por ANTONIO COSTA GÓMEZ Caminaba alucinado por Nueva York, parecía que estaba drogado, pero me alucinaba la realidad, el tiempo, yo mismo, me encontré en la plaza Washington y vi en una ventana a la protagonista de Washington Square de Henry James, esa mujer que nunca fue valorada por su padre, que amó a un hombre contra la voluntad de su padre pero acabó comprendiendo que el hombre solo buscaba su dinero, que intentó ser ella misma, pero se quedó radicalmente sola mirando el mundo por la ventana y su vida malograda. Iba por la Quinta Avenida y me encontré con Ellen Thatcher, una entre los trescientos personajes de Manhattan Transfer de John Doss Passos, los hombres la aman, le ponen muchos nombres, se casa tres veces, pero no se casa con el hombre al que ama, es actriz y lo deja, es mujer y fracasa, cuando era niña observó que las mujeres se quedan en casa y los hombres actuaban fuera, por eso no quería ser niña, no le gustaba ese papel. Me acerqué a ella y me dijo con la mirada: todos deseábamos otra vida, todos estamos frustrados, el mundo está lleno de absurdos y nunca nos resignamos a perder la vida. Más adelante encontré a Richard Quinn, el protagonista de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster, un día lo llamaron por teléfono creyendo que era un detective, él asumió la profesión de detective, un tal Stillman le pidió que vigilara a su padre vagabundo, que de pequeño lo encerró en un cuarto oscuro y le impidió aprender bien el lenguaje, y al final desaparecen los Stillman, y desaparece él mismo, el propio Paul Auster no lo encontró. Le pregunté ¿qué pasó contigo? Lo que nos pasa a todos, me dijo, todos desaparecemos tarde o temprano, nadie nos conoce en realidad, ninguno de nosotros sabemos quiénes somos, siempre nos confunden con otro. Alucinaba con el arco de la plaza, con los tipos que tocaban, me metí en el Café Reggio cerca de allí, intenté ver la sombra de Djuna Barnes para ver si me susurraba, miré a través de los cristales, vi pasar a Charli, el protagonista de El hombre que inventó Manhattan de Ray Loriga, el rumano Gerald Ulsrak, que nació en un pueblo de Rumanía, pero quiso cambiar su ciudad por Manhattan y su nombre por Charlie, miraba de medio lado a una hija porque tal vez no era su hija, era amigo de Chad que tampoco se llamaba Chad, no era simpático pero a él le parecía simpático, cuando decía no quería decir sí, recordaban cosas pero esas cosas no habían ocurrido, se inventó a sí mismo igual que inventó Manhattan, se consideraba un James Dean aunque no se parecía nada a James Dean, siempre decía: «mañana será un buen día», hasta que un fin de año apareció colgado de una viga. Le pregunté: ¿eres realmente tú? y me contestó que yo lo inventaba y que daba igual, al fin y al cabo todos somos inventados, importa poco lo que soñamos de niños sobre Manhattan mirando los mapas, si lo que queremos es tomar unas buenas cervezas con otro ser que también se inventa. Salí del Reggio, llegué a la calle 43, quise ir otra vez al Chelsea Hotel a tararear la canción de Leonard Cohen, en mitad de la acera me encontré con ese niño de Llámalo sueño de Henry Roth, que tiene miedo de su padre, que mira a su madre que también tiene miedo, mira esa ciudad extraña e incalculable donde nada es familiar y todo lo amenaza. Lo miré con amistad, le dije: «ánimo, chaval, por lo menos te quedarás en un gran libro, todos sabrán de ti, todos simpatizarán contigo». Alucinaba con las vidrieras, con las aceras irregulares, con el olor a no sé qué, llegué cerca del hotel Plaza, me dije: tengo demasiada pinta de alucinado, parezco un escritor muerto de hambre como aquellos de antes que solo querían escribir, no creo que me dejen entrar al vestíbulo. Pero entonces oí decir: «Buenas tardes, camarada», descubrí que estaba allí Gatsby, comprobé que me llamaba así no por mera fórmula de los que pertenecen a una ideología sino porque de verdad me trataba como un camarada. Me quedé un rato hablando con él, le dije: «en este hotel fue donde empezaron a aclararse las cosas, donde