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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por JAVIER ALCORIZA Walter Pater, lector de Trabajos de amor perdidos, ha visto a Shakespeare en Birón. No lo ha buscado en una obra de caracteres fuertes, sino en una obra más bien estática: «Es como si Shakespeare hubiera intentado unir, mediante un concepto inventivo, los elementos de un tapiz antiguo y dar voz a sus figuras. A un lado, un bello palacio; del otro, las tiendas de la princesa de Francia, que ha venido como embajadora de su padre a ver al rey de Navarra; en medio, un amplio espacio de suave hierba. Los mismos personajes se combinan una y otra vez en una serie de galantes escenas... Algunas de las figuras son simplemente grotescas, y todas las masculinas, al menos, un poco fantásticas». Poco después, el crítico sigue refiriéndose al uso de los «juguetes de los adultos», a los que llama «juguetes de una época pasada... modales antiguos, vestidos antiguos, casas antiguas... son un ejemplo del predominio artístico de la forma sobre la materia, de la manera de hacer la cosa sobre la cosa hecha, y tienen una belleza propia». En Shakespeare ha reconocido Pater un gusto por lo antiguo que asocia al «viejo eufuismo de la época isabelina... que ocultaba un verdadero sentido de idoneidad y delicadeza». Mi propósito con estas citas sería vincular esa apreciación del viejo eufuismo en Shakespeare por parte de Pater a su propia inclinación a gozar de las formas de una belleza perfecta. Recordemos que en la Conclusión de El Renacimiento, el crítico rescata el «servicio de la filosofía» por su capacidad para hacernos despertar, de estar despiertos para captar esos momentos de goce. Allí dice que no debemos buscar el fruto de la experiencia, sino la experiencia misma. El fruto de la experiencia, que es lo que trata de obtener la crítica, traiciona con frecuencia la cualidad sensible de la experiencia estética (1). No implica esto que toda experiencia estética sea mera sensualidad. Al comienzo de su ensayo sobre “La escuela de Giorgione”, Pater, evocando a Lessing, recuerda que las artes no son lenguajes a los que se traduzca un mismo contenido. Esa separación de forma y contenido habría tenido su comienzo en el Renacimiento. El predominio de la forma sobre el contenido había sido el síntoma de la decadencia del arte, según Pater había podido leer en su maestro, John Ruskin. Es un riesgo atisbado también en la poesía. Shakespeare habría dado una curiosa señal de alarma en Trabajos de amor perdidos. El riesgo es no poder demostrar la sinceridad de los caprichos verbales en que se ven envueltos los jóvenes amantes. La demostración ya no será posible por un esfuerzo de la propia voluntad. Para sobreponerse a la vanidad del amor hará falta una penitencia, como advierten las mujeres de Trabajos. Hará falta poner a prueba a los pretendientes, someter sus palabras al paso del tiempo. El tiempo habría sido el enemigo de los jóvenes académicos que pretendían grabar el triunfo de la fama en sus «tumbas de bronce» (Trabajos, I, i). Birón protesta al decir que la necesidad los convertirá en perjuros, ya que los deseos no se pueden reprimir solo por la voluntad, sino por una «gracia especial». Frank Kermode ha apuntado la importancia del lenguaje teológico en Trabajos de amor perdidos. (2) Para no sucumbir a la vanidad, será precisa una «gracia especial». Todo apunta a que Birón posee esa gracia, a la vista de lo que Rosalina opina de él. Sin el amor de Rosalina por Birón no entenderíamos que se exprese así: «Nunca, por cierto, he empleado una hora de conversación con un individuo tan jovial... sus ojos proporcionan ocasiones de ejercicio a su ingenio» (Trabajos, II, i). En Birón aflora el ingenio poético. El ingenio se opone o complementa a la voluntad o el deseo, a “will”. (Los juegos de palabras con “will” rozan lo ininteligible en el soneto 135.) El ingenio es lo que no les falta a los jóvenes académicos dispuestos a cumplir con una abstinencia ideal. El ingenio pretende ser filosófico, pero los deseos socavan esa pretensión. Los jóvenes académicos no solo deben enfrentarse al «ejército enorme de deseos del mundo» (Trabajos, I, i): les hace falta comprender la fuerza de los deseos y les hará falta conocer o reconocer a sus respectivas amadas. El amor que conquista el corazón de los jóvenes debe distinguirse del deseo precipitado que los ha convertido en perjuros. La lujuria, dice el soneto 129 de Shakespeare, es perjura. ¿Cómo se diferencia el amor de la lujuria, de una lujuria que puede volvernos «veinte veces» perjuros (según el soneto 152)? La