por ANTONIO COSTA GÓMEZ Estoy de paso en el aeropuerto de Munich, vengo de la isla de Creta, tengo un catarro infinito, todos los diablos del infierno se han confabulado contra mí, me atacan sin parar, no puedo respirar, no puedo ni abrir los ojos, jadeo continuamente, el infierno entero me ataca por todas partes, pero ahora no hablo del infierno como libertad contra el cielo opresor, no hablo de los diablos como liberadores contra el bien oficial aplastante, ahora hablo de los diablos como cabrones que quieren hacerme daño, que no me dejan ni un respiro, ahora hablo de diablos hijos de puta que no me dejan vivir, igual que los diablos campesinos fanáticos de Zorba el griego no dejaron vivir a la viuda porque se acostó con el narrador, igual que los diablos metidos en la iglesia ortodoxa más reseca excomulgaron a Kazanzakis y no quisieron enterrarlo en lo que ellos consideran tierra sagrada (porque toda es sagrada) y por eso está enterrado en un lugar solitario en lo alto de la muralla de Heraklion, los diablos me acosan sin piedad, pido una mínima tregua pero no me la conceden, tengo una congestión de nariz de todos los demonios, siento incitaciones explosivas a estornudar por todos los rincones de la nariz, cierro los ojos e intento olvidarme de todo con el pañuelo en la mano, abro los ojos y me asusta la nariz, me parece un extraño muro que sale de mí, y todos los pasajeros son sombras fugaces, creo que en este estado es interesante pensar en Creta y en Kazanzakis, en esos estados paradójicamente uno tiene más lucidez y capacidad de visión, la capacidad de ver se saca inopinadamente de las esquinas de la conciencia, funciona mejor que cuando uno está tranquilo y pretende comprenderlo todo encerrándolo en conceptos, no, de este modo, las cosas saltan delante de mí, tal vez tengan razón los gnósticos, este mundo está en poder de un dios malo, de un demiurgo que parodia mal los verdaderos arquetipos que tiene otro dios que está fuera, tal vez haya que liberarse de este mundo, de los poderes aplastantes de este mundo, y a veces por rendijas vemos la plenitud fuera de este simulacro platónico mal hecho. A través del azufre de este infierno leo la novela Zorba el griego y todo lo que me ha dado y sugerido, cuando la leí hace tiempo y cuando la leí ahora de nuevo antes de ir a Creta, mucho más ahora sin duda. Pienso en esa especie de profeta sin quererlo y a su pesar que es Zorba, lleno de contradicciones y de sorpresas, que comprende lo incomprensible que es la vida, que la defiende contra los prejuicios y las simplificaciones conceptuales, le reclama al patrón narrador que se deje de búsquedas abstractas y mire la vida con todo el ser, no solo con su cabeza hipertrofiada. El narrador busca en el budismo, en ideologías, Zorba le dice que viva y sienta la vida, algunos ven Zorba el griego de Cacoyanis, con la gran interpretación de Anthony Quinn, con la música inolvidable de Teodorakis, y no está mal, pero en esa película no están todas las reflexiones desconcertantes de Zorba, todo lo que dice en los momentos más impensados, cuando recuerda su vida, todo lo que hizo, todo lo que sintió, sus estupores, su sentimiento trágico, sus preguntas apasionadas sin respuestas, se pierde el sentido trágico de Zorba, su romanticismo de tragedia griega, se pierde cómo está conectado con la diosa de las serpientes de Creta, esa diosa representa la conexión con la tierra pero también toda estilización apasionada, todo el aligeramiento de los pesos, todo el dinamismo con la falda de volantes, toda la sinceridad y libertad con los pechos al aire, y así es Zorba también, alguien menudo con las entrañas al aire, parece un bravucón a veces pero tiene una sensibilidad exquisita otras veces, por ejemplo en el trato con la madame francesa que se considera a sí misma una vieja gloria, él tiene también mucho de teatral pero con la capacidad vitalista y reveladora del teatro; cuando no sabe cómo expresar algo se pone a bailar, porque en la vida no todo cabe en el lenguaje a no ser que el lenguaje se vuelva loco, a no ser que el lenguaje baile también, y si uno se limita a la película pierde la melancolía desgarradora del libro en algunos momentos, ese rendirse con estupor para levantarse más tarde con nuevas fuerzas, con nuevas ínfulas de la diosa de las serpientes. Kazanzakis se vio deslumbrado por este personaje real de Macedonia, pero en el fondo Zorba es él mismo, en él puso todas sus intuiciones vitalistas, la secreta estilización apasionada de la cultura minoica y de El Greco. En el aeropuerto de Munich, en mitad del azufre, pienso en Cartas al Greco. En esa obra el cretense Kazanzakis le cuenta su vida al cretense prodigioso y visionario Domenico Theotocopuli, el pintor en cuyas pinturas vibran después de miles de años las estilizaciones y libertades minoicas de los frescos de Cnossos. Después afinó su mirada en Venecia, y luego vino a Toledo a asombrar a los españoles con su visión del cielo y de la tierra y a asombrar a Rilke. Kazanzakis le cuenta su vida profunda, no se centra en hechos y fechas, le habla de sus búsquedas espirituales. Siempre pretendió la gran paradoja, pretendió espiritualizar el mundo al máximo sin que dejara de ser carne y sangre, sin que dejara de palparse y vivirse. Kazanzakis quiso, como el Greco, que todo fuera estilizado y apasionado, buscó por todas partes, en Oriente y Occidente, en el cristianismo más salvaje, en el monte Athos con Angelos Sikelianos, que incluso se volvió demasiado angelical para él, en La India, en Nietzsche, en Europa, en la Creta más escondida, en el leninismo, en las corrientes que parecen más contradictorias, y todo lo vivió con pasión y con ansia, todo lo hizo suyo, en todo puso ganas de vivir y aprender de verdad y no hacer diletantismo o erudición. Le cuenta sus desgarramientos al Greco, a veces le parece que en la Grecia clásica de la razón y la mesura hay un remedio contra lo bárbaro salvaje, los lapitas serán mejores que los centauros; otras veces encuentra en lo bárbaro algún ingrediente esencial que no se puede eliminar de la vida; siempre late en él esa filiación con la Diosa de las Serpientes que representó el refinamiento más exquisito de la cultura minoica sin dejar ese salvajismo del contacto apasionado con la naturaleza. Kazanzakis también vivió las epifanías de las mujeres de los grabados cretenses que abrazaban a los árboles porque en ellos estaban los dioses. Pido una copa de vino blanco, me parece bellísimo y delicioso, lo miro alucinado, le digo a Consuelo que el vino de Baviera es exquisito, ella me señala que es Pinot Grigio de Venecia, y yo estoy encantado de beber vino de Venecia, bebo Venecia embotellada a pequeños sorbos para que me dure infinitamente, y pienso en La última tentación de Cristo, en esa novela Jesús quiere ser un hombre, tiene miedo de Dios y la religión, le parece que esa trascendencia abstracta lo destruye todo, quiere ser un hombre concreto de carne y hueso, como decía Unamuno, quiere ese estar aquí de los cuerpos, «este deseo, este amor, esta espera de la muerte», como decía Sábato. Su madre también quiere apartarlo de esa trascendencia furiosa, según ella, que aniquila a su hijo, luego se ve involucrado en la salvación, en sentirse un Mesías, en que lo sigan todos esperanzados, pero siempre está lleno de dudas y angustias, de contradicciones, expresa un cristianismo agónico de lucha interior como Unamuno. Judas, el dirigente político contra los romanos, lo vigila estrechamente. A menudo desea renunciar, finalmente se plantea una vida de hombre y de amor humano con María Magdalena. Lejos del maximalismo religioso, quiere sentirse de carne y amar a la Magdalena de carne a la que quiso desde niño. Toda la novela es una lucha entre la carne animada y la trascendencia, es un conflicto interior sin fin, es intensamente la agonía de Unamuno, por eso Kazanzakis buscó un día a Unamuno en Salamanca, poco antes de que éste por criticar a Franco se viera apartado de todo y encerrado en su casa, como un solitario grandioso igual que Kazanzakis, La última tentación de Cristo abruma e inquieta con todas sus contradicciones y paradojas, por esa lucha siempre zakisiana (permítanme esa palabra) para espiritualizar la vida sin quitarle la carne, ese deseo tal vez imposible, esa pasión tan profunda por unir lo que parece contrario, o por escarbar en la carne con hondura, como hizo Rilke. Mientras me acabo mi copa de vino de Venecia, pienso en la rebeldía continua de Kazanzakis, es normal que la jerarquía ortodoxa más cerril lo excomulgara y no quisiera enterrar sus restos. Recuerdo cómo lo fui a visitar en lo alto del bastión Martinengo en Heraklion, vi su tumba sencillísima en mitad de la hierba, simplemente una lápida de piedra muy alargada y su nombre. En la piedra está la reciedumbre de su personalidad, en el alargamiento está su deseo de estilización de toda la vida. No sé, quizá son chorradas mías, pero me gustó verlo allí solitario, un tipo apartado y escondido que, sin embargo, puso en el mapa del mundo para mucha gente a Creta con su Zorba, transmitió a millones de personas la «santa locura de los modernos griegos» (como dice en un libro Theodoro Pagiavlas, con el que brindábamos en Chania). Pienso en Kazanzakis como un rebelde cálido y hondo, un rebelde parecido al que aparece en El lobo estepario de Hermann Hesse, un solitario genial y apasionado que no se deja clasificar ni encerrar por nadie, que rompe las perspectivas de todos los que lo abordan. Pienso en él como una variante del Rebelde de Albert Camus, alguien que prefiere la calidez de cada hombre antes que las abstracciones ideológicas revolucionarias o de cualquier tipo, alguien con un lirismo rebelde y próximo, que defiende cada hora de cada persona, cada crepúsculo «en el que el corazón se dilata» (El mito de Sísifo) antes que las trascendencias aniquiladoras de las ideologías y los sistemas, que se enfrentará a todos los sistemas para defender la dignidad de cada ser humano, para defender el presente antes que los futuros mentales, y también encuentro un parecido grande entre Kazanzakis y Rilke, que fue un rebelde contra la trivialidad contemporánea, este superficializar la vida en aras de la técnica y la mecanización de todo, la esquematización de la experiencia y el empobrecimiento. Rilke, como Kazanzakis, quería sentir tan intensamente la tierra que se volviera invisible como la música de Orfeo o los ángeles de las Elegías. Con mi copa de vino de Venecia que parece una epifanía recuerdo que he pasado unos días en Creta, que he encontrado el espíritu de Kazanzakis en toda la isla en cada momento. Lo encontré en el museo arqueológico de Heraklion al ver la Diosa de las Serpientes con su falda de volantes y las tetas al aire. En esa diosa estaba ya hace miles de años la pasión de Kazanzakis por sentir la tierra de las serpientes, hablar con el pecho descubierto, echarse a volar libremente, encontré a Kazanzakis en las ruinas de Cnosos y me alegré mucho, porque las personas repiten como loros los mismos tópicos. Dicen que Cnosos está muy restaurado y repintado por Arthur Evans, pero yo encontré unas ruinas potentes y salvajes y reveladoras, restauradas en algunos trozos, igual que están restauradas muchas ruinas del mundo. Él acabó algunos frescos, él pintó algunas columnas, remató algunas escaleras, pero lo original sigue bien visible y muestra aquella civilización refinada y llena de pasión que, en lugar de aplastar a otras culturas con ejércitos, buscaba la calidad de vida apasionadamente hasta los límites, con sus alcantarillados, su agua caliente, sus teatros, todas sus exquisiteces, y en las ruinas se ve el trazado lleno de dinamismo, de movimiento, de sorpresa, de creatividad constante, de intimismo, de misterio que desafía los esquematismos, nada que se parezca a dioses que van a comerte con sus grandes dentaduras, a tumbas geométricas y gigantescas, no, allí es la exquisitez, la libertad, la imaginación, la naturaleza, las mujeres que abrazan a los árboles porque en ellos se manifiesta lo divino, y vi a Kazanzakis en la coquetería apasionada de la ciudad de Rétino, lo vi en las callejuelas íntimas e intensas de Chania, lo vi en los manantiales surgiendo desbordados por todas partes en el pueblo de montaña de Argiropoulis, lo vi en la fuente veneciana de Spili con sus 25 leones echando agua, en el monasterio de Preveli. En el acantilado estaban los dos únicos monjes con la sequedad oficial vigilando a mi mujer, Consuelo, pero allí mismo el río entre palmas que desemboca abismal en la playa al pie del acantilado tenía la fuerza telúrica de Kazanzakis, Kazanzakis estaba en la mirada melancólica e inasible de la Monna Lisa de Bizancio en Meronas, estaba en la bohemia de Mátala donde los hippies olvidaron Katmandú y donde la María Nube de Odysséas Elýtis invitaba a la libertad del alma palpitante.
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por ANTONIO COSTA GÓMEZ De acuerdo, ¿quién quiere ir a Brest? Es un puerto militar sin interés artístico, sin encanto, pero yo quería ir a Brest porque allí pasó una noche de borrachera Jack Kerouac, según cuenta en Satori en París. Iba a buscar a sus antepasados, llegó en un tren desde París, se alojó en un hotel y salió a dar unas vueltas, se puso a cantar con unos marineros, preguntó a todo el mundo por los Kerouac de Bretaña que habían emigrado a Canadá, le hablaron de un tipo que tenía una librería, estaba en la cama y estuvieron hablando durante horas, le parecía que era su antepasado, pero eso era dudoso. A la mañana siguiente quiso regresar porque ya había cumplido, pero no había manera de encontrar billete y regresó en un avión a París, quería tener su iluminación en la calle de Saint André des Artes, aunque ya la había tenido de alguna manera en Bretaña mientras miraba los pueblos mágicos desde el tren. Me quedé contento porque estuve con Kerouac, recorrí esa avenida de Siam donde él estuvo con los marineros «que cantaban como ángeles tristes», busqué el bar concreto donde empezó con ellos, pero ya no estaba. Aún así, yo estuve por esas calles modernas y frías, que ya no eran tan frías al estar ligadas al nombre de Kerouac. En la avenida Siam estaba ahora la enorme librería Diálogos, repleta de literatura, con las fotos enormes de los escritores más sugestivos. Veía a Kerouac, pero también veía a Ernesto Sábato y veía a Albert Camus, era una celebración de la literatura. En esa misma calle caminaba Barbara bajo la lluvia, tal como la escribió Jacques Prévert y la cantó Ives Montand: «Acuérdate, Bárbara, / llovía sin cesar en Brest aquel día», en la ciudad cuadriculada. De todos modos, a pesar de estar cuadriculada, tenía ciertos encantos, quedaba en pie una torre redonda del antiguo castillo y dentro había un museo alucinante con fotos del viejo Brest y artilugios de otras épocas, había un paseo con árboles mirando el mar y el viejo puerto donde salían los barcos para las islas. En él estaba una escultura de Víctor Segalen que nació en Brest, y eso que no visitamos los alrededores, la bahía de Brest o la isla de Ouessant con sus ovejas salvajes. Y quería ir a ese pueblecito, Huelgoat, de donde venía la familia Kerouac, de nombre claramente bretón. Solo faltaba constatar que Kerouac era celta. La cosa encaja bien. Ese estilo vertiginoso de Kerouac concuerda con el vértigo vitalista del arte celta, con esas espirales y torbellinos. El pueblecito quedaba muy a trasmano, renunciaba a él, pero resultó que el autobús que nos llevaba a Quimper paró una hora en Huelgoat. El conductor nos dijo que podíamos dar un paseo, nos bajamos llenos de emoción, visitamos la plaza principal, el hotel de Bretaña, donde una vez se alojaron André Breton y los surrealistas, fuimos hacia el río de Plata, desde el puente vimos el Caos del Molino donde Gargantúa se vengó de la mala acogida llenando el río de rocas gigantescas, vimos el comienzo del bosque espeso del rey Arturo donde está la Gruta del Diablo, recordamos que en él murió súbitamente Víctor Segalen leyendo a Shakespeare, pensé que en él estaba la Roca que Tiembla como los libros de Kerouac, y en una pared, al lado de un mapa en piedra de Huelgoat vimos una placa de mármol que recordaba a Urbain de Kerouach, hijo de un notario, y decía «él es el antepasado de todos los Kerouac de América», me hice fotos entusiasmado al lado de esa placa, sentí que el propio Kerouac no se hubiera acercado allí. Yo me sentí su representante, miré todo el lugar durante unos minutos con su mismo espíritu. Me dije: yo soy el mismo Kerouac que llega al pueblo de sus antepasados con una borrachera de whisky y de palabras chorreantes, soy el que trae aquí el espíritu de sus novelas y el entusiasmo de sus historias. Me dije: en este pueblo lleno de magia céltica surgió, se fraguó a través de los neptunos de la sangre, como diría Rilke, el dinamismo de los libros de Kerouac, ese mismo espíritu imparable e indomable que encuentra escondida la magia del mundo y la hace reventar como árboles que desgarran el cemento. Junto al puente medieval el intenso lago Le Fao desaguaba en el río, la presa era un pequeño maelstrom semicircular que sugería el vértigo de la literatura acumulada. Y quise beber otra vez En el camino, ese libro que nos pone a todos en el camino, en la vida, en el rodar, ver cosas, tener experiencias, conocer personas. Sal Paradise y Dean Moriarty hacen viajes sin parar por todo Estados Unidos y México, son personas que estallan como cohetes amarillos, demuestran que la vida real puede ser fantástica y sorprendente, rompen las convenciones y las rigideces de los buenos ciudadanos sensatos, de los burócratas o prepotentes que les pegan tiros como en Easy rider de Dennis Hopper. Kerouac rompe el lenguaje con su estilo vertiginoso lleno de vida, le hace al inglés, como dice Henry Miller, algo de lo que no podrá recobrarse, elimina todos los restos de academicismo y de corrección reseca, hace que el idioma rechine, enloquezca, suelte chispas, con él Kerouac recoge lo mejor del mito América, esa América de las carreteras sin fin, de los paisajes de infinitas películas, que vive en los coches y se mueve sin parar, esa América del movimiento y la espontaneidad, que no es el gótico americano de aquel cuadro famoso, que no es el puritanismo ni la quema de brujas de las almas biempensantes con talonario que no permiten una felación ni aún en la intimidad de los cuartos. Kerouac monta un festival de salidas, de amistades, de encuentros y reencuentros, de alucinaciones, pone la vida como un viaje continuo, redescubrirse y redescubrir la vida, pone en lo alto a los beat que se hartan del consumismo de la América más vulgar y de la producción de vidas en serie para vivir el latido de cada vida personal, se aparta de esa América de las grasas y el hormigón que tanto le gustaban al grasiento Tom Wolfe, con su sonrisa de triunfador repugnante, saca a la luz a Los subterráneos llenos de espontaneidad, que afirman la vida y no la compraventa, ese libro es el festival culminante de los beat, pone el latido beat en el corazón de América, ese latido que rebasa la tecnocracia deshumanizada y kafkiana que nos amenaza cada vez más, que quiere sustituir a la raza humana por robots productivos y rentables.
