por ALEJANDRO BADILLO Jesús Gardea mostró, en su trabajo prolífico y siempre tratando de llevar al límite las posibilidades del lenguaje, una narrativa cada vez más arriesgada. Dentista de profesión, abandonó en edad madura su vida profesional para dedicarse de lleno a la escritura de cuentos, novelas y, en menor medida, poemas. En Gardea, como en todos los escritores cuyas obras trascienden el tiempo, hay muchos niveles de interpretación y entendimiento. Hay, también, un diálogo que se profundiza con cada nueva lectura. En cada entrega, el autor oriundo de Ciudad Juárez, Chihuahua, nacido en 1939 y muerto en el año 2000, estira el lenguaje, le arranca pedazos, hace malabares con la sintaxis, pone en voz de sus personajes discursos imposibles. Uno de los aspectos valiosos en la obra de Gardea es la capacidad de transformar la prosa y llevarla a diversos registros y experimentaciones. En su narrativa confluye no sólo la vocación por contar una historia sino por explorar, de lleno, la forma de hacerlo. Una revisión a sus libros de cuentos puede demostrar el interés del autor por moldear atmósferas y dar cauce a una invención lingüística que encuentra pocos referentes entre sus contemporáneos y autores de las generaciones siguientes. Quizás, Daniel Sada, otro autor del norte, fue el único que se atrevió a ir en contra de las convenciones para internarse en la disección de la prosa y en su maleabilidad. Desde Los viernes de Lautaro publicado en 1979 hasta Donde el gimnasta de 1999, hay un amplio recorrido por formas, espacios, colores, vacíos, luces, equilibrios e incertidumbres. Leer la obra cuentística de Gardea significa enfrentar un diálogo constante con las palabras y las obsesiones por la escritura. Además, nos recuerda que el artista es, ante todo, un explorador de la materia y no un simple transmisor de mensajes. El escritor italiano Alberto Moravia, al explicar las diferencias entre novela y cuento, afirma que, este último, permite un reflejo más diverso de tipos de personajes, situaciones, estratos sociales. La novela, dice, es una teoría que intenta demostrarse al paso de las páginas; el cuento es un caleidoscopio de situaciones que pueden ser un fresco de la sociedad que describe. En el caso de Gardea tenemos a un artista de pocas notas. No le interesa la exploración sino la reiteración obstinada. Si cerramos los ojos y pensamos en sus cuentos llega siempre una misma imagen, un color y un peso. Pueden ser las calles amarillentas y abandonadas de un pueblo. También tenemos la certeza de una habitación silenciosa en el que se mueven, indecisas, las sombras de seres que apenas se percatan de lo que los rodea. La prosa de Gardea, condensando expresiones pero, también, expandiendo significados, es, en realidad, una especie de palimpsesto: escribir una y otra vez sobre una misma superficie. Jesús Gardea es un autor que describe, como tantos otros, su entorno íntimo, biográfico. A pesar de haber nacido en Ciudad Juárez, la referencia inmediata es la ciudad de Delicias, Chihuahua. Gardea, como otros autores, tiene necesidad de trascender la mera referencia geográfica para expandir los límites de sus historias y, sobre todo, tener libertad imaginativa. Como Juan Carlos Onetti, cuya Santa María condensa el espíritu de Montevideo, el autor mexicano inventa la ciudad de Placeres para sintetizar el norte del país. Antes del boom de historias norteñas, en las que tienen preminencia el corrido y, por supuesto, el fenómeno de la violencia y el narcotráfico, Gardea escrudriña el carácter hosco de los habitantes del desierto; hombres y mujeres que soportan, estoicos, la aridez de planicies casi infinitas, cobijados por la sombra, demasiado conscientes del lento paso del tiempo. Ahí está el germen no sólo del norte de México sino una aproximación a un país que está a medio camino entre la modernidad y un pasado que aún palpita lejos de las grandes ciudades. Utilizando a Placeres como referencia a veces nombrada a veces sugerida, Gardea plantea el entorno como un personaje más de sus cuentos. En la narrativa tradicional se echa mano de héroes o antihéroes, seres humanos cuyos avatares configuran toda la anécdota. Gardea, al igual que los autores de la Nouveau Roman, entiende que el contexto, la atmósfera, puede ser el personaje principal de una historia y que, a veces, puede decir más que las aventuras de los seres de carne y hueso. Por esta razón el peso de los ambientes, las imágenes que se anclan en la memoria y que permanecen indelebles en el paisaje, funcionan como soterradas explicaciones del mundo, genealogías mínimas que se desgranan en medio del calor ardiente del mediodía. De esta forma Gardea configura sus narraciones sin caer en el relato costumbrista, efectivo para recorrer la superficie de una historia, ubicarse en el mapa, pero que sacrifica la vocación universal de la literatura: ser una interpretación más compleja de ser y estar en el mundo. En lugar de anécdotas perfectamente delineadas tenemos escenarios vivos en donde se refleja la experiencia humana. Si la narrativa de la segunda mitad del siglo XX, usa como punto de partida la novela La región más transparente de Carlos Fuentes, publicada en 1958, para volcarse a lo urbano, Gardea le da la espalda a los edificios, al ruido de autos, al asfalto, y se recluye en los lugares desolados que conoció en Chihuahua y que habitó tratando de captar no sólo las costumbres y el modo de ser del norteño, sino las preguntas trascendentales que capitalizan esa experiencia. ¿Qué hace un hombre bajo un tejado al filo de la tarde? ¿En qué piensa? ¿Qué esconde el diálogo en apariencia intrascendente de dos mujeres en una casa solitaria? El mundo exterior no existe porque la experiencia de los personajes es inmediata: no hay antes ni después, sólo un presente que se sedimenta palabra tras palabra. La pluma de Gardea se hunde tanto en ese ensimismamiento que vuelve sus pasajes atemporales. Las historias, casi evanescentes de sus cuentos y novelas breves, pudieron haber ocurrido hace un instante o en un pasado muy remoto. Antes de que los autores del país buscaran en el norte una clave para interpretar el país, Gardea se sentaba ante la máquina de escribir (decía que el movimiento mecánico, el sonido pesado y definitivo del tecleo, le hacían pensar mejor en las palabras que usaría en su historia) para explicarse a través de los personajes que deambulan por Placeres, que hablan entre ellos con palabras parcas pero que, al mismo tiempo, sondean a través de la poesía un mundo complejo y profundo. Jesús Gardea no se contenta, como los autores del pasado, en desarrollar historias creíbles, anécdotas eficaces que lleven al lector a un puerto seguro y que, desde el inicio, muestren claves desnudas, un juego abierto y libre de incertidumbres. Gardea conoce la tradición, es cierto, pero busca la innovación formal para entregar cuentos que rompan con muchos de los criterios que siguieron, casi al pie de la letra, sus contemporáneos. En los cuentos de sus diversas etapas podemos ver la continuidad de las principales exploraciones que surgieron de la generación de Medio Siglo y la generación de La Onda. También hay una apropiación de discursos que empezaron a intervenir en la literatura del siglo XX: la imagen cinematográfica, la preferencia por lo fragmentario y la creación de personajes que evaden los estereotipos tradicionales para internarse en lo conceptual, lo absurdo y lo ambiguo. En muchas de sus narraciones el juego no parte del intelecto sino de la experiencia sensorial. La apuesta del autor es una escena teatral. Por una parte del camino nos muestra a un personaje cuya biografía es inexistente. Lo seguimos con la sensación de que llegamos a mitad de su historia y por eso sólo nos queda atar cabos o, mejor aún, reconstruir por nuestra cuenta las acciones anteriores, los vericuetos que lo llevaron a estar frente a nosotros. Para hablar de los cuentos de Gardea hay que apuntar la lejanía del autor con la receta donde entran en juego el planteamiento, el nudo, el clímax y un desenlace. Por supuesto, no es el primero que rompe con esa tradición. Desde los textos breves de Julio Torri en De fusilamientos o las brillantes viñetas de Juan José Arreola en Confabulario hay una intención por renovar la narrativa breve, darle otra forma, llevarla a las fronteras de otros géneros. Gardea entiende esa propuesta pero, además, la complementa con una exploración en el lenguaje que, a la par de sus novelas, lo llevó a un discurso cada vez más radical, en el que la trama se diluye entre explosiones verbales y latigazos de palabras. En sus últimas narraciones publicadas (las póstumas El biombo y los frutos del 2002 y Tropa de sombras del 2003) el lector se enfrenta a narraciones donde la textura de las palabras, esculpidas en medio del polvo y de la luz, forma un todo. En medio de la epifanía, de la revelación por encadenar frases imposibles, se mueve una historia que a duras penas se revela. Hay que meterse, con ánimo y sentidos dispuestos, a desentrañar los posibles significados o el mensaje que quiere comunicar el autor aunque, en muchas ocasiones, termine por ganar —como en la poesía— el deslumbre de la imagen, el sonido que reverbera y la sensación de que el milagro está ocurriendo a cada momento. El punto de arranque de la cuentística de Gardea es Los viernes de Lautaro, publicado en 1979. Aquí tenemos uno de los escenarios que frencuenta la narrativa de Gardea: el desierto visto como un espacio desolado en el que convergen no sólo la descripción paisajística sino, también, el vacío de los personajes. Este libro contiene dos cuentos que resumen algunas propuestas que el autor trabajó en obras posteriores. ‘En la caliente boca de la noche’, el primero de ellos, muestra la incertidumbre como un elemento fundamental para crear tensión en la historia. La trama, contada en primera persona, aborda los preparativos que hace un hombre para atender la invitación de un amigo a una reunión. Desde los primeros párrafos el lector entiende que está frente a una mirada particular, un punto de vista que busca crear una sensación, un estado de ánimo, antes que una cadena de acciones claras que desentrañe o desarrolle una anécdota. El hombre, mientras va al ropero en busca de un traje, recuerda la charla con su amigo por teléfono. «Ven, no importa; sal a darle una mordida al mundo, ese pan que no conoces», le dice el anfitrión ante la reticencia del otro a asistir. La expresión, que se mueve en el terreno lírico antes que en el registro coloquial, llama la atención por el artificio retórico y, sobre todo, por el contexto de la historia y de los personajes. En muchos cuentos de Los viernes de Lautaro y, por supuesto, en los volúmenes de cuentos posteriores, Gardea experimenta con los diálogos hasta volverlos parte de un discurso que se integra con la voz del narrador y con las descripciones de objetos, colores y paisajes. A esto se suma el contraste que ocurre cuando las frases, llenas de imaginería verbal, metáforas y demás artilugios retóricos, son dichas por personajes pueblerinos, aparentemente ajenos a ese discurso. Si gran parte de la narrativa mexicana del siglo XX privilegió el oído para capturar el habla coloquial de la provincia, en Gardea hay una obsesión por lo artificial que, sin embargo, sondea muy bien la visión del mundo de los personajes. La provincia, parece decirnos el autor, no tiene por qué reducirse a un realismo en donde lo único que cuenta es la verosimilitud o la comprobación casi antropológica de las expresiones populares. Lo que cuenta es la manera de contemplar el entorno. En ‘La caliente boca de la noche’ el personaje mira las cosas como si las mirara por primera vez y se interna en una atmósfera turbia que se agita, se revuelve para engañar a sus sentidos. Hasta las cosas más inmediatas son vistas a través de un lente surrealista. El armario de donde saca el traje es un «bello mastodonte con las venas a flor de piel» y describe la experiencia de leer un libro como «remaba y sudaba metido en él, como un galeote en su galera». Mientras se dirige a la fiesta recuerda el gusto de su amigo por los insectos. Cada una de las acciones lleva consigo una sensación de extrañeza pero no se muestra algo abiertamente incómodo o que genere un significado absoluto, una sentencia. En lugar de dar más información acerca de su amigo, el protagonista nos cuenta la incomodidad que siente. Cuando cree llegar a su destino descubre que es, en realidad, un espejismo. Entonces comienzan a llegar los insectos en una emboscada casi increíble. El hombre sólo atina a defenderse mientras el final se acerca. ‘En la caliente boca de la noche’ muestra a un autor que gusta dejar preguntas abiertas y que sabe que una atmósfera es suficiente para construir un cuento. ¿El anfitrión lo llevó a una emboscada? ¿Dónde está el personaje? ¿Cuál es el sentido de llevar, casi irremediablemente, al protagonista a su aniquilación? La brevedad del cuento sirve para que la acción se enfoque en los descubrimientos del hombre. No hay oportunidad para crear largas disertaciones o reglas. La única guía es un movimiento inmediato, un camino en que las decisiones deben tomarse casi de forma inconsciente, como respirar o sentir la temperatura del día en la piel. Septiembre y los otros días, el segundo libro de cuentos de Gardea, tiene vínculos muy cercanos con el primero. Incluso, a pesar de su publicación en 1980, parece que el estilo es anterior a Los viernes de Lautaro. Un cuento que se mueve en una zona de mayor sencillez en el lenguaje y que apuesta por la lentitud y la cadencia antes que a la pirotecnia retórica es ‘Ángel de los veranos’. La historia sirve para explicar un prototipo que es frecuente en el autor: personajes solitarios que se enfrentan a la reconstrucción de su memoria a través de la contemplación. En muchos autores contemporáneos o anteriores a Gardea, los cuentos tienen personajes que dialogan con la sociedad, pelean, discuten, sufren y tienen un papel activo en su entorno. En los cuentos de Gardea hay una condición solitaria, de casi total aislamiento. Incluso cuando los personajes dialogan, a pesar de las imágenes con las que tejen sus discursos, hay una especie de retraimiento, de encerrarse en un mundo íntimo que comparte muy poco con el exterior. Por eso los personajes de Gardea reflejan muy bien la visión de la provincia: hombres y mujeres que son hipnotizados por su contexto más inmediato y que se comunican a través de la parquedad. En ‘Ángel de los veranos’ un hombre recuerda las horas pasadas con Nebde, una mujer que lo ha abandonado. El ambiente frío —casi una excepción en los cuentos del autor que están ubicados en pueblos hirviendo en el calor— llena cada uno de los espacios de la casa en la que está el hombre. Mientras recuerda, lleva la cuenta detallada de cada una de las reminiscencias que ha dejado Nebde. En este texto las acciones son contadas con parsimonia y, además, con fluidez. El autor quiere nombrar de la manera más simple y dejar que los escasos diálogos, sumergidos en la memoria del hombre, sean los que tuerzan el lenguaje. No hay gratuidad en cada uno de los pasajes de ‘Ángel de los veranos’, pues para el lector es muy claro que el escritor ha llegado a un pleno convencimiento de cada una de las palabras. Un aspecto interesante de los cuentos de Gardea es que, en apariencia, se mueven dentro del realismo. Las descripciones, los objetos, las relaciones entre los personajes, tienen correspondencia con el mundo real. No existe la intromisión de elementos pertenecientes a la fantasía. Sin embargo, si se mira con atención, hay un sutil juego en el que una zona onírica, una línea difusa y, muchas veces, enigmática se apodera del cuento. Ese tono, por llamarlo de alguna manera, convierte escenarios reales en situaciones que tienen más vínculos con lo difuso y absurdo. Una de las herramientas que ofrece la ficción y que algunos autores olvidan, es la posibilidad de no explicar todo, dejar espacios en blanco para que el lector entre en la historia como un participante activo. La ambigüedad, el cerrar una historia con más preguntas que respuestas, pueden ser ganchos muy efectivos para crear tensión en lo que se cuenta. Gardea explota este recurso de una manera muy sutil: en varios de sus cuentos presenta a personajes que, en apariencia, están en un marco real, sin embargo hay un pequeño desajuste que, poco a poco, lleva a la narración a un perfil extraño y un poco delirante. Un ejemplo claro de esta propuesta es Difícil de atrapar, título publicado en 1995 por Joaquín Mortiz y penúltimo libro de cuentos de Gardea. En cada uno de los textos tenemos cadenas de acciones que, lentamente, se vuelven turbias, casi oscuras. El primero de ellos, ‘Livia y los sueños’, es el más sutil de ellos y el que apela más a un tono sensual. El texto, como tantos otros de Gardea, se regodea en los detalles y en una secuencia en la que cada acto, por ínfimo que sea, tiene una trascendencia vital para todo el engranaje narrativo. La trama, muy simple, es el encuentro entre Santos y Livia. El lector asiste a una especie de combate entre el hombre y la mujer. Los diálogos, engañosamente minimalistas, acentúan una atmósfera cargada de anzuelos sensoriales. No sabemos gran cosa de ambos personajes. La única certeza es la voz que los enuncia. Después de una serie de intercambios que parecen más los versos inacabados de un poema que una plática cotidiana, el narrador en tercera persona se regodea con cada uno de los movimientos de Livia: la forma de mirar la luz, el desplazamiento de los pies desnudos en los mosaicos del piso, el acto de acercarse a una maceta y tocar una planta. Como una especie de intermedio entre el vaivén de palabras, hay un silencio que aprovecha el narrador para profundizar en las emociones de los personajes y dar a entender que, en ese instante, está ocurriendo una epifanía contenida, que sale poco a poco entre las palabras enigmáticas de ella y de él, palabras que nombran las cosas con cierta torpeza o indecisión, como si no estuvieran seguros de su existencia. También, en medio de ese instante que se prolonga demasiado, Santos comienza a acariciar una maceta; Livia no puede dejar de mirar ese movimiento y, por lapsos, siente las manos del otro explorando su cuerpo. Sin embargo, antes de que el deseo tome una dirección más terrenal, el cuento termina. Más allá del velado erotismo que transpira en cada párrafo de la narración, hay un tono fantástico gracias a la indefinición del escenario que nos presenta el autor. La carga descriptiva, la lentitud con que se mueven los personajes, los juegos de luz y sombra que llenan la historia y, por supuesto, los diálogos, son parte de un sueño. Como en el cuento ‘Ojos de perro azul’ de Gabriel García Márquez, en el que dos personas se encuentran en el sueño y, cuando despiertan, se olvidan del otro aunque quede una vaga memoria que los aguijonea en la vigilia, Livia y Santos permanecen atrapados. Si García Márquez es explícito gracias a que los personajes afirman que están dentro de un sueño y que temen romperlo como si éste fuera una burbuja de jabón, en Gardea hay aún más misterio. Podría ser un sueño o podría ser un limbo en el que el tiempo se detiene o, simplemente, no existe. Lo único seguro es que, en esa atmósfera trastornada, casi fuera de foco, los sentidos están abiertos a otros ámbitos, otras realidades. Un cuento del mismo volumen, que se acerca más a un territorio absurdo e, incluso, macabro, es ‘Los visitantes’. En este texto en lugar de sensualidad encontramos una atmósfera opresiva. Un hombre está en una habitación mirando cómo Arévalo, alguien quien suponemos es un compañero de trabajo, teclea enfebrecido en una máquina de escribir. No hay mayor explicación. Lo único que tenemos es la sensación de que algo está a punto de explotar. Cada sonido en la máquina aumenta la temperatura en el ambiente. Todos sudan. El narrador le dice a Arévalo que va a comer y, de repente, se da cuenta de que su compañero ha escrito mucho sin haber puesto una hoja nueva en el rodillo. Parece una especie de álter ego del autor, obsesionado no sólo con la escritura sino con trabajar, una y otra vez, el mismo texto. Ese detalle, absurdo y fantástico al mismo tiempo, se complementa cuando el hombre, después de comer, regresa al cuarto en donde inició la historia. Sube las escaleras con un mal presentimiento. Cuando llega ve que Arévalo está acompañado por cuatro hombres vestidos de traje. Los visitantes lo observan escribir hasta que descubren al recién llegado. «Es él», les dice Árevalo al tiempo que señala al narrador. Al más puro estilo kafkiano añadiendo, por supuesto, una creciente sensación de amenaza, ‘Los visitantes’, parte del último trayecto narrativo de Gardea, nos enseña que la narrativa también nos puede sugerir las zonas oscuras que habitan al ser humano. Siguiendo los pasos de Rulfo, aunque con registros e intereses diferentes, Gardea comprende que la aproximación a la provincia, a través de la literatura, siempre será una reconstrucción tramposa, que la verosimilitud tiene que ver más con el compromiso del autor por ser fiel a su mundo que por una imitación fácil y fallida de la realidad. Por esta razón los diálogos o monólogos de los personajes de Gardea están llenos de imágenes. Otro aspecto que debe ponerse en relieve es el trayecto de Gardea en sus cuentos: contar la misma historia haciendo que cada nuevo texto sea diferente. La narrativa breve, muchas veces relegada y considerada por el público lector como hermana menor de la ficción de largo aliento, tiene en Jesús Gardea a un autor que sabe que las palabras comunican no sólo por su significado sino por su contexto, su cadencia, su ritmo y su color. Si en el mundo actual, enfrascado en un discurso visual que bombardea cada segundo en pantallas, Gardea entiende que el valor de la palabra está en su capacidad para evocar, servir de anzuelo para que el lector pueda, no sólo captar información, sino entretejer sus experiencias y sus sentidos con la historia que está leyendo. El cuento en autores como Gardea o en referentes cercanos en el tiempo como Juan Vicente Melo, entre otros ejemplos destacados, apuesta por fusionarse con la poesía, por eso su necesidad —su obsesión— de nombrar lo inefable, emprender la misión de captar con las palabras aquellas cosas del mundo que escapan, que son etéreas, pero que existen. De esta forma la literatura cumple su verdadero papel y perdura a pesar de modas y veleidades editoriales.
