por ANTONIO COSTA GÓMEZ En un balcón secreto sobre el mar en la muralla de Cádiz le contaba a mi mujer, Consuelo, que quieren demonizar a Persia, vete a saber por qué. Y la verdad es que su régimen de clérigos es agobiante, con policía de costumbres, cerrazón de las ideas, la religión determinando la vida cotidiana, persecución de todo el que no esté de acuerdo, creadores exiliados. Y encima roban el nombre, tan lleno de sugerencias, que suena a culturas milenarias, y lo cambian por Irán, que solo suena a cerrazón y fanatismo. Es como tapar la cara del país, igual que otros tapan la cara de las mujeres. El régimen del shah era una dictadura sanguinaria, pero el régimen de los ayatolás fue todavía peor y más miserable. Y, a pesar de todo, en Irán hay elecciones, las mujeres pueden votar, pueden estudiar, pueden conducir coches, mientras que en Arabia Saudita, que sólo tiene arena, y donde nacieron los integrismos, no hay nada de todo esto. Y sin embargo Irán es el malo y a Arabia Saudita se le perdona todo. Por otro lado, al margen del régimen, está el país mismo, la gente, la cultura. En Persia, que me jode llamarla Irán, hubo grandes poetas, y la gente los ama, y hubo imperios esplendorosos a lo largo de los siglos, con arquitectura fascinante y columnas alargadas y relieves exquisitos y miniaturas delicadas, y hay una sensualidad íntima en las comidas y en las vestiduras a pesar del moralismo oficial, y hay unas ciudades bellísimas, como Shiraz o Isfahan, y hay unos paisajes variados, desde las llanuras del sur a las montañas nevadas Elburz y las orillas del mar Caspio, y hay un cine inquietante e inagotable. Y el islam chiita es más abierto y cordial, incluso es más propenso al lirismo y permite las imágenes, y en todas partes está la imagen del Iman Husseim, el mártir que fue perseguido y muerto a traición, y lo celebran con nostalgia y melancolía y sentimiento más que con rigidez y puritanismo. Pero la gente, como siempre, desprecia lo que ignora, y tapa el país con tópicos, y no conoce la cultura de Persia durante milenios que se extendió por toda Asia Central, y confunde a los persas con los árabes, tan diferentes de ellos en todas las cosas, no sólo en el idioma, el farsi, que no tiene nada que ver. Y le hablé en el balcón a Consuelo de Forugh Farojizad. Fue una poetisa rebelde de los años cincuenta y sesenta, rompió las rigideces y las tradiciones, provocó a la sociedad con sus libertades y sus actitudes, usó un lenguaje vivo y popular en lugar de las formas académicas y resecas, llenó de vida y de vibración la poesía, sin dejar de recurrir a la musicalidad y el tono legendario y los mitos siempre vivos, estuvo en el París que es patrono de todos los rebeldes, estudió cine en Londres, visitó la Italia del esplendoroso Renacimiento, se divorció y le impidieron ver a su hijo, quiso volver con sus padres y la rechazaron, se volcó en la amistad con otra mujer, fue amante de otro poeta, la escarnecieron por sus libertades, la llamaron la Bilitis persa, fue actriz de teatro, hizo una película sobre los leprosos, se saltó las convenciones de mil maneras, fascinó a tantos creadores, incluso Bertolucci hizo una película sobre ella, era la inquietud y la provocación y el sentirse viva, defendía el papel vivo de la mujer, igual que Marianne Satrapi en su Persépolis decía de niña que ella también quería ser profetisa y no tenían por qué ser solo profetas los hombres. Su primer libro se llamaba Cautiva, su tercer libro Rebelión, y al final en 1966 murió en un accidente de coche, y sus seguidores dudaron de que aquello fuera un accidente, y la lloraron sin parar. Ella era una esperanza para todos, una posibilidad de vivir y de salir de la rutina, de los encierros mentales, ella era una invitación y una ventana, fue víctima de la sociedad tradicionalista del shah, pero si esa sociedad era cerrada, qué le hubiera ocurrido en la más lóbrega y oscurantista de los clérigos, qué se puede esperar de una sociedad gobernada por clérigos, donde está regulado por letra y no por espíritu, por las prohibiciones y no por la vida. Cuando fui a Persia en 2005 leí dos antologías de su poesía en español, Noche en Teherán (El Bardo, 2000) y Nuevo nacimiento (Ediciones de Oriente y del Mediterráneo, 2004), que se basan sobre todo en sus últimos libros Renacimiento y Tengamos fe al principio de la estación fría. En el primer libro Forugh evoca días míticos en que al abrir las pestañas borbotean canciones como globos, ve inquieta que la luna está intranquila y el viento se llevará todo, recuerda cuando se sintió mujer por primera vez, siente la hondura del placer con su amante, siente las aves y la imaginación detrás de los muros, canta los cuerpos desvergonzados y terrestres, evoca la locura amorosa en el desierto de Maynun y Leila, siente que la tierra materialista se vacía de profetas y los corderos se pierden, le pide a su amante que le traiga una ventana, dice que todas las estrellas (en esa sociedad mezquina) han emigrado hacia un cielo perdido, siente a pesar de todo delirios verdes de la naturaleza y que su cuerpo quiere ensancharse. Y sobre todo en el poema más inolvidable, ‘La conquista del jardín’, entra con su amante sin miedo en el jardín mítico, que parece prohibido, y se acuesta con el amado no sólo con el nombre sino con el cabello