dijiste lo que querías decir sobre Daisy, se fraguó la tragedia que te sacó de tu sueño romántico y de tu alucinación». Lo miré con simpatía, a ese tipo que hace toda su riqueza de la nada, que organiza fiestas fastuosas en un palacio solo para asombrar a su novia de la infancia al otro lado del agua, que tuvo una alucinación de amor en su juventud con una muchacha rica y creyó que lo correspondían, que al final lo sacrifica todo por ella, dice que conducía el coche con el que ella atropelló y abandonó a la pobre mujer del mecánico perdida en la carretera, y sufrió en lugar de ella en solitario todas las consecuencias, denostado por todos menos por su vecino y por su padre humilde que ya desde niño le veía escribir propósitos soñados en los cuadernos. Me encontraba en Times Square, mi alucinación se multiplicaba, me alucinaban todas las imágenes moviéndose por todas las fachadas, me ponían lisérgico las multitudes galácticas, me pareció ver a Henry Miller que en Trópico de Capricornio conocía allí a infinidad de andobas llenos de vida, desconcertantes, inexpresables, chisporroteaba de vida y desenfado, me pareció que se abría la bragueta y le enseñaba su miembro a las multitudes, le dije: «estás alucinando, Henry», pero no era cierto, por lo demás la gente vería su miembro como una imagen, como Kevin Spacey moviéndose por el muro de cristal, como la chica de las praderas que tocaba la guitarra eléctrica con la bandera del país pintada en las tetas. Le dije: «gracias Henry, gracias por tus libros que nos sacan de la mecanización y el puritanismo, gracias por ti mismo como personaje que te asombras con los personajes inagotables de Nueva York y mezclas tu sudor con el de ellos, gracias Henry literario que nos salvas y nos rescatas de las inteligencias artificiales». Alucinaba por Broadway, veía el carnaval de los teatros, adivinaba la Patagonia al final de la avenida, torcí hacia el Hotel Algonquin, pedí que me mostraran la Mesa Ovalada de Doroty Parker, pero me dijeron que allí no había nada de eso, además me apartaron con mi aspecto de escritor fracasado, me dijeron que dejara entrar a los hombres de negocios y a los triunfadores, me quedé allí mirando, y vi pasar a dos damas del libro Una dama neoyorquina de Doroty Parker, primero pasó aquella gran dama que mira con tolerancia a todo el mundo, incluso tolera a Dios y daría buenas referencias de él si fuera necesario, y le parece bien cómo su padre muere en la gran mansión sin molestar demasiado y dejando arregladas sus finanzas. No me atreví ni a hablarle, pero después invité a tomar una copa a la otra, la que en el insomnio interminable se rebela contra los tópicos, se pone a discutir consigo misma sobre La Rochefoucauld, se niega a contar ovejas porque le parecen animales cargantes, llena con su personalidad la noche donde no viene el sueño. La invité a tomar algo, pero me dijo que tenía prisa, que tenía que aparecer en la cabeza de un tipo que no comprendía nada sobre Doroty Parker. Alucinaba por la sexta, me drogaban el Rockefeller Center y la Radio Music Hall, caminé hacia Central Park, me senté en un bar a descansar de tanta aparición literaria, vi en otra mesa sin hacer ruido a Simone de Beauvoir, era personaje de su Diario de viaje por América, se mostraba ecuánime, tenía deseos genuinos de aprender y de existir, quería sobre todo anotar cada instante, escuchar jazz, amar a alguien sin prejuicios y con la mirada abierta. Me sonrió con circunspección desde otra mesa, y le dije: «cuanto existías en París antes de que llegase la Invitada para la cual no era nada interesante, a mí me atraes más tú que todo lo encuentras interesante, y me atraes porque no sientes la náusea puritana de aquel tipo de París sino pasión por la vida, sin tu observación de todo lo que nos roza». Me dijo que sí, que gracias, me preguntó si ya había visto a la Condesa de Edith Wharton. Y ella se fue y precisamente se sentó en su mesa la condesa de Wharton, vi su halo de rechazada por la alta sociedad pasmona de Nueva York, de perseguida por