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por MARTA LEDRI
por JAVIER ALCORIZA Después de acabar una relectura de El americano, me revoloteaba por la cabeza la palabra “contexto”. Permítaseme comenzar con una cita a lo Henry James. No creo que debamos omitir lo que implica el revuelo que genera una palabra en una novela del distinguido autor norteamericano. Diría que, como en otras obras suyas, en las numerosísimas páginas que escribió, estamos ante lecciones de un maestro. (2) No creo que deba incomodarnos considerar así a un escritor de ficción. Mortimer Adler señalaba en Cómo leer un libro que entre maestro y discípulo se da una situación de interesante desigualdad. (3) Hablando del genio de Shakespeare, Emerson empleaba la imagen de quien, tras obrar el milagro de su ascensión, había retirado la escalera. Mi impresión es que James lanza numerosos cabos, tal vez no desde el antiguo cielo, sino desde su moderno abismo de «contraminas del arte», si es que, como decía en privado a su amigo Henry Adams, «el abismo tiene fondo». (4) Se pueden señalar aciertos expresivos con los que Henry James ha abierto ventanas en las escenas que ha pintado en El americano, hasta hacernos dudar de si la ventana estaba ahí antes de que la abriera; y subrayaría lo de “expresivos” por tratarse de aciertos llevados, en todo caso, a la superficie del lenguaje. James puede invitarnos, pero no obligarnos a imaginar más de lo que dice. En esto es, en efecto, un consumado artista que ha descubierto un límite (en realidad muchos límites sucesivos) para las escenas y representaciones de sus obras. Así ha cultivado Henry James la elasticidad de la novela, empleando todos los recursos de los que podía valerse para no confinarse en lo típico del género. Y diré algo más de entrada: en ese trabajo de poner a la vista cuanto hacía falta para admirar lo que quería contar, en su manera de “exteriorizar” el tema de sus novelas, lejos de todo modernismo, habría en Henry James un homenaje (que nadie que hable de él se atrevería a calificar de inconsciente) a los clásicos. El autor no pide del lector mayor “cultura” de la que él mismo aporta para apreciar la calidad de su escritura. Ni siquiera le importaría que se adelgazara el trozo de vida que nos ofrece por buscar solo el generalmente más apetecible recorrido emocional de la historia. ¡Tanto peor para quien lo haga!, podría exclamar el autor de El americano, porque nada de lo que configura la obra debería ocupar un segundo lugar para un lector atento. No cultura, por tanto, sino pura atención (Petrarca la llamaba la «salud del alma»), una actitud equivalente a la tensión creativa, sería cuanto el novelista parece esperar de nosotros. Al fin y al cabo, es él quien se ha tomado tantas molestias como vemos por concretar su imaginación. (5) La palabra “contexto”, por volver al principio, tiene un peso específico en un doble sentido: no es una palabra habitual en una novela y, además, está aplicada a la expectativa de un personaje que «no ha leído novelas». Sin embargo, nos traslada directamente al acto de hablar de esta obra: El lugar hacía pensar en un convento con todas las mejoras modernas: un asilo donde la privacidad, a pesar de ser ininterrumpida, quizá no fuera del todo idéntica a la privación, y donde la meditación, aun siendo monótona, quizá fuera de corte alegre. Y sin embargo, sabía que éste no era el caso; sólo que para Newman, ahora, no tenía visos de realidad. Todo era demasiado extraño y demasiado socarrón para ser real; era como una página arrancada de una novela, sin contexto alguno en su experiencia personal. (6) ¿Cuál es el contexto en nuestra experiencia (siendo experiencia otra palabra de gran alcance) para captar el carácter del protagonista? Observamos que el americano produce cierto asombro en todos aquellos que lo tratan (no solo en quienes están directamente implicados en la aventura de su trato con madame de Cintré). La manera de descalificar ese asombro es calificarlo a él, como sabemos, de persona “mercantil”. La descalificación, sin embargo, retrata a quien la profiere, ya que, a esas alturas de la historia, conocemos el potencial de Newman. Más característico es que el propio Newman se detenga sobre esa expresión para juzgar imparcialmente si tiene algo que reprocharse: sigue siendo «un buen tipo agraviado». Porque Newman no es solo una persona que despierta interés, sino alguien que se interesa de manera original por los demás, el movimiento correspondiente a «una especie de anhelo intenso, un deseo de estirarme y de contraerme». Pensemos, en especial, en su amistad con Valentin de Bellegarde o su vínculo con monsieur Nioche. Importan los dos lados de esa personalidad que hacen de Newman el héroe de su novelista. Ahora bien: el héroe de la obra debe más de lo que él mismo parece reconocer a su estirpe (una palabra que puede arrastrar a graves errores). ¿Cuál sería la estirpe del americano? Bastaría con limitarse al momento culminante de su oposición a la familia Bellegarde para identificar (en el capítulo XVIII) los términos apropiados de esa distinción: persuasión y autoridad. Frente a la primera, que es el instrumento que ha servido a los americanos para moldear su estilo de vida, está la indiscutible autoridad del Viejo Mundo, de la mujer que ha llegado al extremo de perpetrar un crimen para imponer su voluntad frente a su esposo y su hija. ¿No es posible oír en esa combinación, sin embargo, una resonancia tardía de las comedias de Molière? ¿Por qué no ha dado pie el desacuerdo entonces a una comedia? ¿Qué ingrediente falta o sobra para que no hayamos de ver a Newman saboreando peligrosamente “cierta dulzura acre y sabrosa” junto a los muros de las carmelitas? En las comedias de Molière no había un desafío frontal a la autoridad. Los personajes jugaban con ella, en especial los criados junto a los hijos, la parte joven de una sociedad estamental. A pesar de su cortesía, Newman no se brinda al juego de la familia Bellegarde, o no ha sido invitado a participar en él: le faltan credenciales que permitan a la familia seguir disfrutando de su reputación en su presencia: algo que se levantaba, no obstante, sobre un «misterio de iniquidad». Cuando Newman decide destruir la «prueba ocular» del crimen de la marquesa, se niega a seguirles el juego, ni siquiera como espectador. No es el amor a madame de Cintré lo que le abre la puerta al final de su desgraciado romance para seguir viviendo, sino la destrucción de su odio a los Bellegarde. No, Newman no se vuelve tan peligroso como pensaba la señora Tristam: es capaz de mejorar, tal como había mostrado al guardar un equilibrio entre la vieja y la nueva Inglaterra, entre el mundano periodista londinense y el clérigo de Massachusetts que visita Europa a expensas de sus feligreses; un equilibrio que guarda por naturaleza, ya que está exento de hacer cálculo alguno al respecto. El punto medio de Newman resulta simbólico sin perder un ápice de espontaneidad moral, entre la amoralidad anglicana y el moralismo puritano. (7) Es el punto de vista que se aplica a sí mismo tras haber regresado a París por «un rayo pálido y evasivo de inspiración», como si fuera a enterrarse vivo en el culto a madame de Cintré, que ya ha consumado su retiro. Con todo, Newman debe romper el hechizo de ese «altar de los muertos». El hombre nuevo que es Newman es una enmienda a la totalidad de la vieja sociedad a la que pertenece madame de Cintré. La novela vendría a demostrar, como en Otelo, la imposibilidad del matrimonio o unión entre estos dos mundos, el del cosmopolita y la «supersutil» parisina, aunque no será porque el americano no lo haya intentado, es decir, no haya intentado que la mujer actúe al margen de los deseos de su familia, de su madre, y se independice. (8) Ese hiato entre el republicano mercantil y la alcurnia de los Bellegarde se habría puesto de manifiesto ya en el terreno histórico y político; faltaba que tomara cuerpo en un dilema como el que nubla la mente de Newman después de su agravio. De Newman sabemos que no tiene un gusto educado para el arte, o que ese gusto no tiene dificultad alguna en trascender el arte para ir en busca de lo que promete la vida misma. Allí donde encuentra a un individuo dispuesto a sobreponerse a su pobreza, el americano no duda en mostrarse espléndido. La riqueza material debe ser, en el mejor caso, un medio para remediar y superar la pobreza espiritual. Ese es un principio al que el protagonista no está dispuesto a renunciar. Las fórmulas de la vieja sociedad europea deben ser examinadas a esa luz. Y lo que la aristocracia francesa no parece entender es que hay un beneficio moral en la prosperidad que no deriva de las obligaciones contraídas ante los progenitores. ¿Qué otra cosa había de significar, sin embargo, el descubrimiento de América para este nuevo Cristóbal Colón? En el Viejo Mundo hay quien, como Valentin de Bellegarde, mira con interés esa aventura americana, y quien, como madeimoselle Nioche, ya es una víctima del cinismo. Tratar con Newman supone asumir que se está en condiciones de ir un poco más allá de sí mismo, siempre que se haya captado que hay algo morboso en conformarse con la propia suerte. De nuevo damos aquí con el tema casi cómico de la enfermedad imaginaria. No habría diferencia, a mi juicio, entre la actitud de Newman y la salud que preconiza Walt Whitman, lo que viene a llamar la «sensación de la salud perfecta» en sus versos. La salud garantiza una percepción generosa del universo en que vivimos, un derecho para todos, que el poeta canta y reconoce, frente al privilegio del que hasta ahora habría disfrutado una minoría. (9) La integridad democrática supone que la parcialidad del privilegio acabe siendo una maldición peor para quien se lo arroga que para quien lo padece. El pensamiento democrático va siempre por delante de los procedimientos políticos, es más revolucionario, por así decirlo, que las revoluciones que ha propiciado. A ese manantial se remontan una y otra vez los americanos que han creído que su país era una tierra «inalcanzada, pero alcanzable»; de ahí brotan las palabras inspiradas de la Declaración de Independencia y de la Constitución, los breves y portentosos textos que generan el verdadero contexto en que se mueve el americano de James, que podría haber salido también de las páginas de Hojas de hierba. Ahora bien, cortar amarras respecto al pasado para dar cabida al presente, a lo que el presente puede pedir de nosotros o nosotros esperar de él, supondría todo un desafío para el arte, cuya fuerza habría provenido del apego a las enseñanzas de los maestros antiguos. Situar a la ficción entre las bellas artes, como James insistía en hacer (con un énfasis que sugiere la resistencia sociológica que se veía obligado a vencer al respecto), puede leerse como un movimiento en esa dirección. La ética de la escritura tenía poco que ver para el «historiador de las conciencias refinadas» con la defensa de una lectura “moral” de las novelas. Cuando James plantea que no hay más reglas que seguir que las que se surgen de la visión que el artista tiene de su tema, adopta un tono de franqueza similar al que emplea Newman en muchos intercambios personales de El americano. Se diría que la alegría por los hallazgos relativos a la responsabilidad de actuar libremente es igual en el ensayista que en su personaje: un mismo ejercicio de serena persuasión, por ser gratamente consciente del esfuerzo que la empresa exige de él, haría realidad como nunca la paradoja en que Oscar Wilde fijaba la posición del crítico como artista. La pregunta siguiente sería si ese esfuerzo individual, esa demostración de confianza, podría contar con una respuesta del público que sacara al artista de la torre de marfil de su “imperturbable” vocación. Nada hace creer que Henry James no concediera el beneficio de la conciencia refinada a todo lector que se enfrentara a una de sus obras. A mi juicio, toda la carga “experimental” que se ha atribuido a la dificultad de su escritura se desvanece si retenemos ese sencillo principio de fe estética y democrática. Ni siquiera el gran maestro que es James osa llegar a lo más recóndito o superficial de ciertos procesos en los que Newman se ve involucrado. Nos gusta imaginar que ese respeto del autor por el personaje tiene algo que ver con la capacidad de Newman (señalada en dos ocasiones en la novela, en los capítulos II y XXVI) para desmovilizar su propósito de venganza; incluso nos gustaría imaginar que el gusto por imaginarlo así es un mérito del artista que se debe a la facilidad con que se desenvuelve en las situaciones en que su héroe da muestras de que el «carácter es superior a la inteligencia»; muestras de lo que vale reaccionar a tiempo ante la tentación de pensar sin tener en cuenta las consecuencias de los propios actos. Sea como fuere, Henry James quiere ser un artista para un público que pueda contar con las ventajas que América ha reportado frente a los más antiguos y encumbrados títulos de la civilización: adoptar un punto de vista que nos revele lo que significa, con palabras de Emerson, «elevar la norma de la vida». (10) En esto radicaría la virtud de esa paradoja que haría al artista americano respetar lo antiguo en términos culturales y apostar por lo moderno en términos constitucionales. Las artes tienen su historia, en efecto, pero el público espera al artista en el terreno de la pura realización. El trabajo de escribir la historia de las conciencias refinadas, por volver sobre la frase de Conrad, no implicaría ahogar un instinto civilizador como el de Henry James, que está presente, aunque modulado por otros medios, en alguien tan “mercantil” como Newman, que «¡jamas había leído una novela!». (11) Si la objeción es que, de este modo, idealizamos América, habrá que alegar que la realidad de América ha servido reiteradamente como un fulcro para renovar o consagrar la fe en sus ideales. El más lúcido apóstol de la idea de América, Emerson (en palabras de James no un secularizador, sino un santificador), habría alertado en Sociedad y soledad, un libro publicado en la década de El americano, sobre la seducción del “americanismo superficial”. La consigna para contrarrestar esa deriva sería la de la hospitalidad, una palabra recurrente en la novela. En Emerson, ser hospitalario significa creer que nada de lo que se ha logrado en la historia puede monopolizarse: los logros de la humanidad serían, por el contrario, contribuciones a la ocasión que se nos brinda para incorporarlos como un estímulo a la experiencia de la vida, que es siempre el terreno más productivo. El alma humana es una “mendiga” insaciable: esa avidez es el síntoma de la salud que celebraba Whitman y de la energía con que Newman recorría todos los lugares de Europa («unas cuatrocientas setenta iglesias») que pudieran enseñarle algo, una actitud con la que Henry James parece retarnos a desmentir que el Viejo Mundo sea el que esté en deuda con el nuevo americano, en contraste con lo que habría apuntado hasta el momento una “refinada” conciencia cultural. Pensemos, por ejemplo, en las alusiones a los cuadros que contempla el protagonista en el Louvre, en la manera desenfadada de “conversar” con ellos u omitir los prejuicios de la admiración. La visita a los monumentos o museos quedaría contenida en la novela como un nuevo capítulo sobre el arte de escribir la historia del arte. Cabe recordar que aquellas obras maestras de la pintura iluminarían la conciencia artística del siglo XIX por un camino más elevado que el de los “mercantiles” americanos: es la época en que el artista se ve en peligro de naufragar socialmente a menos que se oriente por la luz intermitente de esos “faros” que barren la ferviente oscuridad de un poemario como Las flores del mal. Baudelaire nace el mismo año que Walt Whitman y, a pesar del disgusto que la “prosa” de Whitman le causaba a Henry James, su aproximación al arte no resulta por ello más afín a las imprecaciones del poeta francés. Alberto Savinio ha apuntado el vuelco (toda una “revolución copernicana”) que supone la poesía de Baudelaire, la voluntad de bajar a la Musa de su pedestal y mostrarle estampas de nuestra modernidad cotidiana. ¡Tampoco está de más incidir en que Baudelaire, el traductor de Poe, el amigo del parnasiano Gauthier, profundizando la brecha entre lo bello y lo útil, arremetía contra las declaraciones de derechos que no satisfacían su rabiosa individualidad! (12) En este caso parece de nuevo que el poeta se ponga a la defensiva frente a una sociedad ostentosamente “mercantil” (en el extremo opuesto de la melindrosa afectación de los Bellegarde), mientras que el artista americano se presenta como el abanderado de la idea democrática que ha dado forma a su visión del mundo. Sería una vía para desactivar el supuesto elitismo de una escritura tan exquisita como la de James decir que él y Whitman tienen mucho más en común de lo que expresamente los separaba. Y sería ilustrativo indicar en este contexto que las dolencias de Whitman o de James tendrían poco o nada que ver con el spleen o el ennui que padecerían los intelectuales franceses y europeos. (13) El ennui era la enfermedad imaginaria de la que había sido víctima un siglo —como rezaba el verso de Rubén Darío— falto de fe. Se dirá: ¿fe en qué? No se trataría ya de la religión de los antepasados, sino de una lucha por la “voluntad de creer” que ahora ocupa todo el escenario que ha quedado vacío a medida que avanzaba el nuevo orden de los tiempos. ¿De qué otro modo entendemos que Ernest Renan se aproximara de nuevo a la Acrópolis de Atenas para desahogar el pesar de su espíritu huérfano ante el altar de la diosa? (14) ¿Acaso no llama la atención que James recurra a la imagen de un «griego de la antigüedad» (en el capítulo XIII) cuando evoca el sentido de la adoración de Newman por madame de Cintré? Ya sabemos que Newman no está dispuesto a dar cuanto tiene a los pobres, por mucho que el dinero le importara menos que el hecho de ganarlo. Ni cristiano ni pagano, al americano le quedaba la opción de ir más allá de la renuncia a su amor por madame de Cintré y sepultar a los Bellegarde destruyendo la carta que ataba su destino al de sus enemigos. Por mucho que haya sufrido Newman, su autor nos convence de que no podemos imaginarlo como víctima de un “sacrificio”, a pesar del «bello circuito y subterfugio de nuestro pensamiento y nuestro deseo». (15) La fuerza más poderosa que existe ha amenazado con ahogar la vida del americano: escapar a esa amenaza resultaría menos la consecuencia de una actitud heroica que la prolongación de ciertos hábitos cultivados provechosamente desde hacía mucho tiempo. Newman se sobrepone a la desgracia por vías indirectas: piensa en su salud antes que en su felicidad. Este final introduce una leve corrección al subrayado de Conrad sobre la grandeza de la renuncia como base de las grandes novelas que, como templos, contribuyen a nuestra edificación, y se alinea con su conclusión sobre el hecho de que las novelas de Henry James no reportan el descanso que el público espera naturalmente al final de la lectura; (16) se alinea con ella en el sentido de que sea preferible, si lo pensamos bien, ese tipo de descanso que no supone la rendición total de nuestras facultades. En realidad, nadie negará que al final de El americano se nos brinda la posibilidad de descansar: una posibilidad que no será un impedimento para suponer que Newman regresa a América como la forma más elocuente de seguir vivo. (1) Este texto responde a la quinta sesión del seminario sobre Psicología literaria organizado por el CPR y la Biblioteca Regional de Murcia. Cabe mencionar que las sesiones anteriores estuvieron dedicadas a Sófocles, Dante, Shakespeare y Molière. Sobre las dos últimas, pueden verse ‘Bajo un cielo de mármol. Pensamiento sobre Otelo’ (Revista Cultural Turia Judía de Cultura), y ‘La salud de la comedia. Sobre El enfermo imaginario de Molière’ (Pasajes de pensamiento contemporáneo), respectivamente.
