ARTÍCULOS
TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por DAVID BARÓ
2 Comentarios
por PEDRO DIEGO VARELA Mil novecientos veintidós. La tierra se abre paso a través del poema: Thomas Stearns Eliot acaba de publicar The Waste Land, título que pasará a ser una de las cumbres poéticas del siglo XX en lengua inglesa. El poema, corregido y anotado por Ezra Pound, poeta cuyos cantos perduran hasta nuestros días, se ha visto sometido (no para bien en muchos casos) a una multitud inmensa de traducciones, adaptaciones e intentos de desembocar, con mayor o menor éxito, en una edición que haga justicia al poeta angloamericano. Su cuerpo, el eliotiano, se engendra en América; su espíritu, el mito poético, desemboca en una búsqueda del todo interior hacia Inglaterra. John Worthen, a través de la traducción que nos ofrece Iñaki Tofiño, narra en T. S. Eliot: Una breve biografía (L’Art de la Memòria Edicions) aspectos de la vida del poeta que resultan cruciales para entender la figura y persona del que fue el autor de obras tan importantes como The Sacred Wood o Four Quartets, entre otras. Sin embargo, su carácter y legado polifacético, reflejado en sus ensayos (no es desconocido el deseo promovido por su entorno familiar, el cual veía cosa más seria las cuestiones filosóficas que aquellas que tuvieran algo que ver con la poesía o las artes) y obras de teatro, parece haber sido apartado por gran parte de la sociedad con los años. Esto no ha de sorprendernos. Estamos frente a un olvido progresivo cuyas características no son meramente poéticas, sino culturales. Prueba de ello es que apenas existen traducciones en español de los distintos estudios literarios realizados en lengua inglesa sobre la estructura, poética y formación de Eliot. Además, obras que suponen un calado poético-ensayístico importante, como The Sacred Wood, cuya única versión realmente meritoria en español es la que nos ofrece la editorial Langre a través de su edición bilingüe de El bosque sagrado, no han tenido ni de lejos el recibimiento que requieren unos textos de tal profundidad, necesarios para lograr una representación de dónde se encuentra la teoría literaria actual. Pero, ¿por qué el lector en este punto puede preguntar por el interés de la obra eliotiana? La pregunta no es desacertada, en absoluto. Recordemos que en The Waste Land se refleja la percepción que Eliot tiene acerca de la ironía, la cual, imbuida en un mundo moderno que parece no dar tregua, se sitúa en un marco de conexión entre lo real y lo ideal. Éste es el punto; el mundo moderno ha ido perdiendo la conexión con el marco ideal, con las ideas, de forma que el sujeto se sitúa en el punto de un realismo de lo más vulgar. El ser se ve arrojado en el mundo actual, lugar del crecimiento posmoderno que desarrolla y degenera, a través de un alejamiento disimulado de las artes (poesía, teatro, cine, literatura, música...), un nuevo estadio para el ser: el malestar cultural. Este malestar, sin embargo, pasa desapercibido ante las miradas poco atentas, sin guardia; miradas que no regresan sobre el carácter de aquella tierra baldía, donde la conexión entre pasado y presente se ha perdido, desvinculándonos de todo posible arraigo a la tierra, nuestra tierra, y al carácter histórico que la precede, el cual se ha visto sepultado junto a una tradición y herencia poética enormemente despreciada. Es aquí donde, como Tiresias, personaje crucial de La Tierra Baldía y certero observador de la escena que tiene lugar desde su diván (lugar de rememoración de los paseos en los infiernos de los muertos), debe reivindicarse el poder poético de las artes, condenando al pobre infeliz que reduzca la tierra, la poesía y la cultura a algo pasado, a un artificio ya superado del que no hemos de preocuparnos en lo más mínimo. El sujeto necesita del instante recuperador de la poesía, de su destrucción posmoderna presente. En definitiva, de un avanzar hacia nuevos horizontes socioculturales; se ha de generar una nueva tierra, fértil, llena del más genuino vigor; tierra donde se prime el verbo a la anestesia metálica de las pantallas. Si esto no resulta así, el malestar cultural y poético del que nos hemos visto impresos acabará su tarea; el malestar será la analogía perfecta de un ahogamiento hacia el todo vale y nada queda. La muerte poética será, al igual que la cuarta parte de aquella tierra baldía, una muerte por agua; y nosotros, como Flebas, veremos la anegación de toda voluntad creadora, dando paso al carácter eutanásico de aquel que desprecia el poema, el arte. Y es que, al contrario que Flebas, su final será bien distinto: no será un ser lleno de valía, de hermosura exaltadora en su vuelta, esto es, el regreso del poeta como mito. Será un ser anquilosado en su necedad, incapaz de entender siquiera de qué se está hablando cuando referimos al poema, a la simiente poética. Su descenso hacia el fondo del desconocimiento literario, vertical y marino, será una prolongación infinita de su eterna ignorancia. En cualquier caso, la obra de Eliot sigue siendo algo recóndito para muchos, síntoma del profundo desconocimiento que inunda aún el panorama cultural español, fenómeno que responde, no por casualidad, al desarraigo de la época moderna: un desvincular-se que se ve arrastrado para, más tarde, materializarse en nuestra sociedad, en el individuo que, asolado por una incapacidad gradual de descontento literario, prefiere quedar sumergido en el terreno de lo virtual, de las redes falsarias. Mucho antes, Eliot ya había señalado en American Prefaces (volumen de noviembre de 1935) cómo se produce una experiencia de la desposesión en el individuo. Experiencia que enlaza y define al ser que habita la tierra moderna, donde su conciencia del paso del tiempo, de lo que acontece, toma forma hasta el punto de acorralarlo, de situar ante sus ojos su propio aislamiento frente a la muchedumbre, aquella masa delirante que sólo muestra preocupación por verse arrojada a habitar ese aislamiento; el aislamiento a día de hoy ha de evitarse a toda costa, dejando paso al devenir más fútil e inapropiado. Tal es la incapacidad del ser moderno que, en la soledad preventiva de la posible enfermedad de una pandemia, merece poner especial atención al carácter límite que ha desarrollado, efecto extendido de la imposibilidad patente de algunos para habitarse a sí mismos; el ser humano actual, posmoderno, se ha convertido en el fruto impedido de su soledad, de la conversación y discurso interior. Frente a esto, hemos de retomar el problema de malestar cultural que aflige a la sociedad española (mal de muchos); la desposesión de lo actual debe dejar paso al futuro, a un nuevo yo que, en su dar cuenta del carácter poético, se vea desposeído de su aislamiento total, hermético, transformándose no sólo uno mismo, sino cada uno de los vínculos que nos ponen en conexión con el mundo, con la nueva tierra, la tierra fértil. Por ello, resulta conveniente añadir lo que Sanz Irles advierte en su reciente traducción de La Tierra Baldía, publicada por Olé Libros. Traducción que presta atención no sólo a la estructura rítmica del poema, sino a su propia musicalidad, inserta en una edición cuidada que, manteniendo el margen de operación textual propio del traductor, no se ve desligada en ningún momento de la fidelidad del texto original; se presenta al lector una edición bilingüe cuya introducción, texto y carácter singular resulta del todo conveniente.
Traduce Irles a propósito de la última parte del poema, Lo que dijo el trueno: «el puente de Londres cae, ay, se cae, ay, se cae». Tengan cuidado, pues, con los puentes que construyen. por LEONARDO JOSUÉ ESPINAL Existen pocos conceptos tan curiosos y conceptualmente inexactos como “la nada”, debido a la ilusoria sencillez que conlleva definirla, junto con todos los aspectos que revuelven alrededor de ella y que implícitamente describen el estado de su naturaleza. La inexactitud de esta palabra se puede demostrar fácilmente al tratar de imaginarse su aspecto físico. Probablemente visualizarían una imagen en blanco o totalmente negra, sin embargo, el blanco sigue siendo un color físico que podemos visualizar y lo mismo se puede decir de su contraparte. Entonces, ¿cómo se define un concepto totalmente desprovisto de todo elemento existente y por lo tanto visual? Un concepto completamente antónimo a la existencia, ya que solo el hecho de existir es mucho más que nada, por la simple razón de que la existencia sobrepasa sus límites definitorios y se convierte en algo; cero no es lo mismo que uno, y hay una cantidad infinita de decimales separando a estos dos valores que a simple vista están muy cerca el uno del otro, cuando en realidad no podrían ser más distantes. Y en este caso especial, quizás lo más apropiado sea preguntarnos si esta noción siquiera es físicamente factible en un mundo tan profundamente opuesto a su naturaleza. La Real Academia Española define la palabra “nada” como «inexistencia total o carencia absoluta de todo ser/una situación o estado de carencia absoluta». Una definición ligeramente abstracta y simplista al no saber con exactitud que constituye algo tan etéreo y complicado como el término en cuestión, y que a pesar de ello, sirve para cumplir con nuestras necesidades lingüísticas básicas, incluso cuando su uso carece de sentido literal. Por ejemplo: es conceptualmente erróneo decir que no hacemos, no hicimos, o no vamos a hacer nada durante un cierto período de tiempo, ya que estar inactivos, ya sea sentados, acostados, o incluso durmiendo, sigue siendo algo, y esta misma lógica abarca muchas otras instancias, por lo que no todos se conforman con la definición ordinaria de la palabra, como fue el caso de Keiji Nishitani, Tales de Mileto y Aristóteles. El primero fue el filósofo más influyente de la escuela filosófica de Kioto durante la posguerra, en razón de que él intercambió el término “nada” con “vacío”, describiendo este estado como una categoría existencial en la que las cosas regresan a su forma original, auténtica y fundamental. Tales de Mileto reflexionó tanto al respecto que llegó a la conclusión de que no podía existir algo como la inexistencia absoluta o ninguna cosa, en virtud de que él no concebía cómo el universo pudo haber nacido de un vacío total, y que debido a su naturaleza, “la nada” se convierte en algo en el preciso momento en que pensamos en ella, perjudicando todo entendimiento o debate racional al respecto. Aristóteles también concluyó que un vacío total, carente de todo elemento físico existente, sería imposible, precisamente porque, según él, la naturaleza de nuestro universo aborrece el vacío, pues nuestro mundo está repleto de su antónimo más puro y literal: todo. Este concepto encuentra muchas más complejidades cuando nos adentramos en el campo de la física, y para contemplarlo podemos proponer el famoso eufemismo del vaso medio lleno y medio vacío, agregando una posibilidad en la que el vaso está totalmente vacío... ¿O realmente lo está? Aunque a simple vista el vaso no contenga una sola gota de agua, sigue estando repleto de minúsculas partículas de aire, por lo tanto, decir que el vaso no contiene nada es literalmente incorrecto. Ahora, ¿qué sucede dentro de un sistema de vacío cuyo propósito es extraer todo elemento existente de un espacio predeterminado? Como perspectiva, un metro cúbico normalmente contiene 10^25 partículas de aire (un valor con 25 ceros, conocido como septillón), y dentro de un sistema de vacío ese número se reduce a 10^10 (10 billones de partículas de aire por metro cúbico), demostrando que incluso dentro de nuestros mejores sistemas de vacío, hechos específicamente para recrear estados de carencia absoluta, continuamos sin siquiera aproximarnos a encontrar ese fascinante estado que tanto nos elude. No obstante, si nos aventuramos hacia el mismísimo espacio, vamos a encontrar muchos puntos caracterizados por un aparente estado de vacío total, pero en realidad esos puntos están repletos de una misteriosa entidad denominada “energía oscura”, la cual produce una presión que tiende a acelerar la expansión del cosmos. Y si nos adentramos aún más, dentro del tejido atómico del universo, llegamos a los diminutos átomos para finalmente decir que dentro de ellos se encuentra un punto que constituye la carencia absoluta de todo componente físico y real. Pero la mecánica cuántica nos dice que dentro de un átomo todavía podemos encontrar niveles de energía extremadamente bajos, energía en forma de partículas que aparece y desparece gracias al campo de Higgs, el cual permea la extensa plenitud del universo en constante expansión, haciendo que las partículas generen masa al interactuar con el bosón de Higgs; una partícula elemental y la manifestación cuantificada del campo cuántico mencionado anteriormente. Sin lugar a dudas, este es un concepto verdaderamente fascinante, que se vuelve más intrincado y problemático a medida que exploramos su naturaleza y sus subsecuentes implicaciones. Tan profundamente confuso que solo el hecho de debatir al respecto es perjudicial, ya que al existir perdemos toda virtud de imaginárnosla, y filosóficamente hablando, nada en este universo tiene sentido alguno o es algo hasta que un ser consciente le dé una interpretación racional, tan antónima a la existencia que con el simple hecho de “ser” abandonamos sus bordes restrictivos y nos transformamos en el algo que eventualmente se convierte en todo, insinuando que este maravilloso universo efectivamente aborrece el vacío. Y quizás es hasta catártico entender la aparente imposibilidad de que “la nada” sea factible en una realidad en la que nos encontramos rodeados de todo. —BBC News Mundo. Por qué, científicamente, nada es imposible (17 de diciembre de 2016). —Gleiser, M., Avoiding the void: a brief History of Nothing(ness) (17 de noviembre de 2010). —Siegel, E., “What is the physics of Nothing?”, Forbes (22 de septiembre de 2016). —StarTalk. Neil deGrasse Tyson explains Nothing [Vídeo] (23 de junio de 2020). —Berger, D. L., & Liu, J. L. (eds.), “Nishitani on Emptiness and Nothingness”, en Nothingness in Asian Philosophy (2014). La dama de Shalott en Juan Planas Bennásar e Isa Pérez Rod por JUAN LUIS CALBARRO Tal y como es habitual en la literatura universal, donde infinitos vasos comunicantes permiten rastrear ecos e influencias a lo largo de los siglos, uno de los más célebres poemas de Alfred Lord Tennyson (1809-1892), The Lady of Shalott, presenta una larga y bien conocida estirpe. Publicado en 1833 y de nuevo en 1842 en una versión mejorada, el poema de Tennyson entronca, como buena parte de su obra, con la tradición artúrica. La misteriosa dama sin nombre aparece nombrada en varias obras de la literatura medieval, desde el roman anónimo La mort le roi Artu y la novella LXXXII de la colección Cento Novelle Antiche (siglo XIII) hasta la colección en prosa de Sir Thomas Malory, Le Morte Darthur, y la versión del barcelonés mosén Gras en su novela caballeresca Tragèdia de Lançalot (siglo XV). Alfred Tennyson, un joven romántico que ignoraba que años después sería nombrado sucesivamente poeta laureado y barón por la reina Victoria, publicó en 1833 su primera versión de The Lady of Shalott, y en 1842 la versión definitiva, revisada y mejorada. El poeta de Somersby había recogido esta hebra de la literatura occidental de la novella italiana mencionada, ya desnuda de todo lo no esencial, y le había añadido elementos simbólicos y toda su maestría rítmica y, con ellos, un alcance infinitamente superior en la literatura universal. Su recreación supone una ruptura importante en su genealogía. En su poema, la dama sin nombre se despoja hasta el final de elementos narrativos y adquiere, en cambio, otros de carácter simbólico y mágico que son ajenos a su tradición. La protagonista permanece confinada en una torre a la orilla del río que lleva a Camelot, sin poder salir ni mirar por la ventana en virtud de una maldición cuyo motivo desconocemos. Pasa su vida tejiendo frente a un espejo en el que ve el reflejo («las sombras») de lo que sucede al otro lado de la ventana, que recoge en sus tapices, y los campesinos solo saben de su existencia por su canto. Sin embargo, un día puede ver el reflejo del caballero Lancelot que pasa frente a su ventana. Incapaz de resistir el impulso, se asoma a la misma y desencadena la maldición: el espejo se quiebra y los tapices salen volando por la ventana. A continuación, baja al río, escribe su título (‘Dama de Shalott’) en la proa de una barca a la que sube y se deja arrastrar por la corriente. La maldición cursa su efecto y la dama canta una luctuosa melodía mientras languidece. Cuando la barca arribe a Camelot, su cadáver será admirado por Lancelot. Tennyson, principalmente como