la mirada de ese hombre que va a casarse con otra que está metida en la inocencia y prefiere no enterarse de nada y seguir las convenciones de siempre, noté que en su mirada chispeaba eso, lo que hizo que el hombre vibrara de nostalgia, la añorara toda la vida, la mirara extraordinaria en la pérgola junto al agua, la perdiera para siempre detrás de una ventana en la Plaza Furstemberg en París. Le eché una ojeada de «yo también te amaría si fuera a la Ópera en medio de las grandes damas sonámbulas de Nueva York, te amo de todos modos porque te he visto metida en el libro con todo tu encanto y con toda tu tentación». Regresaba hacia mi hotel hippie de la avenida tercera, me tomaba un bocadillo con cerveza a la altura del Village, me temblaban los árboles delgados y las casas rojas, entonces me pareció que se reía en algún rincón Miss Lonelyhearts, la Señorita Corazones Solitarios, que era un hombre en la novela de Nathanael West, que vivía entre un estilo suelto y capítulos apresurados la soledad grotesca del capitalismo chillón, que vivía pesadillas religiosas, que escuchaba como su compañero del periódico le decía: «Olvida la crucifixión, recuerda el Renacimiento, yo te doy el Renacimiento, qué paganismo, papas borrachos, bellas cortesanas, hijos ilegítimos». Pasaban días hinchados, iba por otras calles, me hacían alucinar las jarras de café y las pastas extendidas sobre los platos, se me llenaban los ojos con la gente que se movía en la Penn Station, recordé cuando llegó allí desde su colegio en Pensilvania ese adolescente descontento de John Salinger en El guardián entre el centeno, ese muchacho que escapa de casa, se va a Nueva York unos días, critica todas las falsedades y las frases hechas del mundo que lo rodea, se queja como un solitario de un montón de actitudes fraudulentas a su alrededor, pensé que representaba un poco al propio Salinger, que se encerraba en sus mundos incógnitos, en sus fincas con alambre de espino, pero que soltaba sutiles mensajes hacia el mundo, ese hombre que hace desplantes a todo, quiere escarchar las palabras, quiere hacer de la literatura algo cortante, pero se exhibe al esconderse, busca adolescentes a las que amar como un adolescente y las abandona sin contemplaciones en cuanto se vuelven maduras, pensé que ese héroe de la novela es bastante el propio Salinger un poco despreciativo y un poco adolescente caprichoso, se siente como el guardián entre el centeno, inspiró a muchos solitarios que quisieron romper con todo y pegar tiros para resolver las falsedades de un plumazo. Iba otra vez por la Quinta Avenida, me vibraban las tiendas exclusivas y los rascacielos, y me pareció que bailaba la protagonista de Desayuno en Tiffanys de Truman Capote, me puse a bailar con ella sin que me viera, caminó unas manzanas y fue a desayunar diamantes en la joyería, la miré a los ojos, tenía cara de organizar fiestas locas porque estaba sola, de alucinar con los diamantes, de no querer casarse, de no saber qué quería, de sentir una especie de saudade a la americana. Caminaba hacia el parque Bryant, me fijaba en el edificio American Standard con sus ladrillos negros y sus llamas amarillas, miraba las escaleras de la Biblioteca Pública, y sentada en la fuente vi a Silvia Plath, personaje de sí misma en La campana de cristal, allí cuenta cómo ganó un concurso para editar una revista durante unos días en Nueva York, soñó en la ciudad todas las posibilidades porque era la primera vez que salía de la puritana Nueva Inglaterra, todas resultaron frustrantes, disolvía todas sus frustraciones purificándose durante una hora en la bañera, al final tiró todos sus vestidos por la ventana del hotel para mujeres. Le pregunté en qué pensaba, me dijo que los psiquiatras mecánicos solo conocían tópicos o electroshocks para curar la decepción con el mundo circundante, entonces era mejor matarse y era más fácil matarse en Nueva York, le contesté como Sábato que algún sentido debe de tener la vida porque si no todos se suicidarían. Me movía en dirección a Central Park, alucinaba