por ANTONIO COSTA GÓMEZ Nietzsche estuvo en Venecia por primera vez en 1880 y concibió allí una alteración de todos los valores, un recuperar la vida incontrolable que las doctrinas reprimían. Escribió un libro que primero llamó La sombra de Venecia y después Aurora. Ya había dejado la sequedad de los ámbitos académicos, el polvo de los doctos que se repiten unos a otros, ya era un filósofo errante y libre. Quería desembarazarse del lenguaje convencional y de sus limitaciones: «Para llegar al conocimiento hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como piedras, hasta el punto de que es más fácil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una palabra». Y en Venecia iba a sentir los primeros ramalazos ligeros y felices de la vida. Según Sábato, en las crisis se saca lo que está más oculto, los valores más indiscutibles, entonces nos dejamos de palabrerías y buscamos lo esencial, lo que puede salvarnos. Un atardecer yo pensaba en el Gran Canal que Europa fue la dominadora del mundo e impuso su ley en todas partes, pero ahora que solo es un rincón de la Tierra entre otros puede mostrar su verdadera personalidad, sus manías, sus secretos, sus tics entrañables. Se convierte en un viejo con quien podemos hablar y que nos escucha, que tiene un poco la sabiduría de los derrotados, de los supervivientes. Y eso le pasa especialmente a Venecia, que es solo una ilusión, una belleza desesperada al borde de la muerte, un cuadro sobre Venecia, un exceso de luz del Veronés o de Tintoretto. Llegamos a San Giovanni e Paolo, un espacio gigantesco, una forma del entusiasmo en el Renacimiento, presidido por la estatua del condottiero Bartomeo Colleoni por Andrea del Verrochio. La miramos desde todos los puntos de vista, nos pusimos debajo del caballo, le vimos el culo, apreciamos los hombros y el brazo levantado del caballero, miramos su casco y su mirada levantada. Le dije a Consuelo: es toda la fuerza y el ímpetu del Renacimiento, ese vitalismo que no se arredra, que aprovecha toda la vitalidad del caballo, que se sobrepone y cabalga la vida, esa cabeza hacia lo alto, esa mano que coge las riendas con decisión, sin que nadie pueda impedirlo, ese orgullo, aquí tenemos todo el poder de Venecia o de Europa. Pero ahora es el poder de la vida contra el destino, la fuerza inagotable del entusiasmo. Eso es lo que vio Nietzsche. Nosotros la veíamos con melancolía y con lucidez en el atardecer, con el resto de todo lo que podía ser la vida y la supervivencia. Ese entusiasmo por sobrevivir, eso que queda después de todas las crisis, ese hermoso deseo de fogosidad, de coger la fuerza de los caballos. Todavía podíamos leer a Nietzsche y admirar el Renacimiento. Mirábamos la estatua una y otra vez mientras caía la tarde, aquel caballero no podía aplastar a nadie, ni a los que estaban en las terrazas de los cafés, ni al niño que se metía peligrosamente en el agua mientras su madre miraba sin parar los mensajes de su móvil, ni a la familia que esperaba un taxi acuático, más bien los animaba a todos levemente, les daba una especie de belleza perdida, que se veía con una parte de los ojos, como el esplendor barroco de aquel edificio que ahora era un hospital, como todas las suntuosidades de la iglesia de Giovanni e Paolo.