vector de la tradición artúrica, influyó ya en vida en poetas románticos españoles como José Zorrilla, que adaptó ‘Los encantos de Merlín’ con ilustraciones de Doré, pero su influjo llega más allá de su muerte: Vicente de Arana, Gaspar Núñez de Arce, Juan Valera, Manuel Murguía, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Benjamín Jarnés, Ramón Cabanillas o Álvaro Cunqueiro, entre otros, siguieron de uno u otro modo los pasos del inglés. Juan Miguel Zarandona se ha encargado de señalar estas conexiones. En cuanto a las traducciones al español de Tennyson, en general han sido escasas. En 1916 se publicó una antología en español realizada por varios traductores, y posteriormente poemas suyos han sido incluidos en diversas antologías colectivas de poesía inglesa. No será hasta 2002 que la editorial Pre-Textos publique una selección y traducción del poeta andaluz Antonio Rivero Taravillo, hasta hoy el esfuerzo más completo por dar una visión de la poesía de Tennyson al lector español, bajo el título La Dama de Shalott y otros poemas. Por lo que se refiere en particular a The Lady of Shalott, tuvimos que esperar a 1978 para disfrutar de una primera versión, incluida por Luis Alberto de Cuenca, quien llegaría con el tiempo a ser premio Nacional de Traducción y de Poesía, en su libro Museo. Entre 2000 y 2020 se han publicado otras cinco traducciones del poema. Llegados a este punto, dos autores españoles prolongan la genealogía hasta aquí descrita publicando, en el año de la pandemia, sendos poemas bajo el título ‘La dama de Shalott’, e incorporando así a esta tradición acentos de actualidad. El primero es Juan Planas Bennásar (Palma de Mallorca, 1956), autor de una docena de poemarios, que se hace renovado eco de nuestra dama en su última entrega editorial, Cercandanza (Los Papeles de Brighton, 2020). Planas es un poeta culturalista, en cuyos libros abundan las alusiones, veladas o no, a otros autores y un mundo personal de obras literarias, plásticas y musicales. Por las páginas de su último poemario aparecen Juan Ramón, Valéry, Barceló, Maiakovski, Pound, Gaudier-Brzeska, Eliot, San Juan, Santa Teresa, Hölderlin, Barthes, Cioran, Camus, Kafka, Llull, Woolf, Storni, Rembrandt, Lao-Tse, Confucio, Bataille, Joyce, Durrell, Dante, Milton, Verne, Nietzsche, Homero... El cosmopolitismo de Planas corre parejo con su entrega juanramoniana a la poesía. Todo le interesa («mi sangre viaja por todos los hospitales del universo», escribe en la p. 35) y todo lo integra en su discurso; a menudo expresa su relación con otros autores, y la conciencia de crear bajo su influjo, empadronándose en ellos: «Sigo siendo el mono gramático que fui de muy joven, / cuando leí a Octavio Paz», dice (p. 45); o «Cojo su pluma (la de Borges) y escribo El Aleph» (p. 92). Por ello es coherente con su poética que en ‘La dama de Shalott’ (p. 30) busquemos también su forma de estar, o de ser, en el paisaje poético. De todos los posibles ángulos desde los que cabe abordar el personaje de la dama de Shalott, el poeta escoge el momento en que ella desciende por el río, yaciendo en la barca y rodeada de un paisaje nocturno. Más que en el Waterhouse de The Lady of Shalott (1888), que presenta en vivos colores una dama aún despierta incorporada sobre la barca, el poema de Planas nos hace pensar en los dos óleos homónimos de Grimshaw (de 1875 y 1878 respectivamente), de cromatismo más luctuoso, que representa una viajera en decúbito supino, serena y con los ojos entrecerrados: «Estás cómoda / en el lecho [...] / [...] y dormitas / en una balsa de madera». La voz poética, dialogando en segunda persona con la protagonista, parecería ceñirse a la interpretación feminista de la alegoría tennysoniana: «Ha desaparecido tu equipaje», le dice, y asegura «que no importa hacia dónde vayas, / porque vivir es no dejar de soltar lastre / hasta que lo has soltado todo / y es la hora, entonces, de empezar de nuevo». El poema encuadra así un momento de plena esperanza que comenzó con el verso «Más tarde, volverás a levantarte». Planas ha decidido, así, validar la rebeldía de la dama y le ofrece la promesa de un futuro nuevo. Viajar, escapar, no conduce a esta dama a Camelot ni a la muerte, sino a un nuevo comienzo. O tal vez la muerte es el comienzo. Y, sin embargo, si ponemos en contacto este texto con el poema del mismo libro ‘Mujeres tras las ventanas’ (p. 53), podemos alcanzar una visión completa y mucho más próxima a la polivalencia del modelo de Tennyson. Este texto, que tan intensamente remite al Femme tirant son bas de Toulouse-Lautrec (1894), arranca con un verso altamente shalottiano: «La creación es solo una sospecha», como si estuviéramos de nuevo ante unas sombras, y no ante la realidad. En él, dos mujeres sin nombre, como nuestra dama («Podría / ponerles algún nombre. Isabel y María, / por ejemplo. O Virginia y Alfonsina, / tal vez») habitan en un «lugar con vistas», y la voz poética siente el deseo de «imaginar sus vidas / fuera [...] / y convertirlas en heroínas / o víctimas de alguna tragedia». El poema prosigue: «Dentro de un instante, Isabel y María, / Virginia y Alfonsina o Laura y Beatriz / saldrán a las calles creyendo ser / las dueñas únicas de su destino. / Pero nadie sabrá nunca si eso es así», para concluir nuevamente una estructura encuadrada con el verso «La creación es solo una incertidumbre». Sin nombrar en este caso a la dama de Shalott, estas mujeres tras la ventana y su relación con la incierta creación, y con la autonomía del artista (y de la mujer, y del ser humano), abundan en la reflexión ética y estética del original de Tennyson, que está profundamente presente, aun en este caso sin nombrar (como antes la dama), en la concepción poética de Planas. Si el mallorquín es un poeta veterano, Isa Pérez Rod (Cádiz, 1990) recién asoma al mundo de la publicación con La pecera azul (Vitruvio, 2020), su primer libro y por el que recibió el Premio Ciudad de Rivas. En este poemario de acentuado intimismo, en el que conviven el amor, el dolor, la rebeldía y las declaraciones de timidez, encontramos de nuevo un texto titulado ‘La dama de Shalott’ (p. 25) que, en esta ocasión, no nos sitúa en el viaje maldito, sino en el momento inmediatamente anterior a la maldición: el mismo que refleja otra obra de Waterhouse, I am Half-Sick of Shadows, said the Lady of Shalott (1916). La voz poética se identifica automáticamente con nuestro personaje y su aislamiento: «Fuera de estas paredes encaladas / se sabe de mi existencia / por la canción que tarareo», para acto seguido hacer mofa de su misma música, un ‘Graznar de los Graznidos’ que por referencia paródica al Cantar de los Cantares excluye toda sacralidad. La artista, así declarada y así desmitificada, desenvuelve a continuación su faceta personal para asegurar que el arte está hecho de la materia del dolor: «Me he vuelto experta en estirar el dolor ___________ hasta / hacerlo un hilo // e invertir el insomnio / en un telar figurado»: la dama teje su propio sufrimiento.
Y si la atracción del mundo, el desencadenante de la tragedia en Tennyson, es la imagen de Camelot, en Pérez Rod lo que brilla más allá de la ventana es la ciudad, pero la voz poética no parece esperar luz fuera de sí: «La Metrópolis bulle más allá del ventanal / pero su luz es insuficiente: / tengo que existir yo / para ser incinerada». Ese yo doliente que todo lo anega (aquí el recinto de reclusión, voluntario y protector pero obsesivo, es la pecera azul) acapara también el reflejo de un espejo en este caso tecnológico que, en lugar de transmitir a la dama la realidad exterior, le devuelve únicamente su propia imagen dolorida: «Las quince pulgadas del espejo / me devuelven dos pómulos cansados / y se quedan con todo lo demás». El poema termina con un grito perfectamente shalottiano: «Sus sombras, las sombras, / no podrían ponerme / más enferma». Nada sabemos todavía de Lancelot, ni de la fractura del espejo, ni de un viaje. La imagen que nos deja el poema de Pérez Rod es la de una mujer encerrada en sus propios límites, que vital y artísticamente gravita en torno a su propio dolor y cuya maldición, aparentemente, no estriba en el exterior, sino en su propio ensimismamiento. Esta dama de Shalott no se ve constreñida en un espacio social, sino en uno psicológico, y es consciente de que necesita quebrantar los límites, porque conoce y desde el título asume la historia de su triste antepasada; pero también lo teme, por lo mismo. Y se encierra aún más en sus propias sombras y, cada vez más, esas sombras la enferman. Sí aparece un Lancelot en este libro, pero no en el poema recién comentado, sino en el titulado ‘A distância separa os corpos’ (p. 27), donde la voz poética afirma: «Lo vi destellar desde el espejo / en las tuercas de la tramoya que levanta el sol. // Mis esperanzas ni se atreven a intentarlo. // No quiero la vida. // No quiero la savia gris». La referencia al mundo de Shalott es evidente, pero esta dama de nuevo parece haber renunciado a romper la maldición del aislamiento, aunque no al amor a distancia. La pecera azul se completa con poemas de tonos muy diferentes, y es en su conjunto todo un caleidoscopio sentimental. Con Isa Pérez Rod nos hallamos ante una compleja personalidad poética que, por su juventud, aún nos ha de deparar muchas lecturas gozosas. por DIEGO RECHE En las Poesías completas (Renacimiento, 2019) de Miguel d’Ors aparecen tres índices y uno de ellos es de nombres propios y referencias, lo que permite indagar en algunas de las palabras que más se repiten en su obra poética. Hay muchos topónimos, pero destacan, como creo que es lógico, los de los lugares en los que ha vivido: Santiago de Compostela, Pamplona, Granada o Poyo (Pontevedra). Y junto a ellos, un lugar, Wyoming, en el que nunca ha estado (según confiesa en la página 14 de los preliminares), pero que se convierte en un símbolo idílico, en una especie de Arcadia, con la que acaba teniendo sus más y sus menos. Wyoming es un estado interior de Estados Unidos con una población de medio millón de habitantes y una extensión que es la mitad de España. Es decir, un territorio con pocos seres humanos, dos y pico por metro cuadrado y un clima continental de inviernos fríos y veranos calurosos, un paisaje con altas llanuras y las famosas Montañas Rocosas. Dentro de él está el parque de Yellowstone, el del oso Yogui, es decir, un lugar montañoso, solitario y de praderas, uno de los locus amoenus favoritos de Miguel d’ors, desde luego. La primera aparición del nombre de Wyoming está en el poema ‘De estética’ del libro Curso superior de ignorancia (1984). Aparece «la nieve de Wyoming» dentro de una enumeración de lugares hermosos, asociados a una imagen del lugar: Copenhague y el viento Norte, los olivos de las Cícladas, el Orinoco... Y ahí, como uno más, la nieve de Wyoming. El poema desemboca en «lo hermoso es todo aquello / donde no estoy yo». A partir de aquí, la idea de la felicidad se desarrolla en varios poemas mediante el símbolo de una imagen: la nieve de Wyoming o simplemente Wyoming. Consciente o inconscientemente aquí nace una palabra clave que será importante en sus libros siguientes. Y así, en Canciones, oraciones... (1990) aparece dos veces y siete en La música extremada (1991). Como la escritura de ambos libros es coetánea, pues por suerte el autor pone las fechas de creación de sus poemas, encontramos que los dos de Canciones, oraciones... se fechan en 1996 y 1990, mientras que los del otro libro lo hacen en fechas intermedias a estos dos y la mayoría en otoño curiosamente, por si alguien quiere investigar por qué escribe tanto en otoño. Después de esta lluvia intermitente de Wyoming parece que el poeta lo va dejando a un lado. No aparece en el siguiente: La imagen de su cara (1994) y luego vuelve a surgir dos veces en el libro Hacia otra luz más pura (1999). Empecemos por los poemas de Canciones, oraciones... y así en ‘¿Cuándo será que pueda...? (p. 392) de 1986, se menciona a Wyoming en un alejandrino: «Babilonia, Wyoming y el siglo LXXXIII» (supongo que eligió dicho siglo por cuestiones métricas) y aquí Wyoming, con su encanto paisajístico, es un lugar del mundo que el poeta podrá ver fuera del tiempo, en la parusía, y donde un poco más abajo afirma que todas esas cosas no tendrán entonces el menor interés. Y en el mismo libro, cuatro años después, vuelve a mencionar a Wyoming en el poema ‘Quod era demostrandum’ (p. 398-399) «porque mucho me temo que la nieve / de Wyoming se quede donde estaba». El poeta, que ha estado enumerando sus derrotas cotidianas antes de ser el fracaso perfecto, menciona a la nieve de Wyoming como ese hermoso lugar al que finalmente no irá nunca. Pero es sobre todo en el libro La música extremada donde más aparece esta palabra. Y pienso —no científicamente, claro— que tal vez en algún momento al autor se le pasara por la cabeza, por qué no, titular al libro La nieve de Wyoming. Yo lo haría si se me cruzara siete veces por los poemas. No seguiré el orden del libro, sino el cronológico. Y así, de 1987 son tres: ‘D’Os’ (p. 369) en el mes de septiembre, e ‘Incompetencia’ (p.362) y ‘Blus de la tarde de domingo’ (p.359), que son de octubre. En ‘D’Os’ el poeta se desdobla en dos yoes, y de nuevo en una enumeración aparece Wyoming como un tema poético: «Yo hablo... / de robles, de Wyoming, de la luz que ilumina mi memoria» y se pregunta «de qué estará hablando / en mis versos / ese desconocido / llamado / yo», donde el poema se encoge gráficamente hasta esos versos finales de tres y una sílaba (bueno, dos por ser aguda). En ‘Incompetencia’ hace la explicación del símbolo y la define así: «Mi idea de la felicidad se parece a la nieve de Wyoming». Este verso está a mitad de una enumeración posterior a la tesis con la que arranca el poema: «Evidentemente no soy el hombre adecuado». Y, a continuación, enumera y contrasta las cosas que le gustan (relacionadas con la calma y el orden) donde se engloba el verso mencionado, y las que no (la precipitación y las sorpresas). En ‘Blus de la tarde de domingo’ el poeta enfrenta nuevamente la realidad del lugar en el que se encuentra aparentemente: una tarde de domingo con lluvia y de octubre, con los lugares en los que le gustaría haber estado en ese momento, entre ellos, claro, «la nieve de Wyoming». Digo aparentemente porque ya aclaró Miguel, tomando como ejemplo el poema ‘Octubre en la ventana’, que la realidad poética no tiene por qué ser autobiográfica, y el poema no tiene por qué ser escrito dicho día y en dichas circunstancias. El poeta no es un notario de los hechos, sino que hay una recreación poética que no le quita realidad a la intención ni a la idea. De octubre de 1988 es el poema ‘Cuando estés en Wyoming’. Creo que es fundamental para entender el símbolo que el poeta ya ha hecho suyo y de sus lectores. En este caso la palabra Wyoming no es una parte de una enumeración, sino el título del poema. El poeta se desdobla para hablarle a un tú, que es él mismo, al que desengaña. Le rompe el mito cuando descubra que allí también está la vida y el nombre desabrido de la maldita realidad. Y a partir de aquí el símbolo de felicidad idílica empieza a tambalearse. Pero en ‘Nada puede la vida’ (p.367-368) de noviembre de 1988, el poeta se resiste y vuelve a enfrentarse a la realidad y al cerrar los ojos aparece de nuevo la nieve de Wyoming, que además, al hacerlo en el último verso, aglutina todos los significados de la felicidad perdida. En diciembre de 1988 aparece de nuevo la nieve de Wyoming, y de nuevo como uno de los paisajes que ‘Siente el alma y conoce de la verdad de aquel dicho que dijo San Francisco, es a saber, Dios mío y todas las cosas’ que es el “breve” título de este poema de alabanza. Cronológicamente el último poema con la palabra Wyoming es de 1989 y se titula ‘Ante un foto de 1948’. En su estructura sintética, la infancia y los recuerdos de aquella foto se convierten en un país llamado Hogar que termina en esta estrofa: «Conmigo lo he llevado / a través de los años. Solamente / que hoy lo llamo Wyoming», manteniéndose el símbolo ahora cristalizado también en el recuerdo de una foto que convierte a Wyoming en mucho más que en aquel paisaje inicial con nieve. Parece que el autor, por un tiempo, abandona Wyoming, hasta que en 1999 en Hacia otra luz más pura surgen dos rescoldos de aquel nombre simbólico. El primero en ‘El secreto’ (p. 295), donde el poeta, en un momento inesperado, buscando níscalos encuentra la felicidad entre los amigos y en la sierra de La Alfaguara, y contrapone entre guiones esta aclaración: «—nada de Wyoming—». El viejo símbolo asumido por él y por sus lectores que comprendemos este guiño, reaparece brevemente, como si el poeta desengañado del mismo nos hiciese ver que ya no funciona.
