). ¿Cómo se llega a la persuasión de que «una confianza aparente es la mejor conducta en el amor»? Shakespeare se ha anticipado en Trabajos de amor perdidos a la sentencia de que «las palabras son unas bribonas desde que las promesas las han deshonrado», como dirá el Bufón de Noche de Epifanía. El mayor artista del lenguaje tomó nota de que el material de su arte podía traicionar la búsqueda del mayor bien, de que, en todo caso, necesitamos «una gracia especial». Birón justificará el perjurio por el hecho de haber confundido «el fin del estudio» (Trabajos, I, i). El fin del estudio no estaría en los libros, sino el rostro de la mujer, en sus ojos, que brillan con el fuego de Prometeo. Pero esta exultación supone no haber conocido aún lo bastante a la persona amada. El amante no puede estar enamorado del amor, no debe creer que basta el enamoramiento para violar sus votos. Desde el enamoramiento hasta el amor habrá un cambio que supondrá el fin del cambio: «El amor no se altera con las horas y las semanas rápidas, sino que perdura hasta el fin de los días» (soneto 116). La coherencia de los sonetos es interna a la experiencia del amor, no externa. No es la biografía amorosa de Shakespeare, sino «una vida de alegorías». Birón también lo sabe, cuando, al acabar su alegato por los perjuros, se hace eco de la carta a los Romanos 13:10: «La religión pide que perjuremos de esta suerte. La caridad colma la ley. ¿Y quién podría separar el amor de la caridad?». (4) No es Birón en persona quien debería plantear esa pregunta, ya que dudará de poder «excitar la risa en la garganta de la muerte» (Trabajos, V, ii). Con todo, repitamos que Trabajos no es una obra de personajes, sino un «tapiz antiguo». En él aparecen citas del pasado, pero el pasado está tan vivo para Shakespeare como el presente. Digamos que el Renacimiento fue el último momento en que esa continuidad revalidaba los trabajos o esfuerzos del arte. En breve la conciencia del tiempo histórico hará que el espacio ocupado por los clásicos sea el foro de los debates académicos entre antiguos y modernos. Donde venían a hablar Mercucio y Romeo, o Mercurio y Apolo, oiremos perorar a los académicos. El clasicismo buscará por el camino equivocado revitalizar su amor por el pasado: tendrá razón por los motivos equivocados. El amor por el pasado debe ser un amor presente. El cierre de Trabajos de amor perdidos son canciones que podían escucharse, como señala Tillyard, en la campiña inglesa. El mejor cierre de Trabajos son las canciones del cuco y el búho. El público de Shakespeare podía comprender bien la integridad de su obra. ¿Qué ocurriría en adelante? ¿Cómo suturar las heridas creadas en la creación artística por la conciencia histórica? El arte seguirá siendo el terreno de los sentimientos más que de las convicciones. En el pasado, el lenguaje del arte no ha sufrido la tensión entre la forma y el contenido. Forma y contenido eran como las dos caras de una moneda. La tensión entre ellas es el descubrimiento estético moderno. George Eliot dirá después que las tradiciones estructuran nuestros sentimientos. Aún sentimos, pero, sin las tradiciones, sin una tradición viva, nuestros sentimientos quedan desestructurados. ¿No podría verse como ejemplo de ese diagnóstico el caso de la joven Deannie en Esplendor en la hierba? (5) ¿De qué sirven los versos de la Oda de Wordsworth sino como terapia para el desencanto de la protagonista ante la irrupción «natural» de las pasiones? ¿Cuáles son los límites de nuestra naturaleza? La poesía ha dado forma a lo humano: necesitamos formas para comprendernos. La atención de Pater a la belleza es una manifestación tardía de la integridad que se hacía presente en las obras de Shakespeare. Es una idea del orden que suma las palabras de Mercurio a los cantos de Apolo, aunque, al acabar la obra, unos sigan un camino, y otros, otro (Trabajos, V, ii). El ser humano no puede contener o reformar el mundo, debe aprender las maneras de quedar contenido en él, de contribuir, aunque sea testimonialmente, a repararlo o enmendarlo. El arte y la crítica del arte deben alinear sus intenciones. Es la encantadora sugerencia de Oscar Wilde sobre que los griegos fueron una nación