(2) The American (El americano) es una de las novelas del volumen Novels 1871-1880, ed. de W. T. Strafford, The Library of America, Nueva York, 1983. Con dieciséis volúmenes, Henry James es el autor más editado de esta serie. Véase una traducción reciente de ‘La lección del maestro’ en Henry James, Los papeles de Aspern y otros relatos sobre escritores, ed. de J. A. Molina Foix, Cátedra, Madrid, 2017. (3) Mortimer Adler, Cómo leer un libro, trad. de C. Acevedo, Claridad, Buenos Aires, 1983, pp. 36-38. (4) Véanse ‘Shakespeare o el poeta’, en Ralph Waldo Emerson, Hombres representativos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Cátedra, Madrid, 2008, y la ‘Carta a Henry Adams’ en Henry James, Hawthorne y otros ensayos de apreciación, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Leserwelt, Murcia, 2000. (5) James habla de la «distribución final de premios» en una novela, «pensiones, maridos, esposas, niños, millones», que se contraponen obviamente a los «experimentos, esfuerzos, descubrimientos, éxitos» de los «intentos de ejecución» en su ensayo sobre ‘El arte de la ficción’. Véase Henry James, La imaginación literaria, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2001, pp. 254-256. (6) Henry James, El americano, trad. de C. Montolío, Debolsillo, Madrid, 2003, cap. XXIV. En realidad, el texto original no habla de «novela», más centrada en los aspectos sociales, sino de «romance». La elección es significativa por el comentario de James años después en el prefacio a El americano: «…lo que he reconocido en El americano, para mi sorpresa y tras muchos años, es que la experiencia aquí representada es la experiencia desconectada y no controlada —no controlada por el sentido general de la “manera en que ocurren las cosas”— que solo el romance encaja en nosotros de manera más o menos exitosa» (Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, ed. de L. Edel, The Library of America, Nueva York, 1984, p. 1065). (7) «La familiaridad de Newman nunca era inoportuna; su conciencia de la igualdad humana no era un gusto agresivo ni una teoría estética, sino algo tan natural y orgánico como un apetito físico que nunca ha sido sometido a un parco racionamiento y que, en consecuencia, no incurre en una avidez desgarbada» (El americano, capítulo XIII). (8) «A super-subtle Venetian» es como califica Yago a Desdémona en Otelo (I, iii); la cita aparece en la celosa advertencia que en el capítulo X le hace a Newman la señora Tristam, la artífice de su romance. Allan Bloom recuerda que «Desdémona es como su nombre la describe, supersticiosa… Otelo era una creación de su mente… existía solo en la mente de Venecia» (Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, pp. 59-60). Cuando madame de Cintré le revela a Newman la decisión que ha tomado, el americano le espeta que sus sentimientos «son supersticiones». (9) Véanse, por ejemplo, las primeras secciones del Canto de mí mismo en Walt Whitman, Hojas de hierba, trad. de F. Alexander, Mayol Pujol, Barcelona, 1980, pp. 113-118: «A los treinta y siete años, con la salud perfecta, empiezo, / Y espero no cesar hasta la muerte». Cf. con este párrafo representativo en el capítulo V de El americano: «Consideraba que Europa estaba hecha para él y no él para Europa. Había dicho que quería cultivarse, pero habría sentido cierta turbación, incluso cierta vergüenza —aunque posiblemente falsa—, de haberse sorprendido a sí mismo estudiándose intelectualmente ante el espejo. Ni a este ni a ningún otro respecto poseía Newman un elevado sentido de la responsabilidad; su principal convicción era que la vida de un hombre tenía que ser fácil, y que él tenía que ser capaz de reducir el privilegio a algo natural». (10) Para las citas anteriores, véanse las obras de Ralph Waldo Emerson, Naturaleza y otros escritos de juventud, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Biblioteca Nueva, Madrid, p. 102, y Sociedad y soledad, trad. de R. Narbón y J. Alcoriza, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2019, p. 52. (11) Véase El americano, capítulo III. Ruth Bernard Yeazell apunta bien que la novela de James se caracteriza (usando las palabras del autor) por unir «el instinto más fuerte por lo humano» y «la reacción más vívida ante lo literal». Véase su ensayo sobre ‘Henry James’ en Emory Elliot (ed.), Historia de la literatura norteamericana, trad. de M. Coy, Cátedra, Madrid, 1991, p. 618. (12) Véanse Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia, trad. de J. Pardo, Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 73-76, y Charles Baudelaire, Escritos sobre literatura, trad. de C. Pujol, Bruguera, Barcelona, 1984, p. 223. Cf. la poética de Baudelaire con el capítulo ‘Arte’ en Sociedad y soledad de Emerson. (13) Cf. con la siguiente cita de James en ‘Henry James as a Characteristic American’, de Marianne Moore, en Morton Dauwen Zabel (ed.), Literary Opinion in America, Harper & Row, Nueva York y Evanston, 1962, vol. II, p. 400: «Seguramente éramos todos gentiles y generosos juntos, flotando en tal orden social limpio y ligero, dulcemente a prueba contra el ennui». (Puede verse el jamesiano poema de Moore ‘La mente es una cosa encantada’ en la sección de traducciones de El coloquio de los perros). (14) He relacionado el texto de Renan con el binomio conceptual de Atenas y Jerusalén en el § 15 de mi libro Educar la mirada. Lecciones sobre la historia del pensamiento, Psylicom, Valencia, 2012. (15) Véase su ajuste de cuentas con El americano en el prefacio escrito treinta años después de la publicación de la novela, en Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, p. 1063. (16) Joseph Conrad, Notas de vida y letras, trad. de C. Sánchez Rodrigo, Ediciones B, Barcelona, 1987, p. 32. por MARTA LADRI El Día del Idioma se celebra el 23 de abril teniendo en cuenta la fecha de fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra (Madrid, 23 de abril de 1616), el autor de la novela El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, considerada como la mejor obra escrita en lengua castellana. Entender la genial novela y los diez años que separan la primera parte publicada en 1605 de la segunda parte, que apareció un año antes de la muerte del autor (1615), sería adentrarnos en el biografismo y en el contexto social que rodeó a las circunstancias de producción y los visibles cambios no solo formales sino también de contenido, sobre todo en la naturaleza del protagonista que refleja la novela. Esto desviaría la atención del presente artículo. Tan vasta es la obra que, como un rizoma o madriguera, abre infinitas entradas para su abordaje y deconstrucción. Es documento de una época, el ideal imperialista de España en declive se refleja en todos los detalles: la pobreza, la decepción de la hidalguía, los ducados sin corte; es crítica literaria, donde de manera inquisitorial se condena la mala literatura al fuego eterno; es dentro de intertextualidad una autotextualidad, ya que el autor se incluye como autor de La Galatea y queda a salvo de las llamas de la biblioteca endemoniada de Alonso Quijano; es reflejo paródico de una épica que devino en melindrosa epopeya; y sobre todas las cosas es un símbolo universal que ha inspirado a críticas hispanas y extranjeras. Pero ante todo es un producto lingüístico donde el autor elige una serie de narradores que desde diferentes perspectivas dejan oír su voz y ceden con consideración espacio para las voces de sus personajes. Es una novela dialógica que se adelanta a la aparición del género novelístico y da cuenta de las múltiples técnicas narratológicas que un autor puede instrumentar a la hora de escribir una novela. El narrador —luego sabremos que antes ha sido lector de una novela traducida del árabe al castellano, artificio inusual para la época y casi un recurso de lo neofantástico— se presenta en la segunda línea textualizado: «De cuyo nombre no quiero acordarme». Abre así la historia. Según Jorge Luis Borges, es el mejor inicio de toda obra narrativa que se haya escrito. Luego se alejará y mantendrá una distancia que rozará la omnisciencia o se acercará a testigo de los hechos. Focalizará en permanente movimiento. Irá en andas en Rocinante... Importa aquí resaltar que ese universo ficcional alberga alrededor de setecientos personajes que hablan, que dejan sus enunciados y visión de mundo en la novela y que cada uno, según sus etiquetas y atributos, funciones, roles, niveles de actancias, habla de acuerdo a lo que es. En otras palabras: el rústico habla como un rústico, el pastor como pastor, los cabreros como cabreros, los venteros como venteros, las prostitutas como mujeres del partido, los galeotes como presos, los burgueses como clase emergente de la época, la alta nobleza como corresponde a su posición estamental y el personaje, alienado en un mundo creado a partir de sus lecturas como un caballero de la epopeya degradada que se leía en época del autor. Lo extraordinario es que también, cuando recobra la sensatez, habla en un registro coloquial correcto y puede también mostrar que posee competencias para emitir expresiones familiares y correctas. Tan importante es el intercambio verbal entre los personajes que el plan inicial del autor se cambia a pocos capítulos del comienzo y lo regresa —apaleado como será en todas sus llegadas a La Mancha— después de una breve salida para que busque un compañero de camino. Lo salva del monólogo. Irrumpe Sancho Panza, «un labrador vecino suyo, hombre de bien... pero de muy poca sal en la mollera» (libro I, Cap. VII, 1605). Sancho, el más pobre de los pobres. El que vive de prestado en la poca hacienda que le ha quedado al hidalgo, el que tiene un gran tesoro: su familia y un rucio al que ama porque es, además, su única pertenencia. Cree en la promesa de una “ínsula”, término latino que no comprende pero que su sentido común le hace vislumbrar tras este latinismo una buena ocasión para salir del hambre, y entonces una mañana antes del sol, escapan «por la puerta falsa de un corral». Allí van, el maestro y el discípulo, caballero y escudero, a cielo abierto, por tierras sin arar debido al deshumano capitalismo que ha hundido a España en la más terrible de las miserias, van... El camino será tránsito y albergue, umbrales que cruzarán e inesperados encuentros —algunos pacíficos, otros belicosos— donde las acciones se mezclarán con las palabras. Son las palabras lo que hacen de El Quijote la mejor novela. La estructura es la de la novela de caballería, el tratamiento del tiempo es lineal, pero es a partir del dictus (lo dicho) que se logra la parodia, el destronamiento de un género, la subversión a una forma de escribir canonizada y obsoleta, la contracultura, la antinovela, como siglos después será Rayuela. Es la palabra leída la que transformó al hidalgo y lo sacó de su melancolía y es la palabra viva y articulada la que hará de Sancho un campo fértil cuando al comienzo era terrón reseco y materialista. Sancho no sabe leer pero escucha a su señor. En este recorrido Sancho aprenderá que es de mala educación decir regoldar y que debe decir eructar: Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de eructar delante de nadie. —Eso de eructar no entiendo —dijo Sancho. Y don Quijote le dijo: —Eructar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy significativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice eructar, y a los regüeldos, erutaciones, y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso. (Cap. XLIII, II parte) Una verdadera lección de sociolingüística, un adelanto a la Pragmática, un acierto que pocos valoran dentro de esta novela: la concepción de la lengua como algo vivo y en permanente evolución. De esta manera, será la lengua la que reflejará el cambio de naturaleza de Sancho. Mirad, Sancho —replicó Teresa—, después que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda. (Cap. V, II p., 1615) La rústica «oíslo», arcaísmo o palabra caída, es desuso equivalente a esposa que ya no entiende a su marido. Porque la lengua es manifestación del logos y el pensamiento del cuidador de cerdos ha cambiado en contacto con un mundo fabuloso. La artificiosidad en que había caído la narrativa del siglo XVII siguiendo el paradigma de Amadís de Gaula, la mejor novela de caballería de todos los tiempos, según declara el protagonista, se refleja en el propio personaje cuando se enfrenta en los capítulos de aventuras a aquellos seres monstruosos que él debe derrotar para «enderezar entuertos». Consustanciado con el valiente rol, con la lanza en el ristre, dice: --Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. (Cap. VIII, I. p. 1605) En el encuentro con los galeotes, gente de mal vivir condenada a servir en las galeras del rey, el noble corazón del caballero no puede soportar que se encadene a sus semejantes. Por algo ha sido llamado “Paladín de la libertad”. Interesante jerga de prisión, lo que hoy denominamos tumberos y que el autor seguramente aprendió en la cárcel de Valladolid nos pone ante una de las tantas variedades lingüísticas de esta insuperable obra. Este, señor, va por canario, digo que por músico y cantor. ¿Pues cómo? repitió Don Quijote. ¿Por músicos y cantores van también a galeras? Sí, señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Antes he oído decir, dijo Don Quijote, que quien canta sus males espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida. No lo entiendo, dijo Don Quijote. Mas uno de los guardas, le dijo: Señor caballero, cantar en el ansia, se dice entre esta gente non sancta confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras amén de doscientos azotes que ya llevaba en las espaldas (…). (Cap. XXII, I P, 1605) Pero es en el género epistolar de asunto amoroso donde un vocabulario libresco toma rienda suelta y se despliega. Carta que no llegará al Toboso, ya que su destinataria no existe, carta jamás leída por la amada ideal y decodificada por todos los lectores de esta novela. Carta enternecedora que le valió otro epíteto: “El caballero de la triste figura”.ç Soberana y alta señora: El herido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de socorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte, El caballero de la triste figura (Cap. XXV, IP. 1605) Fermosura, afincamiento, cuita y otras expresiones propias de la poesía del Siglo de Oro son incorporadas en esta carta.