con los personajes que pasaban, con el tiempo, con mis recuerdos, entonces encontré al viejo de El planeta de Mister Sammler de Saul Bellow, que protegía sus rarezas, que miraba las rarezas de la gente, que filtraba el mundo según su piel vieja, y tenía todos los estremecimientos escondidos del viejo Bellow de Chicago. Llegué a la esquina de Central Park y allí me encontré a la vieja Enid de Las correcciones de Jonathan Franzen, escapaba a Nueva York desde el medio oeste, esperaba todavía reunir a sus tres hijos una vez al año, sobreponerse a la desorientación de sus valores burgueses que hacían agua por todas partes, superar los olvidos de su marido el empleado de los ferrocarriles y superar su angustia, pensar que se puede corregir la vida, que nos podemos corregir de los montones de equivocaciones. La miré comprensivo, le dije que a mí también me habían fallado mis convicciones montones de veces, que esa angustia era positiva, que se podía corregir la vida sin parar hasta morir. La vieja me miró ansiosa, quiso decirme algo, pero yo vi a lo lejos a Patti Smith también personaje de sí misma en Éramos unos niños, me acerqué a ella, me contó otra vez cómo recitaba poemas en el teatro Mercer antes de que actuaran Las Muñecas de Nueva York, cómo le escondía los cigarrillos de marihuana a Robert Mapplethorpe, cómo buscaba con él postales antiguas en la Cuarta Avenida, me convencí de que la ilusión de vivir como los niños es la mejor base de toda rebeldía, me acordé de su vida intensa con Robert Mapletorpe y de sus visitas a Rimbaud.
Durante horas caminaba por la Sexta Avenida, me temblaban los ojos ante el Empire State Building, admiraba a lo lejos el Crysler Building como un sueño de subir en Cadillac al firmamento con alguna chica de película, me senté en el Parque Madison, miré el edificio Flatiron como un cuchillo romo en la melancolía, y a mi lado se sentó ese padre fracasado de John Cheever que quiere alucinar a su hijo en una visita a Nueva York, pelea con todos los camareros, ve cómo le faltan al respeto en los restaurantes, recorre un montón de locales de donde lo echan, hasta que al final se acaba el tiempo y tiene que despedir a su hijo de manera patética, con el patetismo que hemos vivido todos tantas veces. En otros días vagaba por el Soho entre escaleras de hierro, caminaba por Brooklyn de casas con escaleras, me prolongaba por el Puente donde Hart Crane esperó bajo sus arcos no sabía qué, tal vez a que llegasen las nieves de antaño que sepultasen todos los edificios, y mirando el Hudson se me acercó Arthur Miller como un personaje de su autobiografía (que nunca deja de ser una novela) Vueltas al tiempo, me contó otra vez cómo lo atracaron y uno de los ladrones lo reconoció como un gran autor teatral, y lo dejó marchar con admiración, me admiré con él de que a veces la literatura emocione hasta a los ladrones, seguramente mucho más que a los potentados con puro que miden los beneficios, me dije con él: por eso debemos seguir escribiendo, nunca se sabe. Volvía a la plaza Washington, quería tomarme otra vez algo profundo en el café Reggio y mirar si aparecía Djuna Barnes envuelta en su bosque de la noche, y encontré a Sanjeev, el personaje de El intérprete del dolor (qué gran idea: traducir para un médico que habla otro idioma los síntomas que sienten los enfermos, cuántas veces habría que traducirse), que siempre aparca junto a la plaza Washington cuando viene de Massachusets, que quiere mantener su orden y su identidad en un medio extraño, y le perturba que su esposa desconocida Twinkle recicle cosas que encuentra abandonadas en su nuevo piso, destaque en su jardín una estatua de Cristo aunque no sea cristiana, le desordene sus certezas, lo zarandee con sus ocurrencias y se siente así en esa Nueva York perturbadora, donde no hay esencias de ninguna parte, donde se han mezclado todos los sueños, todas las decepciones, todas las brutalidades, todas las creaciones, todas las soledades, todos los personajes.
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