Nietszche escribió un poema sobre las palomas de San Marcos, la plaza era su dicha, la torre se levantaba igual que un león con su impulso ligero, le robaría el alma a Venecia, en la mañana de frescor él lanzaría sus cantos como palomas que vendrían para arreglar una rima y se marcharían otra vez con sus plumajes. Con esa dicha de las palomas ni siquiera hacía falta la música, que para Nietzsche era lo máximo que se podía decir. La torre irradiaba orgullosa en la esquina de San Marcos, igual que el león de Venecia e igual que la estatua entusiasmada de Bartomeo Colleoni. Me imagino a Nietzsche con su fragilidad física, que ni se atreve a declararse directamente a Lou Andreas Salomé, contemplando activamente la estatua y sacando fuerzas de ella. Pero la victoria política y económica de Venecia en otros siglos era ahora una victoria estética, la política se había convertido en poesía, que es la verdadera fuerza. La dama dominadora a la que todo el mundo teme se había convertido en una dama arrebatadora a la que todos aman. Y años después también caminaría por allí Rilke, otro libre, otro errante, otro poeta que buscaba la vitalidad órfica en todas partes. Y en Así habló Zaratustra también Nietzsche se acordaría de aquella Venecia donde empezó a concebirlo todo. La dicha de Zaratustra era la risa del león de Venecia y el tumulto de las palomas de San Marcos. Y escribió que pensamientos que se mueven con pies de paloma (aquellas palomas felices de San Marcos) mueven al mundo. Porque Nietzsche quería ese entusiasmo contagioso de las palomas y la belleza, no quería el dominio de ningún Reich, y además en Ecce Homo él se proclamaba polaco y admirador de Chopin. Nunca quiso la prepotencia sino el entusiasmo, era demasiado poeta, demasiado vibrante, para no admirar la vitalidad hermosa en todas partes. Incluso en el crucificado al que tantos escamotean. Había asustado al mundo académico y acartonado de Basilea con su estudio sobre la tragedia griega, descubriendo el alma de Grecia, descubriendo la lucha de Apolo y Dionisos más allá del polvo minúsculo de erudiciones y minucias filológicas. Y ahora iba a captar el alma de aquella ciudad espléndida y creativa que se resolvía en luces y crepúsculos, que temblaba en medio de las aguas, que con sus esplendores arrebataba a los hombres. Ahora robaba el alma de Venecia, la misma alma que fulge en el Otelo de Shakespeare (tan nietzscheano) cuando —antes de que el envidioso Iago le envenenara el amor— le cuenta a Desdémona sus historias de mares y travesías. Lo suyo era robar almas.
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por ANTONIO COSTA GÓMEZ ![]() Cogimos un autobús a las ocho de tarde en Trieste que venía de Florencia y nos llevaría a Sofía, llegaríamos allí a los doce de la mañana. Estábamos ilusionados con ver Sofía, nos alojaríamos en el Hostel Art, que tenía obras de arte, e hilo musical, y estaba muy céntrico, y yo había planeado qué autobús nos llevaría después a Estambul, y con cual iríamos a pasar el día a Veliko Tarnovo, una de las ciudades más asombrosas de Europa, metida en un acantilado entre dos montañas, con un castillo en lo alto en que había un espectáculo de luces algunos días, de la que Ivan Vazov había dicho que “era un lugar imposible”, que los escritores consideraban un sueño, la habían antepuesto a Plovdiv, que también tenía un barrio antiguo asombroso donde había una casa de Lamartine. Nos ilusionaba conocer Bulgaria, que era uno de los países más desconocidos de Europa, y del cual apenas había escritores conocidos, solo sonaba Elías Canetti y ése apenas había parado en Bulgaria, más bien era uno de esos apátridas a los que no reivindica ningún país y que me entusiasman a mí, quise encontrar recuerdos de Canetti sobre Sofía pero no pude hacerlo, me conformaría con encontrarlos sobre Ruse, la ciudad del Danubio donde nació, pero se me olvidó releer La lengua absuelta. Pero al llegar a la frontera serbia resultó que tú no podías pasar porque eras colombiana, tenías que tener un visado de tránsito, me dijeron que yo podía pasar pero tú no, un policía nos acompañó un poco y luego nos dejó en tierra de nadie, era el símbolo del abandono y de la soledad del individuo ante los estados, de la indefensión ante las maquinarias que nos hemos construido, volvimos al puesto croata y también preguntaron por visados, menos mal que no insistieron mucho, pero nos quedamos allí sentados en el suelo durante horas, hacíamos dedo y nadie nos paraba, negociábamos con los autobuses y decían que estaban llenos, tú les hablabas a los camioneros y decían que te llevaban pero no a mí. Finalmente nos recogió un autobús albanés que venía de Kosovo y nos llevaron a las cercanías de Zagreb. Y en Zagreb cogimos un tren para Budapest y allí otro para Bucarest y Estambul. ![]() El tren paró mucho en la frontera de