Y quise beber los otros libros que leí de Kerouac. Los subterráneos, donde llevó al limite el estilo espontáneo lleno de vida para contar los amores fatales de Leo Percepied por la negra Mardou, en medio de un montón de seres nocturnos que viven en la música y el frenesí. Los vagabundos del Dharma, donde él y sus compañeros beat están hasta las narices del dinero, el triunfo, la productividad, la tecnocracia, se salen a las montañas de California en una lucha por buscar la espiritualidad radical, la naturaleza, la vida auténtica. Son vagabundos, igual que los otros eran gente de carretera, gente que vaga sin fin y viaja en busca de iluminaciones o de descubrir la vida de verdad, son gente inquieta que busca la plenitud de algún modo. Cuánta falta nos haría eso ahora, que los jóvenes buscaran otra vez la plenitud y la vida en las montañas o en las carreteras en lugar de embutirse todo el día en máquinas y más máquinas que mecanizan la vida y le quitan toda espontaneidad. Kerouac nos hace falta de una forma urgente y desesperada ahora mismo. Quise beber México City blues, el libro que me acompañó hace dos años por la Ciudad de México cuando yo estaba en el barrio de Roma donde él y sus amigos se movieron, ese barrio lleno de fantasías bohemias, donde él quería emular al Scott Fitzgerald de la era del jazz y decía que la noche era suave, que Fitzgerald era un héroe, que los maullidos de los gatos eran tiernos, que los elefantes no necesitaban instructor, que las guitarras resplandecían como vacas españolas, que él era el muchacho más guapo de su generación, que las estrellas lo besaron y amó, mientras perseguía a una prostituta mexicana llamada Tristessa. Quise beber su Satori en París, donde convierte París en un San Francisco de meditación, como los cuadros de Mark Rothko, y quiere volver a sus raíces célticas, quiere volver a la iluminación céltica que lo convierte en el torbellino y la espiral. Los celtas, de algún modo, con sus sueños sin fin, serían los Kerouac de Europa. Y siempre pensaré que la literatura es eso, que es ese vértigo, consiste en resaltar el dinamismo del mundo al revés que el mecanicismo. La literatura hace que todo resulte interesante, rescata lo que hay de interesante y de no manoseado en el mundo, nos destaca a nosotros de la rutina y de lo mecánico, nos hace ver, nos convierte en inquietud y palpitación, nos confronta con las imágenes reveladoras como hacía Georg Trakl, nos vuelve vivos y apasionados como hacía Dostoyevski. La literatura nos pone en el camino, muestra lo único de cada día y de cada vida, nos saca del sedentarismo espiritual y del acomodo burgués, nos libera de las doctrinas que lo solucionan todo y nos encierran y nos lobotomizan, por eso todos los poderes han desconfiado siempre de la literatura, los inquisidores, los predicadores, los comisarios del pueblo, los tenderos de pueblo con un rifle automático, los sobrinos del reverendo con todo resuelto en la cabeza por unos cuantos versículos, el hijo del tendero para el cual todos los que llegan por la carretera son extraños e intrusos. Y la literatura es esa carretera, ese subirse a un coche y dar vueltas y ver con los ojos enteros y cuestionarse todo lo que ves. La literatura es vagabundeo mental y es viaje, sobre todo es siempre un viaje, con poco equipaje mejor, porque el equipaje solo hace que traslades tu casa a todas partes y te muevas torpemente. Para mí la literatura es ese vértigo de Los subterráneos de Kerouac, es esa espiral sin fin de los celtas de los que procedía Kerouac, por eso los marinos celtas que navegaban sin fin en busca de pasiones y fantasías son el antecedente de la carretera loca de Kerouac, por eso le encantaba cantar con los marinos como ángeles de la calle Siam en Brest, y yo me di cuenta en aquel puente de Huelgoat, junto a un lago en Bretaña, en ese pueblecito rodeado de senderos inquietantes donde se reunieron los surrealistas, donde nació Víctor Segalen, que fue otro nómada del universo que murió leyendo a Shakespeare. por ANTONIO COSTA GÓMEZ Ahí lo tenéis, es un poeta colombiano dando vueltas por París, una especie de maldito bien arropado, un Bécquer que no pasa hambre, un hombre de la alta sociedad americana que decide pasar sus años parisienses, alguien que todavía alucina al mundo con su Nocturno, uno de los poemas más perturbadores de la literatura, que no es como los Nocturnos de Chopin, sino una locura concebida en la noche y sobre la noche, un poema que habla de él y su hermana convertidos en sombras, en una comunicación onírica y desbordada, en una especie de frenesí musical, él y su hermana perdidos en la musicalidad desenfrenada de la noche, en medio de ritmos obsesivos, que se acercan al borde del infinito, que se tocan por medio de sus sombras alargadas igual que los versos del poema se alargan de una forma enrarecida en medio de prolongaciones y repeticiones, como dos espectros enloquecidos por la música y la noche, que adelgaza al máximo las posibilidades del lenguaje, que habla de contactos espectrales y doblemente espectrales, que saca toda su mística a las palabras y toda su capacidad visionaria: «una noche, / una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas, / y las sombras de los cuerpos que se encuentran con las sombras de las almas», una vez fui a ver su tumba en el cementerio de Bogotá y un guardia me llevó hasta ella y me dijo que siempre estaba rodeada por marihuaneros y gente rara, eso quiere decir que el aura de Silva sigue funcionando de algún modo, es interesante que la poesía funcione todavía, tal vez no era marihuana sino el propio efecto de la poesía simbolista de Silva, que actúa en los sentidos del mismo modo que los poemas de Rimbaud o de Baudelaire, a mí siempre me alegra que la literatura coloque a alguna gente en alguna parte, gente rara, por supuesto, como decía el guardia, por si acaso yo puse la cara más formal que pude, mientras por dentro me subía otra vez el veneno y la intensidad del ‘Nocturno III’: «y tu sombra / fina y lánguida / y mi sombra / por los rayos de la luna proyectada / sobre las arenas tristes / de la senda se juntaban», pero incluso esa noche era una crisis, era un intento loco de comunicación absoluta, era un fracaso impresionante, como el del cónsul de Lowry cuando está rodando en el tiovivo de Cuernavaca y quiere que en unos instantes le llegue todo. García Márquez en un prólogo evoca los días intensos de Silva en París, conoció las novedades científicas, escuchó las conferencias de Charcot, conoció a otros poetas simbolistas, conoció a Mallarmé, leyó Al revés de Joris Karl Huysmans, se inspiró en su religión del arte, visitó seguramente el Templo de la Sibila, en el parque Buttes Chaumont, donde hace siglos Villon cantaba a los ahorcados, donde se reunían esoteristas y místicos, se anticipó a Breton y los surrealistas en evocar los espíritus, vivía en el número 7 de la rue Pigalle, por debajo de Montmartre, de diciembre de 1884 a noviembre de 1885, le daba vuelta a su famoso Nocturno, ahora no hay ninguna placa que lo recuerde, sus amigos no se han acordado de ponerla, más arriba en el Hotel des Artistes sí se acordaron de ponerla los amigos de Mário de Sá-Carneiro, el precursor de Pessoa que escribió antes de matarse a los 23 años: «Yo no soy yo ni soy otro, / soy cualquier cosa intermedia», cerca de allí Gustave Moreau, en la rue de La Rochefoucauld, Silva lo visitaba con frecuencia cuando no iba a las tertulias de Víctor Hugo en la calle Torre de las Damas, en la planta baja hablaba con él o lo miraba pintar, pero a veces subían por la escalera de caracol a la planta de arriba, como si subiera la escalera iniciática que pintó Burne Jones, y arriba se encontraba con misterios del conocimiento, se encontraba con Salomé, con las sirenas peligrosas, con las esfinges, con Orfeo inventando la música, Moreau destilaba el simbolismo de los clásicos, visitaba el pantano de los sueños, aquel barrio se llamaba Nueva Atenas y Moreau extraía la magia de lo clásico, y la protagonista de la novela De sobremesa de Silva se llamaba Helena, tenía remotamente algo de la Helena del Fausto de Goethe, representaba el ideal de la belleza inalcanzable, mezclaba lo clásico y lo cristiano, en la casa de Víctor Hugo recibía a los escritores Madame Duchesnoy, seguramente era una especie de Helena con inquietudes y Silva se sentiría asombrado, Ary Schefer también vivió cerca de allí, recibía en su palacete con pabellones y jardín a George Sand y a Chopin, Chopin compuso unos Nocturnos tan apasionados como los de Silva pero muy distintos, Ary Scheffer se adelantó al simbolismo y también encontró el misterio dentro de los motivos clásicos, muy cerca, en la rue Frochot, Tristan Corbiére dormía en un arcón porque no tenía cama, venía de Bretaña en busca de una fama imposible, estaba tan delgado que le llamaban “el ángel de la muerte”, estaba enamorado de la novia de su mejor amigo y se burlaba de su propio amor, jugaba desgarrado con sus sentimientos de soledad y nostalgia, tal vez el Silva terrateniente de América se fijó en una taberna en el bretón hijo de marineros muerto de fracaso y vio en él su misma insatisfacción. Al volver a Colombia Silva escribió otra obra alucinante sobre la noche, sobre París y la noche, la novela De sobremesa, la estructuró muy bien, la planteó como unas confesiones a sus amigos después de cenar, ya han cenado y están tomando copas, están metidos en la noche, José Fernández les lee trozos de un diario, les cuenta que una noche en un restaurante de Ginebra vio a una muchacha de quince años que viajaba con su padre, se empeñó como un poseso en buscarla, la distinguió tras la ventana de un hotel y le tiró un ramo de rosas, ella se las devolvió sin una palabra, después descubrió que la joven era la condesa Helena de Scilly, nunca consiguió verla más, pero fue tras su visión por toda Europa en una peregrinación enloquecida, gastó grandes sumas, hizo enormidades por conseguirla, su médico le dijo que la imagen que amaba era algo del inconsciente, era la Anunciación de Fra Angelico que se expuso unos años antes en Londres, había fundido a la niña condesa con la Virgen italiana, pero Fernández no se convenció, siguió buscando y años después la encontró en un cementerio, solo era un nombre, solo quedaba el sabor de su nombre, el Fausto colombiano encontró a la Helena esfumada, el personaje soñó durante años con una visión erótica y mística, la persiguió como a las Ideas de Platón y como a la Helena de Goethe, llevó una vida de relaciones eróticas y de lujos decadentes, lo probó todo, París era para él como Cuernavaca para el cónsul de Lowry, que es otro Fausto desquiciado, con su tequila y sus máscaras frenéticas, estaba al tanto de toda la Europa de entonces, bebió el vitalismo de Nietzsche y Schopenhauer, probó las alucinaciones de la demencia de Maupassant, tragó los sueños prerrafaelistas de Rossetti y Burne Jones, conoció a la rusa Maria Bashkirssef, que antes de morir a los 23 años tenía unas ansias de vivir inagotables, después imaginó convertirse en un caudillo nietzscheano de Colombia dilapidando su enorme fortuna. García Márquez dice que a la novela le falla la evocación de los nombres, José Fernández suena muy vulgar, y la sensación de realidad, pero su idea central es a ratos fascinante: un poeta que persigue por toda Europa a su Helena faustiana, reúne la cultura clásica con la cultura simbolista, busca con embriaguez una plenitud agónica como Lowry en México, y la encuentra cuando ya está fuera de su alcance, como suele ocurrir, y al final solo queda el perfume, De sobremesa es una visión después de cenar, es una obra sobre la noche y la sinceridad, sobre las visiones sin cortapisas, es un soltarse en la noche como en las crisis, como Céline o como Lowry, los personajes están ya metidos en la noche y el protagonista les cuenta su búsqueda apasionada en un momento crítico, Fernández dice que ya no puede escribir más, pero sus amigos le dicen que lo intente con toda su fuerza, Silva concibió un Fausto cansado que sueña con lo que soñó en Europa, y realizó una gran creación al hablar de sus problemas para crear, igual que Lowry, Lowry habla de algo parecido, sus personajes están paralizados, tienen una crisis de expresión, en Bajo el volcán, Bécquer también nos cautivó al hablar de sus problemas creativos, de cómo arrebatar lo que está más allá del lenguaje con el limitado lenguaje, y también Silva, como a Bécquer y a Lowry, se le perdieron sus obras y tuvo que reescribirlas, los tres perdieron sus obras, pero recuperaron el perfume, Silva las perdió en el barco en que regresaba de Venezuela a Colombia pero tenía en la memoria su atmósfera, y poco después, muy joven, se mató de un tiro, su vida fue una pura crisis como la de Lowry, un soltarse en la noche como Céline, tal vez porque no encontró su Helena como Fausto, Helena era lo que estaba más allá, lo que no alcanzaban sus palabras, soñó con su Helena en París y quiso agarrarla a su hermana en su Nocturno, quiso tocar su plenitud igual que Lowry en Cuernavaca, y solo triunfó en el fracaso desgarrando el lenguaje.