de críticos de arte. Un mismo espíritu, reactivado y transmitido por múltiples canales, ha de configurar un pueblo o un público o una sociedad o una comunidad. Los nombres han sido circunstancialmente oportunos, pero no podemos quedar presos en denominación alguna. Somos críticos del lenguaje cuando somos críticos con el lenguaje, es decir, con nuestra naturaleza, para la que no tenemos una expresión definitiva, sino continuamente enmendable. La vieja enmienda era la Ley; la nueva, la enmienda cristiana, la caridad o el amor. No pueden fusionarse, pero tampoco deberían excluirse. Esa lección es la que hemos aprendido en el contexto de la educación liberal. El mismo Wilde decía que la unidad de Europa habría de venir de la mano de la cultura. La cultura o la literatura o la poesía nos han enseñado a distanciarnos de nuestras pasiones, no a eliminarlas; nos han enseñado a desconfiar de su absolutismo, ya que «una aparente confianza es la mejor conducta en el amor». ¿No ha sido Europa, antes de la Unión Europea, una república literaria? ¿Qué valor daremos a esa pretensión de comunicación secular entre los artistas? Harold Bloom decía que entre los grandes poetas, en virtud de una lectura errónea, se daba una lucha por la supervivencia. La memoria otorgaría el verdadero triunfo poético. Pero la vida debe discurrir también en el tiempo. Dice Birón: «No apetezco en Navidad más una rosa que deseo la nieve en las risueñas y presumidas festividades de mayo, sino que cada cosa la quiero en su estación». Esta sería una grata lección shakespeariana. Es la estrella para todo barco sin rumbo. Democratizar la poesía sería un modo indirecto de asumir la responsabilidad social de la crítica. Shakespeare puede ayudarnos a no creer en la inocencia del lenguaje sin desesperar de la sencillez de la naturaleza. La naturaleza humana se reivindica especialmente en sus romances. Ya sabemos por qué vía: en El cuento de invierno el arte estará al servicio del «milagro», de la regeneración, del Renacimiento. El cristiano no nace, nos recuerda Shakespeare, sino que renace. Nos lo recuerda en el contexto de las guerras de religión en Francia, de las guerras entre católicos y protestantes, cuya furia aún resonaba en la Inglaterra de Trabajos. Así entendemos la otra cara de la embajada de la Princesa de Francia ante el Rey de Navarra. La Princesa ha colmado todo afán de sabiduría más allá de la comedia. La historia en Shakespeare es más persuasiva que nuestro historicismo. El debate entre protestantes y católicos giraba en torno al Sacramento de la Eucaristía, que es la palabra para la acción de gracias. ¿Es la Eucaristía la evocación o la repetición del misterio de la fe? ¿Cuál es el alcance de la presencia de lo divino en lo humano? Una lectura sacramental de las obras de Shakespeare abunda en la cuestión de una crítica literaria que no puede prescindir de su trasfondo religioso. (6) Ni la mitología ni el dogma pueden arrogarse la última palabra sobre la descripción de la naturaleza humana. En ese sentido, la escritura de una constitución europea comenzó mucho antes del momento en que nos preocupamos por su constitución política. Tal como los ingleses han sido el público de Shakespeare, los europeos somos aún un pueblo en busca de educación. Ese podría ser el fin del estudio y el preámbulo de nuestra constitución.
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2015
ESTARÉ BESANDO TU CRÁNEO. "PRINCIPIO DE GRAVEDAD" DE VICENTE VELASCO
LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA" PUNTO DE NO RETORNO JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN EL HIELO QUE MECE LA CUNA NO FUTURE MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN? ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500 BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES" "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO" CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA" UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA GUERRA MUNDIAL ZEUTA LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN EL VALLE DE LAS CENIZAS RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE Hemeroteca
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