La última vez que aparece Wyoming es en ‘Mis aventuras de Jeremiah Johnson (o de la doble vida de los dos d’Ors)’ (p. 286-87). El poeta, en un diálogo consigo mismo, reflexiona sobre la aventura de la vida, que está en la realidad cotidiana (padre de familia y funcionario, aquí me siento tan identificado) tanto o más que en esas películas del Oeste con colonos, caravanas y territorios indios por Wyoming. De nuevo el baño de la realidad, aunque aquí Wyoming sea solo el escenario de la película. Desde hace veinte años, que yo sepa, no ha vuelto a aparecer Wyoming, que fue paisaje idílico y símbólico de la felicidad, y eso que habría tenido hueco en unos cuantos poemas de tema parecido, aunque tal vez con los años agradecemos más la vida real que se nos escapa. Por eso quizá es Wyoming un símbolo con el que el poeta está en continua contradicción y él mismo se encarga de desmontar cuando choca con lo cotidiano: «entonces / a ver qué territorio de esperanza te inventas, / a ver con qué palabras escribes los poemas / que hoy escribes soñando con Wyoming». Aunque me gusta la idea de ordenar los distintos poemarios inversamente a su publicación, el único problema que le veo a esta antología del revés es que, si desconocemos al autor y sus guiños, Wyoming no nos dirá nada porque aún no entenderemos su simbología. No obstante, está claro que la mayoría de sus lectores somos los entregados a la causa y conocemos los vericuetos de su obra, que por fin podemos ver concentrada, como el Avecrem, en un solo libro con más de seiscientas páginas (toda una vida) y que nos permite estas comparaciones y estos juegos interpretativos con los que algunos disfrutamos del verano. por PEDRO GARCÍA CUETO Miguel Catalán fue filósofo pero fue mucho más, un hombre que nos ha dejado huella por su sabiduría, por su lucidez, parece que vuelve en sus libros porque aún queda una simiente poderosa en su mirada, su voz no ha desaparecido, se filtra en sus páginas, a las que dedicó tanto tiempo como el amanuense que va hilando las letras lentamente, para construir un edifico de palabras donde el tiempo no quede destruido por la muerte.
Nuestra común afinidad por Thomas Mann quedaba presente en las cartas que nos enviábamos, y digo cartas porque ahora se envían e-mails y también lo eran, pero eran largas y afectivas, lo que no suele ocurrir con la correspondencia electrónica en la mayoría de los casos. Fue partícipe de mis inquietudes, leyó entusiasmado mi ensayo sobre La muerte en Venecia, novela que me ha influido y que, junto con la película de Visconti, son dos pilares en mi vida. Miguel Catalán fue construyendo en la editorial Verbum un gran monumento de palabras. Me quiero centrar en el tema de la mentira porque no naufraga nunca el que nada con energía y sabe que la orilla anda lejos pero que sus fuerzas se renuevan en cada brazada. Como nadador del lenguaje, Catalán le da a la palabra su sentido más verdadero, sin renuncias, sin eufemismos. En La mentira nociva, perteneciente a “Seudología XI”, nos alumbra con ejemplos numerosos con la mentira que ha llevado a políticas a sembrar de ignominia nuestro tiempo. Como ejemplo cuando Miguel dice: En el universo concentracionario, el idiolecto oficial de los campos de concentración nacionalsocialistas no llamaba «muertos» a los judíos incinerados sino «figuras». Impresiona porque en esa ignominia se para el tiempo, nos deja una huella imborrable. También cita Miguel que llamaban al crematorio «sala de salidas». La mentira nociva, que destruye, se halla en el individuo, pesa en él. La falta de ética y el horror conviven en esas salas donde la muerte vive y se respira por doquier. Miguel Catalán, como amanuense, indaga en la mentira nociva y extrae múltiples ejemplos que se exponen en el libro. Todo queda sometido a análisis, la política, las estafas informáticas, el deporte, etc. Como un observador de fino estilete, Miguel Catalán contempla el mundo y lo analiza con detenimiento. Subyace también en La mentira benéfica, el tomo XIII y último. Quién sabe cuántos podrían haber salido de su pluma si la adversidad no le hubiera hecho frente, el deseo de ver en la mentira que no es mala, sino que es un bálsamo para curarnos, para no decirnos la verdad a la cara. Estudio esclarecedor que nos envuelve, entre todos los ejemplos, que son muchos, me detengo en un tema que me compete, el de escribir. Dice Miguel: La hermosa ilusión de la perpetuidad del autor a través de la escritura se remonta a la antigüedad, cuando Horacio escribió en referencia a sus obras: Exegi momentum aere pernennius, es decir, «He dado cima a un movimiento más perenne que el bronce». Sin duda, la obra vive y respira, pese al tiempo, como es el caso de este ingente esfuerzo de Miguel Catalán de esclarecer la verdad entre la mentira. Como en aquellas conversaciones donde La montaña mágica se nos aparecía de nuevo, Miguel permanece a través de su denodado esfuerzo por ejemplificar el mundo y sus luces y sombras a través de sus estudios. Ejemplos que el libro nos regala: el enfermo que es engañado a través de la mentira nociva, el marido que es agasajado por la mujer para que crea realmente en su varonil apariencia y para que no sucumba al peso del tiempo y a la crisis de los años. Miguel no cesa nunca, como el rayo que iluminaba a Miguel Hernández, e investiga en muchos frentes, como en La traición, volumen XII de la “Seudología”, cuando nos habla de la confianza. Me centro en ella porque es quizá el mayor de los castigos a los inocentes, a los incautos, a los que creen firmemente en el otro. Dice Miguel: La confianza viene a ser, pues, una apuesta moral, y puede significar, si erramos el cálculo, una invitación directa a la traición. Pone el ejemplo de Maquiavelo que dice a Nicómaco: «el que confía es más susceptible de ser traicionado». En un mundo cuyos espejos nos traicionan, en un universo cuyas palabras son solo un mar sin agua, la verdad que reside en estas páginas es total. Miguel Catalán fue trazando en su obra un paisaje del alma humana, con sus defectos y sus aciertos, estudiando con calma la historia para encontrar en ella lo que subyace por encima de las apariencias. Cuando leo sus libros, dialogo con él y vuelvo a sentir que aquellas cartas, no e-mails, palabra anglosajona que no me gusta, vuelve, sabiendo que la ilusión de nuestros escritos es la permanencia, pese a sabernos mortales y perecederos. Vuelve entonces La montaña mágica y aquella foto que Miguel me envió una vez porque había pasado un verano con su mujer, María, en aquel lugar inolvidable. La ficción de los libros y la realidad se encontraron y el soñador que era Miguel reaparece y se queda ya para siempre en nosotros. por ANA NOUVELLA
Ana Nouvella (Cádiz, España, 2000). Es estudiante de tercer curso de Estudios Franceses y Filología Hispánica en la Universidad de Cádiz. Su pseudónimo es Ana Nouvella.
por BELÉN LÓPEZ MARÍN
Referencias y bibliografía:
—Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Cátedra. Edición 14ª de John Jay Allen. 1991. —Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Galaxia Gutenberg y Círculo de lectores. Edición del Instituto Cervantes 1605-2005. Dirigida por Francisco Rico. —Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Audiolibro disponible en YouTube, realizado por Joan Sandoval. —Antonio Enrique, Canon heterodoxo. DVD. Los cinco elementos. Enero de 2003. —Vladimir Navokov, Curso sobre El Quijote, publicado por Byblos en 2004. Traducción de Mª Luisa Balseiro. --Buscando a Cervantes, ficción documental con guion de Manuel Lucas y María Jaén. Disponible en YouTube. —Fernando Arrabal, Sobre el arte actual, conferencia pronunciada en Totana, Murcia, en 2005. —Felipe B. Pedraza Jiménez, conferencia De la vida a los versos, y viceversa. Disponible en YouTube. por ROBERTO GARCÍA DE MESA 1 Cualquier proceso artístico enuncia una hipótesis: la de ensayar una peripecia. Cualquier proceso artístico lleva consigo un abanico de gestos reconocibles y articulados a través de un único trazo que, repentinamente, lo reduce todo a un destello de razón o a un modelo inexpresable de rostro. Y cualquier intento de formularlo lleva consigo una liturgia del abandono, las proporciones de un desastre. Porque la realidad representa la hipótesis de un desastre. Cuando tratamos de imaginar un rostro, los gestos sobresalen, esquematizan todas las frustraciones y proyectan la ciencia de lo irregular, del desequilibrio y sus fugas. Porque en todo acto de pintar hay un fragmento de esa búsqueda, un esquema que cuestiona las intenciones, los fines y los destellos de humanidad. Por ello, los actos que nacen de ese proceso son movimientos de una hipótesis difusa. Y la vida parece marcar ese camino: una extraña e inquietante inercia que gobierna los acontecimientos trascendentes. Así, cada instante garabateado contiene la liturgia de un gesto decisivo. 2 Cuando me enfrento a un sonido en blanco, a un espacio vacío, a una experiencia sin historia, sin pálpito, necesito abandonarme al desastre. Porque la longitud del trazo me obliga a entrar en la liturgia de la desesperación, en el complejo instante de las proporciones sin medida. Y ahí es donde encuentro un espacio común con el universo, con esta clase de hipótesis. Y en este ensayo es preferible olvidarlo casi todo para entrar en el misterio. Y desconozco mi nombre, el lenguaje, las infinitas formas de realidad. El trazo es libre y la voluntad, deshecha. Conspiro y conspiro porque me va la vida en ello. Y porque en el fondo deseo que el error se convierta en acierto. 3 La lectura de los signos iniciáticos siempre es confusa, pero lo auténtico recae en una clase de energía que experimenta inconscientemente con los movimientos en el espacio, a través de una danza, de una liturgia sin nombre. 4 Un rostro para el mundo o una condición para fundamentar que existo, una imagen de la íntima presencia fragmentada en un amasijo de líneas. Longitud etérea y danza del revés. Porque las formas siempre esconden su verdadera cara. He intentado desvelarlas como si fueran caracteres, palabras, movimientos, lenguaje de anticipación, lenguaje no resuelto, lenguaje en proceso, lenguaje irregular. 5 La forma frente a la línea. La forma no resuelta necesita de la anticipación. La forma culmina en un instante decisivo, pero que no explica nada, porque anuncia un nuevo cambio. Y este ritual me dice que la línea trascendente ha de representar la forma primera, la proyección de la íntima concepción del retrato. Porque cualquier imagen es, en gran medida, el mismo retrato, la misma hipótesis difusa, una demostración del compromiso con el yo en la celebración de la vida y la muerte, del pasado y el futuro. 6 Busco una definición para la mancha, pero descubro que está compuesta de una vibración secreta que fluye a través de un modelo decadente y frágil. Las sombras son las fuentes del discurso. Y la mancha es un reflejo de la falta de aire, contiene en sí misma el esquema del movimiento del mundo y guarda el preciado secreto de lo desconocido. 7 El ojo humano tiende a la concreción de la fragilidad, del sentido, necesita la experiencia. Pero el proceso de garabatear siempre es misterioso. Por ello, es órfico, trágico y hermético. Y, también por ello, la forma acaba imponiéndose sobre la línea. Masa, volumen, movimiento, fugacidades. La conciencia del color viene después. Una realidad, una mutación. Una forma que se esfuerza por mostrar sus proporciones, sus sentidos. Yo creo en la desnuda vibración, en la libre coreografía de los límites. Y en las formas de la libertad. Porque entre ellas se articulan los gestos decisivos, en su proyección, en su esencialidad, en el esquema, en la imagen transformable. 8
Pienso desde el centro, desde el confuso centro de inquietudes. Así, anuncio el acto de respirar la música de los gestos. Me libero del propio volumen y provoco el ascenso de las sombras, hasta que la imagen crece en su deformación. Profundizo en el éxtasis, en un rito de la forma, sin final. 9 El color negro lucha por sobrevivir en sus mil variantes. Violencia (y violencia). Los diversos modelos a contraluz golpean las simientes de la creación. Y siento algo de daño, de duelo, por las formas perdidas que jamás serán recuperadas. El tiempo se pinta, se articula en este proceso. Y sobrevive, después, cuando se han agotado todas las fuerzas. En ese instante, asumo todas las decisiones, a través de las formas desequilibradas. Y comienzo a pintar verdaderamente como si me fuera la vida en ello. En el instante de las bolsas húmedas de tinta sobre el papel, la imagen se transforma y aparece... aparece el rostro, la acción, las identidades, la inquietud, el poema irregular... el poema traspasado por las sombras, cautivado por la belleza de la noche. 10 Arañar el papel, arañar la partitura del pensamiento, arañar el instante decisivo y libre, el control del miedo y la lucidez, y volcarlo todo, y percibir el error, la ruptura, el incierto proceso y una metamorfosis que ama los lugares ocultos, los destellos, las figuras fulgurantes que pasean entre las manchas convulsas, entre los ecos de otros mundos, como si, sorprendidas, me observaran en mitad de una parálisis eterna. 11 El tiempo se halla en la forma, en esta forma errática, decadente, a punto de algo. El tiempo se esconde tras las ventanas de los ojos. Irrumpe en medio de la oscuridad, en los relieves, en la textura irregular, en el resultado, en el poema gráfico. Y dibujar el tiempo es dibujar el proceso, la intuición del declive, el ensayo de una hipótesis, el instante decisivo donde retoma la escena una clase de liturgia, una poética del desastre, bajo las alas de una vibración inesperada y sombría. por RAÚL ANSOLA 1 Entre el 2 y el 12 de septiembre de 1888, el escritor francés Joris-Karl Huysmans se desplazó junto a su amigo, el también escritor Francis Poictevin, al castillo de Tiffauges, en el noroeste del país galo. Es muy probable que, en sus largos paseos por el recinto medieval durante estas jornadas, inmerso en un silencio profundo y reflexivo, Huysmans tratase de visualizar los horrores que habían ocurrido en ese mismo lugar. No obstante, su destreza más que reconocida como escritor tal vez no sería suficiente para representar con palabras las monstruosidades que se vivieron dentro de este recinto testigo de glorias pasadas. No era una empresa sencilla. Gritos desgarradores morían ahogados en la sangre derramada de los centenares de vidas que se perdieron bajo el yugo de las torturas más monstruosas y despiadadas que nadie en su sano juicio hubiera podido imaginar. Su recorrido meditativo, quién sabía, tal vez coincidiera en ciertos tramos con el del barón Gilles de Rais, el perpetrador de aquellas monstruosidades, de la misma manera que acabarían mimetizándose con los que daría Durtal, el protagonista de la historia que tenía en mente, en las páginas que iba a escribir. Porque el objetivo de este viaje no era otro que el de documentarse para la nueva obra en la que estaba trabajando. La novela en cuestión se iba a llamar Là-bas, y en su estancia entre los restos amurallados de la fortaleza, el escritor no podía sospechar hasta qué punto este proyecto literario iba a trastornar su vida para siempre. O sí. Es conocido que Tiffauges regresó a París preocupado por la actitud de Huysmans, por ciertos comentarios macabros y de dudoso gusto que su amigo realizaría durante la visita al castillo. Acaso, en su interior, ya se había plantado el germen de lo que estaba por venir. 2 Huysmans (1848-1907) trabajó toda su vida en la administración pública, aunque las inquietudes de su mundo interior no tenían nada que ver con los convencionalismos propios del funcionariado. En su constante búsqueda de la profundidad espiritual, distaba mucho de comulgar con los preceptos laicistas y anticlericales que se promulgaban en la III República. Su verdadera pasión era la literatura, en tanto que medio con el que expresar una creatividad que diera sentido a una vida que, a su vez, condicionaba a esta misma creatividad en un proceso bidireccional de retroalimentación constante e indivisible. Incapaz de resignarse, escribía para entender su presente y el camino que le había conducido a él, pero también para establecer los cimientos de su devenir. No entendía la vida sin la escritura que la narrara, ni la escritura sin la vida que la inspirara. A pesar de la estabilidad monótona que regía sus días laborales, como creador era una persona de profunda convicción contestataria. No negaba que el contexto en el que un artista se desenvolvía condicionara su obra. Lo que defendía era que, si este artista era grande, emplearía el entorno para rebelarse irremediablemente contra él, en aras de encontrar con su obra el mundo ideal que la realidad impedía. En sus inicios como escritor no dejó entrever esta rebeldía que estaba por venir, si bien como crítico de arte ya dio síntomas de alejamiento respecto a los valores y criterios de sus coetáneos. Como narrador, comenzó englobando su escritura dentro del marco del Naturalismo imperante en la época, lo que hizo que Émile Zola, máximo exponente del mismo, acogiera a Huysmans en su círculo, invitándolo a formar parte de las famosas reuniones semanales en su casa de Medan. Pero el idilio estaba condenado a perecer bajo el inconformismo del escritor, y no tardaría en alejarse de esta corriente, inmerso en la búsqueda constante de su verdad interior. El Naturalismo, denunciaba, se limitaba a reflejar la realidad, y eso no era suficiente para él, pues al representarla, renunciaba sin remedio a la elevación. Se asfixiaba en las estrecheces de un marco estético de férreas limitaciones. El Naturalismo reflejaba, luego abrazaba, una realidad castradora de la que Huysmans, si algo pretendía, era escapar. Y lo haría de la manera más radical posible. 