por ANTONIO COSTA GÓMEZ Caminaba alucinado por Nueva York, parecía que estaba drogado, pero me alucinaba la realidad, el tiempo, yo mismo, me encontré en la plaza Washington y vi en una ventana a la protagonista de Washington Square de Henry James, esa mujer que nunca fue valorada por su padre, que amó a un hombre contra la voluntad de su padre pero acabó comprendiendo que el hombre solo buscaba su dinero, que intentó ser ella misma, pero se quedó radicalmente sola mirando el mundo por la ventana y su vida malograda. Iba por la Quinta Avenida y me encontré con Ellen Thatcher, una entre los trescientos personajes de Manhattan Transfer de John Doss Passos, los hombres la aman, le ponen muchos nombres, se casa tres veces, pero no se casa con el hombre al que ama, es actriz y lo deja, es mujer y fracasa, cuando era niña observó que las mujeres se quedan en casa y los hombres actuaban fuera, por eso no quería ser niña, no le gustaba ese papel. Me acerqué a ella y me dijo con la mirada: todos deseábamos otra vida, todos estamos frustrados, el mundo está lleno de absurdos y nunca nos resignamos a perder la vida. Más adelante encontré a Richard Quinn, el protagonista de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster, un día lo llamaron por teléfono creyendo que era un detective, él asumió la profesión de detective, un tal Stillman le pidió que vigilara a su padre vagabundo, que de pequeño lo encerró en un cuarto oscuro y le impidió aprender bien el lenguaje, y al final desaparecen los Stillman, y desaparece él mismo, el propio Paul Auster no lo encontró. Le pregunté ¿qué pasó contigo? Lo que nos pasa a todos, me dijo, todos desaparecemos tarde o temprano, nadie nos conoce en realidad, ninguno de nosotros sabemos quiénes somos, siempre nos confunden con otro. Alucinaba con el arco de la plaza, con los tipos que tocaban, me metí en el Café Reggio cerca de allí, intenté ver la sombra de Djuna Barnes para ver si me susurraba, miré a través de los cristales, vi pasar a Charli, el protagonista de El hombre que inventó Manhattan de Ray Loriga, el rumano Gerald Ulsrak, que nació en un pueblo de Rumanía, pero quiso cambiar su ciudad por Manhattan y su nombre por Charlie, miraba de medio lado a una hija porque tal vez no era su hija, era amigo de Chad que tampoco se llamaba Chad, no era simpático pero a él le parecía simpático, cuando decía no quería decir sí, recordaban cosas pero esas cosas no habían ocurrido, se inventó a sí mismo igual que inventó Manhattan, se consideraba un James Dean aunque no se parecía nada a James Dean, siempre decía: «mañana será un buen día», hasta que un fin de año apareció colgado de una viga. Le pregunté: ¿eres realmente tú? y me contestó que yo lo inventaba y que daba igual, al fin y al cabo todos somos inventados, importa poco lo que soñamos de niños sobre Manhattan mirando los mapas, si lo que queremos es tomar unas buenas cervezas con otro ser que también se inventa. Salí del Reggio, llegué a la calle 43, quise ir otra vez al Chelsea Hotel a tararear la canción de Leonard Cohen, en mitad de la acera me encontré con ese niño de Llámalo sueño de Henry Roth, que tiene miedo de su padre, que mira a su madre que también tiene miedo, mira esa ciudad extraña e incalculable donde nada es familiar y todo lo amenaza. Lo miré con amistad, le dije: «ánimo, chaval, por lo menos te quedarás en un gran libro, todos sabrán de ti, todos simpatizarán contigo». Alucinaba con las vidrieras, con las aceras irregulares, con el olor a no sé qué, llegué cerca del hotel Plaza, me dije: tengo demasiada pinta de alucinado, parezco un escritor muerto de hambre como aquellos de antes que solo querían escribir, no creo que me dejen entrar al vestíbulo. Pero entonces oí decir: «Buenas tardes, camarada», descubrí que estaba allí Gatsby, comprobé que me llamaba así no por mera fórmula de los que pertenecen a una ideología sino porque de verdad me trataba como un camarada. Me quedé un rato hablando con él, le dije: «en este hotel fue donde empezaron a aclararse las cosas, donde dijiste lo que querías decir sobre Daisy, se fraguó la tragedia que te sacó de tu sueño romántico y de tu alucinación». Lo miré con simpatía, a ese tipo que hace toda su riqueza de la nada, que organiza fiestas fastuosas en un palacio solo para asombrar a su novia de la infancia al otro lado del agua, que tuvo una alucinación de amor en su juventud con una muchacha rica y creyó que lo correspondían, que al final lo sacrifica todo por ella, dice que conducía el coche con el que ella atropelló y abandonó a la pobre mujer del mecánico perdida en la carretera, y sufrió en lugar de ella en solitario todas las consecuencias, denostado por todos menos por su vecino y por su padre humilde que ya desde niño le veía escribir propósitos soñados en los cuadernos. Me encontraba en Times Square, mi alucinación se multiplicaba, me alucinaban todas las imágenes moviéndose por todas las fachadas, me ponían lisérgico las multitudes galácticas, me pareció ver a Henry Miller que en Trópico de Capricornio conocía allí a infinidad de andobas llenos de vida, desconcertantes, inexpresables, chisporroteaba de vida y desenfado, me pareció que se abría la bragueta y le enseñaba su miembro a las multitudes, le dije: «estás alucinando, Henry», pero no era cierto, por lo demás la gente vería su miembro como una imagen, como Kevin Spacey moviéndose por el muro de cristal, como la chica de las praderas que tocaba la guitarra eléctrica con la bandera del país pintada en las tetas. Le dije: «gracias Henry, gracias por tus libros que nos sacan de la mecanización y el puritanismo, gracias por ti mismo como personaje que te asombras con los personajes inagotables de Nueva York y mezclas tu sudor con el de ellos, gracias Henry literario que nos salvas y nos rescatas de las inteligencias artificiales». Alucinaba por Broadway, veía el carnaval de los teatros, adivinaba la Patagonia al final de la avenida, torcí hacia el Hotel Algonquin, pedí que me mostraran la Mesa Ovalada de Doroty Parker, pero me dijeron que allí no había nada de eso, además me apartaron con mi aspecto de escritor fracasado, me dijeron que dejara entrar a los hombres de negocios y a los triunfadores, me quedé allí mirando, y vi pasar a dos damas del libro Una dama neoyorquina de Doroty Parker, primero pasó aquella gran dama que mira con tolerancia a todo el mundo, incluso tolera a Dios y daría buenas referencias de él si fuera necesario, y le parece bien cómo su padre muere en la gran mansión sin molestar demasiado y dejando arregladas sus finanzas. No me atreví ni a hablarle, pero después invité a tomar una copa a la otra, la que en el insomnio interminable se rebela contra los tópicos, se pone a discutir consigo misma sobre La Rochefoucauld, se niega a contar ovejas porque le parecen animales cargantes, llena con su personalidad la noche donde no viene el sueño. La invité a tomar algo, pero me dijo que tenía prisa, que tenía que aparecer en la cabeza de un tipo que no comprendía nada sobre Doroty Parker. Alucinaba por la sexta, me drogaban el Rockefeller Center y la Radio Music Hall, caminé hacia Central Park, me senté en un bar a descansar de tanta aparición literaria, vi en otra mesa sin hacer ruido a Simone de Beauvoir, era personaje de su Diario de viaje por América, se mostraba ecuánime, tenía deseos genuinos de aprender y de existir, quería sobre todo anotar cada instante, escuchar jazz, amar a alguien sin prejuicios y con la mirada abierta. Me sonrió con circunspección desde otra mesa, y le dije: «cuanto existías en París antes de que llegase la Invitada para la cual no era nada interesante, a mí me atraes más tú que todo lo encuentras interesante, y me atraes porque no sientes la náusea puritana de aquel tipo de París sino pasión por la vida, sin tu observación de todo lo que nos roza». Me dijo que sí, que gracias, me preguntó si ya había visto a la Condesa de Edith Wharton. Y ella se fue y precisamente se sentó en su mesa la condesa de Wharton, vi su halo de rechazada por la alta sociedad pasmona de Nueva York, de perseguida por la mirada de ese hombre que va a casarse con otra que está metida en la inocencia y prefiere no enterarse de nada y seguir las convenciones de siempre, noté que en su mirada chispeaba eso, lo que hizo que el hombre vibrara de nostalgia, la añorara toda la vida, la mirara extraordinaria en la pérgola junto al agua, la perdiera para siempre detrás de una ventana en la Plaza Furstemberg en París. Le eché una ojeada de «yo también te amaría si fuera a la Ópera en medio de las grandes damas sonámbulas de Nueva York, te amo de todos modos porque te he visto metida en el libro con todo tu encanto y con toda tu tentación». Regresaba hacia mi hotel hippie de la avenida tercera, me tomaba un bocadillo con cerveza a la altura del Village, me temblaban los árboles delgados y las casas rojas, entonces me pareció que se reía en algún rincón Miss Lonelyhearts, la Señorita Corazones Solitarios, que era un hombre en la novela de Nathanael West, que vivía entre un estilo suelto y capítulos apresurados la soledad grotesca del capitalismo chillón, que vivía pesadillas religiosas, que escuchaba como su compañero del periódico le decía: «Olvida la crucifixión, recuerda el Renacimiento, yo te doy el Renacimiento, qué paganismo, papas borrachos, bellas cortesanas, hijos ilegítimos». Pasaban días hinchados, iba por otras calles, me hacían alucinar las jarras de café y las pastas extendidas sobre los platos, se me llenaban los ojos con la gente que se movía en la Penn Station, recordé cuando llegó allí desde su colegio en Pensilvania ese adolescente descontento de John Salinger en El guardián entre el centeno, ese muchacho que escapa de casa, se va a Nueva York unos días, critica todas las falsedades y las frases hechas del mundo que lo rodea, se queja como un solitario de un montón de actitudes fraudulentas a su alrededor, pensé que representaba un poco al propio Salinger, que se encerraba en sus mundos incógnitos, en sus fincas con alambre de espino, pero que soltaba sutiles mensajes hacia el mundo, ese hombre que hace desplantes a todo, quiere escarchar las palabras, quiere hacer de la literatura algo cortante, pero se exhibe al esconderse, busca adolescentes a las que amar como un adolescente y las abandona sin contemplaciones en cuanto se vuelven maduras, pensé que ese héroe de la novela es bastante el propio Salinger un poco despreciativo y un poco adolescente caprichoso, se siente como el guardián entre el centeno, inspiró a muchos solitarios que quisieron romper con todo y pegar tiros para resolver las falsedades de un plumazo. Iba otra vez por la Quinta Avenida, me vibraban las tiendas exclusivas y los rascacielos, y me pareció que bailaba la protagonista de Desayuno en Tiffanys de Truman Capote, me puse a bailar con ella sin que me viera, caminó unas manzanas y fue a desayunar diamantes en la joyería, la miré a los ojos, tenía cara de organizar fiestas locas porque estaba sola, de alucinar con los diamantes, de no querer casarse, de no saber qué quería, de sentir una especie de saudade a la americana. Caminaba hacia el parque Bryant, me fijaba en el edificio American Standard con sus ladrillos negros y sus llamas amarillas, miraba las escaleras de la Biblioteca Pública, y sentada en la fuente vi a Silvia Plath, personaje de sí misma en La campana de cristal, allí cuenta cómo ganó un concurso para editar una revista durante unos días en Nueva York, soñó en la ciudad todas las posibilidades porque era la primera vez que salía de la puritana Nueva Inglaterra, todas resultaron frustrantes, disolvía todas sus frustraciones purificándose durante una hora en la bañera, al final tiró todos sus vestidos por la ventana del hotel para mujeres. Le pregunté en qué pensaba, me dijo que los psiquiatras mecánicos solo conocían tópicos o electroshocks para curar la decepción con el mundo circundante, entonces era mejor matarse y era más fácil matarse en Nueva York, le contesté como Sábato que algún sentido debe de tener la vida porque si no todos se suicidarían. Me movía en dirección a Central Park, alucinaba con los personajes que pasaban, con el tiempo, con mis recuerdos, entonces encontré al viejo de El planeta de Mister Sammler de Saul Bellow, que protegía sus rarezas, que miraba las rarezas de la gente, que filtraba el mundo según su piel vieja, y tenía todos los estremecimientos escondidos del viejo Bellow de Chicago. Llegué a la esquina de Central Park y allí me encontré a la vieja Enid de Las correcciones de Jonathan Franzen, escapaba a Nueva York desde el medio oeste, esperaba todavía reunir a sus tres hijos una vez al año, sobreponerse a la desorientación de sus valores burgueses que hacían agua por todas partes, superar los olvidos de su marido el empleado de los ferrocarriles y superar su angustia, pensar que se puede corregir la vida, que nos podemos corregir de los montones de equivocaciones. La miré comprensivo, le dije que a mí también me habían fallado mis convicciones montones de veces, que esa angustia era positiva, que se podía corregir la vida sin parar hasta morir. La vieja me miró ansiosa, quiso decirme algo, pero yo vi a lo lejos a Patti Smith también personaje de sí misma en Éramos unos niños, me acerqué a ella, me contó otra vez cómo recitaba poemas en el teatro Mercer antes de que actuaran Las Muñecas de Nueva York, cómo le escondía los cigarrillos de marihuana a Robert Mapplethorpe, cómo buscaba con él postales antiguas en la Cuarta Avenida, me convencí de que la ilusión de vivir como los niños es la mejor base de toda rebeldía, me acordé de su vida intensa con Robert Mapletorpe y de sus visitas a Rimbaud.
Durante horas caminaba por la Sexta Avenida, me temblaban los ojos ante el Empire State Building, admiraba a lo lejos el Crysler Building como un sueño de subir en Cadillac al firmamento con alguna chica de película, me senté en el Parque Madison, miré el edificio Flatiron como un cuchillo romo en la melancolía, y a mi lado se sentó ese padre fracasado de John Cheever que quiere alucinar a su hijo en una visita a Nueva York, pelea con todos los camareros, ve cómo le faltan al respeto en los restaurantes, recorre un montón de locales de donde lo echan, hasta que al final se acaba el tiempo y tiene que despedir a su hijo de manera patética, con el patetismo que hemos vivido todos tantas veces. En otros días vagaba por el Soho entre escaleras de hierro, caminaba por Brooklyn de casas con escaleras, me prolongaba por el Puente donde Hart Crane esperó bajo sus arcos no sabía qué, tal vez a que llegasen las nieves de antaño que sepultasen todos los edificios, y mirando el Hudson se me acercó Arthur Miller como un personaje de su autobiografía (que nunca deja de ser una novela) Vueltas al tiempo, me contó otra vez cómo lo atracaron y uno de los ladrones lo reconoció como un gran autor teatral, y lo dejó marchar con admiración, me admiré con él de que a veces la literatura emocione hasta a los ladrones, seguramente mucho más que a los potentados con puro que miden los beneficios, me dije con él: por eso debemos seguir escribiendo, nunca se sabe. Volvía a la plaza Washington, quería tomarme otra vez algo profundo en el café Reggio y mirar si aparecía Djuna Barnes envuelta en su bosque de la noche, y encontré a Sanjeev, el personaje de El intérprete del dolor (qué gran idea: traducir para un médico que habla otro idioma los síntomas que sienten los enfermos, cuántas veces habría que traducirse), que siempre aparca junto a la plaza Washington cuando viene de Massachusets, que quiere mantener su orden y su identidad en un medio extraño, y le perturba que su esposa desconocida Twinkle recicle cosas que encuentra abandonadas en su nuevo piso, destaque en su jardín una estatua de Cristo aunque no sea cristiana, le desordene sus certezas, lo zarandee con sus ocurrencias y se siente así en esa Nueva York perturbadora, donde no hay esencias de ninguna parte, donde se han mezclado todos los sueños, todas las decepciones, todas las brutalidades, todas las creaciones, todas las soledades, todos los personajes. por ANTONIO COSTA GÓMEZ UNA CHARLA En enero de 2018 di una charla sobre la saudade en Gabriel García Márquez en la universidad de Cádiz. No quería hacer algo académico porque odio todo lo académico y acartonado. Para mí la literatura es hacer vivir, como Henry Miller o Jack Kerouac. Quería hablar con espontaneidad y no leer un texto muerto. Me olvidé de un montón de cosas, pero daba igual. Había pocos oyentes, porque estaban de exámenes, pero no importaba. De todos modos, con temas literarios siempre llegamos a poca gente, tal vez basta con que una persona o dos te reciban de verdad. Hablé como un solitario desde la mesa del salón de grados. Quiero darles este texto y que sugiera cosas vivas, que no se pudra en un gabinete académico lleno de polvo digital para disposición de hormiguitas especializadas. Tal vez alguien que me lea reciba algo, como si le hablase a un desconocido con la atención abierta en la estación de Zurich, dispuesto a escucharme porque nada le estorba en una espera entre dos trenes. LA SOLEDAD EN ARACATACA Les hablé de Aracataca, el pueblo que inspiró Macondo, de que es un pueblo solitario, hay una estación vacía por la que pasa un tren de 120 vagones que lleva carbón a Santa Marta y no para allí, el tren tarda mucho en pasar y da una sensación kafkiana, algunas personas se sientan en los bancos desolados a verlo pasar, como personajes de Edward Hopper. Cerca de allí está la plaza alargada, unas letras pintadas recuerdan a Comala, el pueblo hermano en la literatura, Remedios la Bella flota desnuda rodeada de mariposas amarillas con el libro abierto de Gabo, en una esquina hay un pequeño circo solitario con un tiovivo minúsculo. En el pueblo hay muchos billares, lo cual me recordaba la película Newman buscándose la vida, quedan las letras que anunciaban El buscavidas de Robert Rossen, con aquel joven Paul, el antiguo cine y los comercios de los turcos, ahora son otros negocios pero quedan las letras solitarias. Una vez llegó al pueblo un joven holandés que se hizo llamar Tim Buendía, fundó el alojamiento Gipsy Residence en homenaje al Mago Melquíades y puso Aracataca en el mapa del mundo, lo hizo salir en guías importantes, publicó informaciones en páginas web, pero sufrió amenazas y se fue a Los Ángeles. Tim Buendía construyó una Tumba de Melquíades, un espacio lleno de piedrecitas con la frase “las cosas tienen vida, solo hay que saber encontrarla”. El pueblo ni siquiera quiere llamarse Macondo, hubo una votación para cambiarle el nombre, pero ganó el no a Macondo, el restaurante “El patio mágico de Gabo y Leo Matiz” tiene las piedras enormes como huevos prehistóricos de que habla el principio de Cien años de soledad, fotos de Gabo, una máquina de escribir nostálgica, homenajea también al fotógrafo Leo Matiz, al que admiraba Frida Kahlo, y exhibe en grande esa foto en que un marinero está solo entre sus grandes redes. Tiene gracia que un fotógrafo se apellide Matiz. Hay poca iluminación por las calles. De noche, el pueblo parece flotar cerca de las estrellas, las casas bajas se esconden detrás de la vegetación, la casa de Gabo es un diseño abstracto y posmoderno, unas habitaciones con paredes altas casi vacías, con objetos simbólicos en medio de ellas, una mesa para fabricar peces, un ejemplar viejo de Las mil y una noches. Lo que si está es el legendario Corredor de las Begonias, y en el jardín queda el ficus gigantesco donde ataron a José Arcadio Buendía. Le pregunté un día a Jaime García Márquez sobre la casa y me dijo que estaba bien, por lo menos se hacía un homenaje a su hermano. Aracataca surgió de la nada a finales del siglo XIX y casi volvió a la nada, está fuera de la carretera principal que lleva a Bogotá. Cuando yo llegué me llevaron unos chicos en moto al centro; una vez fue animadísima, cuando llegó la Compañía Bananera de Estados Unidos, en el autobús hacia allí se ven otra vez grandes plantaciones de plátanos y se cruzan puentes cubiertos que recuerdan Los puentes de Madison de Clint Eastwood. El pueblo está al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, no lejos del mar. Con la compañía hubo una prosperidad legendaria, llegaron productos del mundo entero, tiendas de todas clases, prostitutas francesas, todo tipo de sofisticaciones, se movió tanto dinero que se encendían cigarrillos con billetes de dólar, y todo se derrumbó cuando fue la masacre terrible. Hubo unas protestas de los trabajadores por sus condiciones de vida, incluso solo cobraban en bonos para comprar en tiendas de la compañía; un gobierno conservador mandó al ejército, un general hijo de puta convocó a miles de personas en la estación de tren y los declaró bandidos, les dio cinco minutos para marcharse, los masacró sin piedad; después el ejército cazó por las casas a todos los sindicalistas y activistas obreros, no se sabe si fueron dos mil muertos o muchos más, esa masacre provocó crisis parlamentarias, pero nunca fue castigada, después la compañía bananera se fue y Aracataca se hundió en el olvido, los americanos tenían su propio pueblo separado con alambradas, allí tenían sus chalets lujosos y sus piscinas y sus damas sofisticadas tomando el sol, todavía se ven ahora las alambradas y los chalets restaurados, se marcaba la frontera clara entre dominadores y dominados. LA SOLEDAD EN CIEN AÑOS Aracataca tiene mucho en común con Macondo, el pueblo de la novela. En la plaza principal hay un árbol solitario que se llama Macondo, es un árbol raro que es más grueso por arriba que por abajo. Gabo dijo