y el cuerpo todo y la sinceridad, encuentra la verdad prohibida en ese jardín, y su amante y ella son apasionados como dos soles, y ya no sólo susurran con miedo en la oscuridad, se unen sin cortapisas en el fuego, en la tierra, en el orgullo, nacen otra vez sin límites, se sienten vivos sin limitaciones, se unen como un puente en mitad de la noche, en forma de olor, de luz, de viento, se reúnen en el bosque (como aquel bosque en que Alejandra Pizarnik se sentía una loba desnuda liberada por el lenguaje) como dos gacelas, rasgan las cortinas y se sienten palomas en las torres. Y todo con la repetición rítmica, con la anáfora insistente, con el polisíndeton que martillea, con el lenguaje suelto y libre pero que tiene el aliento de las viejas canciones, de las leyendas de siempre, de los mitos, con el desenfado, con el apasionamiento rebelde. En Nuevo nacimiento insiste en la idea de volver a nacer con obstinación, de volver a nacer siempre, a pesar de la muerte y la represión, de nacer siempre inquieta e incansable, reivindica el pecado con los ojos llenos de secretos, quiere ir a la ciudad de los poemas y las pasiones y las estrellas de fiebre, pide la savia de la tierra como las plantas, dice que sólo es el eco de una canción, es decir, algo muy ligero pero muy profundo, muy pasajero pero muy permanente, porque las canciones son la esencia intensa de la vida contra la mediocridad de la prosa diaria, proclama la melena que se suelta con la respiración del otro, se siente sola como una hoja, contaminada por la felicidad rebelde, con dudas en el jardín de los besos, le ofrece al amado en sus manos toda su vida como un cuenco de leche, habla de ojos que desorientan a los sufíes, se desborda, se descontrola en la soledad y el secreto, enciende las palabras, crea letanías repetidas de la pasión, reclama las riquezas terrestres como André Gide, y no es tan raro en una tierra como esa, habla de prisioneros que excavan túneles de escapada, habla de los pájaros locos que no leen el periódico, reclama el regreso del amor una y otra vez, habla de las cortinas que no dejan ver el cielo y de plantar sus manos en el jardín mítico para que crezcan una y otra vez, para los orientales el paraíso es un jardín (por eso un jardín en Shiraz se llamaba de los Ocho Paraísos y la palabra paraíso significa jardín), pero el paraíso y la plenitud son ilegales, clandestinos, prohibidos por los reglamentos y las dictaduras, dice que no quiere detenerse en la tierra de los enanos y que siempre quedará la voz. Y sobre todo conserva la fe en la vida en medio de la estación del frío, una fe loca, insensata, incontrolable, y aunque se tapen de luto los espejos no se le puede decir al hombre que no vive, siente frío pero le queda el vino y la amistad intensa, pero en medio del frío y las ruinas de la imaginación ella tiene fe contra todo obstáculo, sigue viva aún después de que la maten.
Y esa poesía, le decía yo a Consuelo en el balcón secreto, tan secreto como los secretos a los que apelaba Forugh, aunque es tan rompedora con las tradiciones y las academias, sigue la constante viva de la poesía persa durante milenios, concuerda con aquel poema sobre Maynun que se vuelve loco en el desierto para amar con toda la fuerza de su imaginación a Leila, concuerda con Hafiz cuando habla de esa muchacha salvaje a la que busca por los mercados, o de la chica de pelo revuelto que llega a su lecho por las noches, concuerda con la vitalidad apasionada de Omar Jayam, que tuvo que escapar también de los fanatismos de su tiempo y dar vueltas como un rebelde, tal como nos cuenta en famosas novelas Amin Maalouf, con sus cuartetas, en que une la pasión y la duda, la sensualidad y la hondura que en el fondo son la misma cosa, concuerda con Firdusi cuando canta las gestas de los héroes que persiguen a los montruos montados en el Simurg, o con las viejas creencias de Zoroastro, con Ormuz que se rebela contra el amargado Ahriman, el fuego de la pasión que diviniza la inercia del mundo, concuerda con Saadi que da máximas de prudencia y sabiduría pero también sabe contar historias de amor desesperadas y de las ilimitaciones de la carne y de las soledades sabias de los desiertos, concuerda con aquella sensualidad apasionada y elegante de las procesiones de oferentes en los relieves de Persépolis que van a llegar dones al emperador como seres elegantes y orgullosos y no como los sometidos sin alma de otras culturas, y con ese apasionamiento de columnatas infinitas, y con esos caballos alados de la Puerta de las Naciones, y con esas filigranas que recorren la inmensa Plaza del Imán en Isfahan que yo miraba desde la terraza de la tetería Qeysarieh como si fuera un bordado gigantesco, con todos los jardines y los pabellones llenos de pinturas apasionadas (no como en la aridez abstracta de otras culturas islámicas) y de alfombras mágicas vagabundas, concuerda con la avenida Bagh de Isfahan llena de escaparates de dulces delirantes y de vestiduras tentadoras para las mujeres y de restaurantes intensos, concuerda con esa Persia de siempre elegante e imaginativa, que no es Irán, que no son los clérigos, que no es la represión, que son las cuartetas de Omar Jayam, que son las tabernas místicas de Hafiz, que es la amante apasionada Forugh.
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