3 En mayo de 1884 se publica À rebours, que en nuestro país se traduce como A contrapelo o A contracorriente, título que es en sí mismo toda una declaración de intenciones. El protagonista, el duque Jean Floressas Des Esseintes, vende el castillo propiedad de su familia y se traslada a vivir a una casa refugio en Fontenay, renunciando a su linaje como símbolo de ruptura con todo anclaje. Allí se crea su propio universo elitista, rompiendo con una realidad profundamente insatisfactoria. Así, ni orígenes ni presente se interpondrán en la edificación de un mundo que crea a imagen de sus intereses e inquietudes, estableciendo así un diálogo armónico entre su interior y un exterior acorde a su personalidad, soliloquio que a su vez supone una innovación literaria que sería empleada hasta la saciedad a partir de esta obra. El libro, de lectura densa, es un tratado sobre el mundo interior del protagonista, alejado por completo de cualquier atisbo de la realidad imperante de la época. Des Esseintes se rodea de todos aquellos estímulos que pueden enriquecer su interior, alcanzando una plenitud vital en la soledad de su divagación mística. Su entorno artificial puede condicionar su interior de tal manera que este podrá modificar a su vez la realidad con la fuerza de su imaginación, tal es el grado de evasión mental que consigue en su enclaustramiento. A priori, Huysmans parece emplearse de medios descriptivos propios del Naturalismo del que reniega, pero es solo una ilusión. Si emplea estos mecanismos, lo hace para alejarse radicalmente de un estilo incapaz de comprender la complejidad del alma humana. Huysmans no encaja en él como el hastiado Des Esseintes no encaja en el mundo. La publicación de este libro es un golpe sobre la mesa con el que fantasea con la idea de edificar una realidad en la que podrá realizarse a contracorriente de la sociedad en la que le ha tocado vivir. Es la búsqueda de la eternidad en un mundo demasiado acomodado en su mortalidad. 4 Su publicación coincidió con una crisis de valores del fin de siglo que ocuparía la primera mitad de la década de los ochenta. Entre los jóvenes había surgido un rechazo al realismo y al estilo burgués imperante, al cientificismo u academicismo impersonal y ortodoxo. Surgió así el Decadentismo como una respuesta angustiosa y crítica, como una protesta antiburguesa que defendía una sensibilidad y un ideal que estaba por encima de un contexto cultural y social tan materialista como mediocre. El término decadente no definía tanto a quien se sentía formar parte de él como a la sociedad hipócrita que se quería reformar. Era una ruptura pesimista que buscaba en la sublimación del arte un modo de evasión. No era un movimiento como tal, pues no se compartía una doctrina común. Tan solo eran almas sensibles que encontraron un territorio cercano, entre la bohemia y el nihilismo, a pesar de poner en práctica su rebeldía de maneras muy distintas. El alma sensible y creativa se resentía, dolorida, si se sometía al yugo de materialismos vacuos. À rebours fue recibida con pasiones encontradas, si bien principalmente fue incomprendida y repudiada, denostada por una buena parte de una crítica que se horrorizó ante el contenido de esta novela. No obstante, había nacido un mito condenado a convertirse en una obra de culto, tan influyente como acogida con devoción por ciertos sectores, como en los ambientes decadentes que abrazaron al libro, y a Des Esseintes como representante del mismo, en un estandarte de su lucha. 5 La admiración que despertaba la novela en ciertos sectores no había relajado la inquietud de Huysmans. Así como Des Esseintes no conseguiría calmar su espíritu en el refugio que había alzado a su alrededor, el escritor tampoco había saciado el ansia de encontrar respuestas que calmaran su espíritu. Al primero, el esfuerzo le pasa factura y deberá regresar a la sociedad despersonalizadora, a la trampa de la que no hay escapatoria. El creador del personaje, por su parte, estaba condenado a proseguir con su búsqueda. Tanto en el verano del año de la publicación de À rebours como el siguiente, Huysmans pasaría temporadas de retiro con su compañera intermitente Anne Meunier, quien tenía importantes achaques de salud. El lugar escogido sería el castillo de Lourps, que no era otro que el que pertenecía a la familia de Des Esseintes antes de que lo vendiera para comprar la que sería la morada de su exilio autoimpuesto. De estas temporadas surgiría su siguiente novela, En rade, que publicaría en 1887. En ella, el protagonista, Jacques Marles, se refugia en el castillo de Lours con su mujer enferma. Es un libro onírico, de divagaciones constantes, que en ocasiones, de nuevo, parece haberse redactado bajo los efectos de un impulso febril. Su vida al servicio de su obra; su obra al servicio de su vida. Mas las respuestas, esquivas, se resistían a ser encontradas. Si quería dar con ellas, estaba abocado, si no condenado, a dar un paso más allá. 6 El Decadentismo como respuesta al modelo imperante de la época no sería el único movimiento que surgió en este final de siglo convulso. La avidez por experimentar nuevas sensaciones provocó en ciertas esferas sociales, principalmente entre las clases más altas, que comenzara a florecer una atracción por la espiritualidad y el misticismo que derivó en no pocos casos hacia el estudio de lo satánico y sobrenatural, hacia la práctica del espiritismo y lo satánico. No sería una tendencia exclusiva de Francia. En Inglaterra, en el año 1982 se formaría la Golden Dawn, acaso la sociedad ocultista de mayor influencia en el siglo XX. Su origen se remontaba a 1886, cuando uno de sus fundadores, el médico masón William Wynn Westcott, afirmó haber obtenido unos documentos que contenían información sobre la Logia Rosa Cruz de Alemania, que tomarían como punto de referencia para instaurar la nueva orden. Años más tarde, la Golden Dawn abriría centros en diferentes capitales. París sería una de ellas, puesto que la ciudad de la luz lo era también de las sombras, congregando en su seno a muchos adoradores de lo oculto. Eran tiempos extraños. Unos meses más tarde, Arthur Conan Dolyle inició una serie de sesiones de espiritismo que llevó a cabo en su casa junto a miembros de la SPR (Society for Psychical Research). Aunque sería mundialmente famoso por su personaje de Sherlock Holmes, en ciertos ámbitos era más conocido por su participación activa en la defensa del espiritismo como medio de contacto con el más allá. Huysmans, en los albores de esta corriente de finales de siglo, se encontraba inmerso en su camino hacia el conocimiento, hacia su verdad. Todos sus intentos, hasta el momento, no habían aportado a este espíritu inquieto la paz que necesitaba. Mientras sus días pasaban entre documentos que no suponían más que un sustento económico, en su interior crecía por momentos la desazón de la angustia. Des Esseintes parecía querer regresar a su refugio imposible. En este ambiente propicio, esperando ser iluminado, y tal vez jugando una última carta, se adentró en la cara más secreta de la ciudad justo cuando comenzaba a trazar los primeros esquemas de la que iba a ser su siguiente novela, un texto en el que penetraría de lleno en terrenos de la demonología medieval. Su vida y su obra, de nuevo, se iban a encontrar por el camino. Pero, a diferencia de sus anteriores trabajos, en esta ocasión tanto él como el protagonista de su nueva obra iban a transitar por un sendero tenebroso. Un sendero cuyo destino sería la publicación de Là-bas, que podría ser traducido como Allá abajo o Allá lejos. En ambos casos sería una interpretación acertada, pues iba a descender, y lo iba a hacer muy, muy lejos de todo lo que había conocido hasta ese momento. 7 El libro se inicia con un debate entre el protagonista, el escritor Durtal, y su amigo, el médico des Hermies, al respecto de las virtudes y defectos del Naturalismo. Ya sabemos que para Huysmans no es suficiente, pero a través de su alter ego Durtal descubrimos que el Decadentismo tampoco es la solución, tan disperso como se encuentra divagando en elucubraciones carentes de ninguna concreción. El escritor llega a la conclusión que la novela perfecta sería aquella cuyo redactado bebiera de las fuentes realistas del Naturalismo como punto de partida para, tomando impulso a partir de este verismo, elevar el texto a una temática de vocación espiritualista. Huysmans parece cerrar viejas heridas con esta reflexión para enlazar pasado y presente, el estado actual de su vida subyugado, como es habitual en él, al servicio de su obra. Desengañado con el contexto literario en el que le ha tocado vivir que tanto desprecia, desprovisto de relaciones personales, la angustia de sus reflexiones encuentra consuelo y entusiasmo en el pasado, en concreto en el sujeto en el que quiere centrar su siguiente libro: Gilles de Rais. 8 El punto de partida de la obra en la que se había embarcado era la controvertida figura del mariscal. De origen noble, tal sería la fama de su heroicidad en la batalla que acabaría ganándose la confianza de Juana de Arco, con quien lucharía en la Guerra de los 100 años. Su ferocidad le valdría el título de Mariscal de Francia. La ejecución de Juana de Arco, condenada por herejía, hizo que Gilles de Rais se retirara a su castillo, donde iniciaría unos años de auténtico terror. Alejado del tiempo, rodeándose de extravagancias, de objetos únicos y refinados, Durtal llega a afirmar, en lo que supone un guiño metaliterario, que de Rais se convirtió en el Des Esseintes del siglo XV. Sus extravagancias lo arruinarían por completo, hasta el punto que sería obligado a malvender la mayoría de sus tierras y posesiones. ¿Cómo alguien que había demostrado tanto compromiso y valentía en la lucha se había convertido en un ser tan abyecto? Sería el remordimiento por no haber podido salvar de la hoguera a su compañera de batallas, o que siempre poseyó un alma mística que sencillamente cambió de bando, pues todo tiene cabida en el mundo, incluso aquello que mora en los confines de sus extremos. El caso es que el noble se vio arrastrado a una vida de decadencia y desenfreno en la que, rodeado por brujos y nigromantes, demonólogos y alquimistas, brujos poseedores de secretos arcanos, realizó todo tipo de rituales alquímicos y satánicos en los que sacrificarían a decenas de niños, una cifra que pudo alcanzar los varios centenares de víctimas. ¿Cómo llegó a este punto de degradación? Su obsesión última era obtener la piedra filosofal. Para tal efecto, habilitó estancias de su castillo para que los especialistas que congregó en él pudiesen trabajar en obtener su preciado anhelo, esto es, la gran proveedora de fortunas y de inmortalidad. Nada funcionaba, y se rodeó de expertos ocultistas con la convicción de que, si quería tener éxito, iba a necesitar de la ayuda del maligno. Cuando contactó con Francesco Prelati, sacerdote y mago, los hechos se aceleraron. El italiano había hecho un pacto con el demonio Barrón y sería necesario recurrir a él si quería alcanzar su quimera. De Rais deberá ceder su alma, o sacrificar la de otros. Optará por lo segundo, sin comprender todavía que una ofrenda estaba íntimamente relacionada con la otra. Así, la frustración enajenada de los fracasos y las consignas de sus asesores provocarían que de Reis, soberbio y orgulloso, esclavo de su envilecimiento, volcara su furia sin compasión sobre sus víctimas, convirtiéndose en uno de los asesinos en serie más sanguinarios de la historia. Para que el infierno accediera a su causa, de Rais tuvo que acceder a las más recónditas profundidades del infierno. Es cuando alcanza el paroxismo de la monstruosidad, cuando la degradación consigue cotas insoportables, que comprende que tampoco es suficiente. Se arrepiente de los horrores que ha cometido y vaga por su fortaleza como lo hizo cuando la recorría en un estado de furia incontenida, víctima de la arenga demencial de una mente retorcida. Está condenado, primero en su interior, después por la justicia. En 1440 sería condenado y ejecutado junto al resto de sus compañeros en la senda del horror, aunque la verdadera magnitud de la estela de terror y muerte que dejó tras de sí nunca se podrá delimitar del todo. 9 Huysmans, durante la narración, muestra un gran conocimiento de la historia de lo macabro que pone de manifiesto su interés por las artes de lo intangible, de lo oscuro. A través de Durtal, repasa la historia del ocultismo desde de Rais hasta sus días, pasando por los siglos de brujería e inquisición. Así, descubre que los rituales con sacrificios humanos no pertenecen al pasado. Al parecer, siguen sucediendo, por mucho que no se tenga constancia fehaciente de ellos. Dicho secretismo está propiciado por el nivel de los participantes, todos de clase alta o bien ostentadores de cargos de relevancia, incluso dentro de la iglesia católica. Son rituales que, al igual que los encuentros de las sociedades alquímicas, suceden en todo el mundo, de una manera perfectamente organizada. Son, también, el lugar de crímenes ignotos que seguían llevándose a cabo con el agravante de que no eran castigados, pues no eran perseguidos. Los tiempos modernos lo han cambiado todo excepto el poder de lo oculto, pues, al no saberse de su existencia, nada lo altera, nada podrá acabar con él. Los extremos del bien y del mal son más parecidos de lo que se pudiera pensar, y en cierto modo se retroalimentan, igual que una sociedad banal en exceso provoca sin remedio un incremento de ocultismo, un símbolo que bien podría ser interpretado como la antesala del final de los tiempos. Durtal está tan obcecado en su objeto de estudio que comprende, a colación de sus reflexiones sobre lo que sería para él la novela perfecta, que para poder redactar con propiedad sobre un tema tan delicado va a tener que asistir a una misa negra para experimentar en primera persona qué sucede en ella. El protagonista de la novela no solo desconfía de este presente hostil, del que en más de una ocasión anhela refugiarse en un lugar apartado del espacio y del tiempo, como si hubiese heredado las inquietudes de su predecesor Des Esseintes. También recela de la historia, saturada de mentideros y engaños, de falacias y documentos apócrifos. No puede limitarse a estudiar el pasado, y mucho menos rehabilitarlo mediante moralinas redentoras. Si quiere comprenderlo, debe inmiscuirse en él, con toda su crudeza. Es una prolongación del inconformismo vital de su creador, de la necesidad de huir de Des Esseintes, de la sublimación del interior convulso de Jacques Marles. Cada personaje de Huysmans, cada obra, es eslabón de su recorrido hacia la tranquilidad de espíritu que no consigue encontrar en la vida real, si es que tal cosa existe para él, si es que existe alguna diferencia entre lo que vuelca sobre el papel y lo que vive fuera del mismo. A través de conocidos, Durtal se relacionará con brujos que le abrirán las puertas de lóbregos rituales prohibidos. A través de conocidos, a su vez, Huysmans hará lo propio, quizás siguiendo la estela del estudio del caballero medieval, quien tuvo que recurrir al maligno para encontrar su piedra filosofal particular. 10 Durtal está tan desengañado con sus contemporáneos que, a pesar de toda la pesadumbre y miseria de la Edad Media, llega a afirmar que la sociedad actual está más degradada que la de entonces. Se basa en que aquella, aun con su decadencia, poseía a su entender unos valores de los que adolecía su realidad desabrida. Se lamenta de un presente ignominioso en el que el progreso lo justifica todo, falacia tras la que se escondían los grandes males modernos: la mirada angosta y superficial, la burda copia, la fealdad funcional, la supremacía de los instintos más primarios a costa de la renuncia a la espiritualidad. Recordando su viaje del año anterior al castillo de Tiffauges, Durtal recrea en cada estancia el mobiliario y los eventos que sucederían en ellos, un ejercicio de memoria histórica que a buen seguro mimetiza el que hiciera Huysmans en su viaje al mismo emplazamiento. Si en À rebours quiso volcar su interior sobre el papel, en Là-bas, como hiciera en la obra En rade, utiliza elementos reales de su vida. La visita al castillo sería un ejemplo. La correspondencia y posterior relación con Madame Chantelouve, que tanto enfadó a la mujer real en la que estaba basada ese personaje, sería otro. Acaso en esta fortaleza en la que tuvo lugar la inmundicia más impía se cruzaron caminos de orígenes y destinos distintos, pero inquietudes similares. Entre encuentros y disertaciones, Durtal aprende de otras verdades que permanecen agazapadas en subtextos de la cotidianidad, pero que no por ello son menos reales. La robustez de los árboles de granito y metal que componen los cimientos de la sociedad se sustentan sobre unas raíces que crecen en una maraña de túneles arcaicos y desconocidos. Así, puede que en estas mismas galerías subterráneas habiten las respuestas que la ciencia no consigue aseverar con convicción. Lo que es seguro es que hay quienes defienden esta hipótesis a ultranza, y con la misma vehemencia actúan en consecuencia. 11 En su tránsito hacia el ocultismo, Durtal afirma que hay mucho estafador que se quiere aprovechar del desencanto vital de los decadentistas, como Péladan, escritor y ocultista francés contemporáneo de Huysmans. Pero los hay, es informado, quienes tienen habilidades que se ha demostrado que son efectivas. Está quien las utiliza para el bien, como el Doctor Johannès, que sana a todos aquellos desahuciados por la medicina, y quien las utiliza para las artes malsanas, como el canónico Docre, un sacerdote excomulgado (otro místico que ha cambiado de bando) que cuenta entre sus maleficios heredados de ritos medievales el poder de provocar la muerte a distancia, maldad que hace que Durtal lo compare con el mismísimo de Rais. Estos soldados del mal son capaces de emplear videntes que salen de su cuerpo, así como espíritus de muertos para trasladar el maleficio a la víctima sin que esta sea consciente del destino que le aguarda. Es tal la fuerza de estos rituales que Johannès es de los pocos, si no el único, que pueden combatir el efecto de dichos ritos arcanos, liberando, cual exorcista, de las condenas satánicas a las que han sido sometidos los destinatarios del mal. No es el único poder con el que debe enfrentarse. También debe luchar contra las fuerzas que se conjuran contra él desde el mismo corazón del catolicismo, tal es la presencia diabólica en las altas esferas. Durtal se marca como objetivo conocer a Docre, y será Chantelouve, que ha pertenecido al núcleo cercano del satánico, quien le dará le oportunidad de asistir en la capital francesa a una misa negra oficiada por él, un oficio envuelto en un gran secretismo y cuya asistencia está supeditada a que Durtal rubrique un documento de confidencialidad. A pesar de sus reservas, el escritor no dudará en aceptar. La descripción del ritual será minuciosa, transcribiendo con todo detalle las cotas de paroxismo que se alcanzan en él, la locura histérica que se apodera de los asistentes. Asiste a los peligros de una sociedad incrédula, que vive indiferente a los asuntos del alma, creando así monstruos impredecibles. Será después, cuando la rememore, que afirmará, no sin cierta ironía, cómo la dificultad de encontrar víctimas propiciatorias para el sacrificio desluce en cierta manera la fuerza del oficio sacrílego. La vida, sobre el papel, sigue para Durtal y sus amigos, pero para Huysmans, al parecer, no será así. 12