Porque Don Quijote es un amante de las palabras y esto se ve en el cap. I P.I, cuando decide armarse caballero y renombra todas las cosas que lo acompañarán en su nuevo modo de vida. Los nombres deben ser «músicos y peregrinos y significativos» (el plural es mío). En los nombres están las cosas rebautizadas, sin pecados, nuevas. Una ficción que él creó para sobrevivir. Quijano: Quijote; Aldonza: Dulcinea; su rocín: Rocinante. Al momento de morir, cuando el caballero andante ha quedado atrapado o dentro de la celada del sueño del enfermo y despierta el antiguo Alonso Quijano, el bueno, se despide de sus amigos con un refrán. —Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaños. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Antaño y hogaño, dos adverbios de tiempo, una antítesis. Ayer y hoy. El último es hoy un arcaísmo y en este dístico se resume la decepción del hidalgo. La realidad tanto lo golpeó que lo regresa a su cama para morir. Ha triunfado el hoy. Eso cree el lúcido y agónico hidalgo, pero desde hace más de 400 años la locura de Don Quijote que coaguló en sustantivos abstractos como quijotada o en verbos reflexivos como quijotizarse está viva. Los nidos de antaño están tibios para el que quiera incubar cualquier locura que salve al mundo de tanta cordura letal. por DIEGO L. GARCÍA Vivir en perpleja vida, ya esperando, ya temiendo, es muerte muy conocida... Glosa de don Lorenzo (El Quijote, segunda parte) ESCRITURA DE DESBORDE Los cuatro poemarios publicados hasta el momento (2016-2020) por Francisco Layna Ranz conforman una secuencia orgánica. Nuestra lectura seguirá un procedimiento de glosa, inmiscusión en la trama a través de incursiones bárbaras y transversales que más que aclarar buscará abrir preguntas. El poeta Maurizio Medo ha señalado que se trata «de un autor surgido sin ninguna credencial de generación» (1) y eso nos pone en un doble desafío: no podemos simplificarlo con características ya prediseñadas, y al mismo tiempo su proyección de actualidad “disloca” los parámetros habituales de las lecturas contemporáneas. Nos infiltraremos por los márgenes en sus textos, previniendo al lector de que este recorrido no agota de ninguna manera las experiencias posibles ante la obra de FLR. NOTAS SOBRE Y UNA SOSPECHA, UN DEDO (Amargord, 2016) Pisas las tumbas porque hay que avanzar, al menos regresar, no vaya a suceder que cierren y te enclaustres, te enclaustres y no encuentres los garbanzos del cuento, el hilo, la añagaza contra el Centauro, el tallo umbilical para regresar al reino en el que se respira. La madre, la guerra, la boca, los Textos, los números (los Números) son los surcos de un territorio. Es la figura total, el laberinto del Cosmos de Layna Ranz. Solo visible desde arriba, con alas de Ícaro, el lector sabrá caer y soportar la cercanía del fulgor. Soportar no haber alcanzado, felizmente, esa palabra-señuelo. Seguir en la indeterminación de otros pasadizos, cada vez más internos, cada vez más espiralados hacia lo propio. Porque lo que pone en entredicho este libro es justamente la existencia de algo propio. Avanzar/regresar, movimientos que hacen al recorrido de la palabra poética. La llegada es ese mismo trayecto en modo Sísifo, pero al mismo tiempo es ese trayecto el que posibilita una reconstrucción del sujeto (de los sujetos) (2). Regresar al reino y al cuento. El reino del cuento. El Cuento que aúna a esta escritura. El Cuento que despierta la sospecha (el título parte de una cita de Emily Dickinson): Y una sospecha, como un Dedo / toca mi Frente... Esas mayúsculas de Dickinson también resuenan en la poesía de FLR, también conquistan el espacio de lo cotidiano con un plus ultra. La sospecha de que la materia, y la frente y los pensamientos de la frente y los sueños de la frente, no terminan en sus límites perceptibles. Así también la muerte. Dickinson y la pérdida de algo que no se explica. La pérdida de la explicación, de la posibilidad de que algo sea explicado. El Cuento como respuesta (a lo largo de todos los libros de FLR hay una construcción de fábula sintetizada en una descomposición de elementos básicos: peripecia, personajes, ambiente maravilloso, suspenso). Como si cada conjunto de versos, cada porción apretada, fragmentada, tuviera también un reverso evidente, el reino es el Reino opuesto al de los Cielos. Y a su vez es el Paraíso, perdido pero recobrado. Vuelto a inventar. Un poco será éste el asunto de todos los libros de FLR: reinventar un Paraíso que tiene tantos pliegues como capas de forjado una palabra. Hablábamos de Sísifo: los sujetos suben y descienden del lenguaje posible, tal vez nunca definitivo pero sí real (el real significado que toma en el citado artículo Maurizio Medo). La idea del retorno, un cordón umbilical de ida y vuelta por la colina, es también el proceso de esta escritura ensayística: desarmar la experiencia, escribir/se para plegar ambos Reinos y finalmente dejar plasmada esa contradicción. El desborde del poema clausurado. Pisar las tumbas. Hacer que el Centauro fracase en su asistencia, que el poema no cruce el río Eveno, que Deyanira no crea en palabras venenosas. Dijimos que el mito, entre otros factores, tensiona la definición del poema en esta era; lo que se escurre en este caso es la lectura referencial neoclásica (refritada luego en diversas neo-generaciones). El Centauro bien puede ser Quirón herido por un error de Heracles, o alguno de los vigías de Dante en la orilla del Flegetonte (canto XIV). Asimismo, y aquí radica la fuga de ese verso, puede ser nada más y nada menos que una resonancia de la infancia, un vocablo relacionado a los relatos de la memoria. Entonces lo perdido (retomando a Dickinson) deviene textura, una superficie de elementos entrelazados que solo significan en el conjunto rizomático (3). Las mitologías de la infancia volverán a aparecer en el libro de FLR. Veamos cómo en otro poema, ‘Hasta que despierten voces humanas’, se continúa el pliegue: Hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos / decía la canción de amor. / Reconocimiento: ya no leo, releo. / Pierre Michon (¿y van cuántas?). Las mitologías / y el emperador. / De aquí paso a Gil Vicente, y de aquí a Emily Dickinson. / Su poesía es desde todos los ángulos una mano / tendida. Llego al Paraíso de Milton... / ¿Sí, papá? ¿Qué has comido hoy? No te preocupes, / mañana me acerco. El reconocimiento es una de las claves de este asunto. Es un doble juego autor-lector que se sintetiza en ese estado de indeterminación textual: la acotación interferida, el comentario, el desplazamiento de una composición en tiempo real. El lector participa de algo que no está cerrado, que no aparece ex nihilo como discurso del Arte, como discurso de un saber. Otros Paraísos posibles, Milton, Dickinson, los emperadores y el padre. En este libro, la poesía de FLR no se trata solo de un regreso a las percepciones de la infancia sino de un regreso a las sensaciones de la escritura misma. El discurrir mental se plasma porque se quiere retener esa experiencia. Una experiencia de lenguaje, antes que de síntomas. Una experiencia que encuentra al poema como un artefacto en construcción. NOTAS SOBRE ESPÍRITU, HUESO ANIMAL (RIL, 2017) Cuando el lenguaje tiene certezas, lo que se construye es una pintura que explica en un parpadeo las representaciones; esto es una mosca, aquello una manzana... Y el ojo no puede moverse demasiado, no necesita hacerlo. Se trata de un arte que argumenta acerca de un yo-creador. No sólo se asiste a su Obra sino al juicio por su expulsión de lo real. Quizá por eso FLR escribe: «Yo tengo por obligación que respirar con los brazos abiertos». El imaginario bíblico es parte de la lectura que el poeta hace de la existencia. Todo aquello que resiste a un nombre puede ser leído. Es decir, escrito por la poesía. No se trata de una mera postura intelectual (de aquel que puede leer) sino de comunicación con el entorno: lo Otro es parte de una misma música encadenada. Ejecutar la audición de esa melodía es para el sujeto de este libro un signo de reparación: Reconocerse en lo nombrado no tiene ningún mérito, / pero alivia y a menudo explica. Lo humano se presenta como otro aspecto de esta escritura. No es un drone sobrevolando una escena sino la carne de una voz la que se expone. Hay una densidad del sujeto que, a modo de eclipse, se proyecta en el pronombre; por “sujeto” pensamos en la ruptura barthesiana del binomio sujeto/objeto y en aquello que el crítico detecta en medio de. De ese modo, podríamos decir que en la poesía de FLR hay un desplazamiento de retorno hacia el “sujeto” en tanto corrimiento de un objetivismo. El matiz de la elección escritural se fundamenta aquí en el reconocimiento de sí mismo como posibilidad de autoficción. Vemos en la siguiente cita cómo la lectura y la consecuencia del yo se entrelazan en la figura de autor: En el edén lo importante fue la desobediencia, no su / naturaleza original. / Quiero en consecuencia que mi poema descuide el rumbo, / igual que una centella poco antes de la noche. “mi poema” es no sólo esto (la lectura pública) sino una zona de vida, religiosa en su etimología. Lo textual es un artificio mientras haya un trasfondo. Mientras ese trasfondo tenga una jerarquía metafísica. En esa misma dirección, es pensado el lenguaje. Prescindiendo del cuerpo real (no del cuerpo leído, ese cuerpo sacralizado), la palabra radica en un más allá y se vuelve a la vez que indestructible, inalcanzable: Habrá, pues, que buscar en aquel / sotobosque un remedio para después de la extinción. / Estaremos solos, pero todavía habrá palabras. La construcción de un punto de retorno, ese hueso primigenio, pre-humano, esencial es, entre otros, uno de los objetivos de esta poesía. Aunque construido desde el origen, el sujeto parece necesitar decirlo, hacerlo evidente. No como un gesto evangelizador, sino como quien se cuenta a sí mismo su propia historia. Georg Gadamer habla del poema como un «diálogo infinito del alma consigo misma» (a propósito de la poesía de Ernst Meister), recuperando una tradición que él mismo llama “lírica” para no perder de vista el aspecto órfico del asunto. ¿Qué implicancias tendría el Espíritu si no consideráramos esta concepción del Arte? Aquel verso que citábamos en un comienzo responde a esta pregunta: Arte y Vida son gestos de una misma Obligación. Respirar y hacer del yo una ofrenda a las aguas cantoras del mito. Cito una estrofa de Meister que, casualmente o no, dialoga con la búsqueda de nuestro poeta: «Totalmente apartado / del bosque y del deseo, / ¿qué le preocupa al animal / que tiene el espíritu / como cornamenta doble?». Una definición de lo humano, o una búsqueda infinita de esa definición. Así la poesía de FLR nos interpela todavía en este siglo mecánico sobre las identidades que olvidamos un día entre el bosque superficial. NOTAS SOBRE TIERRA IMPAR (RIL, 2018) Hoy hemos comido miel de hiedra, untada sobre pan negro. El humo era dulzón, parecía cegar a los que huían. Teníamos en las manos la tajadura que nunca supimos explicar. Dos, tres veranos después surgió el recuerdo de la miel primitiva. Lo hicimos en torno a una canción y a una cosecha. También de esa época nuestro primer cementerio. Ahí empezó, inevitable, la historia de los muertos. (‘El descubrimiento de la miel’) La historia de los muertos se cuenta en una lengua impar. No es que la palabra intente ocupar el espacio de los cuerpos sino que se reconoce en lo incompleto como un susurro, un tanteo, una aproximación; a eso podemos llamarlo símbolo. Y el recorrido del símbolo siempre es una espiral donde conviven tanto la tradición esotérica como aquello inesperado que a veces definimos como lo-poético: “miel de hiedra”, el “verano”, “una canción”, “una cosecha”, el “cementerio”, una cadena con rastros míticos en dirección a una gran incertidumbre que la poesía de FLR resignifica en el código de sus espacios a veces oníricos, a veces bucólicos, a veces interiores. Espacios en los que puede desarrollar su plan: inscribirse en la ausencia y extraer lo que allí acontece. Él era un bosque con sus pupilas inyectadas en resina y en hielo de porcelana. No cabían más imágenes en su edad, eso pensaba. (‘Gigante que sueña’) El gigante que sueña reaparece a lo largo del libro, ligado conceptualmente a la búsqueda: «buscar sentido siempre es labor posterior». Las ideas de nada, de vacío, de ausencia llevan a un agotamiento de lo real; “resina”, “hielo”, “porcelana”, materiales para reconstruir una existencia que en torno al lenguaje resulta no solo posible sino sanadora de las heridas del absurdo. «Nunca sabré la razón de la escritura. Todo sucede al / mismo tiempo, en eso consiste». Así el sujeto poético irrumpe en la ubicación de su relato hacia la idea del desconocimiento que conlleva, y refuerza, la posibilidad de que algo persista en acción de todos modos. Ese estado refleja una manera de la conciencia escritural nada menos que como una conciencia gratuita del vivir. Resulta sustancial indagar desde esta postura en las preguntas tradicionales que recorren el hecho poético (o artístico en su sentido amplio). Desde allí es que debemos leer esta obra. Los seres y sus contornos dejan tras de sí una estela de nombres. Me apropio de ellos con tan solo observarlos. Soy todo un ladrón de experiencias: eso creo. (‘Nadie en algún sitio’) No sé lo que es el regreso. Tampoco sé si yo soy cierto, si soy verdadero. Siempre que abro una maleta me llega una voz que reconozco. Eso es ahora la vida: reconocer. Tantear en las respiraciones, buscar en ellas, rastrear el pacto. Algún indicio de que aún existe lo que dejó de existir. (‘Prólogo para Fabio’) El reconocer a pesar del no saber (4). Una forma del poema para aproximarse al sentido. Un tanteo «en las respiraciones», ritmo y distancia entre la vida y «lo que dejó de existir». El indicio de algo nombrable, esa fina línea por donde transita el poema; parece no haber espacio para la soberbia plenitud de las voces, ¿qué pueden decir quienes avanzan aturdidos en las cintas de la materia? El pacto apunta a un espacio menos aprehensible. Dirá en otro poema: «Lo nombrado solo queda en mi respiración». El libro sigue en tramos impares, los números divinos según los antiguos, conformando una secuencia que desarma las leyes del tiempo: Nos dijeron: el pasado es una probabilidad. El infinito es / anterior, nos dicen los caídos. La arena es un ejemplo / de lo eterno. Ni la duración ni la edad, ni siquiera la / mueca o el acento. / Luego discutimos, como solíamos, el matiz y el significado. / Lo nombrado solo queda en mi respiración, no distinto / de cualquier ruido, aunque sea el último torzal del / estallido. (‘Nueve’). En el sueño de los gigantes caben todas las probabilidades y todas las caídas. La escritura del poema respira y se aproxima a ese infinito nuclear, donde las palabras algunas vez habitaron. No sé si Layna Ranz lo asimila a un Dios o a la respiración de sus ausencias. Lo único claro es que el estallido de lo material permite que por fuera de su ley se gesten otros lenguajes. Si reconocer la voz implica una traducción del inframundo, habrá que salir sin voltear hacia las presencias que nos siguen, sin pretender confirmaciones ni recompensas más que la fugaz percepción de una dirección. NOTAS SOBRE ORACIÓN EN 17 AÑOS (RIL, 2020) No hay nada para fotografiar, no esta vez. Se comparte un túnel de apropiaciones y links que no ahondan desde un saber (esa forma tan horrible de encarar la lectura como sacerdocio) sino desde una operación balbuceante, siempre en vilo de ser despojo. Algunos elementos iniciales: epígrafes que se pliegan en voces y subrogaciones ficcionadas; una textura que abarca hasta las puntadas de los silencios; ritmos desde el largo respirar del mito hasta el cántico plebeyo de la picardía, en compases menores y afilados («El espejo se enrama de zarzas / porque Oración quiere / nuevas papilas / en su hendidura»); un yo que desaparece en la metáfora como si el lenguaje lo devorara ni bien intenta anclar en algún tipo de comentario («Yo me pongo a escribir este pliego, miro por la ventana y / veo dos liebres que se devoran de mutuo acuerdo»). Con esos materiales el autor libera su poética hacia zonas nuevas. Pero Oración no es un libro náufrago, hay ya varias placas encastradas en el territorio de esta escritura, relieves diversos que demandan leerse como conjunto; el pueblo de esta voz ha sabido calar en las tradiciones y al mismo tiempo combatir sus propios gólems. Dos liebres se devoran y el cero de lo mirado restablece la posibilidad de un verso más y otro. Veamos algunos recortes: a) En este pasillo de la ciudad una brisa baja tontea con el / olor a vainilla. Cumplo 60 años y todos caminan al / lugar donde mi voto es asunto de paleógrafos. // Nadie delante de las vías del tren. b) De joven yo acariciaba la temperatura. De joven, la saliva / convertía en pulpa de bajamar mis dedos. Debo decir / que era cuestión de confianza cualquier disidencia en la boca. // Fumaba despacio porque le gustaban los martes y los / miércoles. Luego lloraba el resto de la semana y reía / con las piernas en búsqueda del cielo. c) Rilke se abre de piernas y sonríe. / Salomé tose sangre y se lava en la fuente sucia / (véase cómo sujeta al mismo tiempo los penes de Nietzsche / y Paul Rée). La edad de las Edades: para la astrología china, cumplir 60 años es signo de unidad simbólica al multiplicar las 12 criaturas del zodíaco por los 5 elementos naturales; un ciclo completo, un arco renovador. En varios textos, partiendo desde el título, se hace referencia al número vital (en otros, por ejemplo, el juego será con los números fenicios). La poesía de esta Oración incluye plegarias anteriores como Tierra impar y los trajines de Fabio Bondarino Silo (personaje que acompaña al autor desde largo tiempo) para emprender un segmento deslizante en lo instantáneo que va de 0 a 60 en menos de un parpadeo. Envejecer, releerse, reescribirse. No hay recta sino espiral: «Continuar es tarea pendiente. No tiene mayor mérito», o como señala en otro: «Yo tampoco quiero ser la letra final de una palabra». «17 años después» pero también «Después de 17 heterónimos del mar», nunca el final sino un pozo cavado en la palabra presente. ¿Qué es la palabra presente? Es la distancia mínima entre el signo y su producción, entre el trazo y su necesidad, como performance que evade el a posteriori de la ley; es esa la lógica empleada para recorrer el territorio propio en este caso. Hablábamos de un continente Layna Ranz iniciado en su escritura pretérita (o en la pretérita glosa de sus lecturas) que se monta sobre el mar de lo inmediato. Una escritura que traduce el flujo de pensamiento a modo de red para materializar algo, algo que es en esencia acontecimiento, acción; y el devenir de los materiales en otro algo, en un objeto desplazado, impuro, irreconocible (tal vez la peor característica para el ansioso consumidor de crucigramas “literarios”). Aparecen imágenes evocadas de manera oblicua como las de Yoshiharu Tsuge, autor de mangas y otros géneros, en cuya obra se recorre el margen de una condena similar a la del(los) sujeto(s) de FLR: una zona de exclusión a la felicidad entendida como mercancía, como práctica de confort. El dolor atraviesa el pulso de este libro, pero más que exponerlo lo retuerce y lo devuelve. «Continuar es tarea pendiente. No tiene mayor mérito», dice uno de los versos. Lo pendiente es un concepto fundamental en esta poesía. Retomando algunos hilos, un epígrafe de la primera serie («El anterior propietario de este cuerpo») deja pendiente la revelación de su autora, Jennifer Ackerman. La define como Bestseller del New York Times y cita el libro The Genius of Birds para plantear un vínculo entre pensamiento, sexo, alimento, violencia y supervivencia; en síntesis, la idea del pájaro-humano que se plasma en los poemas como un símbolo de fuga: Recurso de alzada: en mi cumpleaños los pájaros simulan / ser nieve. De este modo se entenderán bien mis / palabras. La fuga es del sentido, entendido