que cuando se marchaba de Aracataca veía una finca que se llamaba Villa Macondo, pero a ese árbol probablemente lo llamaron así los negros procedentes de África; en el sur de Tanzania hay una cultura que se llama Makonde, sus gentes fabrican unas figuras fascinantes de demonios familiares y los venden en los mercados de la capital. Macondo es un pueblo que fundan unos seres que huyen de más al Este por un crimen de honor, porque alguien duda de la hombría de José Arcadio Buendía, surge de la nada y vuelve a la nada. En Cien años de soledad obviamente el tema central es la soledad, la vemos en el pueblo mismo y en todos los personajes, José Arcadio Buendía acaba solo atado a un árbol hablando con los muertos y perdido en sus sueños, el hombre al que mató está más solitario que él y necesita hablar con un vivo; Aureliano Buendía está tan solo que marca un círculo de tres metros alrededor de él al que no deja entrar ni a su madre; Remedios la Bella tiene la soledad de su belleza desmesurada y de que no tiene interés por la vida concreta, pertenece a otro mundo más cósmico; Rebeca muere en su cabaña solitaria porque le ha fallado el amor de su vida. La vieja Úrsula es la sensatez a lo largo de la novela que equilibra las cosas cuando los personajes se lanzan en caprichos y acciones absurdas, pero al final de su vida, cuando está ciega, es cuando percibe a todos mejor que nunca, se da cuenta de cosas que había ignorado, pero precisamente entonces descartan sus opiniones como frases de vieja chocha, el último Buendía está metido en sus libros y en sus investigaciones y se da cuenta de que el pueblo entero y todo lo que ha vivido es pura literatura, incluso Fernanda del Carpio, a la que Gabo caricaturiza como rígida europea que pone ritmos y ceremonias en el caos y la desorganización de los caribeños, se encuentra radicalmente sola. Macondo está tan solo que, cuando al final de la novela el belga pide que le envíen una avioneta, los europeos la mandan precisamente a Tanzania, donde están los Makonde, y no a Colombia; la prostituta es la amante de un Buendía y la madre secreta de uno de ellos; la soledad atraviesa a todos los seres de Macondo y no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra; incluso cuando empiezan a llegar un montón de hijos de Aureliano Buendía los reconocen por la mirada de soledad que tienen todos. LA SOLEDAD EN LAS OBRAS DE GARCÍA MÁRQUEZ Pero la soledad aparece en todos los libros de Gabo, y hay distintos tipos de soledad con distintos significados, en El coronel no tiene quien le escriba aparece el individuo abandonado por la burocracia, como un personaje de Kafka; Gabo admiraba mucho a Kafka, en La hojarasca se habla de los seres que llegaron a Macondo, las hojas arrancadas de las ramas y desarraigadas, pero los propios habitantes de Macondo eran también hojarasca, como en Antígona, un viejo y su hija se empeñan en enterrar a un médico excéntrico al que todo el pueblo odiaba; en Del amor y otros demonios acusan de brujería a una joven porque se mantiene al margen del mundo oficial y conecta más con el mundo de los esclavos africanos; no es que no pudiera aprender la lengua española sino que no le interesaba, y le crece el cabello desmesuradamente como señal de sensualidad (me acordé de la protagonista de Peleas y Melisenda de Maeterlinck y de su pasión y su cabello desmesurado), y se enamora de un sacerdote; aquí aparece la soledad como amor y rebeldía. En La mala hora se ve una vaca muerta en el río al principio de la novela y allí sigue al final; algunos dicen que simboliza la corrupción, pero para mí simboliza la soledad; aparecen unos pasquines acusatorios y todos desconfían de todos; en El otoño del patriarca aparece sobre todo la soledad del patriarca, que no puede confiar en nadie, que no conecta con nadie, y algo parecido puede decirse de Los funerales de la Mamá Grande, perdida en su mansión entre pantanos; Gabo, según su biógrafo Gerald Martin y según su hermano Eligio García, describe en la soledad del patriarca su propia soledad, en El general en su laberinto aparece Bolívar viejo y enfermo, retirado de la Historia, y muere desconectado de la realidad, cuando se dirige a luchar contra la propia Venezuela y nadie ha entendido su sueño de una Sudamérica independiente unida. En Crónica de una muerte anunciada hay una soledad metafísica, el hombre está solo frente al destino, no es solo la soledad ante los prejuicios sociales del honor; todo el mundo intenta evitar su muerte, pero no lo consigue, sus propios asesinos lo anuncian a todo el mundo para que alguien lo impida, y una serie de casualidades conducen a su muerte; en Memoria de mis putas tristes Gabo se inspira en El albergue de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata y habla de la soledad de un viejo que trata de comunicarse a través de los objetos y de acciones nocturnas con la prostituta dormida que le presentan todas las noches; en El amor en los tiempos del cólera los dos protagonistas, que se aman sin decirlo durante cincuenta años, deciden al final no bajar nunca del barco en el río Magdalena y separarse del mundo y sus vulgaridades; la soledad en ellos es sueño y romanticismo; en Vivir para contarla Gabo y su madre llegan a una Aracataca espectral y solitaria para vender su casa en ruinas y él trata de mantener su soledad al dedicarse a la literatura contra el criterio de sus padres. En los cuentos aparecen otros tipos de soledad. Por ejemplo, en ‘Ojos de perro azul’ una mujer busca por todas partes quién es el hombre que en sueños le dice la frase “ojos de perro azul” obsesivamente y siguen para siempre perdidos e incomunicados; en ‘Alguien desordena esas rosas’ un muerto solo puede comunicarse con la mujer cambiando un poco las rosas; en ‘Solo vine a hablar por teléfono’ aparece la soledad como angustia kafkiana, la mujer tiene un accidente y la recoge el autobús de un manicomio, y los médicos la retienen allí con tópicos rutinarios y mecánicos, a pesar de sus protestas, y el marido acaba colaborando con los médicos; en ‘El verano feliz de la señora Forbes’ aparece de nuevo la soledad como rebeldía; la señora Forbes es una caricatura de la alemana rígida que impone orden y normas a unos niños, pero de noche anda desnuda por la casa, bebe vino, tiene un amante apasionado, los niños creen que la matan con una botella de vino sacada de un barco pero ha muerto cosida a puñaladas. ‘Maria dos Prazeres’ presenta a una prostituta brasileña que tiene un amante racista y acaba descartándolo, y hace planes para que cuando muera vaya a verla su perro todos los domingos al cementerio; en los cuentos aparecen todas las formas de soledad, como incomunicación, como angustia, como rebeldía, como realización personal, como desamparo ante la sociedad o el universo; en ‘Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles’ el muerto hace que lo esperen los coros de los ángeles porque tiene que aclarar antes algo con el músico que lo llenaba en la taberna; en ‘La noche de los alcaravanes’ los hombres a los que cegaron los alcaravanes ven negada su propia realidad, nadie cree que ese ataque ocurriera, son seres expulsados de todo y de la realidad. LA SAUDADE EN GARCÍA MÁRQUEZ Una forma de soledad que aparece en Gabo y no ha sido comentada es la saudade, es un sentimiento que aparece en Galicia y Portugal, se encuentra en los poemas galaico-portugueses de la Edad Media. Por ejemplo, en ese famoso poema del juglar Meendiño en que una muchacha está en la isla de San Simón, enfrente de Vigo, esperando a su amado, y las olas suben y la separan de tierra, y dice «estaba yo sola en la isla de San Simón / y me cercaron las olas que grandes son / y yo esperando a mi amigo / y yo esperando a mi amigo». También aparece en Teixeira de Pascoaes, el creador del saudosismo, e incluso aparece en Fernando Pessoa, con su nostalgia imprecisa por un Portugal místico y sebastianista. Algunos autores estudiaron las saudades, algunos la comparan con la senshucht alemana o ansia de absoluto. Ramón Piñeiro la definió como el sentimiento de singularidad ontológica del ser humano, de sentirse único y desconectado del universo. También eso es que le da a cada uno su personalidad y su libertad. En todo caso, la saudade se diferencia mucho de la morriña; la morriña es nostalgia de tu pueblo, o de tu país, la saudade es nostalgia de no sabes qué, como aparece en un poema de Rosalía de Castro: «yo no sé lo que busco y que no encuentro / en la tierra, en el aire o en el cielo». García Márquez tenía orígenes gallegos por parte de su abuela materna, por eso su abuela le contaba historias de brujas y de aparecidos, y por eso aparece con frecuencia lo mágico y lo inexplicable en su obra. Además, Gabo admiraba a escritores gallegos, por ejemplo a Álvaro Cunqueiro; llegó a decir que Cunqueiro se merecía el Premio Nobel más que él; Cunqueiro también mezcla distintas culturas con la cultura gallega, une fantasías desaforadas con los detalles más concretos y materiales de Galicia, y hay siempre en él una nostalgia imprecisa de otros mundos. La saudade en Gabo aparece en múltiples libros. Por ejemplo, en Del amor y otros demonios la protagonista tiene nostalgia de un mundo más telúrico e impreciso que la liga a la tierra y a los dioses africanos, la aparta de la doctrina oficial que la condena como endemoniada. Cuando creen que no sabe hablar Gabo dice: «no es que no pudiera aprender el lenguaje, es que estaba más allá de él, no estaba interesada por él. En el cuento ‘Isabel viendo llover en Macondo’ la lluvia enloquecida durante semanas que trastorna la visión del mundo de todos y los deja solitarios también tiene algo de saudade, porque Isabel recuerda los días de calor terrible en que estaba aplastada contra el suelo, por tanto se añora otro mundo que no se sabe dónde está. Remedios la Bella en Cien años de soledad está también apartada de todos por su belleza desmesurada —recuerda a Maria Griselda de María Luisa Bombal, que era tan bella, nadie se comunicaba con ella ni la quería, solo lo intentaba la narradora)—, se marcha a otra dimensión desconocida, se va hacia lo ignorado que siempre añoró. José Arcadio Buendía, amarrado a un árbol, siente un día que avanza por un sueño donde hay miles de habitaciones interminables y no puede agotarlo nunca. De todos modos, él está para siempre metido en los sueños más amplios que la realidad. También el hombre al que mató siente nostalgia de algo que tampoco está en la muerte, es decir, siente saudade. Todos los personajes de Gabo están siempre buscando algo que en realidad no saben qué es, y nunca están contentos con nada, eso es precisamente la saudade. En Crónica de una muerte anunciada, al principio, la madre del narrador canta el “fado del amor invisible”; precisamente esa canción, el fado, es una canción impregnada de saudade y de fatalismo, hay en él una tristeza inexplicable, un sentirse siempre fracasado y deseando algo más pleno, una nostalgia sin remedio. Gabo tiene pocas referencias explícitas a la saudade, pero las tiene muy densas. En El amor en los tiempos del cólera se contrapone el mundo del agua del río Magdalena contra el mundo de la tierra, el primero significa los sueños y la plenitud y la libertad, el segundo indica todos los prejuicios y las vulgaridades y las cerrazones. UN ESCRITOR POPULAR Gabo fue el escritor más popular del mundo y el hombre más rodeado de gente. Eso no es casual. Él siempre buscó ser leído por multitudes; aplicó técnicas modernas y complejas; imitó a Faulkner en los saltos en el tiempo, las elipsis tremendas que omiten decir la acción principal; se inspira en Kafka, al que admiraba, pero sobre todo quiso tener millones de lectores, y lo consiguió por varios procedimientos, uno de ellos es usar las técnicas del periodismo; él vivió de periodista muchos años y varias de sus obras más famosas son reportajes periodísticos como Noticia de un secuestro o Relato de un náufrago; los cuentos de Doce cuentos peregrinos se fraguaron a partir de reportajes periodísticos y tienen el estilo de los reportajes. Gabo prestó atención con humildad y ganas de aprender a expresiones culturales populares. Por ejemplo, una vez visitó en Cuba a Félix Coignet, autor de la novela El derecho de nacer (un médico convence a una chica de que no aborte porque él mismo fue un hijo no deseado y estuvo a punto de no nacer) y el hombre le dio dos consejos claves: el primero, que no haya ningún párrafo sin que ocurra algo, y eso hizo en Cien años de soledad, tiene un ritmo rápido y lleno de acción, siempre están ocurriendo cosas, parece una novela de acción; el segundo consejo fue que no violentase la sintaxis normal de la lengua castellana, y eso hizo también en su gran novela, tiene frases muy largas pero fluyen con naturalidad, tiene mucha imaginación poética pero se entienden fácilmente. También se inspiró en las narraciones orales que le contaban sus abuelos, bebió en el vallenato, que es una especie de balada tocada con acordeón y la voz muy elevada, se dedicó incluso a cantar vallenatos, también imita las narraciones populares de todos los tiempos, como Las mil y una noches, la Biblia, las novelas de caballerías de Europa que tuvieron tanto éxito entre millones de lectores... Por todos esos motivos se acercó a un público amplísimo, que de todos modos se alejó de él cuando publicó libros más vanguardistas como El otoño del patriarca. UN SOLITARIO Y a pesar de todo, Gabo fue un hombre muy solitario, y también con saudade. En su pueblo natal no querían saber mucho de él, lo criticaban por no ayudar económicamente al pueblo, como si eso fuera función de un escritor y no de los gobiernos. Su padre nunca lo respetó del todo: cuando llegaban periodistas de todo el mundo, decía que él también escribía y no sabía por qué le hacían tanto caso a su hijo. En Colombia es un escritor muy discutido, lo critican porque se marchara a México, a pesar de que recibió amenazas de muerte. No se encuadró con rigidez gregaria en ninguna ideología o tendencia: unos lo encuadran en el comunismo, pero cuando viajó en los años cincuenta por Europa del Este se sintió muy decepcionado y no dudó en expresarlo; cuando dirigió una agencia de noticias cubana en Estados Unidos, acabó enfrentándose con el sector más dogmático y tuvo que dejarla. Fue amigo de dictadores, pero también les hizo críticas y trató de salvar con gestiones a personas perseguidas por ellos. Al final de su vida él mismo se sintió reflejado en la soledad de los grandes patriarcas. Su hermano Eligio García Márquez en el libro Así son —lo encontró mi mujer en una basura, sin pastas, y lo encuaderné—, ese libro fascinante de entrevistas con escritores latinoamericanos que necesitaría una reedición, copia párrafos enteros de El otoño del patriarca y se los aplica a él. Llegó a ser un hombre poderoso e influyente en el mundo, pero no se encuadró del todo en nada. Aquí la soledad significa libertad e independencia. Asumió todo tipo de paradojas y contradicciones, lo que le apartó de unos y de otros. Hablaba de los caribeños abiertos, pero cuando llegó famoso a Cartagena de Indias se escondía en su casa, o se iba por ahí cuando la casa se llenaba de visitas para preservar su soledad, y se sentía fuera de todos los tópicos y las trivialidades en las que se convertía su fama, porque la fama, como dijo Sábato, es un conjunto de malentendidos. Él siempre opuso a los costeños vitalistas y espontáneos contra los cachacos supuestamente rígidos y tradicionalistas y europeos (en Colombia hay casi una guerra civil cultural en ese sentido, los de la costa contra los del interior), en una visión caricaturesca y simplista, sin embargo, paradójicamente, los costeños son más cerrados y autosuficientes y no les apetece viajar, y los cachacos viajan más y están más en conexión con el mundo entero; él se siente costeño y nada cachaco, y sin embargo fueron los cachacos los que lo lanzaron al mundo y los que le dieron sus referencias europeas, porque aunque a menudo desdeña Europa, está lleno de referencias europeas, y cuando se fue a México se instaló en el altiplano de la capital, que sería lo cachaco de allí, y no en la Veracruz costeña, donde dijo que se sentía como en casa. Son esas contradicciones las que lo hacen solo e inclasificable. También incide mucho su talante ácrata. Él no tenía una ideología ácrata, pero sí una manera de ser, un estilo en ese sentido, y por eso se separa de las disciplinas de unos y de otros, de los partidos y de las ideologías. De ahí nace su propuesta de eliminar las reglas de ortografía, que tanto escandalizó a la Real Academia. En su discurso de recepción del Nobel, La soledad de América Latina, presenta este continente como un mundo prodigioso y desaforado, tal como lo vieron desde el principio los primeros exploradores, terrible y mágico. Y dice que Europa no lo comprende, que tiene que aplicar métodos menos racionalistas para entenderlo. Una vez más contrapone una América vitalista a una Europa anquilosada, sin embargo él mismo dice que las violencias e injusticias descontroladas de América son cosa del pasado en Europa, y se remite a la cultura europea con Dante y con Homero, y acaba encontrando un terreno común de unión de todos en la poesía, en la literatura como esencialmente poesía, que capta la magia del mundo. Una vez García Márquez contó que se encontraba en Zurich entre dos trenes, entró en un bar, había un pianista en la sombra que animaba a las parejas a besarse con la atmósfera que creaba, era un pianista solitario al que no se le veía en el fondo, pero hacía que otros vivieran y tuvieran magia. Gabo dijo que le gustaría ser como ese pianista, animar a los demás a que vivieran, a que se comunicaran más, a que tuvieran magia. Es curioso, porque también Ernesto Sábato contó que, estando en Zurich entre dos trenes, fue cuando concibió lo esencial de El túnel, que es una de las novelas básicas en que se plantea la soledad, sin embargo lo que Gabo plantea es una soledad creativa y estimulante, una nostalgia que traiga un mundo más amplio a las personas, y Sábato habla de la soledad como incomunicación, pero en el fondo también como nostalgia de no se sabe qué (la mujer mirando al mar esperando una llamada distante), como saudade, igual que en el caso de Gabriel García Márquez. (*) Antonio Costa Gómez (Barcelona, España, 1956). Viajero y narrador.
por ANTONIO COSTA GÓMEZ Nietzsche estuvo en Venecia por primera vez en 1880 y concibió allí una alteración de todos los valores, un recuperar la vida incontrolable que las doctrinas reprimían. Escribió un libro que primero llamó La sombra de Venecia y después Aurora. Ya había dejado la sequedad de los ámbitos académicos, el polvo de los doctos que se repiten unos a otros, ya era un filósofo errante y libre. Quería desembarazarse del lenguaje convencional y de sus limitaciones: «Para llegar al conocimiento hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como piedras, hasta el punto de que es más fácil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una palabra». Y en Venecia iba a sentir los primeros ramalazos ligeros y felices de la vida. Según Sábato, en las crisis se saca lo que está más oculto, los valores más indiscutibles, entonces nos dejamos de palabrerías y buscamos lo esencial, lo que puede salvarnos. Un atardecer yo pensaba en el Gran Canal que Europa fue la dominadora del mundo e impuso su ley en todas partes, pero ahora que solo es un rincón de la Tierra entre otros puede mostrar su verdadera personalidad, sus manías, sus secretos, sus tics entrañables. Se convierte en un viejo con quien podemos hablar y que nos escucha, que tiene un poco la sabiduría de los derrotados, de los supervivientes. Y eso le pasa especialmente a Venecia, que es solo una ilusión, una belleza desesperada al borde de la muerte, un cuadro sobre Venecia, un exceso de luz del Veronés o de Tintoretto. Llegamos a San Giovanni e Paolo, un espacio gigantesco, una forma del entusiasmo en el Renacimiento, presidido por la estatua del condottiero Bartomeo Colleoni por Andrea del Verrochio. La miramos desde todos los puntos de vista, nos pusimos debajo del caballo, le vimos el culo, apreciamos los hombros y el brazo levantado del caballero, miramos su casco y su mirada levantada. Le dije a Consuelo: es toda la fuerza y el ímpetu del Renacimiento, ese vitalismo que no se arredra, que aprovecha toda la vitalidad del caballo, que se sobrepone y cabalga la vida, esa cabeza hacia lo alto, esa mano que coge las riendas con decisión, sin que nadie pueda impedirlo, ese orgullo, aquí tenemos todo el poder de Venecia o de Europa. Pero ahora es el poder de la vida contra el destino, la fuerza inagotable del entusiasmo. Eso es lo que vio Nietzsche. Nosotros la veíamos con melancolía y con lucidez en el atardecer, con el resto de todo lo que podía ser la vida y la supervivencia. Ese entusiasmo por sobrevivir, eso que queda después de todas las crisis, ese hermoso deseo de fogosidad, de coger la fuerza de los caballos. Todavía podíamos leer a Nietzsche y admirar el Renacimiento. Mirábamos la estatua una y otra vez mientras caía la tarde, aquel caballero no podía aplastar a nadie, ni a los que estaban en las terrazas de los cafés, ni al niño que se metía peligrosamente en el agua mientras su madre miraba sin parar los mensajes de su móvil, ni a la familia que esperaba un taxi acuático, más bien los animaba a todos levemente, les daba una especie de belleza perdida, que se veía con una parte de los ojos, como el esplendor barroco de aquel edificio que ahora era un hospital, como todas las suntuosidades de la iglesia de Giovanni e Paolo.