expresión poética es la cifra, no la solución de este problema, el problema de estos «dos amores» que se reparten los «trabajos». (Véase también el soneto 144.) La naturaleza humana está aún por escribir, o por ser descrita. Emerson dirá en América que la literatura está aún por escribir. Los textos miran atrás, mientras que la naturaleza busca la experiencia, no el fruto de la experiencia. Las primeras comedias tendrán que ser vistas también a la luz de los romances, aun cuando en Shakespeare no haya evolución, sino la integridad de la «doctrina de la naturaleza». El despliegue de esa plenitud convierte su lectura en una escuela inestimable. Con Pater, decíamos, nos fijamos en este Shakespeare más impersonal, o más apartado de sus grandes personajes o caracteres, como Hamlet o Lear. Birón, se ha dicho, no constituye un carácter: no es profundo. (3) Trabajos de amor perdidos es el proceso constituyente de Shakespeare, allí donde el debate sobre la identidad se intensifica por la «crítica del lenguaje», donde el juego de las palabras tiene lugar en torno a lo que separa al ser humano del resto de la creación, su capacidad para amar e interpretar el amor. El peligro de esa separación consiste en no salir de los límites de nuestra conciencia: «El amor es demasiado joven para saber lo que es la conciencia; sin embargo, ¿quién ignora que la conciencia proviene del amor?» (soneto 151). Lo ignoran los jóvenes académicos, a excepción de Birón. Birón firma el pacto del Rey con sus cortesanos a sabiendas de que no podrá cumplir su juramento: «Cuando mi amada me jura que está hecha de pureza, la creo, aun sabiendo que miente» (soneto 138). ¿Cómo se llega a la persuasión de que «una confianza aparente es la mejor conducta en el amor»? Shakespeare se ha anticipado en Trabajos de amor perdidos a la sentencia de que «las palabras son unas bribonas desde que las promesas las han deshonrado», como dirá el Bufón de Noche de Epifanía. El mayor artista del lenguaje tomó nota de que el material de su arte podía traicionar la búsqueda del mayor bien, de que, en todo caso, necesitamos «una gracia especial». Birón justificará el perjurio por el hecho de haber confundido «el fin del estudio» (Trabajos, I, i). El fin del estudio no estaría en los libros, sino el rostro de la mujer, en sus ojos, que brillan con el fuego de Prometeo. Pero esta exultación supone no haber conocido aún lo bastante a la persona amada. El amante no puede estar enamorado del amor, no debe creer que basta el enamoramiento para violar sus votos. Desde el enamoramiento hasta el amor habrá un cambio que supondrá el fin del cambio: «El amor no se altera con las horas y las semanas rápidas, sino que perdura hasta el fin de los días» (soneto 116). La coherencia de los sonetos es interna a la experiencia del amor, no externa. No es la biografía amorosa de Shakespeare, sino «una vida de alegorías». Birón también lo sabe, cuando, al acabar su alegato por los perjuros, se hace eco de la carta a los Romanos 13:10: «La religión pide que perjuremos de esta suerte. La caridad colma la ley. ¿Y quién podría separar el amor de la caridad?». (4) No es Birón en persona quien debería plantear esa pregunta, ya que dudará de poder «excitar la risa en la garganta de la muerte» (Trabajos, V, ii). Con todo, repitamos que Trabajos no es una obra de personajes, sino un «tapiz antiguo». En él aparecen citas del pasado, pero el pasado está tan vivo para Shakespeare como el presente. Digamos que el Renacimiento fue el último momento en que esa continuidad revalidaba los trabajos o esfuerzos del arte. En breve la conciencia del tiempo histórico hará que el espacio ocupado por los clásicos sea el foro de los debates académicos entre antiguos y modernos. Donde venían a hablar Mercucio y Romeo, o Mercurio y Apolo, oiremos perorar a los académicos. El clasicismo buscará por el camino equivocado revitalizar su amor por el pasado: tendrá razón por los motivos equivocados. El amor por el pasado debe ser un amor presente. El cierre de Trabajos de amor perdidos son canciones que podían escucharse, como señala Tillyard, en la campiña inglesa. El mejor cierre de Trabajos son las canciones del cuco y el búho. El público de Shakespeare podía comprender bien la integridad de su obra. ¿Qué ocurriría en adelante? ¿Cómo suturar las heridas creadas en la creación artística por la conciencia histórica? El arte seguirá siendo el terreno de los sentimientos más que de las convicciones. En el pasado, el lenguaje del arte no ha sufrido la tensión entre la forma y el contenido. Forma y contenido eran como las dos caras de una moneda. La tensión entre