Nos adentramos en un terreno de pocas claridades, un territorio de hechos y datos que transitan entre brumas opacas. Huysmans, adentrándose como Durtal en ámbitos ocultistas con la intención de experimentar en primera persona lo que narraría en su libro, contactó con Oswald Wirth, ocultista que diseñaría un tarot que ha llegado a nuestros días. Wirth era discípulo de Stanislas de Guaita, el creador en 1888 de la Orden Cabalística de la Rosacruz, organización que reuniría a los grandes expertos franceses y europeos en las ciencias ocultas de la época. Dicha institución, que promulgaba la implantación de un ocultismo católico, la fundó junto a Joséphin Péladan, ocultista al que Huysmans despreciaría en su novela, mostrando la posición que tomaría en este enfrentamiento. Por querer ayudar al escritor en su trabajo de documentación, Wirth puso en contacto a Huysmans con el abate Boullan. En su condición de experto en satanismo, el religioso había llevado a cabo numerosos exorcismos acompañado por Adela Chavalier, quien había colgado los hábitos de monja para unirse a la campaña emprendida por Boullan, que en la novela de Huysmans no sería otro que el Dr.Johannès. La realidad, sin embargo, era muy distinta. Boullan se había convertido en discípulo del mago Vintras, líder de una secta que llevaba a cabo misas negras y rituales satánicos. Había pasado de ser un estandarte de la lucha contra la oscuridad a formar parte de ella, y Huysmans, en su afán de documentarse para la obra que estaba escribiendo, se involucró con Boullan y sus acólitos sin conocer la verdadera naturaleza de sus acciones, algo que no supo durante el redactado de la novela, a tenor de que nunca hizo alusión de esto en ella. Tanto se relacionó con ellos que acabó hospedando en su casa a la vidente Madame Thibaut, colaboradora de Boullan. Huysmans comprendió pronto que, dentro del mundo de la magia y el ocultismo, Boullan era enemigo natural de Stanislas de Guaita y los demás miembros de la Orden de la Rosacruz. Wirth, que recordemos que era discípulo de Stanislas de Guaita, había estado durante mucho tiempo reuniendo pruebas que demostraran la culpabilidad de Boullan en la acusación de satánico. Quién sabe si fue por este motivo por el que puso en contacto a Huysmans con el abate, para poder disponer así de más datos de primera mano sobre las actividades ocultas del supuesto exorcista. El cúmulo de pruebas no dejaba lugar a dudas. Stanislas de Guaita condenó a muerte iniciática a Boullan. Se acababa de iniciar una guerra mágica que se extendería en el tiempo durante cinco años. Huysmans se encontró en medio de un fuego cruzado. La vidente Thibaut era víctima de toda serie de visiones y hostilidades por parte de los rosacruces, ataques mágicos que acabarían afectando directamente al propio escritor, quien comenzó a experimentar toda una serie de agresiones imposibles que iban a sumir al autor en un estado constante de histeria y alerta. Mientras seguía trabajando en su libro, la polémica lucha entre sectores de lo oculto llegaría a la opinión pública, pues las acusaciones de magia negra llegaron a implicar el sacrificio de niños, incluido el bebé del propio abate Boullan. El asunto se había tornado en algo tan serio que estaba por encima de creencias y supersticiones, y el estado de presión y acoso que sufrió Huysmans acabó siendo insoportable. Llegados a este punto, todavía creía que estaba en el lado correcto, mientras que quienes en verdad habían estado practicando magia negra habían sido Stanislas de Guaita y los demás miembros de la Orden que se había fundado. La batalla tendría su fin el día en el que Boullan se derrumbó en su sillón, víctima de espasmos que lo asfixiaron hasta la muerte. Huysmans no tuvo ninguna duda. Los hechizos y encantos que se habían vertido sobre el abate habían surgido efecto. Estaba tan convencido de lo que creía que había sucedido que denunció los hechos ante su amigo Jules Bois, escritor versado en temas satánicos. Bois no dudaría en escribir un artículo en el que culpaba a Stanislas de Guaita y Oswald Wirth, entre otros, de la muerte de Boullan. Esta acusación pública hizo que los señalados por el escritor retasen a este a un duelo al amanecer. Cuando se dirigía hacia el punto acordado en el que se batirían a muerte, los caballos del carruaje en el que se desplazaba el escritor se alteraron hasta el punto de volcar el propio carruaje, accidente que sería interpretado por Huysmans como una clara señal de advertencia. El miedo se había apoderado de él y quiso apartarse del mundo del que había pasado a formar parte en los últimos años. Mientras tanto, Aleister Crowley viajaría hasta París en 1892 y encontraría en la atracción de Durtal por lo oculto un espejo en el que reflejarse. Las semillas del ocultismo que había plantado Huysmans, renegara o no de ellas, seguirían floreciendo. 13 En el prólogo de la edición de À rebours publicada en 1903, Huysmans afirmaba que los documentos y referencias que incluyó en Là-bas no eran nada en comparación con lo que había guardado en sus archivos. Con la perspectiva que le daba el tiempo, también admitiría que era una obra que en el momento de redactar el prólogo no hubiera escrito igual, si bien valoraba que sirviera para poner en la palestra las prácticas demoníacas que se estaban practicando en la clandestinidad. Tras escribir sobre la obsesión de Durtal por presenciar una misa negra y las vivencias que le ocurrirían en la vida real, Huysmans sufrió una crisis que llevaría a que pasase temporadas en monasterios, así como retiros espirituales en abadías. Se convertiría al catolicismo en un cambio de mentalidad que plasmaría literariamente empleando de nuevo la figura de Durtal, quien viviría un cambio personal homólogo al de su creador. Esta experiencia aparecería publicada bajo el título En route. En camino hacia la luz. Publicará obras religiosas, relacionadas con el arte medieval, época que tanto le atrae, pero a la que se aproximará en esta ocasión desde un enfoque radicalmente distinto al que empleó cuando se obsesionó con la figura del mariscal. En 1903 ve la luz L’oblat, obra en la que narra sus experiencias durante los dos años que ha convivido con los monjes benedictinos. Al final de su camino vital, todo es distinto, excepto una simbiosis a la que no renunciará en ningún momento. No escribe para conocer su pasado tanto como para redirigir su futuro, vida y obra avanzando de la mano en un camino abundante en giros y callejones sin salida, pero nunca inconforme, siempre avanzando hacia la verdad, atrapado en un mundo de mentiras. por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Everybody leaves Radiohead Questo è tutto gente Bugs Bunny 1
La morte accarezza a mezzanotte. La muerte: la muerte va y viene, se acerca hasta nosotros (nos susurra como una amiga, a veces como una desconocida: nos acaricia, nos dice: no pasa nada, nada, ¿puedes creerme?). En el caso de la muerte de Ennio Morricone, ésta solamente se acerca para decirnos (o musitarnos) que su música seguirá para siempre cerca de nosotros. Su sensibilidad, su deseo de innovación o esa (ineludible) búsqueda de la felicidad (tan inherente al ser humano y de la que, con frecuencia, habla Bifo Berardi en sus textos ensayísticos) seguirán aquí. ¿Puedes creerme? Morricone siempre juega (en sus composiciones) con la intensidad emocional y ahora (desde algún lugar: no sabemos dónde) nos mira y observa: probablemente sonríe esperanzado. Su filiación política dentro de la izquierda revolucionaria nos habla (evidentemente) de ese deseo de felicidad antes dicho, de cierta búsqueda de una autonomía social y de un futuro en el que, como en muchas de sus piezas, resplandece el optimismo igual que un arco iris floreciente o un sol de mediodía. (Sí, la música también es política: --¿Me crees? Es política aunque no se note, aunque no te des cuenta: aunque con frecuencia quiera silenciarse). 2 Hai mai pensato che (forse) la realtà potesse avere una colonna sonora? Sin duda alguna la vida habría de tener (en ocasiones) como banda sonora el sonido de Morricone (ya por pedir, ¿no?). Aunque, a veces, en su música se paladee la tragedia o la melancolía más extrema, siempre está el latido del vitalismo (incluso cuando sus composiciones serpentean cerca de la muerte, en sus alrededores): un vitalismo del que no estaría nada mal ser devotos varias veces al día. Si Morricone te hace llorar cuando lo escuchas, es porque comprendes que la vida habría de estar más cerca del Paraíso que del Infierno (pese a que los contrastes emocionales de su música puedan suscitar ciertos cortocircuitos en el espíritu del receptor, lágrimas, vibraciones del alma, agitación del sujeto irracional). Si nos centramos en aspectos puramente estéticos, habríamos de ser conscientes de la inusual capacidad de Ennio para combinar canción ligera melodramática con sonoridades vanguardistas o con esa inusual música de cámara del spaghetti western (ya sea con Leone o con otros) o cierto jazz que ilustraba ambientes de cine negro y de terror en la Italia de los sesenta y setenta (y cuya sombra se alarga hasta los últimos años dentro del cine contemporáneo). Y (por otra parte) si pensamos en alguna que otra composición del compositor italiano (que no tenga que ver con la pasta y los cowboys), podemos recordar (por ejemplo) algunas de las piezas que componen la banda sonora de Vergogna Schifosi (1969). Tal vez valdría ‘Matto, Caldo, Soldi, Morto... Girotondo’, donde Morricone juega con algunos de sus elementos más habituales: la repetición que deviene bucle orquestal, los coros que introducen una sobredosis de hipersentimentalismo, el crescendo que (paulatinamente) va conquistando el espacio sonoro o una letra que se repite con una falta de misericordia absolutamente dulce: ...giro, giro, giro, giro tondo... ...giro, giro, giro, giro tondo... Música (en síntesis) que alza el vuelo mientras tú observas el trazado de su aleteo. 3 Dimentica le norme dell’avidità / Dimentica le regole della violenza / Dimentica i paradigmi del capitalismo La única vez que colaboraron juntos Mina y Ennio Morricone fue en una canción que lleva por título ‘Se telefonando’ (1966). Ambos adoptaron la estética de la espiral: estructura sonora y vocal se enredan en una suerte de bucle pop que quita(ba) el aliento: (...) Se telefonando io potessi dirti addio/ Ti chiamerei (...). Hardcore del sujeto sentimental / Conjunción astral. Sobre tal colaboración se incide en el libro de conversaciones entre el músico romano y el compositor Alessandro de Rosa en el volumen que lleva por título En busca de aquel sonido. Mi música, mi vida (Mondadori Libri, 2016, en la edición original italiana): El tema era a la vez previsible e imprevisible. Los tres sonidos elegidos para la melodía, Sol, Fa sostenido y Re, constituían una progresión en absoluto rara o insólita en el panorama de la música ligera, al oyente le resultaba familiar. El aspecto “imprevisible”, en cambio, lo daba la estructura melódica que, por motivos constructivos, tiene acentos melódicos (métricos) que recaen siempre sobre un sonido diferente, al menos hasta que la sucesión de los tres acentos se repite. En otras palabras: los tres sonidos tienen tres acentos métricos diferentes. No hace falta decir que la muerte de Morricone hace imposible una futura colaboración entre ambas figuras y, tal vez, la muerte de Ennio nos pueda sugerir la defunción de un modo de hacer o de entender la vida que viene del pasado (tal y como serían los casos de Pavese o Calvino en la literatura, Pasolini o Fellini en el cine o Umiliani y Piero Piccioni, entre otros, dentro de la música para películas de la Italia del siglo veinte): modos de operar y vivir que coinciden (curiosamente) con las conquistas sociales de la clase trabajadora a lo largo de algunas de las décadas del siglo pasado pero que (también) deberían sugerirnos la necesidad de tener en cuenta (y nunca olvidar) unas maneras de sentir y hacer que deben ser la pauta para el futuro que viene: coordenadas que nos alejen necesariamente del capitalismo zombi que nos asfixia y aliena día a día, modelos que nos ayuden a escapar del epicentro de la automatización que nos hace devenir seres sin alma, sin lenguaje propio. Si en algo nos puede ayudar la música (o Morricone), será (sin duda) a la hora de crear nuevas formas y estrategias (porque la música también es política): ¿Me crees ya? De ese modo podremos olvidar las normas que la codicia y la violencia establecen e imaginar (entonces) un porvenir en el que el horror y la mezquindad no caminen a nuestro lado y en el que nos dediquemos (tranquilamente) al baile redondo siguiendo el ritmo de alguna composición de Ennio: ...giro, giro, giro, giro tondo... ...giro, giro, giro, giro tondo... por MANUEL GUERRERO CABRERA Decíamos ayer en esta misma revista[1] que el periodista Santiago Aguilar Oliver había sido el primero que publicó en España que Carlos Gardel era francés tras la muerte de este en junio de 1935. Durante su vida, la cuestión del lugar de nacimiento del cantor de tangos resultó un misterio, especialmente, sobre si era argentino o uruguayo. El asunto de si era francés, según recogen Julián y Osvaldo Barsky[2], probablemente tras consultar el maravilloso libro de Hamlet Peluso y Eduardo Visconti Carlos Gardel y la prensa mundial, aparece por primera vez en Crítica, en 1927, firmado por Cordon Rouge[3]: ¿Carlitos Gardel es francés? He aquí una pregunta que se las trae. Carlitos Gardel puede ser «gabacho» antes que uruguayo. Así me lo ha informado una persona que está bien interiorizada de muchas cosas del cantor… El propio cantor daba respuestas imprecisas en las entrevistas, en unas ocasiones afirmaba ser argentino y, en otras, uruguayo; aunque, curiosamente, cuando en 1931 le preguntaron directamente si era francés, respondió sucintamente: «No, amigo… soy rioplatense…»[4] A fin de no desviar la atención de nuestro artículo hacia la documentación de Gardel, resumiremos que su objetivo era conseguir la ciudadanía argentina y regular su situación en el país que lo acogió desde la infancia[5]. El hecho de que Gardel había nacido en Toulouse aparece escasamente en la prensa, pero aparece; este dato tendrá mayor eco cuando suceda su muerte y se confirmará públicamente con el testamento. Así que resulta mucho más que interesante que en la prensa española anterior a su muerte, cuando por lo general el cantor es argentino, en 1929, en el semanario Mirador, Pere de L'Espet publique[6]: —No ens negará —várem objectar-li— que els bandoneons donen a l'orquestra, de totes maneres, un to de les vores del Plata. —Calli, home! El bandoneon és un irnstrument alemany. Després de saber que Carlitos Gardel és francés, nascut a Toulouse, només ens faltava aixo![7] Atendamos a que no solamente dice que es francés, como en algún que otro medio argentino pudo aparecer, sino que menciona directamente el lugar de nacimiento: Toulouse. Estamos ante la primera referencia española y, quizá, europea, de que Gardel era oriundo de esta ciudad francesa. Pere de L'Espelt era el seudónimo del periodista y crítico de espectáculos Joan Tomás, que había nacido en Igualada, cerca de Barcelona, en 1892. El seudónimo se inspira en su lugar de nacimiento, pues por allí pasa el Torrente de L'Espelt y, en las cercanías, se halla la villa romana del mismo nombre. Joan Tomás comienza su trayectoria periodística en la prensa local, pero pronto pasa a Barcelona, donde publicará en La Publicitat, El Diluvio o El Be negre, entre otros periódicos. Al comenzar la Guerra Civil, se exilia en París y en 1942 en México, donde continuará su labor periodística. En la capital de este país americano fallecerá en 1968. Cuando L'Espelt publica el artículo, Carlos Gardel aún se encuentra en París. El 23 de abril de 1929 volverá a actuar en Barcelona, en el Principal Palace, con un enorme éxito que se mantendrá hasta el 12 de mayo, cuando se despide de los escenarios barceloneses para continuar su actuación en los madrileños. El 16 de mayo, con su verdadero nombre, Joan