Bulgaria, allí estaba el Danubio muy ancho, y te dije: mira el Danubio otra vez, ya es la segunda vez que lo ves, a ti te interesaba tanto ver el Danubio, me habías hablado muchas veces de él y soñabas con él , y tardamos un buen rato en atravesarlo. La primera ciudad de Bulgaria era Ruse, te dije que era la ciudad donde nació Elías Canetti, que eso me interesaba mucho, en otras ocasiones te había hablado de Canetti, que me gustaba porque era un excluido, alguien que estaba fuera de todas las naciones, un apátrida, alguien que era sencillamente humano, que estaba en el aire, y un día te hablé de su novela Auto de fe, trataba sobre un hombre que vive sin salir de casa, entre miles de libros, y tiene una lucha sorda con su criada y luego esposa, se atacan y se putean mutuamente, ella maltrata sus libros y los vende, hasta que al final, desesperado, se quema con ellos, por eso es un auto de fe, los libros son las brujas que se queman, son las inquietudes y las vitalidades del hombre que vive de ellos, resumen la vitalidad de la vida, la vida que no hay en las calles, esa novela es un homenaje a los libros, a la literatura, a las bibliotecas, expone la tragedia de la literatura, tiene algo de extraño y de kafkiano, habla de la soledad y del absurdo, resume las condiciones de la existencia. Canetti tenía poco de búlgaro, era alguien que pertenecía al cosmos, era tan inglés o alemán como búlgaro o judío, su verdadera patria era la Literatura, pero aquél era el lugar donde había nacido, donde tenía los primeros recuerdos tal como contaba en La lengua absuelta: «Rutschuk, en el bajo Danubio, donde vine al mundo, era una ciudad maravillosa para un niño, y si digo que está en Bulgaria no doy más que una vaga idea de ella. Allí vivían gentes de las más diversas procedencias, en un mismo día se podían escuchar siete u ocho idiomas diferentes. Además de los búlgaros, que procedían del campo, había muchos turcos que vivían en su propio barrio, y colindando con éste estaba el barrio de los sefardíes, el nuestro. Había griegos, albanos, armenios y gitanos. Los rumanos venían de la otra orilla del Danubio; mi nodriza, de la que no me acuerdo, era rumana. Ocasionalmente también había rusos». ![]() Y me emocionaba estar allí, al lado del Danubio que expresaba esa grandeza, ese arrastrar de cosas, esos sueños del agua, esa superación de particularismos, ese ir muy lejos que prefiguraba su literatura: «Rutschuk era un viejo puerto del Danubio, lo que le confería cierta importancia. Como puerto, había atraído gente de todas partes y el Danubio era el tema constante de conversación. Se contaban historias sobre aquellos años singulares en los que el río se había helado; de viajes a Rumanía en trineo a través del hielo; de lobos hambrientos que pisaban los talones a los caballos de los trineos». Y te dije que también escribió de un modo muy personal sobre la ciudad de Marrakech, que tú tantos deseos tienes de conocer, en Las voces de Marrakech. Eran una serie de experiencias insólitas, de personajes extraños, la gente de los mercados, los mendigos ciegos, una mujer loca detrás de una reja, un maestro con sus alumnos, los contadores de cuentos, las vendedoras de pan, la dueña cosmopolita de un bar de la plaza grande que permanecía abierto toda la noche, un fardo vagamente vivo en el suelo de la plaza, que penetraban el misterio de esa ciudad y la volvían llena de aliento, de inquietud, de pregunta. Entonces Marrakech se volvía algo más que consumo para el turismo, se convertía en una voz, en una modalidad de la lengua, en una manera de respirar. En ella había que absolver al lenguaje otra vez: «Trato de relatar algo y apenas enmudezco me doy cuenta de que aún no he dicho nada. Algo maravillosamente luminoso y denso permanece aún en mí y obstruye la palabra. ¿Es acaso la lengua, que no entiendo, y que paulatinamente debo interpretar en mi interior?». La policía bulgara se demoró mucho con tu pasaporte, hizo comprobaciones, llamaron por teléfono, se llevaron el documento, ser colombiano era tan extraño como ser de otro planeta, era ser de muy lejos como Canetti, le dije que tenías residencia en España, me dijo que ya lo veía, me preguntó si estabamos en tránsito, dichosa burocracia y legalismo, el reino de los impresos, y finalmente dijo que todo estaba bien.
El tren se puso en marcha y los alemanes y nosotros brindamos porque habíamos pasado sin problemas, porque Consuelo había entrado en Bulgaria y podía seguir adelante, hicimos una fiesta momentánea, y disparaste una foto, todavía me veo en esa foto levantando la lata de cerveza y riendo abiertamente porque los papeleos no te habían empapelado, porque nuestro viaje podía continuar. Éramos tan vagabundos como Elías Canetti. Estábamos generando las palabras con que escribir este texto. |
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