Nietszche escribió un poema sobre las palomas de San Marcos, la plaza era su dicha, la torre se levantaba igual que un león con su impulso ligero, le robaría el alma a Venecia, en la mañana de frescor él lanzaría sus cantos como palomas que vendrían para arreglar una rima y se marcharían otra vez con sus plumajes. Con esa dicha de las palomas ni siquiera hacía falta la música, que para Nietzsche era lo máximo que se podía decir. La torre irradiaba orgullosa en la esquina de San Marcos, igual que el león de Venecia e igual que la estatua entusiasmada de Bartomeo Colleoni. Me imagino a Nietzsche con su fragilidad física, que ni se atreve a declararse directamente a Lou Andreas Salomé, contemplando activamente la estatua y sacando fuerzas de ella. Pero la victoria política y económica de Venecia en otros siglos era ahora una victoria estética, la política se había convertido en poesía, que es la verdadera fuerza. La dama dominadora a la que todo el mundo teme se había convertido en una dama arrebatadora a la que todos aman. Y años después también caminaría por allí Rilke, otro libre, otro errante, otro poeta que buscaba la vitalidad órfica en todas partes. Y en Así habló Zaratustra también Nietzsche se acordaría de aquella Venecia donde empezó a concebirlo todo. La dicha de Zaratustra era la risa del león de Venecia y el tumulto de las palomas de San Marcos. Y escribió que pensamientos que se mueven con pies de paloma (aquellas palomas felices de San Marcos) mueven al mundo. Porque Nietzsche quería ese entusiasmo contagioso de las palomas y la belleza, no quería el dominio de ningún Reich, y además en Ecce Homo él se proclamaba polaco y admirador de Chopin. Nunca quiso la prepotencia sino el entusiasmo, era demasiado poeta, demasiado vibrante, para no admirar la vitalidad hermosa en todas partes. Incluso en el crucificado al que tantos escamotean. Había asustado al mundo académico y acartonado de Basilea con su estudio sobre la tragedia griega, descubriendo el alma de Grecia, descubriendo la lucha de Apolo y Dionisos más allá del polvo minúsculo de erudiciones y minucias filológicas. Y ahora iba a captar el alma de aquella ciudad espléndida y creativa que se resolvía en luces y crepúsculos, que temblaba en medio de las aguas, que con sus esplendores arrebataba a los hombres. Ahora robaba el alma de Venecia, la misma alma que fulge en el Otelo de Shakespeare (tan nietzscheano) cuando —antes de que el envidioso Iago le envenenara el amor— le cuenta a Desdémona sus historias de mares y travesías. Lo suyo era robar almas. por ANTONIO COSTA GÓMEZ Vagó sin cesar porque estaba siempre buscando la iluminación, la experiencia suprema. Que la poesía le diese la esencia suprema. Porque esa era su verdadera religión. Dio vueltas sin cesar por toda Europa y el norte de África. Atravesó innumerables panoramas distintos, todas las ciudades, los lagos, las montañas, las llanuras. Los desiertos, las estepas, los precipicios, los fiordos. Vio un caballo que trataba de liberarse maravillosamente en el Volga y escuchó a unos niños que cantaban una música inexpresable en Toledo. No era de ninguna parte, no era checo porque escribía en alemán, no era alemán porque nació en Praga. Era de toda Europa, era del mundo entero. Una vez vi una exposición sobre él en Brasil y no me pareció que estuviera fuera de lugar. Admiraba el Islam porque decía que no necesitaba intermediarios para hablar con Dios. Pero escribió con mucho interés La vida de María. Y no podía deshacerse de las imágenes cristianas. Se veía a sí mismo como un monje, o como un angustiado, o como un lector perdido en las bibliotecas. O como un extraño que se inventa su infancia, o como un extranjero que tiene miedos increíbles. Estuvo más años en París que en ninguna parte, pero incluso en París vagaba sin cesar, buscaba imágenes insólitas por todas partes, le preguntaba la melancolía de las casas arruinadas, rastreaba los pasos de las vidas perdidas. Como se ve en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Para él París era una angustia, pero también era el lugar donde palpar de verdad la vida. Pensó en los ángeles como lo más intenso y se le aparecieron de vez en cuando. Se le aparecieron en el castillo de Duino y luego lo encontraron como si siempre los hubiera esperado en Toledo y luego le dictaron un poema en Ronda. Y finalmente le soltaron torrencialmente su aliento en el castillo de Muzot, en Suiza, para acabar de una vez las Elegías del Duino. Y pensó en Orfeo para que le otorgara todo con la música y con la visión del infierno y lo encontró de regalo las mismas noches que terminó las Elegías. Vivió en castillos, se trató con princesas, algunos lo consideran un esnob insoportable. Pero se siente hermano de un perro amarillo en Kairouan. Y vaga como un mendigo por muchos países, porque él se siente un monje de la poesía. Un entregado totalmente a la poesía. Se la tomó totalmente en serio. Se dedicó sólo a la poesía, lo cual es un crimen para muchos, algo sublime o ridículo, algo que nadie comprende, pero a mí me entusiasma. Es curioso, algunos pueden vivir de hablar de la poesía de otros en las universidades, de contar el número de adjetivos de los poemas y cosas así, pero se considera ridículo que alguien se dedique solo a escribir poemas. Puedes dedicarte a la usura, vender libros, hacer contrabando, convertir los cines en comercios de bragas, y todo eso parece decente. Pero vivir de la poesía no. Esta es la sociedad en que vivimos. Muchas personas pueden vivir de hacer cosas absurdas, pero él no podría hacerlo por iluminarnos, por convertirnos el mundo en algo inmenso. Como me ocurría a mí en Toledo, cuando a los veinte años estuve allí veinte días sólo para seguir sus huellas y lo leía sin cesar en la biblioteca pública. Los cuadernos de Malte Lauridss Brigge es tal vez el libro que mejor lo define. En ese libro vaga por París asombrado y asustado por todo. Extrañado por el tiempo y por las fachadas derruidas. Adivinando vidas en el papel de las paredes, hablando con unicornios, adensándose en los jardines. Volviendo a la patria de su infancia, mirando las palabras como objetos vacíos, sintiendo el amor intransitivo. Yo vagaba por París detrás de él, infinitamente, tratando de vivir tanto como había vivido él con cada calle. Trataba de mirar, como él, inmensidades y terrores. En ese libro hacía que cada muro de París vibrase como un arpa, como una memoria. Lo he leído infinidad de veces, y me he sentido como Rilke con todas las extrañezas o las plenitudes. Fui al museo de Cluny porque él hablaba de los siete tapices de La Dama y el Unicornio. Paseé enriquecido por el jardín de Luxemburgo y llegué a la Fuente de Médicis y añoré el carrusel del que él habla en un poema. Observé cómo es el silencio en las bibliotecas. Una vez entré en la Biblioteca del Arsenal, toda encopetada, y les pregunté si podía ponerme allí a escribir una carta. Le dije a la empleada que yo era un genio de la poesía y si quería que le recitara un poema. La vi desconcertada, casi me sentía como el protagonista de la película El lado oscuro del corazón. Y al final me fui a una estafeta de Correos a escribir una carta de diez páginas. Necesitamos todavía Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, ese libro tan extraño. Para que nos recuerde que después de milenios de filosofía y cultura todavía no hemos tocado la piel de la vida. Para que sintamos que la vida, a pesar de todo, está intacta. Que nunca podremos manchar el mundo del todo. Que podemos fabricar infinidad de artilugios y robots, y sustituir la naturaleza por lo fabricado, pero nunca tocaremos de verdad en el fondo. Para que nos sintamos de repente tan frescos como un esmalte de Limoges.
Necesitamos a Rilke para que nos hable en mitad de la noche, para que nos traiga algún sentido religioso más allá de los dogmas. Para que nos regale el fulgor de la poesía, el valor incalculable de nuestras imágenes, el misterio de lo que vivimos cada instante. Para que nos dé el sentido de la celebración, como dijo en un poema. Rilke vagaba sin cesar porque buscaba la vivencia suprema, porque quería incendiar definitivamente las palabras, porque quería nombrar el fondo de las cosas. Y devolver la vida a toda su fuerza original. Que nada estuviera desgastado para nosotros. Vagaba porque sentía angustia y escasez y nostalgia de absoluto. Porque amaba profundamente el universo y quería tocarlo de verdad. Pero ese vagar lo hacía apasionadamente, y cada instante de su vida lo vivió con pasión, y cada rincón del camino tenía un valor incalculable para él. Él creyó completamente en cada instante, en el valor de cada momento de la vida. Nadie la tocó profundamente como él. Por eso sus miles de cartas (tiene muchísimas más que las archiconocidas Cartas a un joven poeta) nunca son triviales, parece un prodigio, nunca dice nada anodino, siempre capta un fulgor en cada hecho, siempre destaca algo asombroso en lo que le ocurre, siempre ilumina a la persona que va a leerlo. Se tomaba cada minuto en serio. Y quería de verdad regalar la vida a todos los que lo conocían. Por eso también vagaba entre las mujeres, porque estaba buscando el contacto más hondo a través de todas ellas. Por eso se publican sus Cartas a Merline, Cartas a Benvenuta, etc, porque en algún momento creyó profundamente en todas ellas. Pero buscaba ese amor intransitivo, que no fuera tránsito hacia nada, que no lo limitase, que no se acabara en nada. Vagaba sin cesar, porque para él la vida era ilimitada como el mundo y nunca se saciaba. Encontraba luces en todas partes, pero siempre esperaba otra luz. Hasta que casi lo rompen los ángeles con su iluminación en las Elegías del Duino. por ANTONIO COSTA GÓMEZ En un balcón secreto sobre el mar en la muralla de Cádiz le contaba a mi mujer, Consuelo, que quieren demonizar a Persia, vete a saber por qué. Y la verdad es que su régimen de clérigos es agobiante, con policía de costumbres, cerrazón de las ideas, la religión determinando la vida cotidiana, persecución de todo el que no esté de acuerdo, creadores exiliados. Y encima roban el nombre, tan lleno de sugerencias, que suena a culturas milenarias, y lo cambian por Irán, que solo suena a cerrazón y fanatismo. Es como tapar la cara del país, igual que otros tapan la cara de las mujeres. El régimen del shah era una dictadura sanguinaria, pero el régimen de los ayatolás fue todavía peor y más miserable. Y, a pesar de todo, en Irán hay elecciones, las mujeres pueden votar, pueden estudiar, pueden conducir coches, mientras que en Arabia Saudita, que sólo tiene arena, y donde nacieron los integrismos, no hay nada de todo esto. Y sin embargo Irán es el malo y a Arabia Saudita se le perdona todo. Por otro lado, al margen del régimen, está el país mismo, la gente, la cultura. En Persia, que me jode llamarla Irán, hubo grandes poetas, y la gente los ama, y hubo imperios esplendorosos a lo largo de los siglos, con arquitectura fascinante y columnas alargadas y relieves exquisitos y miniaturas delicadas, y hay una sensualidad íntima en las comidas y en las vestiduras a pesar del moralismo oficial, y hay unas ciudades bellísimas, como Shiraz o Isfahan, y hay unos paisajes variados, desde las llanuras del sur a las montañas nevadas Elburz y las orillas del mar Caspio, y hay un cine inquietante e inagotable. Y el islam chiita es más abierto y cordial, incluso es más propenso al lirismo y permite las imágenes, y en todas partes está la imagen del Iman Husseim, el mártir que fue perseguido y muerto a traición, y lo celebran con nostalgia y melancolía y sentimiento más que con rigidez y puritanismo. Pero la gente, como siempre, desprecia lo que ignora, y tapa el país con tópicos, y no conoce la cultura de Persia durante milenios que se extendió por toda Asia Central, y confunde a los persas con los árabes, tan diferentes de ellos en todas las cosas, no sólo en el idioma, el farsi, que no tiene nada que ver. Y le hablé en el balcón a Consuelo de Forugh Farojizad. Fue una poetisa rebelde de los años cincuenta y sesenta, rompió las rigideces y las tradiciones, provocó a la sociedad con sus libertades y sus actitudes, usó un lenguaje vivo y popular en lugar de las formas académicas y resecas, llenó de vida y de vibración la poesía, sin dejar de recurrir a la musicalidad y el tono legendario y los mitos siempre vivos, estuvo en el París que es patrono de todos los rebeldes, estudió cine en Londres, visitó la Italia del esplendoroso Renacimiento, se divorció y le impidieron ver a su hijo, quiso volver con sus padres y la rechazaron, se volcó en la amistad con otra mujer, fue amante de otro poeta, la escarnecieron por sus libertades, la llamaron la Bilitis persa, fue actriz de teatro, hizo una película sobre los leprosos, se saltó las convenciones de mil maneras, fascinó a tantos creadores, incluso Bertolucci hizo una película sobre ella, era la inquietud y la provocación y el sentirse viva, defendía el papel vivo de la mujer, igual que Marianne Satrapi en su Persépolis decía de niña que ella también quería ser profetisa y no tenían por qué ser solo profetas los hombres. Su primer libro se llamaba Cautiva, su tercer libro Rebelión, y al final en 1966 murió en un accidente de coche, y sus seguidores dudaron de que aquello fuera un accidente, y la lloraron sin parar. Ella era una esperanza para todos, una posibilidad de vivir y de salir de la rutina, de los encierros mentales, ella era una invitación y una ventana, fue víctima de la sociedad tradicionalista del shah, pero si esa sociedad era cerrada, qué le hubiera ocurrido en la más lóbrega y oscurantista de los clérigos, qué se puede esperar de una sociedad gobernada por clérigos, donde está regulado por letra y no por espíritu, por las prohibiciones y no por la vida. Cuando fui a Persia en 2005 leí dos antologías de su poesía en español, Noche en Teherán (El Bardo, 2000) y Nuevo nacimiento (Ediciones de Oriente y del Mediterráneo, 2004), que se basan sobre todo en sus últimos libros Renacimiento y Tengamos fe al principio de la estación fría. En el primer libro Forugh evoca días míticos en que al abrir las pestañas borbotean canciones como globos, ve inquieta que la luna está intranquila y el viento se llevará todo, recuerda cuando se sintió mujer por primera vez, siente la hondura del placer con su amante, siente las aves y la imaginación detrás de los muros, canta los cuerpos desvergonzados y terrestres, evoca la locura amorosa en el desierto de Maynun y Leila, siente que la tierra materialista se vacía de profetas y los corderos se pierden, le pide a su amante que le traiga una ventana, dice que todas las estrellas (en esa sociedad mezquina) han emigrado hacia un cielo perdido, siente a pesar de todo delirios verdes de la naturaleza y que su cuerpo quiere ensancharse. Y sobre todo en el poema más inolvidable, ‘La conquista del jardín’, entra con su amante sin miedo en el jardín mítico, que parece prohibido, y se acuesta con el amado no sólo con el nombre sino con el cabello y el cuerpo todo y la sinceridad, encuentra la verdad prohibida en ese jardín, y su amante y ella son apasionados como dos soles, y ya no sólo susurran con miedo en la oscuridad, se unen sin cortapisas en el fuego, en la tierra, en el orgullo, nacen otra vez sin límites, se sienten vivos sin limitaciones, se unen como un puente en mitad de la noche, en forma de olor, de luz, de viento, se reúnen en el bosque (como aquel bosque en que Alejandra Pizarnik se sentía una loba desnuda liberada por el lenguaje) como dos gacelas, rasgan las cortinas y se sienten palomas en las torres. Y todo con la repetición rítmica, con la anáfora insistente, con el polisíndeton que martillea, con el lenguaje suelto y libre pero que tiene el aliento de las viejas canciones, de las leyendas de siempre, de los mitos, con el desenfado, con el apasionamiento rebelde. En Nuevo nacimiento insiste en la idea de volver a nacer con obstinación, de volver a nacer siempre, a pesar de la muerte y la represión, de nacer siempre inquieta e incansable, reivindica el pecado con los ojos llenos de secretos, quiere ir a la ciudad de los poemas y las pasiones y las estrellas de fiebre, pide la savia de la tierra como las plantas, dice que sólo es el eco de una canción, es decir, algo muy ligero pero muy profundo, muy pasajero pero muy permanente, porque las canciones son la esencia intensa de la vida contra la mediocridad de la prosa diaria, proclama la melena que se suelta con la respiración del otro, se siente sola como una hoja, contaminada por la felicidad rebelde, con dudas en el jardín de los besos, le ofrece al amado en sus manos toda su vida como un cuenco de leche, habla de ojos que desorientan a los sufíes, se desborda, se descontrola en la soledad y el secreto, enciende las palabras, crea letanías repetidas de la pasión, reclama las riquezas terrestres como André Gide, y no es tan raro en una tierra como esa, habla de prisioneros que excavan túneles de escapada, habla de los pájaros locos que no leen el periódico, reclama el regreso del amor una y otra vez, habla de las cortinas que no dejan ver el cielo y de plantar sus manos en el jardín mítico para que crezcan una y otra vez, para los orientales el paraíso es un jardín (por eso un jardín en Shiraz se llamaba de los Ocho Paraísos y la palabra paraíso significa jardín), pero el paraíso y la plenitud son ilegales, clandestinos, prohibidos por los reglamentos y las dictaduras, dice que no quiere detenerse en la tierra de los enanos y que siempre quedará la voz. Y sobre todo conserva la fe en la vida en medio de la estación del frío, una fe loca, insensata, incontrolable, y aunque se tapen de luto los espejos no se le puede decir al hombre que no vive, siente frío pero le queda el vino y la amistad intensa, pero en medio del frío y las ruinas de la imaginación ella tiene fe contra todo obstáculo, sigue viva aún después de que la maten.