ellas es el descubrimiento estético moderno. George Eliot dirá después que las tradiciones estructuran nuestros sentimientos. Aún sentimos, pero, sin las tradiciones, sin una tradición viva, nuestros sentimientos quedan desestructurados. ¿No podría verse como ejemplo de ese diagnóstico el caso de la joven Deannie en Esplendor en la hierba? (5) ¿De qué sirven los versos de la Oda de Wordsworth sino como terapia para el desencanto de la protagonista ante la irrupción «natural» de las pasiones? ¿Cuáles son los límites de nuestra naturaleza? La poesía ha dado forma a lo humano: necesitamos formas para comprendernos. La atención de Pater a la belleza es una manifestación tardía de la integridad que se hacía presente en las obras de Shakespeare. Es una idea del orden que suma las palabras de Mercurio a los cantos de Apolo, aunque, al acabar la obra, unos sigan un camino, y otros, otro (Trabajos, V, ii). El ser humano no puede contener o reformar el mundo, debe aprender las maneras de quedar contenido en él, de contribuir, aunque sea testimonialmente, a repararlo o enmendarlo. El arte y la crítica del arte deben alinear sus intenciones. Es la encantadora sugerencia de Oscar Wilde sobre que los griegos fueron una nación de críticos de arte. Un mismo espíritu, reactivado y transmitido por múltiples canales, ha de configurar un pueblo o un público o una sociedad o una comunidad. Los nombres han sido circunstancialmente oportunos, pero no podemos quedar presos en denominación alguna. Somos críticos del lenguaje cuando somos críticos con el lenguaje, es decir, con nuestra naturaleza, para la que no tenemos una expresión definitiva, sino continuamente enmendable. La vieja enmienda era la Ley; la nueva, la enmienda cristiana, la caridad o el amor. No pueden fusionarse, pero tampoco deberían excluirse. Esa lección es la que hemos aprendido en el contexto de la educación liberal. El mismo Wilde decía que la unidad de Europa habría de venir de la mano de la cultura. La cultura o la literatura o la poesía nos han enseñado a distanciarnos de nuestras pasiones, no a eliminarlas; nos han enseñado a desconfiar de su absolutismo, ya que «una aparente confianza es la mejor conducta en el amor». ¿No ha sido Europa, antes de la Unión Europea, una república literaria? ¿Qué valor daremos a esa pretensión de comunicación secular entre los artistas? Harold Bloom decía que entre los grandes poetas, en virtud de una lectura errónea, se daba una lucha por la supervivencia. La memoria otorgaría el verdadero triunfo poético. Pero la vida debe discurrir también en el tiempo. Dice Birón: «No apetezco en Navidad más una rosa que deseo la nieve en las risueñas y presumidas festividades de mayo, sino que cada cosa la quiero en su estación». Esta sería una grata lección shakespeariana. Es la estrella para todo barco sin rumbo. Democratizar la poesía sería un modo indirecto de asumir la responsabilidad social de la crítica. Shakespeare puede ayudarnos a no creer en la inocencia del lenguaje sin desesperar de la sencillez de la naturaleza. La naturaleza humana se reivindica especialmente en sus romances. Ya sabemos por qué vía: en El cuento de invierno el arte estará al servicio del «milagro», de la regeneración, del Renacimiento. El cristiano no nace, nos recuerda Shakespeare, sino que renace. Nos lo recuerda en el contexto de las guerras de religión en Francia, de las guerras entre católicos y protestantes, cuya furia aún resonaba en la Inglaterra de Trabajos. Así entendemos la otra cara de la embajada de la Princesa de Francia ante el Rey de Navarra. La Princesa ha colmado todo afán de sabiduría más allá de la comedia. La historia en Shakespeare es más persuasiva que nuestro historicismo. El debate entre protestantes y católicos giraba en torno al Sacramento de la Eucaristía, que es la palabra para la acción de gracias. ¿Es la Eucaristía la evocación o la repetición del misterio de la fe? ¿Cuál es el alcance de la presencia de lo divino en lo humano? Una lectura sacramental de las obras de Shakespeare abunda en la cuestión de una crítica literaria que no puede prescindir de su trasfondo religioso. (6) Ni la mitología ni el dogma pueden arrogarse la última palabra sobre la descripción de la naturaleza humana. En ese sentido, la escritura de una constitución europea comenzó mucho antes del momento en que nos preocupamos por su constitución política. Tal como los ingleses han sido el público de Shakespeare, los europeos somos aún un pueblo en busca de educación. Ese podría ser el fin del estudio y el preámbulo de nuestra constitución.
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