como una unidad comunicativa. El modo en que se configura esta poesía es justamente el de los pájaros [que] simulan ser nieve, que abandonan sus cuerpos (incluso sus cuerpos autorales). El sujeto es deshabitado y queda como una casa vacía en la intimidad de un eco fracturado de lo estrictamente humano: es acaso una forma de concebir la poesía, como una lengua a medias entre pájaro y hombre, entre ser recipiente de vivencias y ser nieve / lo pendiente / ex propietario de la palabra satisfactoria. Este ser que ha rescindido el contrato con su cuerpo ya no es parte de la comunicación continua de la sociedad. Ello no significa que se trate de la voz de un ermitaño, sino que esta nueva expresión homeless ya no acata regla alguna (por ello debe volverse producto en la inmediatez), ya no espera del otro un reintegro por contrato de sentido. John Burnside (escritor escocés) se entrecruza con Walter Ruttmann (director alemán), Cicerón (escritor romano) con Mary Ruefle (poeta y ensayista estadounidense), Euclides (matemático griego) con Lope de Vega (poeta español)... Son algunos de los encuentros que hacen al coro de esta Oración, que colman ese espacio deshabitado del que hablábamos: el yo se desplaza y da paso a Las Lecturas, es decir a todo un bagaje que trasciende el orden histórico-académico y que dinamiza el simulacro de la nieve. No hay nadie en la playa, ¿es un murmullo de pájaros o una voz que reza en un idioma extraño? Los únicos testigos son los fantasmas de la letra pasada, de las imágenes ex-habitadas. Huellas que regresan al cuerpo anterior. La poesía de FLR ha encontrado en su cumbre una forma para nombrar el blanco de la existencia. Como el sujeto mismo dice: «Blanco se llamaba este poema (...) / Blanco porque quiero nombrar lo que no sé». NUNCA NIEVA DONDE SE GRITA El primer poema de Y una sospecha, un dedo comienza así: «Nunca nieva donde se grita. / Tampoco había apremio cuando mi madre abría la acetona. / Subida la falda para que el sol diera color allí / donde las várices marcaban el lugar del tesoro». El olor de la acetona volverá a aparecer en Oración, así como la madre y la nieve. Son los símbolos desbordados pero también es la experiencia humana y la experiencia del lenguaje. Toda esta aventura que comienza con una cita de Emily Dickinson atraviesa la nieve de muchas voces y muchas irrupciones vitales. La fuga, el pájaro-humano, Ícaro balbuceante y el blanco del no saber como destino. Ítaca que se corre y el mar que empuja las palabras. En su derecho de contradicción, parafraseando la cita inicial de Daniel Freidemberg, la poesía trabaja, juega, se mueve, se corre del lugar de blanco fijo. Se desplaza subterráneamente con respecto a las leyes del buen-decir de turno. Esta estética subterránea desecha la idea de frontera en todas sus acepciones. Es en ese sentido que no hay Poema sino textura poética, poema-ensayo donde las partículas de su propio movimiento hilvanan rastros de sentido. El sujeto en la propia suciedad de su escritura. «El principio no admite suciedades ni la tartamudez / cuando el fuego lo es todo» rezan estos versos de Tierra impar. La suciedad está en esa textura que siempre es medio camino; no hay principio ni cierre en el movimiento continuo del texto, tal como hemos visto, en la poesía de FLR. Asimismo, la continuidad de nuestra glosa y el margen del poema dentro del poema-ensayo: No es extraño si consideramos / sus antecedentes y su forma / de mirar grúas y cosechadoras. / Aclaro el verso: un preámbulo / es un acto volitivo, una decisión. / Se decide con quién, dónde o cuándo. (‘Preámbulo a un monstruo imaginado’ en Oración). Un acto volitivo es también la interrupción. Y la textura de esa interrupción. El preámbulo en realidad es un juego de géneros discursivos que traman un efecto de libro dentro del Libro. Dentro del territorio Layna Ranz, como hemos dicho antes. Un territorio textual. El desborde de cada imagen en voces que intercalan nuevos pliegues es uno de los recursos centrales tal como hemos notado a lo largo de estas lecturas. Ello es posible porque el texto no se clausura en sí mismo. En el epígrafe que usé para este trabajo hay una clave más: nuestro autor ha dedicado gran parte de su vida a la literatura cervantina. ¿Qué mejor ejemplo de incrustación, de textura irresuelta, de yuxtaposición de voces, de libro abierto que El Quijote? La idea del intervalo («un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» así define don Lorenzo a don Quijote) se expresa en la misma forma de la glosa poética (diferente de la marginalia, aunque ligada en lo profundo de su efecto) que utiliza el personaje. También el intervalo de la textura, entre signo y sentido, entre imagen y representación, donde el espacio blanco articula otra manera de pensar; una más vinculada a las asociaciones desautomatizadas, a una lógica de indagación poética antes que materialista. En el desborde, entonces, es donde el intervalo acciona en doble dirección, adentro-afuera, poniendo en cuestión los límites del texto, en otras palabras: produciendo diferencia. Desborde de la forma, del ritmo, de la generación de sentidos; desborde de la nieve-Paisaje, de la nieve-Nifás, de la nieve-Quíone, para revisitar todas esas sendas en una nueva proyección pospuesta. Indeterminada, incontenida. Leíamos: «en mi cumpleaños los pájaros simulan ser nieve» (Oración), entonces allí no se grita... Pero ¿no se trata de dos poemas diferentes, dos libros diferentes? Nuestras glosas ingresan y salen sin permisos de un territorio a otro, posibilitan una translectura y una transcrítica en tanto no se atienen a categorías ni a esquemas prefijados. Ahora bien, el desborde fundamental radica en la escritura de FLR: allí se propulsa esta posibilidad oblicua del intervalo y sus blancos. Este ensayo no quiere llenar interpretaciones ni expectativas. Es mejor que la nieve sea también un deseo a perseguir: que cada lector experimente sus propios bordes en esta poesía, que cada uno expanda el territorio-Francisco Layna Ranz desechando todo lo dicho. Después de todo, las glosas pueden evadirse con facilidad. Que algún intervalo más o menos luminoso valga la pena del vuelo y la caída, del viaje y las mareas. (1) Medo, Maurizio. “Francisco Layna: dislocar el idioma hacia su real significado”. En: Nayagua, 31, febrero de 2020. En línea: http://www.cpoesiajosehierro.org/web/index.php/nayagua/item/nayagua-31 [Consultado por última vez 13/04/2020]. (2) Veremos que el mito se encuentra trabajado también desde la perspectiva del desborde. Aún así, nos permitimos una disquisición en este tramo. La reconstrucción del sujeto-Odiseo es clave en la poesía de FLR; la llegada como motor pero en perpetua huída, aventura de desarraigo y desgarro de la página. Las Ítacas en el poema duran muy poco, no hay pie en tierra firme que se afiance, en seguida aparece la palabra marina y lo remueve todo, lo marea en sentido etimológico. La idea del nostoi se recorta más bien al mar como inestabilidad y deseo. Escribe en Oración, su libro más reciente: «escribo / a sabiendas de / ningún vestigio. / Algo así como / una marea extraviada». (3) En el poema de Dickinson ‘A loss of something ever felt I-’ ocurre un procedimiento análogo. Una interacción de elementos construyen la textura de la pérdida (la pérdida que la autora quiere referir, no una pérdida estándar) que la crítica ha leído desde el funcionamiento de los símbolos y, en no pocas ocasiones, desde una perspectiva psicoanalítica. Agregamos la noción de textura para remarcar que el lenguaje allí no funciona por unidades sintácticas sino por cruces-constelados de resonancias (o hipervínculos) que impactan en el lector de manera no-controlada; creemos que esa textura tiene entidad lingüística fuera de la mente de la poeta, por ello no tendría relevancia textual una indagación en el sujeto-Dickinson y su inconsciente. De todos modos, compartimos una de esas aproximaciones para visibilizar que en el fondo lo que se está leyendo (una materia-textura imposible de tomar con las leyes de la pragmática clásica) es lo mismo: «...may be symbols unconsciously related in the poet’s mind to her having been shut out at an early age from the heaven of maternal affection» en: White, Fred D. Approaching Emily Dickinson. Critical Currents and Crosscurrents since 1960. New York: Camden House, 2008, p.58. (4) Así es como Odiseo esperaba ser leído, ser interpretado: por el reconocimiento de sus signos. No por una certeza de los dioses o de los sentidos, sino por un estado intermedio de abordaje de la otredad; el reconocimiento que implica un retorno a la cicatriz de la experiencia, ahora lengua del cuerpo, idioma de quien no echa raíces en lo seguro. Diego L. García (Berazategui, Argentina, 1983). Es profesor en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Escribe crítica y poesía. Entre sus libros figuran Fin del enigma (Ediber, 2011), Esa trampa de ver (Añosluz, 2016), Una cuestión de diseño (Barnacle, 2018) y Las calles nevadas (Barnacle, 2020). Su bitácora: [margendelpoema.blogspot.com].
por SILVIA GALLEGO SERRANO Este gran poeta cacereño presenta una unidad profunda en su trayectoria, una coherencia que se amplía en cada entrega. Nos centraremos en su primer libro, accésit de Adonáis en 1984, A este lado del alba, y el último, excelso premio Loewe (en su trigésima primera edición), He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes. Convoca los cinco sentidos para gozar del mundo. Por ejemplo, en los dos libros aparece una fuente y la naturaleza en plenitud («el regalo de lo inmenso»). Este nogal es símbolo de lo originario y puede ilustrar el misticismo de la obra. Desde el primer poemario mencionado aparece un panteísmo vitalista que mantiene una comunión amorosa con el universo. Desde la visión de María Zambrano de la razón poética, consigue una esencialidad en la forma y el contenido, se sitúa en la línea de la poesía como conocimiento y una visión humanista. Plantea la poesía como cobijo y recinto ético, además «una forma/ de sentirte tú mismo siendo otro»; porque el poeta sería «el que ha pintado un pez en la dovela». Se da una reflexión sobre la escritura, especialmente en la tercera parte del último poemario, vinculada a la plenitud y al oficio del espíritu ante el misterio: «Hay que estar muy adentro / en la circunferencia de la noche / para encontrar las cosas que nos salvan la vida». Además, según el texto de la contracubierta de Piedad Bonnett, se trata de un «artesano de la palabra» cuyo libro reafirma la visión de la poesía como «acto de fe». Esta concepción de la poesía se vincula con lo sagrado, por ejemplo «la poesía es un mensaje en la pared de una gruta» o «un libro de poemas / es un campo arrasado por un viento / repleto de semillas». Predomina la emoción y el tono celebrativo, como aparece en estos versos: «Hay en el interior de cada uno / un hombre conmovido / que no nombra las cosas con grandeza, sino con gratitud». Además, se manifiesta con claridad la actitud del sujeto lírico: «La primera conquista es la de la ternura. / Luego viene la de la soledad, / esa conquista / que nos abre las puertas del silencio». Vertebra la obra la noción de que «uno escribe un poema para sentirse vivo». Sabiamente el poeta concluye: «las palabras son mi forma de ser». Se trata de un ejemplo de la hondura y sencillez de la obra, tras un proceso de decantación y lecturas muy bien asimiladas. En una entrevista para El Cultural (11/03/2019) señaló el cacereño: «la verdad debe estar a la altura de la belleza». Conviene recordar también dos libros en prosa que, como señala Álvaro Valverde (Cuadernos Hispanoamericanos, Octubre 2019) podrían pasar, en sentido estricto, por entregas poéticas: El cuenco de la mano (2007, que se lo dedica a las imágenes del padre y la música de la madre; en el que alude por ejemplo al «cielo doméstico») y La creación del sentido (2015; unos relatos de carácter autobiográfico). También resulta esencial su libro anterior, Esperando las noticias del agua (2018), ya que según el citado crítico extremeño, conforman las dos obras «una suerte de bilogía, más allá de su indiscutible independencia». La primera obra, ya citada, presenta un lirismo absoluto: «evadidos del diente de los años / los ojos que te hicieron infinita (…) / como un grito de agua que estalla entre las piedras / para empapar de espiga nuestros cuerpos». Parece contener elementos que después desarrollará en la amplia trayectoria: «en la orquestal liturgia de las cosas»; en esa «deshabitada luz distinta» y en ese último verso que cierra («donde la aurora espera»). Con coherencia y sentido el sujeto lírico del reciente poemario premiado considera: «acercarnos con afecto a las cosas / nos permite intimar con lo sagrado» porque «no hay ningún escritor / que no se sienta abandonado por las estrellas». Una invitación a la relectura, a compartir el prisma de esta propuesta.
Concluimos con una larga cita que ilustra la calidad de la obra y la situación del fenómeno de la recepción. Publicado por Alejandro López Andrada en el Diario de Córdoba (30/3/2019): «Si no viviéramos en una sociedad tan zafia, vulgar y soez, la poesía de este autor se habría leído en todos los colegios, institutos y universidades del país, un país insensible y prosaico hasta la médula, muy necesitado de ternura, lirismo, delicadeza y emoción. Todo eso bulle en todos los ángulos de la obra poética de Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), un autor que, de residir en otro país, por ejemplo, Francia, sería a estas alturas una gloria nacional. Y es que estamos, sin duda, ante uno de los grandes poetas europeos del momento. Prueba de ello es que en cualquiera de sus libros, muchos de ellos premiados, fulge el vértigo de la poesía limpia, auténtica, en la que nunca cabe la impostura, pues nace y pervive hermanada con la luz y el puro temblor del aire matinal que eterniza las cosas y los seres más sencillos, como hiciera en su día la poesía mayestática de Juan de la Cruz, poeta universal». El poeta Basilio Sánchez advierte en una entrevista para La Nueva España (del 13 de junio de 2019) de que «el poeta es un hombre arrodillado» porque se trataría de una forma de resistencia íntima, de recogimiento y búsqueda del centro. Una invitación a la llamada celebrativa de sus versos. por JOSÉ FILADELFO GARCÍA GUTIÉRREZ La pureza es lo inmanente brillante. La pureza no es consciente de sí misma, es la conciencia misma. La pureza no es consecuencia de lo múltiple o de la paradoja, ella es su mismo motor, y eso la vuelve indistinguible de Dios. La pureza que es consciente de sí misma conoce la comparación, se divide a sí, se convierte en mundo, y dejar de ser ella para conocer su reverso, lo oscuro, el mal. Mundo es lo que surge de la comparación, de los opuestos. La pureza es el otro mundo en este mundo. La pureza es el bien mismo, es su característica más alta. La pureza es verdad inefable ante la conciencia comparativa, metafórica. Toda comparación con ella son sombras, reflejos de un mundo distante, el suyo. La pureza entre nosotros nos embarga e indigna: ¿cómo es posible que exista lo que perdura en sí mismo y es incomparable? Blancanieves no es culpable de abrirle la ventana a la madrastra. Tampoco la voluntad que la llevó a abrir la ventana fue motivada por la curiosidad, ese morbo que pierde a los entendidos, esa oscura pasión por la incertidumbre, búsqueda peligrosa de lo que, sin buscar, nos encuentra: rebasar la frontera de la sabia paciencia. No es la curiosidad el fundamento que la llevó a abrir la ventana, a recibir el listón, el peine y la manzana; tampoco la vanidad, pues la pureza no se mira a sí misma como separada de sí y anhelada; no es el placer por el apetito de la posesión material, los bienes (espejismos) de los sentidos. La pureza recibe al visitante como se recibe a sí misma, transparente e inobjetable. La pureza no concibe la ética basada en el trato de las dos dimensiones que conviven en un mismo individuo: la apariencia y la intención oculta. La ética de la pureza es la contemplación de todo en una sola dimensión, la real, la única. La pureza delante de una intención oculta no la concibe como tal, como sustraída, resguardada, prohibida. Todo para ella es como ella. No hay que denostar su ingenuidad con la risa del mañoso, de aquel que en sí mismo vive en los dos horizontes, lo aparente y lo oculto. La pureza es ingenua y así debe perdurar, para no olvidar que existen los mundos posibles en un mundo artero y dividido. Blancanieves no es culpable de estar en armonía con su propia esencia: ¿cómo podría renunciar a sí misma sin caer en las manos de su contrario, la astucia ocultante, egoísmo subyacente? De renunciar a sí misma caería en la falibilidad. No obstante, Blancanieves no morirá, y ahí es donde surgen los custodios que, aunque impuros, tienen en sí la certeza de superarse a sí mismos, saltar sus propias bajezas, para admitir o repudiar al intruso. El custodio permite que la pureza perdure en el mundo dividido e irreconciliable. Lo enanos, trabajadores y fraternos, conocen el reverso de la nobleza, el egoísmo, y son suspicaces, mas la suya no es la suspicacia de la paranoia, que persigue para no ser perseguida, sino la suspicacia del vigilante, el faro que, al iluminarse no consuela al intruso con la imagen del puerto, sino le advierte. La advertencia de los enanos a Blancanieves, aunque bondadosa, es infructuosa, es necesario que lo sea, pues la pureza advertida dejaría su inmanencia, se volvería sucia, pues su región no es la suspicacia, el desdoblamiento de un lenguaje que no dice lo que dice, sino que dice otra cosa (la madrastra exterminadora como vendedora bondadosa): el mal de la polisemia, del múltiple camino. La condición de víctima en Blancanieves no se establece con la trampa de quien se funge víctima en un contexto adverso, para pasar desapercibido, para propiciar (usar) en los otros la misericordia a su favor. Blancanieves desconoce lo que es ser dominado o dominar, y por tanto, desconoce los beneficios y los peligros de ambos: los obsequios del poderoso, la manutención de la víctima o su destrucción, o el control total y satisfecho del poder o la enajenación, respectivamente. Su ignorancia de la victimización y del victimario es sabia para los que saben observar sin suspicacias: el origen y destino de la conciencia (Blancanieves, su ejemplo) es la pureza. No hay albedrío en la pureza, convergencia de caminos; la pureza es luz, y por lo tanto, unívoca. La ingenuidad no aprende nada, solo se recibe a sí misma; la ingenuidad es un día tan claro que toda forma se diluye en lo luminoso, es la ceguera lúcida, abierta. Blancanieves irrita a los acostumbrados a la trampa, al maratonista que paga por llegar primero sin mover un solo pie. La pureza, aún muerta, es inmune a la destrucción, y además, vuelve a la vida. El terror de Blancanieves en el bosque es la tentación de perderse a sí misma, de morir lo que es. La ingenuidad de la pequeña rebasará sus dudas: la pureza, finalmente, no muere, expulsa la manzana, desprende de sí el mal. Esta expulsión no forma parte de su voluntad, no decide extraerla, sino que viene de su esencia, su naturaleza: no la expulsa para afirmarse a sí misma. La esencia de la pureza repliega por inercia al intruso. La pureza no se niega, siempre admite, pero siempre perdura. El bosque no la suprime, sino que le deja a su alcance el resguardo (bosque es perdición, pero también acogida), la cabaña de los enanos, custodios. El cazador que destazará a Blancanieves es sorprendido por el destello de la ternura de la pureza, y renuncia radicalmente, no se contiene, no es prudente, porque quien es prudente tolera lo adverso sin renunciar a sus intenciones. El cazador se deshizo de su encomienda, como quien renuncia a sí mismo. Es un agente del submundo que se redime y burla al destructor: la madrastra engulle entrañas de jabalí. Qué habrá hecho después el cazador (mundo paralelo a la narración), sino vivir conmovido, alterado en lo profundo por el resplandor.