Tomás publica en Mirador un artículo dedicado a Gardel, «Carles Gardel i els tzigans del tango»[8]. Hacia la parte central del artículo, en el momento en el que habla de la simpatía natural y sincera del artista, frente a la de otros intérpretes: Quan més he admirat Gardel, ha estat en una ocasió en qué va fer conèixer els seus nous tangos a un grup d'amics, assegut entre nosaltres, íntimament[9]. Por lo tanto, según estas palabras, Joan Tomás se relacionó con el cantor en Barcelona, aunque parece que no frecuentemente, sino que él trataba con amigos, con un grupo de amigos que conocían al Zorzal. Tomás tampoco dice la fecha, pero la imprecisión de «en una ocasió» sugiere que no debió ser en ese año de 1929. Lo más probable es que fuera en la anterior estancia de Gardel en Barcelona, en 1927, porque hizo «conéixer els seus nous tangos»; quizá en 1928, año en el que estuvo más tiempo en la capital catalana, y en eventos sociales o nocturnos de los que tanto gustaba el cantor argentino. No parece que nos equivoquemos si intuimos que con «íntimament» no se refiere a las fiestas de Isabel Llorach precisamente. En 1935, tras la muerte del cantor, Joan Tomás, en un artículo sobre tango y sobre Rosendo Llurba, el 4 de julio concretamente[10], escribirá que el tango estaba muriéndose y que «el traspàs de Carlos Gardel representa per al tango la mort definitiva». Aparentemente no hay relación con el suceso del accidente, pero, más adelante, menciona de nuevo al cantor con el verbo en pasado: «Carlos Gardel era francés, fill de Toulouse». Por último, encontramos otros momentos en que, en la intimidad, Gardel habría confesado a otras amistades que era francés. Uno de ellos es con el citado Santiago Aguilar en La Copoule parisina, después de un día de rodaje de Melodía de arrabal en Joinville[11]. El otro también fue en Francia, algo antes de ir a Nueva York, cuando José Richling, cónsul de Uruguay, y su mujer dieron a luz a su hijo en Tours; allí, Gardel se dirigió al recién nacido con un juego de palabras: «Bueno, pibe, vos naciste en Tours y yo en Toulouse»[12]. BIBLIOGRAFÍA AGUILAR, Santiago (1935): «Carlos Gardel. Su vida novelesca y su muerte trágica». Cinegramas, nº 42 (30-6-1935), pp. 22-24. BARSKY, Julián y Osvaldo (2004): Gardel. La biografía. Buenos Aires, Taurus. GUERRERO CABRERA, Manuel (2019): «Santiago Aguilar y Carlos Gardel. El español que supo que el rey del tango era francés» (elcoloquiodelosperros.weebly.com) L'ESPELT, Pere de (1929): «Variacions sobre el tango», en Mirador, nº 4 (21-2-1929), p. 5. PELUSO, Hamlet, y VISCONTI, Eduardo (1998): Carlos Gardel y la prensa mundial. Buenos Aires, Corregidor. TOMÁS, Joan (1929): «Carlos Gardel i els tzigans del tango», en Mirador, nº 16 (16-5-1929), p.5. TOMÁS, Joan (1935): «Rossend Llurba. Tangos del Poble Sec», en Mirador, nº 333 (4-7-1935), p. 5. YÉPEZ-POTTIER, Arturo (2017): La lágrima en la garganta. San Juan, Ediciones El Copihué. [1] «Santiago Aguilar y Carlos Gardel. El español que supo que el rey del tango era francés» : https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/artiacuteculos/santiago-aguilar-y-carlos-gardel-el-espanol-que-supo-que-el-rey-del-tango-era-frances
[2] BARSKY (2004): Gardel. La biografía, p. 298, n. 30. [3] PELUSO y VISCONTI (1991): Carlos Gardel y la prensa mundial, p. 62. [4] Cancionera, nº 18 (noviembre, 1931), en PELUSO y VISCONTI (1991), p. 177. [5] Véase BARSKY (2004), pp. 275-300. [6] L'ESPELT (1929): «Variacions sobre el tango», en Mirador, nº 4 (21-2-1929), p. 5. [7] ' – No nos negará -–pudimos objetarle– que los bandoneones proporcionan a la orquesta, de todos modos, un tono de las orillas del Plata. –¡Calle, Hombre! El bandoneón es un instrumento alemán. Después de saber que Carlitos Gardel es francés, nacido en Toulouse, ¡sólo nos faltaba esto!' Gracias a Lorena Cobos por la ayuda en la traducción. [8] Mirador, nº 16 (16-5-1929), p.5. [9] 'Cuando más he admirado a Gardel, fue en una ocasión en que hizo conocer sus nuevos tangos a un grupo de amigos, sentado entre nosotros, en intimidad'. Gracias a Lorena Cobos por la ayuda en la traducción. [10] Mirador, nº 333 (4-7-1935), p. 5. [11] AGUILAR (1935): «Carlos Gardel. Su vida novelesca y su muerte trágica», en Cinegramas, nº 42 (30-6-1935), pp. 22-24. [12] YÉPEZ-POTTIER (2017): La lágrima en la garganta, p. 51. por ALEJANDRO BADILLO Jesús Gardea mostró, en su trabajo prolífico y siempre tratando de llevar al límite las posibilidades del lenguaje, una narrativa cada vez más arriesgada. Dentista de profesión, abandonó en edad madura su vida profesional para dedicarse de lleno a la escritura de cuentos, novelas y, en menor medida, poemas. En Gardea, como en todos los escritores cuyas obras trascienden el tiempo, hay muchos niveles de interpretación y entendimiento. Hay, también, un diálogo que se profundiza con cada nueva lectura. En cada entrega, el autor oriundo de Ciudad Juárez, Chihuahua, nacido en 1939 y muerto en el año 2000, estira el lenguaje, le arranca pedazos, hace malabares con la sintaxis, pone en voz de sus personajes discursos imposibles. Uno de los aspectos valiosos en la obra de Gardea es la capacidad de transformar la prosa y llevarla a diversos registros y experimentaciones. En su narrativa confluye no sólo la vocación por contar una historia sino por explorar, de lleno, la forma de hacerlo. Una revisión a sus libros de cuentos puede demostrar el interés del autor por moldear atmósferas y dar cauce a una invención lingüística que encuentra pocos referentes entre sus contemporáneos y autores de las generaciones siguientes. Quizás, Daniel Sada, otro autor del norte, fue el único que se atrevió a ir en contra de las convenciones para internarse en la disección de la prosa y en su maleabilidad. Desde Los viernes de Lautaro publicado en 1979 hasta Donde el gimnasta de 1999, hay un amplio recorrido por formas, espacios, colores, vacíos, luces, equilibrios e incertidumbres. Leer la obra cuentística de Gardea significa enfrentar un diálogo constante con las palabras y las obsesiones por la escritura. Además, nos recuerda que el artista es, ante todo, un explorador de la materia y no un simple transmisor de mensajes. El escritor italiano Alberto Moravia, al explicar las diferencias entre novela y cuento, afirma que, este último, permite un reflejo más diverso de tipos de personajes, situaciones, estratos sociales. La novela, dice, es una teoría que intenta demostrarse al paso de las páginas; el cuento es un caleidoscopio de situaciones que pueden ser un fresco de la sociedad que describe. En el caso de Gardea tenemos a un artista de pocas notas. No le interesa la exploración sino la reiteración obstinada. Si cerramos los ojos y pensamos en sus cuentos llega siempre una misma imagen, un color y un peso. Pueden ser las calles amarillentas y abandonadas de un pueblo. También tenemos la certeza de una habitación silenciosa en el que se mueven, indecisas, las sombras de seres que apenas se percatan de lo que los rodea. La prosa de Gardea, condensando expresiones pero, también, expandiendo significados, es, en realidad, una especie de palimpsesto: escribir una y otra vez sobre una misma superficie. Jesús Gardea es un autor que describe, como tantos otros, su entorno íntimo, biográfico. A pesar de haber nacido en Ciudad Juárez, la referencia inmediata es la ciudad de Delicias, Chihuahua. Gardea, como otros autores, tiene necesidad de trascender la mera referencia geográfica para expandir los límites de sus historias y, sobre todo, tener libertad imaginativa. Como Juan Carlos Onetti, cuya Santa María condensa el espíritu de Montevideo, el autor mexicano inventa la ciudad de Placeres para sintetizar el norte del país. Antes del boom de historias norteñas, en las que tienen preminencia el corrido y, por supuesto, el fenómeno de la violencia y el narcotráfico, Gardea escrudriña el carácter hosco de los habitantes del desierto; hombres y mujeres que soportan, estoicos, la aridez de planicies casi infinitas, cobijados por la sombra, demasiado conscientes del lento paso del tiempo. Ahí está el germen no sólo del norte de México sino una aproximación a un país que está a medio camino entre la modernidad y un pasado que aún palpita lejos de las grandes ciudades. Utilizando a Placeres como referencia a veces nombrada a veces sugerida, Gardea plantea el entorno como un personaje más de sus cuentos. En la narrativa tradicional se echa mano de héroes o antihéroes, seres humanos cuyos avatares configuran toda la anécdota. Gardea, al igual que los autores de la Nouveau Roman, entiende que el contexto, la atmósfera, puede ser el personaje principal de una historia y que, a veces, puede decir más que las aventuras de los seres de carne y hueso. Por esta razón el peso de los ambientes, las imágenes que se anclan en la memoria y que permanecen indelebles en el paisaje, funcionan como soterradas explicaciones del mundo, genealogías mínimas que se desgranan en medio del calor ardiente del mediodía. De esta forma Gardea configura sus narraciones sin caer en el relato costumbrista, efectivo para recorrer la superficie de una historia, ubicarse en el mapa, pero que sacrifica la vocación universal de la literatura: ser una interpretación más compleja de ser y estar en el mundo. En lugar de anécdotas perfectamente delineadas tenemos escenarios vivos en donde se refleja la experiencia humana. Si la narrativa de la segunda mitad del siglo XX, usa como punto de partida la novela La región más transparente de Carlos Fuentes, publicada en 1958, para volcarse a lo urbano, Gardea le da la espalda a los edificios, al ruido de autos, al asfalto, y se recluye en los lugares desolados que conoció en Chihuahua y que habitó tratando de captar no sólo las costumbres y el modo de ser del norteño, sino las preguntas trascendentales que capitalizan esa experiencia. ¿Qué hace un hombre bajo un tejado al filo de la tarde? ¿En qué piensa? ¿Qué esconde el diálogo en apariencia intrascendente de dos mujeres en una casa solitaria? El mundo exterior no existe porque la experiencia de los personajes es inmediata: no hay antes ni después, sólo un presente que se sedimenta palabra tras palabra. La pluma de Gardea se hunde tanto en ese ensimismamiento que vuelve sus pasajes atemporales. Las historias, casi evanescentes de sus cuentos y novelas breves, pudieron haber ocurrido hace un instante o en un pasado muy remoto. Antes de que los autores del país buscaran en el norte una clave para interpretar el país, Gardea se sentaba ante la máquina de escribir (decía que el movimiento mecánico, el sonido pesado y definitivo del tecleo, le hacían pensar mejor en las palabras que usaría en su historia) para explicarse a través de los personajes que deambulan por Placeres, que hablan entre ellos con palabras parcas pero que, al mismo tiempo, sondean a través de la poesía un mundo complejo y profundo. Jesús Gardea no se contenta, como los autores del pasado, en desarrollar historias creíbles, anécdotas eficaces que lleven al lector a un puerto seguro y que, desde el inicio, muestren claves desnudas, un juego abierto y libre de incertidumbres. Gardea conoce la tradición, es cierto, pero busca la innovación formal para entregar cuentos que rompan con muchos de los criterios que siguieron, casi al pie de la letra, sus contemporáneos. En los cuentos de sus diversas etapas podemos ver la continuidad de las principales exploraciones que surgieron de la generación de Medio Siglo y la generación de La Onda. También hay una apropiación de discursos que empezaron a intervenir en la literatura del siglo XX: la imagen cinematográfica, la preferencia por lo fragmentario y la creación de personajes que evaden los estereotipos tradicionales para internarse en lo conceptual, lo absurdo y lo ambiguo. En muchas de sus narraciones el juego no parte del intelecto sino de la experiencia sensorial. La apuesta del autor es una escena teatral. Por una parte del camino nos muestra a un personaje cuya biografía es inexistente. Lo seguimos con la sensación de que llegamos a mitad de su historia y por eso sólo nos queda atar cabos o, mejor aún, reconstruir por nuestra cuenta las acciones anteriores, los vericuetos que lo llevaron a estar frente a nosotros. Para hablar de los cuentos de Gardea hay que apuntar la lejanía del autor con la receta donde entran en juego el planteamiento, el nudo, el clímax y un desenlace. Por supuesto, no es el primero que rompe con esa tradición. Desde los textos breves de Julio Torri en De fusilamientos o las brillantes viñetas de Juan José Arreola en Confabulario hay una intención por renovar la narrativa breve, darle otra forma, llevarla a las fronteras de otros géneros. Gardea entiende esa propuesta pero, además, la complementa con una exploración en el lenguaje que, a la par de sus novelas, lo llevó a un discurso cada vez más radical, en el que la trama se diluye entre explosiones verbales y latigazos de palabras. En sus últimas narraciones publicadas (las póstumas El biombo y los frutos del 2002 y Tropa de sombras del 2003) el lector se enfrenta a narraciones donde la textura de las palabras, esculpidas en medio del polvo y de la luz, forma un todo. En medio de la epifanía, de la revelación por encadenar frases imposibles, se mueve una historia que a duras penas se revela. Hay que meterse, con ánimo y sentidos dispuestos, a desentrañar los posibles significados o el mensaje que quiere comunicar el autor aunque, en muchas ocasiones, termine por ganar —como en la poesía— el deslumbre de la imagen, el sonido que reverbera y la sensación de que el milagro está ocurriendo a cada momento. El punto de arranque de la cuentística de Gardea es Los viernes de Lautaro, publicado en 1979. Aquí tenemos uno de los escenarios que frencuenta la narrativa de Gardea: el desierto visto como un espacio desolado en el que convergen no sólo la descripción paisajística sino, también, el vacío de los personajes. Este libro contiene dos cuentos que resumen algunas propuestas que el autor trabajó en obras posteriores. ‘En la caliente boca de la noche’, el primero de ellos, muestra la incertidumbre como un elemento fundamental para crear tensión en la historia. La trama, contada en primera persona, aborda los preparativos que hace un hombre para atender la invitación de un amigo a una reunión. Desde los primeros párrafos el lector entiende que está frente a una mirada particular, un punto de vista que busca crear una sensación, un estado de ánimo, antes que una cadena de acciones claras que desentrañe o desarrolle una anécdota. El hombre, mientras va al ropero en busca de un traje, recuerda la charla con su amigo por teléfono. «Ven, no importa; sal a darle una mordida al mundo, ese pan que no conoces», le dice el anfitrión ante la reticencia del otro a asistir. La expresión, que se mueve en el terreno lírico antes que en el registro coloquial, llama la atención por el artificio retórico y, sobre todo, por el contexto de la historia y de los personajes. En muchos cuentos de Los viernes de Lautaro y, por supuesto, en los volúmenes de cuentos posteriores, Gardea experimenta con los diálogos hasta volverlos parte de un discurso que se integra con la voz del narrador y con las descripciones de objetos, colores y paisajes. A esto se suma el contraste que ocurre cuando las frases, llenas de imaginería verbal, metáforas y demás artilugios retóricos, son dichas por personajes pueblerinos, aparentemente ajenos a ese discurso. Si gran parte de la narrativa mexicana del siglo XX privilegió el oído para capturar el habla coloquial de la provincia, en Gardea hay una obsesión por lo artificial que, sin embargo, sondea muy bien la visión del mundo de los personajes. La provincia, parece decirnos el autor, no tiene por qué reducirse a un realismo en donde lo único que cuenta es la verosimilitud o la comprobación casi antropológica de las expresiones populares. Lo que cuenta es la manera de contemplar el entorno. En ‘La caliente boca de la noche’ el personaje mira las cosas como si las mirara por primera vez y se interna en una atmósfera turbia que se agita, se revuelve para engañar a sus sentidos. Hasta las cosas más inmediatas son vistas a través de un lente surrealista. El armario de donde saca el traje es un «bello mastodonte con las venas a flor de piel» y describe la experiencia de leer un libro como «remaba y sudaba metido en él, como un galeote en su galera». Mientras se dirige a la fiesta recuerda el gusto de su amigo por los insectos. Cada una de las acciones lleva consigo una sensación de extrañeza pero no se muestra algo abiertamente incómodo o que genere un significado absoluto, una sentencia. En lugar de dar más información acerca de su amigo, el protagonista nos cuenta la incomodidad que siente. Cuando cree llegar a su destino descubre que es, en realidad, un espejismo. Entonces comienzan a llegar los insectos en una emboscada casi increíble. El hombre sólo atina a defenderse mientras el final se acerca. ‘En la caliente boca de la noche’ muestra a un autor que gusta dejar preguntas abiertas y que sabe que una atmósfera es suficiente para construir un cuento. ¿El anfitrión lo llevó a una emboscada? ¿Dónde está el personaje? ¿Cuál es el sentido de llevar, casi irremediablemente, al protagonista a su aniquilación? La brevedad del cuento sirve para que la acción se enfoque en los descubrimientos del hombre. No hay oportunidad para crear largas disertaciones o reglas. La única guía es un movimiento inmediato, un camino en que las decisiones deben tomarse casi de forma inconsciente, como respirar o sentir la temperatura del día en la piel. Septiembre y los otros días, el segundo libro de cuentos de Gardea, tiene vínculos muy cercanos con el primero. Incluso, a pesar de su publicación en 1980, parece que el estilo es