Y esa poesía, le decía yo a Consuelo en el balcón secreto, tan secreto como los secretos a los que apelaba Forugh, aunque es tan rompedora con las tradiciones y las academias, sigue la constante viva de la poesía persa durante milenios, concuerda con aquel poema sobre Maynun que se vuelve loco en el desierto para amar con toda la fuerza de su imaginación a Leila, concuerda con Hafiz cuando habla de esa muchacha salvaje a la que busca por los mercados, o de la chica de pelo revuelto que llega a su lecho por las noches, concuerda con la vitalidad apasionada de Omar Jayam, que tuvo que escapar también de los fanatismos de su tiempo y dar vueltas como un rebelde, tal como nos cuenta en famosas novelas Amin Maalouf, con sus cuartetas, en que une la pasión y la duda, la sensualidad y la hondura que en el fondo son la misma cosa, concuerda con Firdusi cuando canta las gestas de los héroes que persiguen a los montruos montados en el Simurg, o con las viejas creencias de Zoroastro, con Ormuz que se rebela contra el amargado Ahriman, el fuego de la pasión que diviniza la inercia del mundo, concuerda con Saadi que da máximas de prudencia y sabiduría pero también sabe contar historias de amor desesperadas y de las ilimitaciones de la carne y de las soledades sabias de los desiertos, concuerda con aquella sensualidad apasionada y elegante de las procesiones de oferentes en los relieves de Persépolis que van a llegar dones al emperador como seres elegantes y orgullosos y no como los sometidos sin alma de otras culturas, y con ese apasionamiento de columnatas infinitas, y con esos caballos alados de la Puerta de las Naciones, y con esas filigranas que recorren la inmensa Plaza del Imán en Isfahan que yo miraba desde la terraza de la tetería Qeysarieh como si fuera un bordado gigantesco, con todos los jardines y los pabellones llenos de pinturas apasionadas (no como en la aridez abstracta de otras culturas islámicas) y de alfombras mágicas vagabundas, concuerda con la avenida Bagh de Isfahan llena de escaparates de dulces delirantes y de vestiduras tentadoras para las mujeres y de restaurantes intensos, concuerda con esa Persia de siempre elegante e imaginativa, que no es Irán, que no son los clérigos, que no es la represión, que son las cuartetas de Omar Jayam, que son las tabernas místicas de Hafiz, que es la amante apasionada Forugh. por ANTONIO COSTA GÓMEZ En Colombia la literatura refleja la vida, y viceversa, como en todos los países. Y allí hay mucho de exagerado, confuso, hinchado, violento, en la literatura y en la vida. Héctor Abad en El olvido que seremos relató cómo mataron a su padre y a muchos liberales en Medellín. Los paramilitares con la complicidad del gobierno sembraron el terror en el país e hicieron imposible toda discusión. Germán Castro Caicedo en Que la muerte espere habla de campesinos asesinados y arrastrados de aquí para allá por unos y por otros. Que parecen aplastados por una maldición bíblica, que no saben por dónde vendrán los tiros. Lo malo es que la muerte no espera. Pero algunos se rebelan contra ella, como Albert Camus en El hombre rebelde. Haría falta que leyeran más a Albert Camus. Juan Gabriel Vásquez habla en El ruido de las cosas al caer de cómo lincharon a un elefante que se había escapado de la antigua hacienda de Pablo Escobar y causaba destrozos en los sembrados. Pobre elefante, que no tenía la culpa de la hinchazón “caligulesca” de Escobar. La novela habla del ruido que hacen las cosas al caerse de un avión dinamitado por Escobar, es el ruido y la furia de Colombia. Pero al hablar del elefante tiene su toque de lirismo. Sí, hay demasiada truculencia, demasiado realismo mágico. Demasiados coroneles y demasiadas guerras interminables. Y demasiados excesos garciamarquiamos. Gabo se inspiró en las novelas de caballerías, pero los caballeros se dedicaban solamente a pelear y lo arreglaban todo con las armas. Creo que ya les hace falta un poco de paz burguesa. Hace falta el relato de Italo Svevo sobre cómo un viejo cruza sencillamente una calle en Trieste. Los colombianos tienen un orgullo nacional ilimitado. Creen que, a pesar de todo, su país es el mejor del mundo. Escuchándolos ellos tienen la mejor comida, el mejor queso, las mejores mujeres, el mejor lenguaje, la mejor música. Entonces, ¿por qué no disfrutar de esas maravillas en paz? Les hace falta alguien que cante su “suave patria” de colegialas que llegan por la tarde, y el sabor del pan como hizo Ramón López Velarde en México. Sentir la nostalgia, el paso del tiempo, las fantasías junto al agua, los juegos de los niños. Sí, les hace falta la lírica. Las canciones nostálgicas en el bar El Sotareño de Popayán, donde el viejo Agustín Sarria pone sus vinilos inagotables en la penumbra. La hacienda El Paraíso, cerca de Cali, en la que se desarrolla María de Jorge Isaacs, donde los niños meditan con las piernas puestas encima de los pequeños canales. Tomar un canelazo en el laberinto de terrazas de El Gato Gris, en La Candelaria de Bogotá. Dos viejos tardan cincuenta años en declararse en El amor en los tiempos del cólera y al final deciden quedarse en un barco en el río Magdalena y no volver nunca más a la tierra donde se destrozan los sueños. En un cuento de Álvaro Cepeda Samudio un hombre intenta olvidar un piano blanco toda la vida sin conseguirlo («cuando entré por primera vez en esta casa y lo vi en su rincón, abandonado como un gran animal blanco y triste, comprendí que debía alejarme enseguida de aquel lugar, que no debía volver más a esa casa»). Les hace falta ese lirismo. Los edificios duermen en el tiempo como si flotaran en el río Magdalena en Mompox. Hay tiendas perdidas en mitad de Los Andes, en el departamento de Tolima, que uno no sabe cómo alguien se atrevió a colocar sobre los abismos. Las terrazas escondidas tras los árboles en Aracataca se llenan de recuerdos que no se atreven a ser Macondo. Hay que evocar esas cosas, como han hecho Candelario Obeso en Mompox, Aurelio Arturo en el sur, Gabo en algunas páginas sobre Macondo. En los museos de Bogotá se ve a unos viejos de la cultura Tumaco, en el Pacífico, que se ríen descaradamente, mostrando todas sus arrugas, como si conocieran la falacia de las doctrinas y no les quedara más que disfrutar los momentos. Son como pequeños nietzsches líricos, que te dicen: déjate de gilipolleces y de armas y respira lo que todavía queda de vida. Les hacen falta esos poetas. Sí, ya han contado demasiadas desmesuras, demasiadas grandezas épicas. Y se han rasgado demasiado los testículos como Fernando Vallejo. O demasiado nadaísmo estridente de Gonzalo Arango. Ya va siendo hora, joder, de aburrirse un poco, o de tomar una copa. De escuchar a Chopin o arreglar la camisa de hilo. Ya está bien de la Guerra de Troya, de la Biblia, de la Tragedia Griega, de todas esas cosas que influyen en la literatura y la vida de Colombia. Tal vez ya basta de cierto Faulkner. Y si no, hay que buscar en la Biblia el Cantar de los Cantares. O en Faulkner aquel cuento sobre las reminiscencias de un olor a verbena. Tal vez hay que mirar los zapatos viejos que no nos atrevemos a tirar, como decía Luis Carlos López en un poema que está grabado en piedra en Cartagena de Indias. O recordar esos días en que nuestra alma está un poco torcida, como un cuadro en la pared difícil de enderezar, como dice el irónico metafísico Rómulo Bustos. El expresidente Uribe es como el Cid Campeador de los colombianos y quiere su epopeya de la guerra y muchos se la cantan. Pero Colombia ha tenido ya demasiadas epopeyas descomunales, demasiadas hazañas bélicas como aquellas de los tebeos. Hace falta un poco de poesía o de emoción o de zumbido. Como ese desgarro interior y maldito de la poesía de Raúl Gómez Jatin («toma mi poesía con este brazo, / acabo de arrancarlo»). O como las páginas de la novela del romanticismo, María, en la que no ocurre nada, pero uno alucina a cada instante con la pasión de la naturaleza («las nubes se extendían como una bailarina de Oriente que apartara sus velos»).
Siéntense a saborear el sentido de la tierra que todavía queda, como diría Nietzsche. García Márquez empezó escribiendo en Barranquilla unos textos que se inspiraban en el Natanael de Los alimentos terrestres de André Gide. El Natanael de Gide invitaba a disfrutar y a saborear la vida como fruta abierta sin pensar en maximalismos ni en doctrinas. Hay que salir de la Historia feroz e interminable e instalarse en los instantes, y tomar guayaba. Hay que dejar de pelear por Helena, como decía Derek Walcot, y acostarse con ella. O colocar bien el culo, como las gordas de Botero. Sí, creo que Colombia tiene ya demasiada acción desaforada, demasiado realismo mágico. Necesita más el poema, el acordeón, la canción de Medellín inspirada en las rancheras mejicanas, el canto suave de los llanos. Los libros de Juan Gossaín (Puro cuento, La muerte de María Abdala) que incitan a la magia irónica y a disfrutar del Caribe. No me hace ilusión ver en Cartagena de Indias los entierros al ritmo de champeta, eso me sugiere que van a empezar los tiros. Prefiero las siestas indolentes, las viejas fotos en blanco y negro guardadas en los armarios. Los poemas sobre Este lugar de la noche («ahora que las niñas se desvisten, / con un secreto temor, / y en el fuego bailan duendecillos azules»). Los Nocturnos de Silva en la casa enfebrecida por la vegetación de Gustavo de la Espriella. por ANTONIO COSTA GÓMEZ Kjell Westö publicó hace años Por donde una vez caminamos, una novela sobre cómo llegó el jazz a Finlandia. En ella dice que sólo ardemos una vez, que prestemos atención cuando ocurre. El libro lleva el subtítulo ‘Novela sobre una ciudad y sobre nuestras ansias de crecer más alto que la hierba’. Y esa ciudad que es Helsinki se muestra, si uno pasea por ella, por los barrios bohemios de hormigón o los barrios de escritores de casas de madera o los de la burguesía elegante de casas art nouveau, llena de la misma audacia traviesa que inspiró las películas de Aki Kaurismaki o las rebeldías melancólicas del Kalevala. Y ese crecer como la hierba con un aliento de Walt Whitman se nota por todas partes en Finlandia como no sospechan los que creen que es un país de brumas y de pocas historias. No se imaginan cuánta vibración hay en ese país de lagos y de ciudades industriales reconvertidas en fantasías artísticas. Y Kjell Westö se ha convertido en ese escritor que ha destilado toda la vibración callada de Finlandia. Infinidad de personajes circulan por la novela. Cuenta cincuenta años de Finlandia. Se podría considerar una Guerra y paz melancólica de Finlandia. Los destinos se separan, se entrecruzan, se hilvanan, se encuentran más tarde. Hay personajes fanáticos, escépticos, melancólicos, vividores, aprovechados, rebeldes, sin escrúpulos, inocentes. Y la vida los acaba arrinconando a todos. Sólo ardemos una vez, después únicamente queda el resplandor, dice un personaje. Y también: escuchemos la canción cuando suena, para qué quedarse a escuchar los ecos. Es una invitación a prestar atención a la vida, que no se deja controlar por nosotros. Por delicadeza, podemos perder la vida, como decía Rimbaud. La vida se nos va de las manos. Pero aún hay quien aspira apasionadamente detrás de ella: Cuando me agacho, mi mano todavía siente el calor en los adoquines de las calles por las que una vez caminaste. En cada sitio por el que alguien ha pasado perdura el recuerdo de esa persona. La mayoría no lo ve, pero para los que conocen y aman a esa persona la imagen que surge cada vez que pisan esos lugares es perfectamente nítida. La muchacha Vivan, que sobrevive a través de todos los avatares y las penurias, representa esa obstinación de la vida. Por algo le llamaron Siempreviva. Y los señoritos arrogantes que le pusieron ese nombre de forma burlona y prepotente no se dan cuenta de que han sido lúcidos sin querer. Como los que se burlaron a fines del siglo XIX llamando impresionismo a la pintura de Monet. La clave es la llegada del jazz a Finlandia. En los años veinte llega en un barco desde Nueva Orleans una banda que trae todas las trepidaciones de la vida, rompe los prejuicios, se abre a todas las razas. Llega una música insólita, que lo rompe todo, se corta, se improvisa, se respira, se goza. Helsinki alucina y se ve arrastrada en esa vitalidad prodigiosa. Dos muchachos fascinados, que todavía no pueden entrar en el local, acuden con fervor todos los días, hasta que se atreven a hablar con los músicos. Y les piden tocar con ellos. Al principio lo hacen torpemente, no encuentran su swing, pero más tarde serán los sucesores. Hay una mujer rebelde, Lucie, que escandaliza y cautiva a todos, que rompe moldes, que viaja a París y trae nuevos estremecimientos, que no se encierra, que late con todo. Ella ama al músico negro, en secreto, porque los prejuicios son feroces. Lo ama en nombre de todas las mujeres que no se atreven. Y ama al joven obrero radical, más allá de las ideologías y de las clases. Probablemente la mayor tragedia es la suya, ese intento de vivir por encima de todo, la belleza del vivir detrás de las cortapisas. El fotógrafo es otro personaje vitalista y trágico. Acaba destruyéndose a sí mismo, rodeado de fanáticos. Los rojos y los blancos son fanáticos, la rebeldía finlandesa contra el dominio secular de Rusia acaba siendo fanática. El fotógrafo ha hecho fotografías de mujeres desnudas en visiones bellísimas, pero un comité de caballeros puritanos decide romperlas. Solo Lucie conserva la suya. Es el decoro contra la vida, dice Lucie. Es el fanatismo gilipollas contra la vida. La novela sigue el ritmo del jazz. Las historias se interrumpen, se enlazan, se retoman más tarde, añaden voces libremente, usan la síncopa, la mezcla. Son como las evoluciones del jazz. Y están todas las tonalidades de la trompeta: el lirismo, el horror, la ironía, el aliento épico, la desolación, el entusiasmo. El ritmo es rápido, pero a veces se detiene en raptos de sensibilidad, en miradas sutiles. Aunque el tono es urbano, a Westö no le falta la delectación con la naturaleza, el biologismo, el sentir el misterioso empuje de los seres vivos, como hacía su compatriota Sillampaa en novelas como Noche de verano.
En resumen, es una ejecución magistral de jazz literario, es un concierto de palabras realizado con toda la soltura de un músico de jazz en los fríos melancólicos de Finlandia. Para que se vea que la vida imprevisible asombra en todas partes. Por si no nos bastaba con el humor rebelde y simpático de Arto Paasilinna. La novela de Westö se apodera de nosotros durante setecientas páginas, nos lleva de aquí para allá, nos provoca todos los vagabundeos espirituales, nos suelta el aliento animado en infinidad de pasajes. La novela nos muestra cómo los hombres son víctimas de la Historia y tratan de expresarse a pesar de ella, cómo la Historia es la gran gilipollez que nos malogra, pero que no puede impedir que saltemos todos, ya sea con las brujas, con los mitos o con el jazz. Y que la vida vibra en todas partes, tal vez paradójicamente más allá donde las gentes creen que no se encuentra. Podríamos decir que los finlandeses reinventaron el jazz, y lo vivieron con toda la ilusión, igual que inventaron el tango, según ellos, y que inventaron los festivales de guitarra imaginaria. Por donde una vez caminamos dice que sólo ardemos una vez y que tenemos que hacer caso de ese incendio. Y nos muestra con trompeta maestra todas las derivaciones de ese incendio. Deberíamos leer con pasión esa novela y hacerle caso. Sentir sin prejuicios todas las bellezas de la vida, como quería Lucie. por ANTONIO COSTA GÓMEZ Me dijeron que era peligroso, que si entraba en el aura de García Márquez ya no podría salir. Y que sufriría una transformación. Estaba buscando a sus personajes en Barranquilla. Me senté en una hamaca frente al mar en la casa de Eduardo Daconte. Había visitado setenta países, había sido monje en Sri Lanka y triunfaba con una biografía de Celia Cruz. Su abuelo era un italiano que puso un cine con un piano en Aracataca. Muchos años después Eduardo quiso usar el piano abandonado en un desván y salieron un montón de palomas de su interior. Meira Delmar me recibió en su casa Art Deco. Era una gran poeta de origen libanés e íntima amiga de García Márquez. Conservaba la belleza atmosférica que había tenido. Cuando García Márquez regresó de inaugurar un tren de un día en Aracataca, fue a comer a solas con ella en Barranquilla. Ella le hizo su comida preferida, el quipe libanés. Me fui al restaurante La Cueva, donde en los años cincuenta se reunía la tertulia de García Márquez: Álvaro Cepeda, Figurita el Loco, el pintor Obregón... Me mostraron unas huellas de elefante en el suelo. Una noche el pintor Alejandro Obregón estaba borracho y el dueño de La Cueva no lo dejó entrar. Había un circo al lado y Obregón alquiló un elefante y se acercó con él y tuvieron que abrirle la puerta. Álvaro Suescún me llevó a una casa donde vivió García Márquez, acababan de descubrirla. La dueña, la señora Casiana, estaba preocupada porque hicieran tantas fotos, tenía miedo de que se la quitaran. El poeta Miguel Iriarte trabajaba en el archivo de la ciudad y trazaba un itinerario garciamarquiano por Barranquilla. Pasaba por el edificio de putas donde vivía, la redacción de El Heraldo, la calle del Crimen. En cada lugar se representaba una pequeña obra de teatro. Iriarte evocaba la vida garciamarquiana de García Márquez. Fui a ver el Museo Romántico de Barranquilla y había un anciano en la puerta. Era el dueño del museo, Alfredo de la Espriella, y no podía entrar porque había perdido la llave. Tuvimos que esperar a que viniera un empleado. Dentro había un caos de objetos antiguos, regalos de colonias extranjeras, la máquina de escribir con que se escribió Cien años de soledad. En una sala estaba la escritora Amira de la Rosa en porcelana sentada en una mecedora con sedas negras y parecía que acababa de morir. Después me fui a Cartagena de Indias y desde la muralla se veía la casa de García Márquez. El exterior era adusto pero en el jardín había un almendro y palmeras y buganvillas. Era el escenario hormigueante de El amor en los tiempos del cólera. Jaime García Márquez me concedió tres horas en su despacho de la fundación Nuevo Periodismo. En un momento llegó su hermana Rita del Carmen, que estaba de cumpleaños. Hablaron de otra hermana que había sido monja y estaba de viaje por Estados Unidos. Hablaron de su hermano Eligio, que murió joven e hizo un periodismo con garra.