Una vez en resguardo, la visita del mal. Blancanieves asomada por la ventana: contemplación de lo bello en la desnudez de su eterna disponibilidad. No hay culpa en ese acto, y sus consecuencias (la parcial muerte de la niña), no son la respuesta punitiva a su ingenuidad: se lo merece por ser ingenua, por no ser impura. Quienes abanderen este juicio merecen quedarse en la soledad de la paranoia, sin salvación. La ventana que expone a Blancanieves y la madrastra es la sección de la cabaña donde la responsabilidad se hace evidente: la pureza de lo inmaculado y la pureza de la destrucción. La pureza del mal no es contemplativa y serena en su mismidad, sino dominante, expansiva, una conciencia que no puede habitar consigo misma y se enajena, se vuelve lo otro, se abandona, vacuidad que la lleva a deambular fuera de sí para hallar un reposo, aunque este se funde en el dominio del otro, en su supresión, su muerte. Moralidad delicada: la responsabilidad de este acto la tiene la madrastra y su identidad impostada, por salir de sí misma, desquiciada, y entrometerse en otra entidad y sujetarla hasta enajenarla, hasta matarla. Débil propósito: la pureza no se pierde a sí misma. La pureza de Balancanieves no es responsable de nada, ni de sí misma, porque para ello requerirá de la reflexión, que es un distanciamiento escrutador entre lo que se es y lo que se hace. La pureza no se divide a sí misma, es un acto contemplativo, siempre en el presente. No se separa lo que es uno: toda unidad es ingenua en su idea y es insumisa. Féretro de cristal: lo que oculta la muerte es transparente a la vista, la carne de la yaciente está incólume, manifestación material de lo inmutable. La putrefacción se sustrae, el sol nunca se pone en la pureza. El príncipe es el custodio mayor, y eso es lo de menos, pues ser feliz, entonces, para Blancanieves, es redundante. Pero también es lo de más: hombre feliz concilia para sí mismo el mundo, reposa y contempla, contempla y vigila. Los errores del distraído y del necio son matices que, de lejos, el mundo quiere impregnar en la pureza. Ese mundo se traga sus propios pinceles. La pureza no vive de sus contempladores, pero siempre agradece. La pureza es el inmanente brillante, se la alcanza por la intuición, se la contempla sin la aprehensión. Uno es feliz en su ejemplo, y Blancanieves no es mía; ella lo es todo, pero nadie, hasta ahora, la habita. por MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO Búsqueda no es necesariamente sinónimo de creación. Gabriel Herzog Soy un argonauta del soplo. Zéno Bianu Quien oculta a su loco, muere sin voz. Henri Michaux Corría el año 59. Rollins (1) empezó a pasearse de una punta a otra del puente, por su sector peatonal, con la boquilla entre sus labios, asintiendo con la cabeza a medida que soplaba y movía de arriba abajo y de abajo arriba el arco de su saxo, para marcar el compás, mientras largaba aquellos fraseos larguísimos, interminables. Dicen que al anochecer. Los paseantes que acertaban a tropezarse con él de vuelta a casa o camino del trabajo nocturno, los automovilistas que iluminaban de repente aquella silueta en un fogonazo con el capirote luminoso de sus faros, pausaban su marcha, abrían sus ojos y aguzaban sus oídos preguntándose quién podría ser aquel tipo de raza negra y mentón de guardaespaldas, quien, con una tozudez a prueba de meteorologías, inagotable, tocaba el saxo sin descanso semana tras semana; para quién tocaría por aquellos lugares, qué podría perseguir aquella música, ¿intentaría colmar lo que para él se había convertido en un paréntesis espiritual a la búsqueda de equilibrio emocional, una permanente exploración de su blue note (2) particular, acaso escrutando en ella el infinito, lloviera, nevara, hiciera sol o tronara? Después de un largo interregno sin grabaciones, ausente de los clubes y de los estudios, alejado por deseo expreso de cualquier evento público o privado, tres años, lo que para otros músicos hubiera significado la muerte en vida, real o artística, desconcertado por lo que por entonces acarreaba Ornette (3) en un cacho de plástico, consternado por el enorme desafío que suponía el Kind of blue (4), Rollins se había exiliado para encajar tan duros golpes y para poner orden en su cabeza. Y, sin embargo, a pesar de su denodado esfuerzo por intentarlo, no terminaba de hallar un nuevo espacio sonoro. Resbaladizo, burlón, se le escurría, sin duda, por los cables de aquel puente de oxidado metal colgante, el de Williamsburg (5), el más hermoso de Nueva York, hoy día pintado curiosamente de azul. Porque no era un necio, ¿sabría Rollins con toda certeza que la nueva senda, la que él había cubierto en un tiempo y luego abandonado, había sido ya irremediablemente ocupada y lo que era peor, balizada, por Coltrane? JC no solo había encontrado un camino —un camino de verdad, único, sin trampas— y había perfeccionado un sonido, sino que él en sí era el sonido. Rollins probablemente lo intuyera desde que grabara en 1956 un disco en su compañía, el de los tenores y la locura (6), y se diera cuenta de que su propia música, en comparación con la de JC, estaba empezando a despedir, a pesar de su inequívoca destreza y energía, de su avanzada tradición, un aroma a añejo, a ese polvo de talco rancio al que huelen la ropa y la piel de los ancianos. También habría caído en la cuenta, porque tampoco era un zopenco, de que Coltrane había de ser el último; Rollins había descubierto que, como músico total que era, JC amenazaba con cerrar por sí solo, no ya por su revolucionaria manera de tocar el tenor sino por el alcance de su obra compositiva, el bucle y, con ello, todo lo que el futuro le pudiera deparar a esa música de los demonios. El jazz, por entonces desenfrenada evolución, fusión de fusiones, capaz en su vorágine de fagocitar y transformar cualquier otra música o innovación en algo caduco en escasísimo margen de tiempo, no solo elevaba su cabeza con el soberbio y original impulso de JC, por encima de toda la tradición, por encima del pájaro incluso (bop y post-bob incluidos), sino por encima de todo aquello que habría de venir, tanto como decir que Coltrane era alfa y omega, principio y final, renacimiento y muerte, tanto como decir que a partir de él, todo lo que viniera no sería sino puro desarrollo de lo que él inició o dejara inconcluso. Rollins sabía que se había quedado rezagado ante tanta sacudida, que le habían echado la pata. Poco restaba ya por expresar, por soplar o, peor, por innovar. Entonces, ¿qué añadir si se acercaba el the end, tras su punto final, tras su coda de cierre, si ya estaba todo dicho o predicho? Aun así, con ese retiro, él siempre albergó la esperanza de no pasar por un continuista, un clásico que hurgara en las raíces del bop para estirarlo un poco más. Qué hacer. ¿Mantenerse o imitar? Él intentó con valentía buscar otra salida, otro camino. One entrance, many exits (7). Si algo había de existir, sin duda, siquiera un pequeño resquicio, él lo encontraría y por ello perseveró, insistió. Cosas de la condición humana. Por el centro del puente, pasaba la línea férrea, el metro. La percusión de aquel estremecimiento ensordecedor sobre los raíles, que ahogaba sus solos, le dolía aún más a Rollins. El insistente recuerdo de un tren, un tren azulado (8) había irrumpido en sus dominios, hasta ese momento bien plantados, con una fuerza locomotriz tan imparable que lo había arrastrado todo por delante: su época anterior, en su caso, su persona incluso y, cómo no, también todo aquello que él seguiría tocando sin cesar sobre ese puente como un poseso en el caso de que no llegara a lo que deseaba, tan lleno de potencia como siempre, pero con un eco tan insignificante que parecía quedar a años luz de lo que componía y desarrollaba en los escenarios el nuevo maestro. Coltrane, en definitiva, había desenterrado con el concepto de su música una especie de santo grial que era a la vez resurrección y fin de los tiempos en el jazz. Rollins, músico de categoría, por su parte, no tenía esa capacidad genial, pero aún habría de grabar excelentes álbumes para Impulse!. Por desgracia, aquejado por aquella conmoción, como si de un catarro crónico o de una fiebre pertinaz se tratara, la ulterior deriva en que desembocaron sus paseos por aquel puente —el traje del free no le sentó nada bien porque eso eran cosas que Albert Ayler se encargaría de ilustrar algo mejor—, aquello contra lo que luchaba a contracorriente y buscaba, sin encontrar lo que deseaba o esperaba, se daba de bruces contra aquello que ya poseía: su propia, personal y estupenda música. Todo llega. Y, una vez concluidos los paseos y sus monólogos sobre el East River, transcurridos esos tres años de cura, Rollins regresó al fin a una escena que nada tenía que ver con la de 1959, lleno de brío y frescor y novedad, en 1962, año en el que JC se une a Dolphy (9) (otro que tal bailaba), convencido de lo que tenía que hacer, para grabar y publicar un magnífico disco, que se tituló precisamente The bridge [El puente] (10). Y fue en ese preciso momento cuando aparecieron los críticos, hasta ese instante agazapados en un silencio expectante, y una parte de sus seguidores; y allá en manada se le echaron encima, estupefactos, irritados y con las manos en la cabeza para reprocharle que no sonara como Coltrane, que no siguiera sus designios, su hoja de ruta (probablemente este álbum y su crítica, y no el puente Williamsburg en sí como lugar de búsqueda catártica, serían la causa de la prolongación de por vida de su obsesión y de sus fijaciones). Desgraciados. Cómo iba Rollins a sonar como Coltrane. Por qué. Él tenía su sonido y su estilo. Hubiese sido tanto como pedirle a un mal imitador de la política —y Rollins no era un imitador ni mucho menos— que recreara los discursos de Churchill; a un escritorzuelo —y Rollins era brillante escritor de partituras: ahí están estándares como ‘Blue seven’, ‘Airegin’, ‘Oleo’, ‘Sonnymoon for two’, para confirmarlo— que escribiera otro Quijote, otra Ilíada u otra Odisea; al integrante de una murga carnavalesca —y Rollins era grandísimo intérprete e improvisador— que se reencarnara en Bach, casi tanto como intentar encajar a tornillo clasicismo en barroco... En este 2020, Rollins festeja su noventa cumpleaños. Sigue soplando como si en ello le fuese la vida. De hecho, da la impresión de que no ha dejado de hacerlo desde sus tres años en el puente, de que no se ha bajado de él, con el traqueteo del metro a su lado y su enérgico sonido continuo brotando enloquecido de la campana de su tenor, hasta el punto de que, irritante a veces, se ha convertido en un disparatado perseguidor de otro perseguidor que lo precede. Pero Rollins ha de saber que en su fraseo, en sus solos, hay algo de mudez, de acabamiento, por muy profundos que quiera hacerlos parecer en su extensión; ha de saber que la revolución musical en el jazz pegó un brinco con Parker (11) (el primer perseguidor) para despertar de nuevo con la sacudida de Coltrane; Rollins ha de saber que él navegaba entre ambos como un enorme transatlántico que nadie habría de hundir y que la caprichosa trayectoria de la bala por la que el genio se siente tocado, a él lo esquivó; ha de saber que por mucho que indague, busque, experimente, ensaye, sería imposible pegarle otro volantazo, definitivo éste, a la historia del jazz; que su carrera a punto estuvo de quedar sepultada allá a finales de los cincuenta con la irrupción volcánica de JC y su lava de ideas infinitas; que sus idas y venidas desde ese instante se asemejarían menos a un recorrido inteligente que a un pataleo del niño que pretende a toda costa llamar la atención de sus padres; que su lenguaje posterior estaría abocado a resbalar por una ladera llena de hierbas húmedas en la que al final esperaba el fango de la indiferencia o el aplauso de un público melancólico, a precipitarse por un purgatorio de notas salvajes y desquiciadas, por un campo de asfódelos atronador y próximo al infierno, a ese infierno que no tiene nunca escapatoria y que se llama vacío, una deriva logorreica sin asideros que él inició a partir primero de su propia música —la buena— y posteriormente a partir de otras músicas exageradamente vanguardistas —el free del que hablábamos más arriba— o vergonzosamente comerciales —¡ay, tanto calypso!—, importuna, insufrible, en la que su tenaz búsqueda pretendía y pretende disfrazarse de acto comunicativo y, lo que es peor, de creación... En cualquier cosa con tal de fingir que no uno se da por enterado y de que cuando él todavía estaba ahí, en su cumbre, un enorme paso hacia adelante (12) lo había sobrepasado en su pasmo... En cualquier cosa con tal de no dejarnos escuchar como valiosa contrapartida esa pausa, ese estruendoso silencio que, tras el desastre, se impusieron a sí mismos Schönberg o Miles... Y ahí sigue... Y así sigue... Y sigue... Y sigue... Rollins... Insistiendo tercamente en borrar de un plumazo... Con esos repetitivos estertores... perpetuos y hueros... Su fructífera y envidiable primera etapa... Recorriendo su puente (13) sin parar... Sin encontrar la salida... Sin entender o entendiendo que él era otro eslabón... Tan válido como su maestro Hawkings (14) (aquel al que algunos dicen faltó Rollins al respeto)... Otra cosa completamente distinta a JC y no menos legítima y preferida por muchos profesionales del saxo y conocedores de la historia de la música... Ave fénix que quiso ser... Y se extravió entre tanta nota innecesaria... Cenizas... Inextricable selva virgen... Desvarío... Y así... Al fin y al cabo... Por qué no decirlo... Como él... Rollins... no hace sino (per)seguir a gran parte de los artistas... De una u otra suerte... Así también... Porque ocurre en todas las esferas del arte... Frente a los grandes innovadores... Frente a los clásicos... Tanta querella vacua... Sigue... En sus limbos obsesivos... En su ceguera sin escapatoria... Él con la música... Los demás con su palabra y su papel en blanco... Su piedra virgen y su cincel alzado... Su pintura y la gama silenciosa de colores ante el pincel extraviado... Así... No puede haber otra explicación... Remeda... Sigue calcando Rollins la actitud... El comportamiento indescifrable... De la gran mayoría de los creadores... NOTAS (1) Sonny Rollins (1930), uno de los más grandes saxos tenores de la historia del jazz, creador del magnífico corte ‘Blue seven’ (del disco Saxophone colossus), sigue en activo.