anterior a Los viernes de Lautaro. Un cuento que se mueve en una zona de mayor sencillez en el lenguaje y que apuesta por la lentitud y la cadencia antes que a la pirotecnia retórica es ‘Ángel de los veranos’. La historia sirve para explicar un prototipo que es frecuente en el autor: personajes solitarios que se enfrentan a la reconstrucción de su memoria a través de la contemplación. En muchos autores contemporáneos o anteriores a Gardea, los cuentos tienen personajes que dialogan con la sociedad, pelean, discuten, sufren y tienen un papel activo en su entorno. En los cuentos de Gardea hay una condición solitaria, de casi total aislamiento. Incluso cuando los personajes dialogan, a pesar de las imágenes con las que tejen sus discursos, hay una especie de retraimiento, de encerrarse en un mundo íntimo que comparte muy poco con el exterior. Por eso los personajes de Gardea reflejan muy bien la visión de la provincia: hombres y mujeres que son hipnotizados por su contexto más inmediato y que se comunican a través de la parquedad. En ‘Ángel de los veranos’ un hombre recuerda las horas pasadas con Nebde, una mujer que lo ha abandonado. El ambiente frío —casi una excepción en los cuentos del autor que están ubicados en pueblos hirviendo en el calor— llena cada uno de los espacios de la casa en la que está el hombre. Mientras recuerda, lleva la cuenta detallada de cada una de las reminiscencias que ha dejado Nebde. En este texto las acciones son contadas con parsimonia y, además, con fluidez. El autor quiere nombrar de la manera más simple y dejar que los escasos diálogos, sumergidos en la memoria del hombre, sean los que tuerzan el lenguaje. No hay gratuidad en cada uno de los pasajes de ‘Ángel de los veranos’, pues para el lector es muy claro que el escritor ha llegado a un pleno convencimiento de cada una de las palabras. Un aspecto interesante de los cuentos de Gardea es que, en apariencia, se mueven dentro del realismo. Las descripciones, los objetos, las relaciones entre los personajes, tienen correspondencia con el mundo real. No existe la intromisión de elementos pertenecientes a la fantasía. Sin embargo, si se mira con atención, hay un sutil juego en el que una zona onírica, una línea difusa y, muchas veces, enigmática se apodera del cuento. Ese tono, por llamarlo de alguna manera, convierte escenarios reales en situaciones que tienen más vínculos con lo difuso y absurdo. Una de las herramientas que ofrece la ficción y que algunos autores olvidan, es la posibilidad de no explicar todo, dejar espacios en blanco para que el lector entre en la historia como un participante activo. La ambigüedad, el cerrar una historia con más preguntas que respuestas, pueden ser ganchos muy efectivos para crear tensión en lo que se cuenta. Gardea explota este recurso de una manera muy sutil: en varios de sus cuentos presenta a personajes que, en apariencia, están en un marco real, sin embargo hay un pequeño desajuste que, poco a poco, lleva a la narración a un perfil extraño y un poco delirante. Un ejemplo claro de esta propuesta es Difícil de atrapar, título publicado en 1995 por Joaquín Mortiz y penúltimo libro de cuentos de Gardea. En cada uno de los textos tenemos cadenas de acciones que, lentamente, se vuelven turbias, casi oscuras. El primero de ellos, ‘Livia y los sueños’, es el más sutil de ellos y el que apela más a un tono sensual. El texto, como tantos otros de Gardea, se regodea en los detalles y en una secuencia en la que cada acto, por ínfimo que sea, tiene una trascendencia vital para todo el engranaje narrativo. La trama, muy simple, es el encuentro entre Santos y Livia. El lector asiste a una especie de combate entre el hombre y la mujer. Los diálogos, engañosamente minimalistas, acentúan una atmósfera cargada de anzuelos sensoriales. No sabemos gran cosa de ambos personajes. La única certeza es la voz que los enuncia. Después de una serie de intercambios que parecen más los versos inacabados de un poema que una plática cotidiana, el narrador en tercera persona se regodea con cada uno de los movimientos de Livia: la forma de mirar la luz, el desplazamiento de los pies desnudos en los mosaicos del piso, el acto de acercarse a una maceta y tocar una planta. Como una especie de intermedio entre el vaivén de palabras, hay un silencio que aprovecha el narrador para profundizar en las emociones de los personajes y dar a entender que, en ese instante, está ocurriendo una epifanía contenida, que sale poco a poco entre las palabras enigmáticas de ella y de él, palabras que nombran las cosas con cierta torpeza o indecisión, como si no estuvieran seguros de su existencia. También, en medio de ese instante que se prolonga demasiado, Santos comienza a acariciar una maceta; Livia no puede dejar de mirar ese movimiento y, por lapsos, siente las manos del otro explorando su cuerpo. Sin embargo, antes de que el deseo tome una dirección más terrenal, el cuento termina. Más allá del velado erotismo que transpira en cada párrafo de la narración, hay un tono fantástico gracias a la indefinición del escenario que nos presenta el autor. La carga descriptiva, la lentitud con que se mueven los personajes, los juegos de luz y sombra que llenan la historia y, por supuesto, los diálogos, son parte de un sueño. Como en el cuento ‘Ojos de perro azul’ de Gabriel García Márquez, en el que dos personas se encuentran en el sueño y, cuando despiertan, se olvidan del otro aunque quede una vaga memoria que los aguijonea en la vigilia, Livia y Santos permanecen atrapados. Si García Márquez es explícito gracias a que los personajes afirman que están dentro de un sueño y que temen romperlo como si éste fuera una burbuja de jabón, en Gardea hay aún más misterio. Podría ser un sueño o podría ser un limbo en el que el tiempo se detiene o, simplemente, no existe. Lo único seguro es que, en esa atmósfera trastornada, casi fuera de foco, los sentidos están abiertos a otros ámbitos, otras realidades. Un cuento del mismo volumen, que se acerca más a un territorio absurdo e, incluso, macabro, es ‘Los visitantes’. En este texto en lugar de sensualidad encontramos una atmósfera opresiva. Un hombre está en una habitación mirando cómo Arévalo, alguien quien suponemos es un compañero de trabajo, teclea enfebrecido en una máquina de escribir. No hay mayor explicación. Lo único que tenemos es la sensación de que algo está a punto de explotar. Cada sonido en la máquina aumenta la temperatura en el ambiente. Todos sudan. El narrador le dice a Arévalo que va a comer y, de repente, se da cuenta de que su compañero ha escrito mucho sin haber puesto una hoja nueva en el rodillo. Parece una especie de álter ego del autor, obsesionado no sólo con la escritura sino con trabajar, una y otra vez, el mismo texto. Ese detalle, absurdo y fantástico al mismo tiempo, se complementa cuando el hombre, después de comer, regresa al cuarto en donde inició la historia. Sube las escaleras con un mal presentimiento. Cuando llega ve que Arévalo está acompañado por cuatro hombres vestidos de traje. Los visitantes lo observan escribir hasta que descubren al recién llegado. «Es él», les dice Árevalo al tiempo que señala al narrador. Al más puro estilo kafkiano añadiendo, por supuesto, una creciente sensación de amenaza, ‘Los visitantes’, parte del último trayecto narrativo de Gardea, nos enseña que la narrativa también nos puede sugerir las zonas oscuras que habitan al ser humano. Siguiendo los pasos de Rulfo, aunque con registros e intereses diferentes, Gardea comprende que la aproximación a la provincia, a través de la literatura, siempre será una reconstrucción tramposa, que la verosimilitud tiene que ver más con el compromiso del autor por ser fiel a su mundo que por una imitación fácil y fallida de la realidad. Por esta razón los diálogos o monólogos de los personajes de Gardea están llenos de imágenes. Otro aspecto que debe ponerse en relieve es el trayecto de Gardea en sus cuentos: contar la misma historia haciendo que cada nuevo texto sea diferente. La narrativa breve, muchas veces relegada y considerada por el público lector como hermana menor de la ficción de largo aliento, tiene en Jesús Gardea a un autor que sabe que las palabras comunican no sólo por su significado sino por su contexto, su cadencia, su ritmo y su color. Si en el mundo actual, enfrascado en un discurso visual que bombardea cada segundo en pantallas, Gardea entiende que el valor de la palabra está en su capacidad para evocar, servir de anzuelo para que el lector pueda, no sólo captar información, sino entretejer sus experiencias y sus sentidos con la historia que está leyendo. El cuento en autores como Gardea o en referentes cercanos en el tiempo como Juan Vicente Melo, entre otros ejemplos destacados, apuesta por fusionarse con la poesía, por eso su necesidad —su obsesión— de nombrar lo inefable, emprender la misión de captar con las palabras aquellas cosas del mundo que escapan, que son etéreas, pero que existen. De esta forma la literatura cumple su verdadero papel y perdura a pesar de modas y veleidades editoriales. por MARTA LEDRI
por JAVIER ALCORIZA Después de acabar una relectura de El americano, me revoloteaba por la cabeza la palabra “contexto”. Permítaseme comenzar con una cita a lo Henry James. No creo que debamos omitir lo que implica el revuelo que genera una palabra en una novela del distinguido autor norteamericano. Diría que, como en otras obras suyas, en las numerosísimas páginas que escribió, estamos ante lecciones de un maestro. (2) No creo que deba incomodarnos considerar así a un escritor de ficción. Mortimer Adler señalaba en Cómo leer un libro que entre maestro y discípulo se da una situación de interesante desigualdad. (3) Hablando del genio de Shakespeare, Emerson empleaba la imagen de quien, tras obrar el milagro de su ascensión, había retirado la escalera. Mi impresión es que James lanza numerosos cabos, tal vez no desde el antiguo cielo, sino desde su moderno abismo de «contraminas del arte», si es que, como decía en privado a su amigo Henry Adams, «el abismo tiene fondo». (4) Se pueden señalar aciertos expresivos con los que Henry James ha abierto ventanas en las escenas que ha pintado en El americano, hasta hacernos dudar de si la ventana estaba ahí antes de que la abriera; y subrayaría lo de “expresivos” por tratarse de aciertos llevados, en todo caso, a la superficie del lenguaje. James puede invitarnos, pero no obligarnos a imaginar más de lo que dice. En esto es, en efecto, un consumado artista que ha descubierto un límite (en realidad muchos límites sucesivos) para las escenas y representaciones de sus obras. Así ha cultivado Henry James la elasticidad de la novela, empleando todos los recursos de los que podía valerse para no confinarse en lo típico del género. Y diré algo más de entrada: en ese trabajo de poner a la vista cuanto hacía falta para admirar lo que quería contar, en su manera de “exteriorizar” el tema de sus novelas, lejos de todo modernismo, habría en Henry James un homenaje (que nadie que hable de él se atrevería a calificar de inconsciente) a los clásicos. El autor no pide del lector mayor “cultura” de la que él mismo aporta para apreciar la calidad de su escritura. Ni siquiera le importaría que se adelgazara el trozo de vida que nos ofrece por buscar solo el generalmente más apetecible recorrido emocional de la historia. ¡Tanto peor para quien lo haga!, podría exclamar el autor de El americano, porque nada de lo que configura la obra debería ocupar un segundo lugar para un lector atento. No cultura, por tanto, sino pura atención (Petrarca la llamaba la «salud del alma»), una actitud equivalente a la tensión creativa, sería cuanto el novelista parece esperar de nosotros. Al fin y al cabo, es él quien se ha tomado tantas molestias como vemos por concretar su imaginación. (5) La palabra “contexto”, por volver al principio, tiene un peso específico en un doble sentido: no es una palabra habitual en una novela y, además, está aplicada a la expectativa de un personaje que «no ha leído novelas». Sin embargo, nos traslada directamente al acto de hablar de esta obra: El lugar hacía pensar en un convento con todas las mejoras modernas: un asilo donde la privacidad, a pesar de ser ininterrumpida, quizá no fuera del todo idéntica a la privación, y donde la meditación, aun siendo monótona, quizá fuera de corte alegre. Y sin embargo, sabía que éste no era el caso; sólo que para Newman, ahora, no tenía visos de realidad. Todo era demasiado extraño y demasiado socarrón para ser real; era como una página arrancada de una novela, sin contexto alguno en su experiencia personal. (6) ¿Cuál es el contexto en nuestra experiencia (siendo experiencia otra palabra de gran alcance) para captar el carácter del protagonista? Observamos que el americano produce cierto asombro en todos aquellos que lo tratan (no solo en quienes están directamente implicados en la aventura de su trato con madame de Cintré). La manera de descalificar ese asombro es calificarlo a él, como sabemos, de persona “mercantil”. La descalificación, sin embargo, retrata a quien la profiere, ya que, a esas alturas de la historia, conocemos el potencial de Newman. Más característico es que el propio Newman se detenga sobre esa expresión para juzgar imparcialmente si tiene algo que reprocharse: sigue siendo «un buen tipo agraviado». Porque Newman no es solo una persona que despierta interés, sino alguien que se interesa de manera original por los demás, el movimiento correspondiente a «una especie de anhelo intenso, un deseo de estirarme y de contraerme». Pensemos, en especial, en su amistad con Valentin de Bellegarde o su vínculo con monsieur Nioche. Importan los dos lados de esa personalidad que hacen de Newman el héroe de su novelista. Ahora bien: el héroe de la obra debe más de lo que él mismo parece reconocer a su estirpe (una palabra que puede arrastrar a graves errores). ¿Cuál sería la estirpe del americano? Bastaría con limitarse al momento culminante de su oposición a la familia Bellegarde para identificar (en el capítulo XVIII) los términos apropiados de esa distinción: persuasión y autoridad. Frente a la primera, que es el instrumento que ha servido a los americanos para moldear su estilo de vida, está la indiscutible autoridad del Viejo Mundo, de la mujer que ha llegado al extremo de perpetrar un crimen para imponer su voluntad frente a su esposo y su hija. ¿No es posible oír en esa combinación, sin embargo, una resonancia tardía de las comedias de Molière? ¿Por qué no ha dado pie el desacuerdo entonces a una comedia? ¿Qué ingrediente falta o sobra para que no hayamos de ver a Newman saboreando peligrosamente “cierta dulzura acre y sabrosa” junto a los muros de las carmelitas? En las comedias de Molière no había un desafío frontal a la autoridad. Los personajes jugaban con ella, en especial los criados junto a los hijos, la parte joven de una sociedad estamental. A pesar de su cortesía, Newman no se brinda al juego de la familia Bellegarde, o no ha sido invitado a participar en él: le faltan credenciales que permitan a la familia seguir disfrutando de su reputación en su presencia: algo que se levantaba, no obstante, sobre un «misterio de iniquidad». Cuando Newman decide destruir la «prueba ocular» del crimen de la marquesa, se niega a seguirles el juego, ni siquiera como espectador. No es el amor a madame de Cintré lo que le abre la puerta al final de su desgraciado romance para seguir viviendo, sino la destrucción de su odio a los Bellegarde. No, Newman no se vuelve tan peligroso como pensaba la señora Tristam: es capaz de mejorar, tal como había mostrado al guardar un equilibrio entre la vieja y la nueva Inglaterra, entre el mundano periodista londinense y el clérigo de Massachusetts que visita Europa a expensas de sus feligreses; un equilibrio que guarda por naturaleza, ya que está exento de hacer cálculo alguno al respecto. El punto medio de Newman resulta simbólico sin perder un ápice de espontaneidad moral, entre la amoralidad anglicana y el moralismo puritano. (7) Es el punto de vista que se aplica a sí mismo tras haber regresado a París por «un rayo pálido y evasivo de inspiración», como si fuera a enterrarse vivo en el culto a madame de Cintré, que ya ha consumado su retiro. Con todo, Newman debe romper el hechizo de ese «altar de los muertos». El hombre nuevo que es Newman es una enmienda a la totalidad de la vieja sociedad a la que pertenece madame de Cintré. La novela vendría a demostrar, como en Otelo, la imposibilidad del matrimonio o unión entre estos dos mundos, el del cosmopolita y la «supersutil» parisina, aunque no será porque el americano no lo haya intentado, es decir, no haya intentado que la mujer actúe al margen de los deseos de su familia, de su madre, y se independice. (8) Ese hiato entre el republicano mercantil y la alcurnia de los Bellegarde se habría puesto de manifiesto ya en el terreno histórico y político; faltaba que tomara cuerpo en un dilema como el que nubla la mente de Newman después de su agravio. De Newman sabemos que no tiene un gusto educado para el arte, o que ese gusto no tiene dificultad alguna en trascender el arte para ir en busca de lo que promete la vida misma. Allí donde encuentra a un individuo dispuesto a sobreponerse a su pobreza, el americano no duda en mostrarse espléndido. La riqueza material debe ser, en el mejor caso, un medio para remediar y superar la pobreza espiritual. Ese es un principio al que el protagonista no está dispuesto a renunciar. Las fórmulas de la vieja sociedad europea deben ser examinadas a esa luz. Y lo que la aristocracia francesa no parece entender es que hay un beneficio moral en la prosperidad que no deriva de las obligaciones contraídas ante los progenitores. ¿Qué otra cosa había de significar, sin