Jaime me recordó que Gabo era apasionado del vallenato, iba con un grupo cantando serenatas en Aracataca. Y me habló de su madre. Cuando le dieron el Nobel a Gabo la señora dijo que por fin le arreglarían el teléfono. Me dio una redacción que hizo su hija Patricia a los ocho años, hablaba de cuando se mudaron a una casa en el barrio de Manga: «Estaba embrujada, en la noche aparecía una mujer vestida de blanco, que salía por el baño y entraba en el cuarto de mis tíos, pasaba debajo de la hamaca de mi madre y salía otra vez al baño». Al final se fueron a la calle de los Nísperos y la abuela ya no tenía conciencia: «Ahora cada que voy a los nísperos siento tristeza porque aunque ella no nos hablaba siento el vacío de mi abuelita». Y entonces entré en el aura de García Márquez. por ANTONIO COSTA GÓMEZ En el libro Plenitud de Amado Nervo he encontrado al menos dos capítulos maravillosos. Uno se titula ‘Bueno ¿y qué?’ y dice que ante todas las inquietudes y temores uno siempre puede decirse «Bueno ¿y qué?». Vas a estar enfermo, vas a perder tu dinero, vas a morirte. Y siempre puedes decirte «Bueno ¿y qué?». Nervo afirma que es una receta sencilla e ingenua, pero a mí me parece deslumbrante. Esa frase sugiere que hay algo infinito e interminable debajo de todo, que nadie puede destruir. Yo he sentido eso en ocasiones. Debajo de las angustias más agudas, de los mayores fracasos, siempre había un fondo inagotable que me hacía empezar otra vez, una vitalidad infinita, un resto de obstinación, como diría Herman Hesse. Y a veces sentía, como los sabios hindúes, como ciertos místicos, que nada de lo nombrable tenía importancia, que nada valía nada. Lo he sentido como una verdadera experiencia, no como un pensamiento, y he sentido que hicieran lo que hicieran conmigo siempre habría algo detrás que no podrían desvirtuar. Y no importa cómo se llame. El otro capítulo tal vez sea todavía más deslumbrante, se titula ‘La heredad’. Amado Nervo dice que el mundo se hace pequeño, y que lo empequeñecen todavía más los prejuicios. Y yo diría ahora el prejuicio actual de que las máquinas lo resuelven todo y de que el mundo entero no es más que una máquina. Es el empobrecimiento más horrible de la vida. Eliminamos el encanto del mundo, como decía Max Weber, eliminamos el aura de la que hablaba Walter Benjamin, eliminamos del todo el espíritu. Y sigue Nervo: «ya no puedes viajar, para qué, todo es lo mismo, el turismo uniformiza el planeta, y ya no hay ningún rincón inédito». Si Amado Nervo decía eso hace cien años, ¿qué no podremos decir ahora? Parece la miseria completa. Pero Amado Nervo añade: «Mas yo te digo: ¿qué te importa esto si te queda la noche? La noche con todos sus milagros, la noche con todos sus soles y mundos». Siempre he dicho yo también que la noche da la libertad, acaba con los ruidos que distraen y nos permite escuchar el mundo y nuestro interior, elimina las cerrazones y las retóricas, descarta la luz policíaca que quiere controlarlo todo y simplificarlo todo. En la noche y su silencio todo vuelve de verdad: el espíritu eliminado, el encanto que negamos, la infinitud, todas las estrellas que de día no vemos, el sentimiento del cosmos, los pensamientos soterrados, los recuerdos bajo tierra, el inconsciente, los sueños, los deseos que no nos atrevemos a decir, los susurros que ahora ya se escuchan, el canto del mundo que entonces sí puede escucharse. Toda la libertad y toda la elocuencia del silencio. Todo lo que de día callamos o no podemos escuchar y de noche sale de puntillas, como los fantasmas, como los espectros, como nuestros sentimientos secretos. Yo ya decía al frente de mi libro El fuego y el sueño: «El día solo tiene una estrella, de noche hay millones de estrellas». Y repito que en la noche son los encuentros místicos, es la llegada de los dioses, es la salida de los sentimientos apagados, de todo lo que el día no permite ver y persigue con saña. De noche se apaga el ruido de las máquinas y sale el espíritu olvidado. De noche se oye lo que no queremos oír nunca o lo que no nos dejan oír, el ruido de nuestra sangre, el rumor de los ríos escondidos. De noche ya no hay ideologías que encierren, el rumor de la vida secreta es demasiado rico para encerrarse en ellas. De noche ya no hay prejuicios, el silencio rumoroso los desborda todos. De noche sale el misterio que no queremos escuchar, salen las viejas historias, salen las pasiones que nos daba vergüenza mostrar durante el día. Como no nos vemos las caras o máscaras somos capaces de decirlo todo. En la oscuridad podemos tocarnos y palpar oscuramente quiénes somos. En la noche podemos extendernos plenamente sin caber en los rostros ni en los nombres. La obra de Álvaro Cunqueiro es el equivalente de Las mil y una noches en Galicia. García Márquez dijo que merecía el Premio Nobel más que él mismo. Mezcló los tiempos y los lugares. Merlín tiene una posada en Lugo. Simbad se mueve por las islas gallegas. Ulises vive en una isla medieval. Italia se mezcla con Galicia. La poesía y el lirismo se unen al humor y la ironía. Reivindica el cuerpo y sus glorias. La comida es también poesía. Escribió sobre gastronomía y disfrutó de la buena mesa. Su Viaje por los montes y las chimeneas de Galicia es una leyenda de los temas culinarios. El mundo corporal y el espiritual no se oponen, son una falsa oposición cartesiana. En Fanto Fantini hay un caballo invisible, pero se vuelve visible cuando tiene que orinar. Las crónicas del sochantre son las aventuras de un canónigo que por las noches viaja con muertos y calaveras. Lo llevan en una calesa a través de los montes y las posadas y cada uno le cuenta su historia. Cuando llegue la mañana todos van a desaparecer. Las revelaciones y las leyendas se realizan en la noche, que es el territorio de la pasión y de los secretos. Leemos historias de contrabandistas, de asesinos tristes, de pasiones desbocadas que no pueden contenerse, de curas que no pueden sujetarse en sus hábitos. Y todo lleno de gracia, en el sentido etimológico de la palabra. Para los cristianos la gracia es lo que nos salva. Para la vida corriente, una persona con gracia es una persona con encanto. Para los poetas la gracia es la inspiración. Las historias de Cunqueiro rebosan gracia en todos los sentidos, están llenas de reminiscencias. Él leía a lord Dunsany, a los trovadores medievales, a los poetas persas. Leía cronicones medievales y mitos clásicos y libros de cuentos de Oriente. Conoce a los escritores más raros y las mitologías más apartadas. Sabe cuál es la esencia de la literatura, saca de ella los licores más exquisitos. Y también conoce las extrañezas de la realidad, la fantasía escondida en todas partes: esos personajes de Gente de aquí y de allá, Escuela de curanderos, Los nuevos feriantes. Galicia es gracia en su pluma pero también lo es el mundo entero. Si lo leemos sin fin, él nos traerá mil noches como Sherezade y no conoceremos el fastidio. En el poema ‘Eco’ Christina Rossetti habla de un encuentro en mitad de la noche, en lo más aquilatado de todo. Donde se ve la identidad más íntima, más secreta. Dos secretos se encuentran en lo más secreto. Ese encuentro es dulce y amargo, los contrarios se superan, no significan nada. No hay palabras para delimitarlo. Es algo tan excesivo que no cabe en la experiencia. Es tan excesivo que solo se puede realizar en lo más hondo de nosotros. Se encuentran dos identidades ocultas, en lo más sintetizado, en lo más intocable. Al otro lado de una puerta que se cierra y ya no deja salir. En la muerte, en lo absoluto que no se puede nombrar. Se encuentran en sueños, en lo más escondido. «Pero ven a mis sueños, y así viva de nuevo / mi vida verdadera, aunque esté muerta y fría». La verdadera vida se esconde detrás de la vida. La muerte significa aquilatamiento, volverse invisible. Se encuentran dos espectros, dos silencios. Es el encuentro definitivo. «Vuelve otra vez en sueños, para que pueda darte / latido por latido, aliento por aliento». Se encuentran dos latidos, dos alientos. Se unen dos últimas intimidades. En lo más escondido de lo más escondido, en lo que se revela detrás de lo revelado. Se tocan del modo más secreto. Solo en el silencio de la noche se pueden percibir dos latidos sin estorbos. Tienen que alejarse de todo el ruido, de todas las distracciones, tienen que hablar bajo para que puedan sentirse de verdad las palabras. Y tocarse de verdad al otro. Entonces tienen la experiencia insuperable. En lo más callado de la noche. Están lejos y por tanto están puros, como las leyendas, como los sueños. Lo que han vivido se ha convertido en memoria, se ha intensificado. Lo que parecía imposible en el presente lo viven en la memoria. Como los amantes que recorren el palacio del pasado en El año pasado en Mariembad. «Habla bajo y acércate / como en aquellos tiempos, amor, ya tan lejanos». En el silencio de la noche regresan las cosas más lejanas. Y ellos también se vuelven lejanos. Y lo que parecía estar muerto se muestra lleno de vida. Y entonces tienen el contacto más increíble. Para Robert Graves la Luna es una de las manifestaciones de la Diosa Blanca, que nos inspira a todos y nos da vida y entusiasmo. Según él no hay más que un tema verdadero para la poesía: nuestro amor por la Diosa, y un solo criterio para saber si un poema es bueno: si nos pone los pelos de punta. De creer a Graves todos seríamos amantes de la Luna, ella se acuesta con nosotros todas las noches, y ella es la que nos hace a todos creativos y originales. El poeta persa Jaleludim Rumi dice que tenemos que abrir la ventana para que entre la Luna: «Yo, Luna del cielo oscuro, te dejo entrar. / He abierto la ventana para ti. / Esta noche ven a tocar mi cara, / presiona tus labios sobre los míos. / Cierro la puerta de las palabras, / abro la ventana del corazón. / El beso de la Luna solo llega si abro la ventana». Giacomo Leopardi, en su desconfianza del cosmos entero, recurría a menudo a la Luna como compañera y amante: «Oh tú, graciosa luna, bien recuerdo / que sobre esta colina, ahora hace un año, / angustiado venía a contemplarte / y tú te alzabas sobre aquel boscaje / como ahora que todo lo iluminas, / oh mi luna querida». En Espectros Henrik Ibsen habla de un joven que manifiesta las tendencias rebeldes y ácidas de su padre, y su madre se espanta. ¡Espectros!, grita, vuelven desde el más allá las rebeldías del padre contra su moralismo puritano. En uno de los Kwaidan, las historias fantásticas que Lafcadio Hearn recogió en Japón, un joven lo deja todo y se va a vivir al cementerio para contemplar una mariposa. Esa mariposa era el alma de su amada a la que amaba secretamente. La amada de Propercio vuelve del más allá para incendiar al poeta: «Otras mujeres podrán poseerte ahora, pronto te tendré yo sola, / estarás conmigo y mis huesos se apretarán con los tuyos en apretado abrazo». El espectro es lo más profundo de nosotros, lo más inatrapable, y lo más secreto. Y solo la pasión puede experimentarlo. En ‘Annabel Lee’ Edgar Allan Poe se reúne por las noches con el espectro de su amada junto al mar para amarla como no le dejaron hacerlo en vida: «Sucedió hace muchos, muchos años, / en aquel reino junto al mar». En La carreta fantasma de Victor Sjostrom un espectro trata de remediar con sensibilidad las brutalidades que cometió mientras vivía. El revenant de Baudelaire viene del otro mundo para continuar las torturas de la pasión y de la sensualidad insaciable: «Igual que un ángel de ojo salvaje / volveré a entrar en tu alcoba». El espectro de Hamlet aparece en las murallas del castillo como símbolo de la sinceridad nocturna, de las verdades escondidas que no pueden destruirse y a veces se hacen visibles. El finlandés Frans Emil Sillanpaa, en su libro Noche de verano pinta todo el embrujo de las noches blancas de Finlandia, esas noches que no son noches, que tienen resplandores de plenitud, iluminaciones misteriosas, que revelan el secreto de las cosas. En un pasaje dos seres perdidos en una casa solitaria de noche sienten que han perdido su nombre, y que todas las cosas ya no tienen nombre, porque eso es lo que hace la noche, que revela apasionadamente todo, que hace escuchar los latidos escondidos, que enciende todo lo que normalmente está apagado. Y sobre todo esas noches apasionadas de Finlandia, esas noches interminables en que los astros revientan, se vuelven locos, nos vuelven visionarios, nos hacen tener todos los delirios. Sillanpaa habla de seres que vagan en barcas en los miles de lagos de Finlandia, que se hacen gestos desde lejos, señales de amor o ademanes inesperados o actitudes misteriosas, mientras el agua tiembla sin cesar detrás de todos los árboles, lo fantasea todo, lo hace hervir todo. Esa naturaleza de noche en Finlandia supera todos los simplismos, las doctrinas miserables, la ferocidad de la guerra civil con sus intolerancias. Siempre detrás de todo ello está la naturaleza vibrante e interminable. Y Sillanpaa sabe captarla mejor que nadie, con un tono apasionado y a la vez sencillo, sabe recoger como vibra esa infinidad de personajes que no son héroes, campesinos del montón, tal vez vagabundos o mendigos que buscan trabajo, pero que están atravesados por esa vitalidad, por esa personalidad que tienen todos. En estas novelas se ve como en Finlandia entera todos tienen algo que decir y todos se intercambian cosas. ‘Nocturno de la estatua’ de Xavier Villaurrutia (Ciudad de México, 1903, muerto en 1950), en el libro Nostalgia de la muerte, habla de una búsqueda desesperada en la noche, de la noche como inquietud y desvelamiento supremo, de perseguir las cosas que se van transformando, en un temblor de angustia metafísica, en un enfrentarse a la transformación incesante de las cosas que no pueden atraparse: «Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera / y el grito de la estatua desdoblando la esquina. / Correr hacia la estatua y encontrar solo el grito, / querer tocar el grito y solo hallar el eco, / querer asir el eco y encontrar solo el muro, / y correr hacia el muro y tocar un espejo». La noche es el momento de la revelación, de salir de la existencia inauténtica como decía Heidegger, de enfrentarse a la soledad radical: «Hallar en el espejo la estatua asesinada, / sacarla de la sangre de su sombra, / vestirla en un cerrar de ojos, / acariciarla como a una hermana imprevista / y jugar con las fichas de sus dedos/ y contar a su oreja cien veces / hasta oírla decir: estoy muerta de miedo”. José Emilio Pacheco escribía en ‘Como la lluvia’: «En la noche mexicana / brilla entre la luz arcana / Nuestra Señora La Iguana». Y en ‘Noche y nieve’ (de Islas a la deriva) intuye que la noche (como el deseo para Cernuda) es una pregunta inquietante que no tiene respuesta: «Me asomé a la ventana y en lugar del jardín hallé la noche enteramente constelada de nieve. / La nieve hace tangible el silencio y es el desplome de la luz y se apaga. / La nieve no quiere decir nada: Es solo una pregunta que deja caer millones de signos de interrogación sobre el mundo». Y en ‘Los elementos de la noche’ sabe que la noche es como el tequila que destroza las palabras y rompe todo lo expresable: «La noche deja su veneno. / Las palabras se rompen contra el aire». José Emilio Pacheco creció en la bohemia Colonia Roma de México DF, donde Jack Kerouac escribía sobre sus México City Blues («en la Genial Histórica Noche del Mundo, / gimiendo con su pequeño saxofón / los lleva al borde de la Eternidad»). Murió en 2014 con el premio Cervantes en su sala de estar y sabía tanto de la noche como Luis Cernuda o como Jorge Luis Borges. Octavio Paz parecería un hombre del día, y así lo sugiere su famoso poema ‘Piedra de sol’, pero en su poema ‘Himno entre ruinas’, del libro La estación violenta, va contraponiendo la apariencia y el grito y la certidumbre del día en una isla con los recuerdos de noches en otros sitios, Teotihuacan, Londres, Moscú, lo presente con lo lejano, lo palpable y definido con lo transformado por la memoria o por el deseo, lo que está en letra normal con lo silencioso en letra cursiva. «Cae la noche en Teotihuacan. / En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana, / suenan guitarras roncas». La noche puede ser esa vida escondida debajo de la vida, esa vitalidad trastornada, esa lucidez que encuentra otras raíces todavía más vivas o más roncas. «¿Qué yerba, que agua de vida ha de darnos la vida, / dónde desenterrar la palabra, / la proporción que rige al himno y al discurso, / al baile, a la ciudad y a la balanza?».