(2) Consiste en bajar un semitono el tercer y séptimo grado de la escala pentatónica mayor para lograr un efecto musical diferente. Sería la nota característica que da color al jazz. También es el nombre de uno de los mejores clubes de jazz de Nueva York y, asimismo, el de uno de los mejores sellos discográficos de su historia. (3) Ornette Coleman (1930-2015), el ‘harmolódico’ autodidacta, solía tocar un saxo alto de plástico (de color blanco). Sus primeras composiciones fueron todo un anticipo de la feroz vanguardia de mediados de los sesenta, propia y ajena. (4) La que está considerada como la obra cumbre del jazz, Kind of blue, fue grabada en dos sesiones, el 2 de marzo y el 22 de abril de 1959 en Nueva York, para el sello Columbia. Fue publicada el 17 de agosto de ese mismo año y planteó la superioridad de lo modal (las composiciones se basan en escalas o modos en lugar de acordes) en el jazz. El trompetista Miles Davis, que contó con la ayuda inestimable del pianista Bill Evans, comentó que el resultado final había sido un intento frustrado de revivir los ecos lejanos de su infancia. Participaron en él los músicos Julian Adderley, al alto; John Coltrane, al tenor; Winton Kelly, al piano (solo en uno de los cortes, más inclinado ese al blues que a lo modal); Paul Chambers, al contrabajo, y Jimmy Cobb, a la batería. Sobre su génesis existe abundante material bibliográfico y fotográfico. (5) El puente de Williamsburg, con algo más de dos km de longitud, se construyó en 1896 y fue renovado en 1990; une el barrio neoyorquino de Lower East Side con el barrio de Williamsburg, en Brooklyn. (6) Tenor madness (Prestige, 1956) es el título del álbum grabado a modo de justa musical por los dos monstruos del tenor de los cincuenta, el que ya estaba allí como un bisonte, Sonny Rollins, y el que hacía su aparición como un búfalo, John Coltrane. Había en ese álbum como un intento de hacer resurgir la porfía entre dos opciones, dos estilos, dos vías que ya veinte años atrás protagonizaran Coleman Hawkins y Lester Young, salvando las distancias y sus distintas concepciones musicales, claro está. (7) Mal Waldron (1925-2002), pianista. (8) Blue train (1957) es el título del único álbum de Coltrane para el sello Blue Note. (9) Eric Dolphy (1928-1964), excelente multinstrumentista de corta vida que pretendió hacer natural el salto del be-bop al free, fue celebrado por su personal y discordante fraseo con el clarinete bajo. (10) Tras su retiro temporal, Rollins publica, en 1962, The bridge, un trabajo al que injustamente se le reprocharía el que ignorara los avances de la música de John Coltrane (1926-1967) y por lo tanto no se recreara en el sonido de este. Lo que persigue con denuedo cualquier músico de jazz es poseer un sonido propio, distinto a los demás, identificable en cuanto toca. Rollins ya tenía el suyo, y muy maduro, cuando Coltrane comenzó su ascenso en la escena jazzística. (11) A Charlie Parker (1920-1955), genio indiscutible del jazz, lo apodaban Charlie Chan, Yardbird o Bird [Pájaro]; Julio Cortázar, gran amante y conocedor de esa música, lo homenajeó en su relato El perseguidor (1959), bajo otro pseudónimo, el de Johnny Carter. (12) Giant steps (Atlantic, 1959), el fenomenal disco de Coltrane que habría de presentar un verdadero terremoto en la historia del jazz. (13) Curiosamente la palabra puente da nombre a un interludio musical con el que se conectan dos tramos de un tema y con el que se puede eludir la monotonía, crear sorpresa o llegar al clímax para dar o no paso a su desarrollo final; no todos los temas lo tienen; al decir de los expertos, el más famoso e impactante puente fue el que creó Charlie Parker en el tema de Ray Noble ‘Cherokee’, con el que aseguran da comienzo el bop. (14) Coleman Hawkins (1904-1969), apodado Bean [frijol, judía], otro grande del jazz, creador de la llamada improvisación en su instrumento (el solo de ‘Body and soul’ de 1939 es de escucha obligatoria para todo aquel que desee acercarse al jazz como aficionado o curioso) y de una forma de entender esa música y que constituye los cimientos del saxo tenor tal como lo conocemos hoy en día; fue al saxo lo que Armstrong a la trompeta. por ZORAIDA SÁNCHEZ MATEOS El carácter subversivo que caracteriza a la poesía festiva promueve en el siglo XVII la progresiva ruptura con el ideal neoplatónico de feminidad y abre paso a un imaginario más realista y activo. Conforme avanza la centuria, las contemplativas y hermosas damas petrarquistas se sustituyen por mujeres que ponen de manifiesto sus inquietudes y defectos. A través de los jocosos versos de José Pérez de Montoro, Juan de Ibaso, Antonio de Solís, León Marchante o Damián Cornejo se intenta divertir y sorprender al público con picantes o audaces retratos femeninos. Estos también fueron cultivados por numerosas poetisas del Bajo Barroco (entre las que destaca Sor Juana), aportando una visión complementaria y enriquecedora del nuevo modelo de damas. Adrianne Martín (2008) pone de manifiesto que el verso festivo escrito por mujeres comparte muchísimos temas con el de poetas varones: la mofa de ciertos tipos, características, deformaciones físicas o circunstancias particulares, pinturas burlescas y la parodia del amor cortés y del petrarquismo. Sin embargo, se aleja de asuntos escatológicos o sexuales en las que estas son denigradas y se adentra en otros como la maternidad, la burla de las ocupaciones y de los roles tradicionales, la moda o la dureza de la vida conventual. A partir del interesante y detallado análisis que realiza la investigadora norteamericana de los poemas jocosos de Catalina Ramírez de Guzmán y de Sor Marcela de San Félix, puede verse cómo a mediados del Barroco se corrigen cómicamente las limitaciones culturales que les eran impuestas a las mujeres y cómo muchas se intentaban abrir paso en la historiografía literaria. Por ello, es importante seguir ahondando en sus creaciones y estudiar las de otras autoras de este periodo menos conocidas, como Ana Abarca de Bolea o Sor Gregoria Francisca de Santa Teresa. La renovación de la imagen femenina que intentaban promover los poetas del Bajo Barroco se ve favorecida por las transformaciones que sufre el lenguaje lírico en la segunda mitad del siglo XVII, pues este se vuelve más coloquial y prosaico. Composiciones jocosas como ‘Habiendo enviado Celio a Clori un conejo muerto y dentro unos guantes de quintas esencias con un hueso, diciendo era pistola, para que tirase; ella le envió un rosario de avellanas vanas, unos guantes de alcorza y un corazón pintado en un abano de papel con estos versos […]’ de Pérez de Montoro (1736: 224) ya no buscan idealizar o burlar a la dama. Esta comienza a adquirir autonomía y a manifestar capacidades sociales, intelectuales y literarias. El cambio hacia un modelo de mujer más igualitario estuvo también muy vinculado a su inclusión en los salones ilustrados. Estos sustituyeron a las academias humanistas y barrocas y promovieron la práctica de nuevas formas de interacción entre hombres y mujeres, que quedaron plasmadas en la poesía que sentó los cimientos de las siguientes generaciones. Las Obras poéticas líricas de Gerardo Lobo (1738) son un valioso testimonio de cómo la inclusión del género femenino en el espacio público hizo que este participara en prácticas académicas informales y «en juegos de cortes(an)ía cómo los denominados filis, dengue o chichisbeo» (Ruíz, 2014: 502). La renovación del modelo femenino en la España de los Austrias menores está siendo estudiada por importantes grupos de investigación, como PHEBO y CELES, los cuales están dando a conocer cómo evolucionaron los roles sociales en la lírica de este periodo y cómo influyeron en dicho proceso los cambios que se produjeron en los géneros poéticos y en el canon áureo. Tales transformaciones, promovidas principalmente por los versos de Francisco de Quevedo y de los poetas de la segunda mitad del seiscientos conformarían las bases del oscuro comienzo del Siglo de las Luces. La lírica festiva del Bajo Barroco se erige, por tanto, como un valioso testimonio literario y cultural de una sociedad cambiante, que intenta establecer un puente entre el culto a la antigüedad y la necesidad de avanzar hacia nuevos cauces de pensamiento, estudio y expresión. En este camino de luces y sombras, se configuran los polifacéticos poemas de unos autores que presentan una nueva teoría del lenguaje, del discurso poético y del imaginario femenino y que ofrecen obras que no son ni una: «prolongación ni una supervivencia del movimiento del XVII, sino una manifestación viva, arraigada en el gusto de la época» (Bègue, 2010: 43). Bibliografía citada
—Bègue, Alain. “Albores de un tiempo nuevo: la escritura poética de entre los siglo (XVII-XVIII)”. La luz de la razón: literatura y cultura del siglo XVIII: a la memoria de Ernest Lluch. Ed. Aurora Egido, Zaragoza, IFC, 2010, pp. 97-121. —Martín, Adrienne. “La poesía burlesca femenina y la revisión del canon”. Cánones críticos en la poesía de los Siglos de Oro. Coord. Pedro Ruíz Pérez, Vigo, Academia del Hispanismo, 2008, pp. 247-267. —Pérez de Montoro, José. Obras poéticas líricas humanas, Madrid, Imprenta de Antonio Marín, 1736. —Ruiz Pérez, Pedro. “De Solís a Lobo: la mujer en la poesía bajobarroca”. Perspectives on Early Modern Women in Iberia and the Americas. Studies in Law, Society, Art and Literature in honor of Anne. J. Cruz. Coord. Adrianne Martin, Nueva York, Escribana Books, 2014, pp. 486-505. por NÉSTOR E. RODRÍGUEZ En su libro El gran cambio: la transformación social y política dominicana (1963-2013) (2014), Frank Moya Pons presenta un recuento minucioso de los avatares del desarrollo de la República Dominicana en el contexto de la modernidad capitalista. El historiador dominicano es puntilloso en la narración de ese accidentado periplo, del cual resalta los indudables avances de la República Dominicana en materia social, política y económica. La narrativa de Moya Pons podría leerse como la historia de la consolidación del capitalismo en su país natal, alcanzada a partir de un dilatado rosario de tropiezos que incluyó dos invasiones estadounidenses y una de las más cruentas y prolongadas dictaduras del siglo pasado. La literatura dominicana del tercer milenio explota desde diversos ángulos la misma veta, aunque no precisamente para ponderar de manera acrítica la modernidad del Santo Domingo actual. Este abigarrado y colosal archivo constituye un barómetro importante a la hora de aquilatar la pregonada modernidad democrática. Me refiero a una literatura de gran vitalidad que en sus apuestas ensaya con el abordar con ironía los procesos históricos, toda vez que dimensiona sus estrategias en las prácticas de la vida cotidiana y la producción de subjetividades. Las letras dominicanas de hoy se preocupan por documentar no solo las nuevas formas y relaciones sociales de la pujante sociedad que le sirve de marco, sino los itinerarios del afecto y sobre todo los ambivalentes matices de la modernización. Estos temas sobresalen en la novelística del nuevo siglo de dos prolíficos autores: Marcio Veloz Maggiolo y Ángela Hernández. Del primero cabe destacar El hombre del acordeón (2003), novela en la cual se abordan los temas del vudú dominicano y el merengue como vehículo de crítica política. Hernández, por su parte, indaga en la tradición del autoritarismo dominicano en Mudanza de los sentidos (2001) y Charamicos (2003). Con todo, es en la cuentística de Aurora Arias, recogida en su formidable Emoticons (2007), en donde se revelan con mayor intensidad los azares de un Santo Domingo que no compagina con la cultura de pompa y boato que copa los suplementos dominicales. Se trata de una literatura que asedia los modos tradicionales de pensar la cultura a través del cuestionamiento de la mitología que ha contribuido a legitimar una visión edulcorada de la modernidad dominicana. Este es un rasgo que comparte con la obra de escritores dominicanos afincados en el afuera geográfico de la Isla. La dramaturgia de Josefina Báez, autora de Dominicanish (2000), así como la narrativa de Junot Díaz son prueba fehaciente de ello. Ambos abordan con agudeza estas coordenadas al destacar personajes reconocidos en su capacidad de autoformación y resiliencia para dibujar los contornos de una pedagogía alternativa del sujeto dominicano. Asimismo, el archivo literario dominicano del tercer milenio da cuenta de esa entreverada madeja de contactos llamada cultura dominicana, y que incluye el cada vez más intenso intercambio a través del turismo y la inmigración con modos culturales provenientes de Latinoamérica, Europa, Norteamérica y en particular el Caribe que hermana a la República Dominicana con Cuba, Puerto Rico, Venezuela y Haití. Se trata de contactos profundos e insoslayables que constituyen el caldo de cultivo de las mejores propuestas literarias de los últimos años.
Como muestra habría que mencionar la impresionante poesía de Homero Pumarol y Frank Báez, con su atención irónica al imaginario massmediático y popular; la narrativa de Rita Indiana, muy conocida internacionalmente por sus novelas Papi (2004), La mucama de Omicunlé (2015) y Hecho en Saturno (2019), la novelística de Rey Andújar, autor de Candela (2008) y Los gestos inútiles (2016), y la de Miguel Yarull con su colección de cuentos Bichán (2018). Estos narradores manejan una literatura que indaga en los vínculos con tradiciones foráneas para complicar y expandir la representación habitual de las múltiples culturas que integran la dominicana. El espacio literario dominicano del siglo XXI es amplio y diverso, señal inequívoca de que se cimenta en una firme tradición conformada por el oficio de varias generaciones de escritores de dentro y fuera de la Isla. Es evidente que estamos ante una literatura que goza de muy buena salud. Sus practicantes, repartidos en grupos harto disímiles en términos generacionales, llevan tiempo llamando la atención de la industria editorial a ambos lados del Atlántico. Esta industria vive un momento de particular efervescencia de la mano de sellos independientes dominicanos como Zemí, Cielonaranja y Ediciones De A Poco, e internacionales como Elefanta Editorial en México; Isla Negra, Callejón y Aguadulce en Puerto Rico, Corregidor en Argentina y Siruela, Periférica, Planeta y Amargord en España. por MARCO SANZ Guárdate de la noche, adorable animal que prefieres la cautela al placer. José Manuel Caballero Bonald, «Fábula milesia» La sexualidad humana está vinculada a un desarreglo fundamental: uno nunca sabe lo que busca, y cuando cree haberlo encontrado, es casi seguro que, ya sea en el acto o con el paso del tiempo, la experiencia resulte decepcionante. De aquello que supuestamente constituye nuestro objeto sexual nos separa una cantidad absurda de factores, que por lo regular sólo entorpecen o hacen de la satisfacción un problema al que el sujeto se enfrenta una y otra vez tras haber madurado genitalmente. Uno puede pensar en la cultura y, sobre todo, en la moral —o en cierto tipo de moral para la que el deseo sexual es una bestia a batir. En todo caso, lo que me interesa subrayar es lo siguiente: no hay deseo sexual que se satisfaga en el marco expedito de los “instintos naturales”, y esto en la medida en que, precisamente, el hombre es ese ser en cuya naturaleza no cabe el ser natural. Porque a diferencia de los animales, que se entregan a sus impulsos reproductivos sin moratorias, en el hombre, al menos desde que éste vive bajo el mimo de la civilización, madurez genital no suele ser sinónimo de viabilidad sexual. El hombre es, pues, la criatura que como animal ha fracasado —y una prueba fehaciente de ello la constituye la cantidad enorme de teorías y opiniones que se han elaborado para “explicar” la sexualidad humana, un fenómeno que, si lo comparamos con otras especies, no supone tantos quebraderos de cabeza. Volviendo a un tema de Julian Huxley, (1) creo que a nosotros, los seres humanos, nunca ha dejado de gustarnos ver cómo cortejan los animales: en la danza nupcial que el pavo real ejecuta antes de aparearse notamos algo a la vez romántico y familiar. Puede que alguien, no pudiéndose resistir, termine murmurando el lugar común: «Qué sabia es la naturaleza, que nos hermana a hombres y animales». Sin embargo, lo que en el fondo esta simpatía expresa es que allá adonde miremos no nos encontraremos sino con nuestro propio reflejo. El hombre —sigo a Huxley— es también una criatura engreída, a la que le complace rodearse de espejos —de aumento si es posible, pero en cualquier caso espejos—. Y así nos proyectamos en los animales y demás organismos vivos, hablando desfachatadamente de “pretendientes” y de “tímidas hembras que hay que desposar”, de “rivales celosos” o de “galanteo y fidelidad” —la lista es larga—, como si los pavos reales, o incluso los insectos, los bagres y los reptiles, etc., fuesen seres humanos en miniatura, con indumentarias o curiosas anatomías, pero con los pensamientos y emociones y, sobre todo, con los prejuicios de un habitante del siglo xxi de una metrópoli cualquiera. La misma hipérbole amasó el genio latino, que se pronunció a este respecto diciendo: omne animal post coitum triste est —cuyo sentido podemos glosar: «tras el coito todo animal queda entristecido». ¿Bajo qué argumento se puede extrapolar una experiencia individual no sólo a los miembros de una misma especie sino a todo el reino animal? Más aún: ¿cómo se llega a tal veredicto en un tema que, como lo anticipé al inicio, está sembrado de dudas y parece, lo comprobamos hoy, sujeto a una mutación continuada? En la historia del proverbio reina la polémica. No hay consenso entre los expertos: pudo haber sido Aristóteles el autor, pero también Galeno; y del catálogo de comentadores venerables, que es amplio, pocos aportan a la solución del enigma. Se trata sin duda de una auténtica disquisición filológica. En cualquier caso, por lo que respecta a su lógica interna, la paremia es sumamente elemental: para la medicina de base hipocrática, que alargó su hegemonía hasta alcanzar el siglo xix, la actividad sexual produce siempre un debilitamiento físico que redunda en un “bajón” psíquico por efecto de la derrama de semen, que en el marco del Corpus hippocraticum se considera un residuo rico en nutrimentos y lo hay de dos tipos: uno masculino y otro femenino. Hasta aquí la controversia es nula. El problema surge cuando, por un desafortunado abuso exegético, los comentarios pasaron del plano biológico al plano moral: la tristeza, ese efecto colateral del coito, nos habla de que el acto sexual es «un actus luxurie turpis et inmundus, una trampa de la naturaleza que solamente gracias al placer, como trampa que le acompaña, tiene éxito». (2) Aunque todo acaba retorciéndose cuando entre los especialistas se cita la versión completa: omne animal post coitum triste praeter gallum mulieremque, (3) esto es, «tras el coito, a todo animal le sobreviene la tristeza, a excepción del gallo y de la mujer». Y otra vez: ¿cómo se llega a un tal consenso? ¿Bajó qué argucias este proverbio, además de haber superado la prueba de los años, se entretejió en la intrincada madeja de la sabiduría latina, llegando hasta nosotros como otra prueba de una mentalidad que, lejos de haberse extinguido, ha sido objeto de una suerte de Aufhebung hegelina? Pues me intriga que sea sobremanera específica, y no tanto por lo que se refiere al gallo cuanto por lo que respecta a la mujer. En realidad, esto es perfectamente debatible para quien ha mirado en la tristeza una emoción adversa a las expectativas anímicas comunes y corrientes. Por lo regular, nadie en su sano juicio quiere estar triste. Y mucho menos se lo espera después de haber prodigado sus energías físicas en una actividad de la que, cuando es consensuada y satisfactoria para las partes, no cabe decir sino que es placentera. Entonces, ¿por qué excluir a la mujer de un proverbio cuya difusión, por lo visto, fue in crescendo pero sólo después de que se valorara su connotación moral por encima de su carácter biológico? Porque si a los hechos nos remitimos, no tendría ningún sentido hablar en tales términos teniendo en mente ciertos indicios, a la luz de los cuales nos daríamos cuenta de que para la “fisiología” del sexo antigua la libido de la mujer incluso era superior a la del hombre. Basta con ojear los fragmentos de la obra de Hesíodo para dar con aquel famoso pasaje donde el autor nos relata una discusión entre Zeus y Hera a propósito de estos temas. La pregunta concreta que avivaba el debate entre el dios padre y gobernador del Olimpo y su esposa era quién, si el hombre o la mujer, disfrutaba más del acto amatorio. Y para zanjar la querella solicitaron la ayuda de Tiresias, célebre adivino tebano, quien se resolvió a decir que de las diez partes físicas que inducen el placer sexual, el hombre sólo disfruta de una, mientras que la mujer lo hace con todo su cuerpo. (4) Aunque con ligeras variaciones, es posible encontrar la misma anécdota en otros escritores clásicos, entre los cuales cabe mencionar a Ovidio y a Apolodoro. (5) Con base en esta viñeta, podemos hacernos la idea de que para la Antigüedad, del sexo disfrutaban más las mujeres —o al menos estaban físicamente mejor capacitadas que los varones para ello—, y más allá de que, desde el punto de vista “fisiológico”, resulte lógico pensar en un agotamiento postcoital, de ello no se sigue o en todo caso no se alcanza a explicar cómo o por qué el proverbio se abandonó a la suerte de intérpretes que, a primera vista, eran bastante prejuiciosos. Me parece, pues, que estamos ante otro caso más para documentar históricamente la incomprensión masculina hacia la mujer. A estas alturas, para nadie es ningún secreto el que en materia de sexualidad, por lo menos en lo referente a la tradición, quienes han marcado tendencia han sido autores todos varones, por lo que, irónicamente, la visión que ha prevalecido sobre los rasgos femeninos del problema es masculina. La parcialidad es tanta, que todo cuanto se dice acerca de la sexualidad