embargo, el descubrimiento de América para este nuevo Cristóbal Colón? En el Viejo Mundo hay quien, como Valentin de Bellegarde, mira con interés esa aventura americana, y quien, como madeimoselle Nioche, ya es una víctima del cinismo. Tratar con Newman supone asumir que se está en condiciones de ir un poco más allá de sí mismo, siempre que se haya captado que hay algo morboso en conformarse con la propia suerte. De nuevo damos aquí con el tema casi cómico de la enfermedad imaginaria. No habría diferencia, a mi juicio, entre la actitud de Newman y la salud que preconiza Walt Whitman, lo que viene a llamar la «sensación de la salud perfecta» en sus versos. La salud garantiza una percepción generosa del universo en que vivimos, un derecho para todos, que el poeta canta y reconoce, frente al privilegio del que hasta ahora habría disfrutado una minoría. (9) La integridad democrática supone que la parcialidad del privilegio acabe siendo una maldición peor para quien se lo arroga que para quien lo padece. El pensamiento democrático va siempre por delante de los procedimientos políticos, es más revolucionario, por así decirlo, que las revoluciones que ha propiciado. A ese manantial se remontan una y otra vez los americanos que han creído que su país era una tierra «inalcanzada, pero alcanzable»; de ahí brotan las palabras inspiradas de la Declaración de Independencia y de la Constitución, los breves y portentosos textos que generan el verdadero contexto en que se mueve el americano de James, que podría haber salido también de las páginas de Hojas de hierba. Ahora bien, cortar amarras respecto al pasado para dar cabida al presente, a lo que el presente puede pedir de nosotros o nosotros esperar de él, supondría todo un desafío para el arte, cuya fuerza habría provenido del apego a las enseñanzas de los maestros antiguos. Situar a la ficción entre las bellas artes, como James insistía en hacer (con un énfasis que sugiere la resistencia sociológica que se veía obligado a vencer al respecto), puede leerse como un movimiento en esa dirección. La ética de la escritura tenía poco que ver para el «historiador de las conciencias refinadas» con la defensa de una lectura “moral” de las novelas. Cuando James plantea que no hay más reglas que seguir que las que se surgen de la visión que el artista tiene de su tema, adopta un tono de franqueza similar al que emplea Newman en muchos intercambios personales de El americano. Se diría que la alegría por los hallazgos relativos a la responsabilidad de actuar libremente es igual en el ensayista que en su personaje: un mismo ejercicio de serena persuasión, por ser gratamente consciente del esfuerzo que la empresa exige de él, haría realidad como nunca la paradoja en que Oscar Wilde fijaba la posición del crítico como artista. La pregunta siguiente sería si ese esfuerzo individual, esa demostración de confianza, podría contar con una respuesta del público que sacara al artista de la torre de marfil de su “imperturbable” vocación. Nada hace creer que Henry James no concediera el beneficio de la conciencia refinada a todo lector que se enfrentara a una de sus obras. A mi juicio, toda la carga “experimental” que se ha atribuido a la dificultad de su escritura se desvanece si retenemos ese sencillo principio de fe estética y democrática. Ni siquiera el gran maestro que es James osa llegar a lo más recóndito o superficial de ciertos procesos en los que Newman se ve involucrado. Nos gusta imaginar que ese respeto del autor por el personaje tiene algo que ver con la capacidad de Newman (señalada en dos ocasiones en la novela, en los capítulos II y XXVI) para desmovilizar su propósito de venganza; incluso nos gustaría imaginar que el gusto por imaginarlo así es un mérito del artista que se debe a la facilidad con que se desenvuelve en las situaciones en que su héroe da muestras de que el «carácter es superior a la inteligencia»; muestras de lo que vale reaccionar a tiempo ante la tentación de pensar sin tener en cuenta las consecuencias de los propios actos. Sea como fuere, Henry James quiere ser un artista para un público que pueda contar con las ventajas que América ha reportado frente a los más antiguos y encumbrados títulos de la civilización: adoptar un punto de vista que nos revele lo que significa, con palabras de Emerson, «elevar la norma de la vida». (10) En esto radicaría la virtud de esa paradoja que haría al artista americano respetar lo antiguo en términos culturales y apostar por lo moderno en términos constitucionales. Las artes tienen su historia, en efecto, pero el público espera al artista en el terreno de la pura realización. El trabajo de escribir la historia de las conciencias refinadas, por volver sobre la frase de Conrad, no implicaría ahogar un instinto civilizador como el de Henry James, que está presente, aunque modulado por otros medios, en alguien tan “mercantil” como Newman, que «¡jamas había leído una novela!». (11) Si la objeción es que, de este modo, idealizamos América, habrá que alegar que la realidad de América ha servido reiteradamente como un fulcro para renovar o consagrar la fe en sus ideales. El más lúcido apóstol de la idea de América, Emerson (en palabras de James no un secularizador, sino un santificador), habría alertado en Sociedad y soledad, un libro publicado en la década de El americano, sobre la seducción del “americanismo superficial”. La consigna para contrarrestar esa deriva sería la de la hospitalidad, una palabra recurrente en la novela. En Emerson, ser hospitalario significa creer que nada de lo que se ha logrado en la historia puede monopolizarse: los logros de la humanidad serían, por el contrario, contribuciones a la ocasión que se nos brinda para incorporarlos como un estímulo a la experiencia de la vida, que es siempre el terreno más productivo. El alma humana es una “mendiga” insaciable: esa avidez es el síntoma de la salud que celebraba Whitman y de la energía con que Newman recorría todos los lugares de Europa («unas cuatrocientas setenta iglesias») que pudieran enseñarle algo, una actitud con la que Henry James parece retarnos a desmentir que el Viejo Mundo sea el que esté en deuda con el nuevo americano, en contraste con lo que habría apuntado hasta el momento una “refinada” conciencia cultural. Pensemos, por ejemplo, en las alusiones a los cuadros que contempla el protagonista en el Louvre, en la manera desenfadada de “conversar” con ellos u omitir los prejuicios de la admiración. La visita a los monumentos o museos quedaría contenida en la novela como un nuevo capítulo sobre el arte de escribir la historia del arte. Cabe recordar que aquellas obras maestras de la pintura iluminarían la conciencia artística del siglo XIX por un camino más elevado que el de los “mercantiles” americanos: es la época en que el artista se ve en peligro de naufragar socialmente a menos que se oriente por la luz intermitente de esos “faros” que barren la ferviente oscuridad de un poemario como Las flores del mal. Baudelaire nace el mismo año que Walt Whitman y, a pesar del disgusto que la “prosa” de Whitman le causaba a Henry James, su aproximación al arte no resulta por ello más afín a las imprecaciones del poeta francés. Alberto Savinio ha apuntado el vuelco (toda una “revolución copernicana”) que supone la poesía de Baudelaire, la voluntad de bajar a la Musa de su pedestal y mostrarle estampas de nuestra modernidad cotidiana. ¡Tampoco está de más incidir en que Baudelaire, el traductor de Poe, el amigo del parnasiano Gauthier, profundizando la brecha entre lo bello y lo útil, arremetía contra las declaraciones de derechos que no satisfacían su rabiosa individualidad! (12) En este caso parece de nuevo que el poeta se ponga a la defensiva frente a una sociedad ostentosamente “mercantil” (en el extremo opuesto de la melindrosa afectación de los Bellegarde), mientras que el artista americano se presenta como el abanderado de la idea democrática que ha dado forma a su visión del mundo. Sería una vía para desactivar el supuesto elitismo de una escritura tan exquisita como la de James decir que él y Whitman tienen mucho más en común de lo que expresamente los separaba. Y sería ilustrativo indicar en este contexto que las dolencias de Whitman o de James tendrían poco o nada que ver con el spleen o el ennui que padecerían los intelectuales franceses y europeos. (13) El ennui era la enfermedad imaginaria de la que había sido víctima un siglo —como rezaba el verso de Rubén Darío— falto de fe. Se dirá: ¿fe en qué? No se trataría ya de la religión de los antepasados, sino de una lucha por la “voluntad de creer” que ahora ocupa todo el escenario que ha quedado vacío a medida que avanzaba el nuevo orden de los tiempos. ¿De qué otro modo entendemos que Ernest Renan se aproximara de nuevo a la Acrópolis de Atenas para desahogar el pesar de su espíritu huérfano ante el altar de la diosa? (14) ¿Acaso no llama la atención que James recurra a la imagen de un «griego de la antigüedad» (en el capítulo XIII) cuando evoca el sentido de la adoración de Newman por madame de Cintré? Ya sabemos que Newman no está dispuesto a dar cuanto tiene a los pobres, por mucho que el dinero le importara menos que el hecho de ganarlo. Ni cristiano ni pagano, al americano le quedaba la opción de ir más allá de la renuncia a su amor por madame de Cintré y sepultar a los Bellegarde destruyendo la carta que ataba su destino al de sus enemigos. Por mucho que haya sufrido Newman, su autor nos convence de que no podemos imaginarlo como víctima de un “sacrificio”, a pesar del «bello circuito y subterfugio de nuestro pensamiento y nuestro deseo». (15) La fuerza más poderosa que existe ha amenazado con ahogar la vida del americano: escapar a esa amenaza resultaría menos la consecuencia de una actitud heroica que la prolongación de ciertos hábitos cultivados provechosamente desde hacía mucho tiempo. Newman se sobrepone a la desgracia por vías indirectas: piensa en su salud antes que en su felicidad. Este final introduce una leve corrección al subrayado de Conrad sobre la grandeza de la renuncia como base de las grandes novelas que, como templos, contribuyen a nuestra edificación, y se alinea con su conclusión sobre el hecho de que las novelas de Henry James no reportan el descanso que el público espera naturalmente al final de la lectura; (16) se alinea con ella en el sentido de que sea preferible, si lo pensamos bien, ese tipo de descanso que no supone la rendición total de nuestras facultades. En realidad, nadie negará que al final de El americano se nos brinda la posibilidad de descansar: una posibilidad que no será un impedimento para suponer que Newman regresa a América como la forma más elocuente de seguir vivo. (1) Este texto responde a la quinta sesión del seminario sobre Psicología literaria organizado por el CPR y la Biblioteca Regional de Murcia. Cabe mencionar que las sesiones anteriores estuvieron dedicadas a Sófocles, Dante, Shakespeare y Molière. Sobre las dos últimas, pueden verse ‘Bajo un cielo de mármol. Pensamiento sobre Otelo’ (Revista Cultural Turia Judía de Cultura), y ‘La salud de la comedia. Sobre El enfermo imaginario de Molière’ (Pasajes de pensamiento contemporáneo), respectivamente.
(2) The American (El americano) es una de las novelas del volumen Novels 1871-1880, ed. de W. T. Strafford, The Library of America, Nueva York, 1983. Con dieciséis volúmenes, Henry James es el autor más editado de esta serie. Véase una traducción reciente de ‘La lección del maestro’ en Henry James, Los papeles de Aspern y otros relatos sobre escritores, ed. de J. A. Molina Foix, Cátedra, Madrid, 2017. (3) Mortimer Adler, Cómo leer un libro, trad. de C. Acevedo, Claridad, Buenos Aires, 1983, pp. 36-38. (4) Véanse ‘Shakespeare o el poeta’, en Ralph Waldo Emerson, Hombres representativos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Cátedra, Madrid, 2008, y la ‘Carta a Henry Adams’ en Henry James, Hawthorne y otros ensayos de apreciación, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Leserwelt, Murcia, 2000. (5) James habla de la «distribución final de premios» en una novela, «pensiones, maridos, esposas, niños, millones», que se contraponen obviamente a los «experimentos, esfuerzos, descubrimientos, éxitos» de los «intentos de ejecución» en su ensayo sobre ‘El arte de la ficción’. Véase Henry James, La imaginación literaria, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2001, pp. 254-256. (6) Henry James, El americano, trad. de C. Montolío, Debolsillo, Madrid, 2003, cap. XXIV. En realidad, el texto original no habla de «novela», más centrada en los aspectos sociales, sino de «romance». La elección es significativa por el comentario de James años después en el prefacio a El americano: «…lo que he reconocido en El americano, para mi sorpresa y tras muchos años, es que la experiencia aquí representada es la experiencia desconectada y no controlada —no controlada por el sentido general de la “manera en que ocurren las cosas”— que solo el romance encaja en nosotros de manera más o menos exitosa» (Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, ed. de L. Edel, The Library of America, Nueva York, 1984, p. 1065). (7) «La familiaridad de Newman nunca era inoportuna; su conciencia de la igualdad humana no era un gusto agresivo ni una teoría estética, sino algo tan natural y orgánico como un apetito físico que nunca ha sido sometido a un parco racionamiento y que, en consecuencia, no incurre en una avidez desgarbada» (El americano, capítulo XIII). (8) «A super-subtle Venetian» es como califica Yago a Desdémona en Otelo (I, iii); la cita aparece en la celosa advertencia que en el capítulo X le hace a Newman la señora Tristam, la artífice de su romance. Allan Bloom recuerda que «Desdémona es como su nombre la describe, supersticiosa… Otelo era una creación de su mente… existía solo en la mente de Venecia» (Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, pp. 59-60). Cuando madame de Cintré le revela a Newman la decisión que ha tomado, el americano le espeta que sus sentimientos «son supersticiones». (9) Véanse, por ejemplo, las primeras secciones del Canto de mí mismo en Walt Whitman, Hojas de hierba, trad. de F. Alexander, Mayol Pujol, Barcelona, 1980, pp. 113-118: «A los treinta y siete años, con la salud perfecta, empiezo, / Y espero no cesar hasta la muerte». Cf. con este párrafo representativo en el capítulo V de El americano: «Consideraba que Europa estaba hecha para él y no él para Europa. Había dicho que quería cultivarse, pero habría sentido cierta turbación, incluso cierta vergüenza —aunque posiblemente falsa—, de haberse sorprendido a sí mismo estudiándose intelectualmente ante el espejo. Ni a este ni a ningún otro respecto poseía Newman un elevado sentido de la responsabilidad; su principal convicción era que la vida de un hombre tenía que ser fácil, y que él tenía que ser capaz de reducir el privilegio a algo natural». (10) Para las citas anteriores, véanse las obras de Ralph Waldo Emerson, Naturaleza y otros escritos de juventud, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Biblioteca Nueva, Madrid, p. 102, y Sociedad y soledad, trad. de R. Narbón y J. Alcoriza, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2019, p. 52. (11) Véase El americano, capítulo III. Ruth Bernard Yeazell apunta bien que la novela de James se caracteriza (usando las palabras del autor) por unir «el instinto más fuerte por lo humano» y «la reacción más vívida ante lo literal». Véase su ensayo sobre ‘Henry James’ en Emory Elliot (ed.), Historia de la literatura norteamericana, trad. de M. Coy, Cátedra, Madrid, 1991, p. 618. (12) Véanse Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia, trad. de J. Pardo, Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 73-76, y Charles Baudelaire, Escritos sobre literatura, trad. de C. Pujol, Bruguera, Barcelona, 1984, p. 223. Cf. la poética de Baudelaire con el capítulo ‘Arte’ en Sociedad y soledad de Emerson. (13) Cf. con la siguiente cita de James en ‘Henry James as a Characteristic American’, de Marianne Moore, en Morton Dauwen Zabel (ed.), Literary Opinion in America, Harper & Row, Nueva York y Evanston, 1962, vol. II, p. 400: «Seguramente éramos todos gentiles y generosos juntos, flotando en tal orden social limpio y ligero, dulcemente a prueba contra el ennui». (Puede verse el jamesiano poema de Moore ‘La mente es una cosa encantada’ en la sección de traducciones de El coloquio de los perros). (14) He relacionado el texto de Renan con el binomio conceptual de Atenas y Jerusalén en el § 15 de mi libro Educar la mirada. Lecciones sobre la historia del pensamiento, Psylicom, Valencia, 2012. (15) Véase su ajuste de cuentas con El americano en el prefacio escrito treinta años después de la publicación de la novela, en Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, p. 1063. (16) Joseph Conrad, Notas de vida y letras, trad. de C. Sánchez Rodrigo, Ediciones B, Barcelona, 1987, p. 32. |
ARTÍCULOS
El Coloquio de los Perros. ESTARÉ BESANDO TU CRÁNEO. "PRINCIPIO DE GRAVEDAD" DE VICENTE VELASCO
LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA" PUNTO DE NO RETORNO JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN EL HIELO QUE MECE LA CUNA NO FUTURE MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN? ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500 BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES" "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO" CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA" UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA GUERRA MUNDIAL ZEUTA LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN EL VALLE DE LAS CENIZAS RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE Hemeroteca
Archivos
Febrero 2024
Categorías
Todo
|