La noche esconde interrogante ese secreto, esa proporción que mueve todas las cosas y se escapa con ellas. Y en la noche se esconde una lucidez terrible que lleva a la vida más allá de la vida: «Nueva York, Londres, Moscú. / La sombra cubre al llano con su yedra fantasma, / con su vacilante vegetación de escalofrío, /su vello ralo, su tropel de ratas». Toda la celebración del día estridente en la isla se entrecruza con pensamientos incontrolables, con intuiciones, con honduras: «Mis pensamientos se bifurcan, serpean, se enredan, recomienzan, / y al fin se inmovilizan, ríos que no desembocan, / delta de sangre bajo un sol sin crepúsculo». Y se supone que solo con esa noche escondida detrás del día, latiendo y nutriendo, puede estar pleno el hombre: «Se reconcilian las dos mitades enemigas, / y la conciencia-espejo se licua, / vuelve a ser fuente, manantial de fábulas: / Hombre, árbol de imágenes, / palabras que son flores que son frutos que son actos». por ANTONIO COSTA GÓMEZ Crees que Patrick Modiano te descubrirá París, que te llevará a sus secretos, pero según Modiano París no existe. Un día fui a la plaza del Odeón, donde estaba El café de la juventud perdida y ya no estaba, pero tampoco estaba cuando el narrador habla de él. Miré con ansiedad en todas direcciones, quise captar algo en el aire, cerca de donde vivió Emil Cioran. Ahora en lugar del café había una boutique de ropa. Ese café ya no existía cuando escribió la novela Modiano, cuando recordaba que en otro tiempo los personajes iban a aquel bar para ver si encontraban a aquella muchacha evanescente de la que todos estaban un poco enamorados. Modiano habla casi siempre de París, pero París no existe, lo cartografía en todos sus detalles pero se esfuma continuamente, le gusta citar montones de calles, de números precisos, de locales que están en un sitio exacto, pero esa obsesión revela su angustia porque todo se evapora, las precisiones nunca precisan, esas calles nunca son lo que estaba en la novela, y en las novelas no hay lo que los personajes buscan, a Modiano le encantan los documentos administrativos, El libro de familia en la novela con ese título, los registros en Dora Bruder, para ver si sujetan la realidad evanescente, quiere aspirar el perfume que pueda quedar en los papeles, en los nombres, en los datos minúsculos, porque París y los que lo habitaron apenas existen, incluso los colaboracionistas de la Trilogía de la ocupación, con sus fiestas absurdas, sus fantasmadas esperpénticas, saben que solo son pesadillas, se dan cuenta de que muy pronto llegará el enemigo, de que han fracasado de antemano, por eso se dedican a fiestas desesperadas o crueldades infames, porque son solo burbujas en el aire, y lo suyo no es tragedia, porque apenas están vivos para morir, sino melancolía malsana. La Calle de las tiendas oscuras sí que existe, está en el barrio popular de Campo dei Fiori en Roma, la encontré hace años después de leer la novela, pero el protagonista no sabe quién es, trata de buscar su identidad y su pasado a partir de datos escasos, apenas existe, y se pierde a sí mismo como una exhalación, y la calle existe melancólicamente, igual que París solo existe melancólicamente, el protagonista da vueltas por París y también París está siempre desmintiéndose, escapándose hacia un pasado mítico que no existió nunca, es solo una percepción, una fiesta melancólica de percepciones, Dora Bruder existió un poco más, existió trágicamente, o trató de existir, era una chica que se escapó de casa e intentó vivir su vida en la zona de Montmartre, antes de que los nazis la atraparan y la llevaran a un campo, Modiano intenta reconstruir su vida a través de testimonios dudosos, de suposiciones a partir de documentos concisos, de anuncios en antiguos periódicos, esta novela es una elegía, un poema de amor melancólico a una vida precaria, pero leve y real a pesar de todo, todos, perseguidos por los nazis o por el tiempo, tenemos una vida precaria o miserable según Modiano, somos restos de perfumes, barrios perdidos, perros de primavera, huellas que quedan en los nombres, jirones de otra época como los protagonistas de Viaje de novios, que también se esconden sin tragedia en la Costa Azul de la persecución de los nazis, llevan una vida sin intensidad, que alguien trata de reconstruir muchos años después, igual que alguien trata de reconstruir por qué se suicidó una mujer hace muchos años, qué fue de alguien que tenía tantos proyectos hace mucho tiempo, y todos los personajes se hablan poco, se mantienen callados, saben que la vida da poco, por eso Modiano escribe novelas leves, que se leen enseguida pero dejan pasión y un encanto esfumado, escribe frases leves que sugieren la vida, busca el olor de los nombres, de las calles, de los datos en los periódicos antiguos, de los recuerdos dudosos, de notas sueltas en los cuadernos, y te quedas fascinado por esa evaporación, sientes el olor de las gasolineras que tanto le gustan a Modiano. Unos jóvenes se suicidan y alguien mucho después trata de descubrir por qué lo hicieron, un fotógrafo retrata a una pareja en París y luego trata de interpretar las fotos, la realidad no se queda en las fotos ni en la memoria, muchas veces hay un viejo y un joven, alguien que tiene memoria y alguien que todavía la está construyendo, igual de evaporados los dos, pero ni el uno aprende ni el otro recuerda, son igual de fugitivos, el tiempo continuamente escamotea todo, la vida es un espejismo, y París entera, que tanto ama Modiano, que tanto la recorre, que tanto la pisotea, que se fija en sus más mínimos detalles, se marcha como un amor incomprendido, igual que en Villa triste, al borde un lago en los Alpes, un grupo de vividores y actrices de segunda fila llevan una vida brillante y provinciana que el protagonista no es capaz de coger de verdad, y mucho después todo aquello es muy dudoso, igual que los domingos remotos de Niza que aparecen en Domingos de agosto, las parejas medio muertas que recogen a desconocidos y se preocupan levemente por ellos, los seres que desaparecen sin dejar rastro, todo es desconocido y desaparecido, París es puro humo que te deja asombrado, un regalo que nunca puedes coger, una alucinación y un asombro, París es ese secreto que Modiano te susurra con el secreto de su literatura, por eso parece fuera de lugar la estridencia del Premio Nobel, a mí me cabreó que se lo dieran, entonces empiezan a manosearlo, a reducirlo a tópicos, a decir chorradas, a vocearlo en las plazas para que nadie se entere de verdad de quién es, joder, yo no quería ese ruido, no quiero se convierta en una estatua con palomas que se cagan encima, en un mamotreto para que sesudos académicos le cuenten los adjetivos, quiero que siga siendo un tipo que me susurre en un bar de Saint Germain, que me lleve a un París que no existe pero que sin embargo es tan apasionante, a ese París que amo apasionadamente y trato de tomar como él sin brazos y casi sin palabras.
por ANTONIO COSTA GÓMEZ Recuerdo cuando iba a todas partes con Les amours jaunes de Tristán Corbière. No había ninguna traducción en español. Le ofrecía a las editoriales traducirlo, pero ninguna me hacía caso. Me fascinaba la musicalidad rota de sus estrofas en francés, soñaba con la pipa del poeta, con los marineros borrachos, con las aventuras en el barco de su padre, me lo llevaba a la playa solitaria de Barcelona mucho antes de los Juegos Olímpicos y de que allí hubiera duchas, visitaba su casa en Morlaix, en lo más remoto de Bretaña, pensaba en que se llamaba Tristán y su cara era el retrato más vibrante de la tristeza. Fue un gran fracasado, una especie de Don Quijote arrinconado que acabó teniendo éxitos más allá del olvido. Toda su vida estuvo enfermo y no consiguieron curarlo ni apartándolo de las clases, ni llevándolo a Provenza ni a Nápoles. Se enamoró de la novia de su mejor amigo y los siguió a París y los llevó de excursión en su barcaza poniendo cara de besugo. Su padre fue un marino famoso y tuvo mucho éxito con novelas sobre el mar y él solo pudo parodiarlo. Se fue a París a ser escritor y estaba tan pobre que dormía en Montmartre en un baúl como si fuera una especie de Drácula irrisorio durmiendo en el ataúd. Tenía cara de alma en pena o de dibujo alargado o de lágrima absurda, se reía de sí mismo y de su propia poesía y de sus amores desgarrados, hacía cosas chocantes para no tomarse en serio y ser más un esperpento. Una vez salió al balcón en el pueblo y los bendijo a todos como si fuera un obispo. Publicó el libro de poemas Los amores amarillos y se quedó con casi toda la tirada. Incluso se murió pronto, para no dar mucho la lata. Los amores amarillos es un libro extraordinario; dice las cosas más desgarradoras con una total falta de solemnidad; late en el descreimiento y el juego; habla de la falta de identidad mucho antes que Fernando Pessoa y Borges; tiene músicas juguetonas, que se rompen, que se interrumpen, que juegan a la disonancia y la sorpresa; los versos son a menudo entrecortados, llenos de preguntas, de diálogos interiores, de pausas, como si fuera un jazz de poesía en un pueblo de Bretaña a mediados del XIX; empieza con una dedicatoria a Marcela; le pide que le dé su nombre al menos para conseguir una rima, en el apartado “Eso” se pregunta a sí mismo qué ha escrito: «¿Son ensayos? / quita de ahí yo no ensayo nada. / ¿Un estudio? / soy un vago, nunca estudié nada / ¿Un poema? / gracias, he lavado la lira / ¿Un álbum? / No está blanco, está demasiado descosido»; se presenta a sí mismo: «De yo no sé qué / pero sin saber dónde. / De oro / pero sin tener un céntimo / De nervios / pero sin nervio, vigor sin fuerza / Con alma / pero sin violín / Con amor / pero el peor semental»; en Los amores amarillos habla de los amores pálidos; desengancha su amor: «Cuando tú eres Ricitos / ya no hay más Grisura / que tú. / Ni un estudiante de arte tímido / puro Rembrandt sin retoque / más que yo”); la pipa le dice al poeta: «Mi pobre, el humo lo es todo / si es verdad que todo es humo». En Serenata de las serenatas inventa canciones ligeras, sonetos que no son sonetos, óperas diminutas; en Chiripas le escribe a la sonrisa del asno, al perro, al pintor que se olvida de pintar, al insomne al lado de su esposa dormida, al idilio cortado; en Armor habla de su querida Bretaña, de santos humildes a los que se acude bailando, de un ciego que piensa en llanuras amarillas, de abuelas que acuden a santuarios junto al mar; en Gentes de mar habla de marineros, de faros, de cartas desde Méjico, de capitanes, de piratas, lo dice todo en un tono cortante, contradictorio, con ritmos cortados; en Canciones para después el sentimiento se desnuda, se adelgaza, casi se tira al suelo, se convierte en un aire, adivina que va a morir pronto («Se hace de noche niño robador de estrellas / Ya no hay más noches, ya no hay más días / Duerme, espera que vengan aquellas / que decían: Nunca, que decían: Siempre»), habla de una «pequeña muerte para reír»: «Vete pronto, ligero peinador de cometas / Las hierbas en el viento serán tus cabellos / de tus ojos abiertos brotarán los fuegos / fatuos que están presos en las pobres cabezas»), termina con otra dedicatoria a Marcela: «El poeta habiendo cantado / desencantado / vio a su Musa, casi hecha buey / rodar por su desnudez / de cartón». Editó el libro y solo se enteró su casi novia, pero poco después llegó Jules Laforgue y lo usó para escribir sus poemas de escepticismo cósmico y de coloquialismo trascendente. Verlaine le dedicó un capítulo en Los poetas malditos: «es salobre y amargo como su muy querido Océano, y a diferencia de éste su muy querido amigo, no breza en ningún momento, sino que revuelve siempre los rayos del sol, los de la luna y los de las estrellas en la fosforescencia de la marejada y de las enfurecidas olas». T. S. Eliot cogió algo de su atmósfera para pergeñar el desorden angustioso de La tierra baldía, una de las claves de la cultura contemporánea. Tantos otros bebieron su licor amargo y extraño, Rubén Darío habló de él en Los raros: «tan solamente Tristan Corbière, de la academia hermética de los escogidos, ha hecho cantar mejor la lengua de la onda y del viento, la melodía oceánica».
Recuerdo cómo hojeaba el libro cada cierto tiempo en mi biblioteca, lo tenía como un tesoro y lo transportaba sin pensar en todos mis traslados, paladeaba de repente con intensidad algún poema breve en largas noches de insomnio. Estaba muchos años después con mi esposa Consuelo del Arco en Montmartre y visitaba la calle Frochot, donde dormía dentro de un arcón; nos acordábamos de que la novia de su amigo lo atendía en sus últimos momentos, nos emocionábamos al pasear por las calles que él recorría. Consuelo quería evocar en una foto a un poeta durmiendo dentro de un arcón. por ANTONIO COSTA GÓMEZ Un día me gustaría ir a Guadalupe. Estar allí con Saint John Perse. Recitar sus versos: «Infancia, mi amor, ese doble anillo del ojo y la delicia de amar. Hace un tiempo tan sereno y sin embargo tan tibio, un tiempo tan continuo que se antoja muy extraño estar allí, con las manos atadas a la sencillez del día... Infancia, mi amor, no hay más que ceder». En sus versos mitificaba su infancia, la hacía mágica. Nació en Guadalupe, en un islote que se llama Saint Leger des Feuilles. Un tipo que admiró el mundo entero, que ganó el premio Nobel, nació en un islote minúsculo en el Caribe. El museo de Saint John Perse está en una casa colonial con galerías de madera. Se muestran objetos suyos, recuerdos de infancia, copias de sus poemas, fotografías. Hay retazos del poema Anábasis, que habla de un regreso de la Humanidad no se sabe adónde, la humanidad entera de viaje, instalando tiendas en el desierto: «O yo rondaba la ciudad de vuestros sueños y detenía sobre los mercados desiertos este puro comercio de mi alma, entre vosotros / invisible y frecuente como un fuego de espinas en mitad del viento. / Potencia, tú cantabas en nuestras carreteras espléndidas... En la delicia de la sal están todas las lanzas del espíritu... Yo avivaré con sal las bocas muertas del deseo». Perse estuvo en China, atravesó Mongolia en un caballo, fue embajador en muchos países. Siempre se sintió en exilio, siempre se sintió extranjero. Por eso le atrajo el circo, las caravanas, los pájaros, los extranjeros, los desiertos. Por eso escribe en ‘Exilio’: «El exilio ya no es de ayer, el exilio ya no es de ayer. Oh vestigios, oh premisas. / Dice el Extranjero entre las arenas: toda cosa en el mundo me es nueva. Y el nacer de su canto no le es menos extranjero». Y también: «Mi gloria está en las arenas, mi gloria está en las arenas... Y no es errar, oh Peregrino / sino codiciar el aire más desnudo para regalar a las syrtes del exilio un gran poema nacido de nada, un gran poema hecho de nada». Si voy al museo me llegarán los ruidos hirvientes de la calle, se mezclarán con sus versos. Tenemos que ser ligeros como Perse, convertir nuestra vida en un mito. Tenemos que leer los poemas de Elogios que hablan de infancia mitológica, de Casa con mayúscula y de Madres en plural: «Infancia, mi amor, he amado también el atardecer: es la hora de salir. / Nuestras sirvientas han entrado con corolas en los vestidos... y pegadas a las persianas, bajo nuestras trenzas heladas, nosotros hemos / visto como lisas y desnudas se extralimitan al borde de los vestidos. / Nuestras madres descienden perfumadas de hierbas... Sus cuellos hermosos. Ve delante y anuncia: Mi madre es la más bella / Yo oiga ya / las telas almidonadas / que arrastran por las habitaciones un dulce ruido de trueno… ¿Y la Casa? ¿Y la Casa? De ella salimos». También se puede visitar la casa donde nació. Avanzaré hacia allí a través de los trazados del puerto. Veré el islote donde nació, San Ligero de las Hojas. Miraré el islote más allá de las velas y los barcos de pesca. Me quedaré mucho tiempo contemplándolo. Sentiré cómo se mueven las hojas de las palmeras igual que las personas que pasan. Igual que los versos de Perse. Me diré que hay que santificar las hojas. Pasearé por Point a Pitre con los versos de Saint John Perse en la cabeza. En realidad no lo conozco a fondo, pero me basta con unos pocos versos que me han llegado. Entraré en una habitación con mosquiteros de gasa y mi propia piel parecerá de gasa. Me tenderé sobre la cama y crearé prodigios con mis miembros. Daré vueltas sobre las sábanas sin que me lo ordenen las horas, de esa forma ligera como los versos de Perse. Seré igual que los versos de Perse. Parecerá que estoy de paso en un viaje tocando la vida con intensidad. Luego me quedaré en la terraza tomando ron, con el cuerpo estremecido. Una fanfarria pasará por la calle cantando letras francesas, atravesadas por siglos de brisas del mar.
Me gusta Perse. Tenía esos versos largos, lo convertía todo en verso. Me gustaría ir a China con él. Pero lo que más me gustaría sería estar con él cuando tenía doce años y vagaba por Guadalupe y escuchaba los relatos de los marineros. Cuando miraba el islote donde le dijeron que nació y lo transformaba para contárselo a alguien algún día. Quizá presentía lo lejos que llegaría. Hay que nacer en un islote para percibir lo ligero que es todo, la distancia que tiene todo. Ya lo dice Perse en Elogios: «Nosotros que moriremos quizás un día digamos al hombre / inmortal en el hogar del instante. / El Usurpador se levanta sobre su silla de marfil. El amante se lava de sus noches». |
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