femenina, no es más que el resultado de una “metodología” que consiste en ir descontando de la experiencia masculina condiciones que sería “absurdo” atribuirle, como si fuera ésta la suma total de quién sabe qué imagen prototípica de la especie humana. Abundan los ejemplos. Sin ir más lejos: Sigmund Freud. La influencia que este hombre ha ejercido en la mentalidad occidental quizás no tenga —hasta ahora— parangón, sobre todo por lo que al sexo se refiere. Quién iba a decir que una persona como Freud terminaría por tener la última palabra acerca de la sexualidad humana: varón, educado en el seno de una familia de origen judío, y cuya infancia transcurrió al amparo de la sociedad medio burguesa en la Europa del siglo xix. Bastarían sólo estos detalles para obtener de Freud una primera impresión —pero ojo: de ninguna manera intento afirmar que prejuzgando tales aspectos biográficos es posible elaborar una crítica a la teoría freudiana sobre la sexualidad, eso en parte sería hacer psicoanálisis, y por supuesto esa no es mi intención; lo que me gustaría hacer en realidad es contextualizar al autor de una de las más influyentes doctrinas sobre la sexualidad inscribiendo su figura en una suerte de historia de las ideas. De lo que se trata, en suma, es de mostrar brevemente cuán miopes se vuelven las ideas cuando se pulen bajo el cristal empañado de los prejuicios de género. Es por cierto Freud otro de los especialistas modernos que utilizó la frase de marras en un texto de 1894, y en absoluto es extraño, pues sabido es que el padre del psicoanálisis era un profundo conocedor del mundo grecolatino. Lo sorprendente es que recurra a la paremia para diagnosticar una melancolía consecutiva a una relación sexual, diciendo de ella que era muy posible que se tratara de una «exageración de lo aseverado fisiológicamente: Omne animal post coitum triste est». (6) O al menos a mí me genera sorpresa —tomando en cuenta que, desde sus inicios y debido en gran medida a su formación como médico psiquiatra, Freud estuvo siempre preocupado por dotar a sus investigaciones de cierta respetabilidad científica. Y el que hablara de «exageración» del carácter fisiológico del edicto nos recuerda lo que decíamos arriba a propósito del abuso exegético que hizo que los comentarios al respecto pasaran del orden biológico al moral. Pero aquí ocurre algo interesante: ya no se trata de una lectura moralizante, sino de una auténtica psicologización —más aún: Freud convierte la tristitia postcoital del Sr. Von F. en un caso de interés clínico. Ahora bien, ¿por qué descartar a la mujer de esta propensión a la tristeza o melancolía secundaria al coito? Se me ocurre una posible respuesta: porque para Freud, en comparación con el ser masculino —que representa, decíamos, la “suma total” de la que habría que ir restando elementos para que la sexualidad nos revele así su secreto—, la mujer es un criatura deficiente, por lo que resulta poco probable, cuando no imposible, que padezca de un “mal” que ha sido diagnosticado exclusivamente en pacientes varones. Pocos se escandalizan ya de que, para Freud y la teoría psicoanalítica en general, la mayoría de los desajustes psicológicos de la mujer encuentra una explicación causal en la envidia del pene. La diferencia anatómica, según estos señores, marca el destino de la mujer con las siglas de un complejo de castración que redunda en un sentimiento de inferioridad. Es el nódulo edípico típicamente femenino. La explicación “etiológica” no teme confundir la profundidad con el ridículo: por supuesto todo ocurre durante la infancia: tras la visión del genital masculino, «la niña advierte en seguida la diferencia y —preciso es confesarlo— también su significación. Se siente en grave situación de inferioridad manifiesta con gran frecuencia, que también ella ‘quisiera tener una cosita así’, y sucumbe a la ‘envidia del pene’, que dejará huellas perdurables en su evolución y en la formación de su carácter, y que ni siquiera en los casos más favorables será dominada sin grave esfuerzo psíquico». Estas palabras provienen de un texto de 1933, que Freud publicó por vez primera en la Internationale Psychoanalytischer Verlag vienesa, y que tituló muy en su papel «La feminidad». La línea que viene inmediatamente a continuación de la cita anterior es tan provocativa como jocosa: «El que la niña reconozca su carencia de pene no quiere decir que la acepte de buen grado». (7) Hace falta coraje para decir estas cosas, de ello no caben dudas —después de todo Freud dio a la imprenta el resultado de sus indagaciones en una época dominada por cierta mojigatería burguesa—; pero también hace falta estar imbuido hasta las cejas en los propios prejuicios para dar por universalmente válido lo que, a la luz de un análisis cultural comparativo, no pasa de ser la subjetivación de un proceso histórico jalonado por determinados agenciamientos de poder. Freud es un maestro de lo que Borges llama la «postulación de la realidad»: aun cuando nos prevenga de que es preciso confesarlo, de hecho no es necesario que nos diga abiertamente cuál es el significado del pene que él tiene en mente, pero de no suponerlo no tendría ningún sentido que rematara su hipótesis diciendo que «con el descubrimiento de la falta de pene, la mujer queda desvalorizada para la niña, lo mismo que para el niño y quizá para el hombre». (8) Y no se me ocurre nadie mejor que Simone de Beauvoir para evidenciar la parcialidad del argumento freudiano. Basta, incluso, una breve pero aguda observación: «Para que tome el carácter de una frustración, la niña tiene que estar por alguna razón descontenta de su situación; como observa oportunamente H. Deutsch, un acontecimiento exterior, como la visión de un pene, no puede condicionar un desarrollo interno: “La visión del órgano masculino puede tener un efecto traumático —dice—, pero sólo con la condición de que vaya precedida por una cadena de experiencias anteriores propias para crear este efecto”. Si la niña se siente impotente para satisfacer sus deseos de masturbación o de exhibición, si sus padres reprimen su onanismo, si tiene la impresión de ser menos amada, menos estimada que sus hermanos, entonces proyectará su insatisfacción sobre el órgano masculino». (9) La psicología de la mujer no se explica —como en su hora quiso el psicoanálisis— por sus “deficiencias” anatómicas, sino por la interpretación que, a lo largo de los siglos, se ha venido elaborando —por hombres, generalmente— en torno a la diferencia física entre machos y hembras. Que el falo simbolice todo cuanto en la civilización y el progreso resulte envidiable, sólo prueba que los aires de superioridad son el síntoma de una paranoia masculina. Podríamos añadir aun la contrastada opinión de Bronislaw Malinowski, el reputado antropólogo que, al calibrar la validez del complejo de Edipo, demostró cómo la horda primitiva, de la que según Freud parte toda la problemática de la identificación de los géneros, fue sagazmente «provista de todo el mal humor, los prejuicios y los desajustes de una familia europea de clase media», (10) sugiriendo que, como científico, el autor de esta hipótesis era un excelente fabulador. Por lo antedicho, querer contraargumentar el posicionamiento de De Beauvoir diciendo que no es sino una manifestación más de la lógica de la castración, es parapetarse en la terquedad de los mismos prejuicios sobre los cuales se ha cimentado la teoría. Por esa y otras razones, cuando los psicoanalistas hablan de resistencia; cuando lo que escuchan o analizan no cuadra con la doctrina; cuando tildan de mecanismo de defensa a la conducta que se resiste a la causalidad sexual; o cuando a las críticas le oponen el refrán «cuando el río suena, piedras trae», uno siente hasta vergüenza ajena. Lo que sí resultaría preciso confesar, entonces, es que la interpretación psicoanalítica de la mujer —y con ella un montón de cosas más— juega a favor y se empeña en legitimar una mentalidad que hoy más que nunca es beneficioso combatir, no sólo porque hace tiempo ya que despide el fétido olor de la podredumbre, sino porque aferrarse a ella constituiría una prueba más de que la estupidez humana no tiene límites. Y es triste escuchar a quienes lo acusan de ser una mera moda, aun cuando en el combate se haga evidente el atolladero al que nos ha conducido el mirarlo todo según su tamaño y contundencia: esta manía fálica es incluso nociva para el planeta. De modo que la razón por la cual se excluyó a la mujer de aquel proverbio, nos estaría hablando de que, en un principio, existía la idea de que el femenino era un género privilegiado, por cuanto disfrutaba de la interacción sexual sin remordimientos, y de que, por otra parte, si archivamos a título histórico cómo del omne animal se hizo una suerte de categoría clínico-moral en la nosología varonil, en un universo donde el placer parece masculinamente monopolizado, la sexualidad de la mujer permanece en la absoluta incomprensión, convirtiéndose así en un ámbito para “testar” las más absurdas hipótesis. Pensando, pues, en nosotros, nada prueba, como bien lo echó de ver Michel Foucault, que nos hayamos librado de aquella actitud pretendidamente científica hacia el sexo que nos legó el siglo xix, para la cual no se trababa —por irónico que esto pueda parecer— de decir una verdad apodíctica sobre el tema, sino de impedir que ésta se produjese: «Desconocimientos, evasiones y evitaciones no han sido posibles, ni producido sus efectos, sino sobre el fondo de esa extraña empresa: decir la verdad del sexo». (11) Y no importa cuántos años hayan pasado ni qué posibilidades reales nos aporta la época para gozar de una vida sexual saludable y satisfactoria, mujeres y hombres seguimos manteniendo ideas fraudulentas en torno a la sexualidad, incluso monomanías que a menudo no encuentran su correlato en los hechos. Andamos a tumbos con las cosas, y respecto al sexo quedan aún correcciones pendientes. Una pareja heterosexual queda para pasar un buen rato, y al hombre sólo le preocupa tener una erección, penetrar y eyacular —¡y zas se acabó! A estos varones habría que recordarles que es un error creer que el acto sexual suprime el deseo, y que no concebir para el sexo otro fin que la eyaculación es una perezosa descortesía de parte suya—, (12) mientras que la mujer, obviamente insatisfecha, se ve obligada a conformarse con lo que hay, sobre todo si siente por la otra persona algo más que un mero deseo carnal. La escena es más frecuente de lo que nos gustaría reconocer. Por eso, en semejante contexto, lo más justo sería darle un giro al antiguo proverbio y decir: omnis mulier post coitum tristis est. En este y en tantísimos otros casos, lo aconsejable es, pues, seguir por ejemplo las recomendaciones que María Encarna Sanahuja daba a propósito del estudio de los orígenes de la humanidad: es preciso dejar de promover definiciones de fenómenos históricos en términos esencialistas, evitando elevar a categorías universales de análisis las relaciones sociales o instituciones que prevalecen en la actualidad. (13) Sólo así estaríamos en condiciones de apurar el camino que, a pesar de esos detalles que nos harían pensar en lo contrario, ya hemos emprendido, y dejar por fin en el olvido episodios de persecución represiva. Porque que a poco que uno escarbe se percata de que la historia de la sexualidad que arranca hacia el siglo xix —contra la cual, dicho sea de paso, se subleva el erotismo moderno— no ha sido sino una pedagogía de la represión, movida por el filisteísmo y la doble moral, y que tendió a podar en los sujetos el follaje del deseo sexual, dejando únicamente aquellos usos y costumbres que las instituciones sociales juzgaron practicables. El resultado de este proceso es de dominio público: con él vino a estrecharse el círculo de la sexualidad y a hacerse menos briosas las manifestaciones de la libido. Pero, entretanto, ¿qué ocurrió con el deseo sexual? Las mujeres y hombres que ahora somos no pueden menos de sonreír al echar la mirada a esas épocas y comprobar que sí hemos avanzado: por decir algo primero, la pudibundez con la que se machacaban otrora las manifestaciones de la libido ya no produce tanta ansiedad. Son cada vez más los contextos donde ni siquiera hace falta tomarse la molestia de interrogarse por el “secreto” de la sexualidad; y donde, al menor indicio de que aún persiste una obsesión por el sexo, ya sea en forma de un endiosamiento de la fuerza libidinal o como expresión de una perversa lógica de dominación, lo cierto es que ya no se tiene la paciencia ni el temor para denunciar los abusos ni para señalar los excesos. Con todo, se engaña quien espera ver el asunto algún día felizmente resuelto. Como toda realidad humana, la sexualidad se antoja esencialmente conflictiva. Y sin embargo, a este respecto pienso en unas palabras del inconmensurable Nicolás Gómez Dávila: «Nada más repugnante que lo que el tonto llama ‘una actividad sexual armoniosa y equilibrada’. La sexualidad higiénica y metódica es la única perversión que execran los demonios como los ángeles». (14) Comoquiera que sea, celébrese que cuando menos el hediondo aroma de la mojigatería vaya disipándose al grado de desaparecer. Cualquiera puede tener la impresión de que tenemos un pie en el umbral de una época donde la diversidad y la tolerancia quieren marcar la pauta. Si el deseo ha de ser un haz de luz que se descompone al chocar con el prisma de la subjetividad, me uno a los que esperan ver cuál será el perfil de una sociedad multicolor o más receptiva a los matices. La historia quiere darnos una lección: no habrá ninguna hoja de parra que alcance a disimular por completo la voluptuosidad del deseo —y ni siquiera la prohibición ciega y testaruda, que sólo ha demostrado cómo hacer para que las cosas se pongan al rojo vivo. En un escenario tal, quizás no falte mucho para que la tristeza postcoital sea cosa del pasado. NOTAS:
(1) Véase J. Huxley, «El cortejar de los animales», en El hombre está solo, Buenos Aires, Sudamericana, 1953, p. 209. (2) E. Montero Cartelle, «Omne animal post coitum triste: de Aristóteles a Freud», Revista de Estudios Latinos (RELat), 1, 2001, p. 117. (3) Véanse, por ejemplo, G. Vorgberg, Glossarium eroticum, Hanau, Müller und Kiepenheuer Verlag, 1965, p. 647 y A. C. Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Female, Philadelphia, W. B. Saunders Co., 1953, p. 638. (4) Interpreto libremente algunos pasajes alusivos a Melampodia, un poema de Hesíodo del que, desafortunadamente, no poseemos versión íntegra alguna. (5) J. Glenn, «Omne animal post coitum triste: A Note and a Query», American Notes and Queries, 21 (3/4), 1982, p. 50. (6) S. Freud, «Manuscrito F. Recopilación III», en Obras completas, t. I, Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 236. (7) S. Freud, «La feminidad», en Los textos fundamentales del psicoanálisis, selección e introducción de Anna Freud, Madrid, Alianza, 1997, pp. 559-530. (8) Ibíd., p. 531. (9) S. de Beauvoir, El segundo sexo, Madrid, Cátedra-Universitat de València, 2017, p. 350. (10) B. Malinowski, Sexo y represión en la sociedad primitiva, Buenos Aires, Nueva Visión, 1974, p. 169. (11) M. Foucault, Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber, México, Siglo XXI, p. 72. (12) Véase J.-P. Sartre, El ser y la nada: Ensayo de ontología fenomenológica, Barcelona, Altaya, 1993, p. 409. (13) M. E. Sanahuja Yll, Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria, Madrid, Cátedra, p. 88. (14) Escolios a un texto implícito, Vilaür, Atalanta, 2009, p. 335. por MARTA LEDRI ¿Cuál fue la intención inicial de la máxima novela española? El mismo Cervantes lo manifiesta: Mi deseo es poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías. Errática en sus comienzos, esta novela, que tal vez estaba pensada para ser incluida en las que luego se reunieron bajo el título de Novelas ejemplares, fue haciendo camino al andar, o mejor dicho al cabalgar, desde el preciso instante en que el hidalgo revestido de caballero andante escapa por la puerta falsa de un corral. No da cuenta a nadie cuando recibe el llamado a enderezar entuertos. Cervantes, después de admirar y salvar a Amadís de Gaula de la inspección inquisitorial que llevan a cabo en la biblioteca del maltrecho caballero al regreso de su primera salida, el cura, el barbero y el ama, que no dudan en encender una hoguera y como Torquemadas mandan al infierno todos los volúmenes que había comprado Alonso Quijano a costa de malvender sus tierras, sostiene en varias oportunidades, ya como narrador, que es necesario regresar al ideal épico y verosímil del caballero que se encarna en la figura del Cid. Solo así, la España de Felipe II, empobrecida, endeudada, podría salvarse. A pesar de su admiración por el sobrio héroe de la gesta, su creación cobra vida y, aunque prevalezca la parodia, construye un héroe a la manera mítica. Más allá del perfil paródico es posible reconocer en toda la novela (1605 y 1615) los mitemas que conforman el arquetipo del héroe mitológico. Don Quijote vive dentro de un espacio real, pero se comporta como si el tiempo mítico y la utopía lo circundaran. Utopía y ucronía dentro de una España real, en la cual la hidalguía se empobrece, los caminos rurales son vigilados por la santa Hermandad y los pobres, como Sancho, solo comen cebollas. “El viaje” está lleno de obstáculos pero a pesar de sus recaídas, a pesar de las burlas de Frestón, a pesar de las advertencias de Sancho, Don Quijote va tras su aventura amorosa: desencantar a Dulcinea, salvarla de la forma vil de rústica a la que la han encadenado. Es el nuevo Orfeo que desciende a Hades para devolver a la vida a Eurídice; es Odiseo descendiendo para buscar la respuesta de Tiresias y poner los pies en la rocosa Ítaca, es Eneas impulsado a enfrentar las caliginosas tinieblas para poder refundar Troya. ¿Cuál es el infierno de Don Quijote? Desde esta perspectiva, el descenso a los infiernos o el vientre de la ballena es la incursión a la Cueva de Montesinos. Don Quijote se ha demorado en las Bodas de Basilio y Quiteria. Ha mediado por los enamorados. Sin embargo, no deja de pensar en su empresa personal, a él también le duele el amor. Por esta razón y con la ayuda de un primo de los novios se dirige a Montesinos, la cueva cuya entrada está obstaculizada por espinas y cabrahígos. No se amedrenta ante estos Cerberos y atado por la soga queda unido a los dos mundos. Va hacia el omphalo, el centro u ombligo del misterio. Lejos quedan Sancho y el primo. La luz es cada vez más escasa y sin temor hace pie en el infierno de los encantados personajes de sus lecturas. No hay ríos, ni barqueros. El Aqueronte ha escurrido su caudal, el Leteo no lo moja con su líquido amnésico (sabremos después que solo lo adormece). El Hades de Don Quijote es de cristal y el rey de este infierno de epopeyas es el mismo Montesinos, que se duele de la muerte de Durandarte. El castigo es el encantamiento de Merlín. Ningún mortal que descienda al inframundo puede regresar. El que consigue ascender o realizar la anábasis se convierte en héroe. Don Quijote escapa del tiempo real. Bajo tierra está sepultado tres días y, como Cristo, resucita glorioso. Es solo espíritu enamorado, no ha tenido necesidades físicas, no ha sentido hambre porque los muertos no comen. Liviano como una silueta o una idea, no tiene gravedad. Tiene el peso de una letra o quizás de una página. Ha descendido para elevarse al estado de personaje. Ha visto la galería de muertos famosos de las novelas de caballería y como Orfeo regresa, sin lira, pero con el mismo pesar, a la tierra de los que de pan se alimentan, sin Dulcinea. La amada sigue cautiva en su forma de aldeana. Anacronías entre los muertos de Montesinos y los que han quedado en la superficie. Don Quijote supera la mayor prueba de un héroe mítico. La cueva para él no ha constituido una catábasis, es más bien una sublimación. No siempre los Infiernos son lo que parecen. A veces solo descendiendo se encuentra o al menos se vislumbra lo que tanto se busca. Tal vez por eso el vuelo sobre Clavileño en la estancia de los duques no lo haya elevado hasta las órbitas celestiales. Él ha encontrado el cielo en el mismísimo infierno. PS: El episodio se narra en los capítulos XXII y XXIII de la segunda parte de la edición de 1615. No hay citas porque, como dice León Giecco, «Todo está guardado en la memoria».
por FERNANDA BALLESTEROS In memoriam Minerva Margarita Villarreal Cuatro días antes del Tercer Encuentro Literario 13 Habitaciones Propias, un mensaje de audio del “Chapito” Guzmán amenazó al presidente: «te voy a calentar todos los estados, loco». Los balazos en Culiacán se callaron con la liberación del hermano Ovidio. Fue desde un mensaje de audio como también nos llegó la información a nosotras. Era de Viridiana Carrillo. Nos dijo que el plan continuaba, que no nos iban a ganar, que la ciudad no es de ellos, que nuestra rebeldía es esto: Encuentros. Espacios donde defendemos la palabra por encima de todo. Aterricé en un Culiacán de calor tropical, con el río que lo atraviesa y la catedral con una luz que parpadea por la noche en una de sus dos torres. Era lunes. Nos instalamos en un restaurante vacío en una calle empedrada, decorada con foquitos en zigzag de banqueta a banqueta. Los nombres del chat se volvieron caras y se fueron extendiendo en universos mientras pasaban las horas. En los siguientes días: foros, conversatorios, lectura de poemas, de cuentos, de extractos de novela. Palabras que se iban tejiendo antes y después del momento en el micrófono, en los desayunos del hotel, en el camino a pie rumbo al Instituto de Cultura, en las comidas y cenas de mesas largas, donde una vez probamos el pan de mujer. Le dicen así porque lo hacen con un dulce llamado panocha o porque la receta no tiene huevos o porque antes lo horneaba pura dama. Llegamos a la conclusión de que los ovarios serían el equivalente femenino de los huevos, y que al pan de mujer no le falta nada. Y que está bueno, y que es dulce pero no demasiado. Una mañana, antes de las actividades, fuimos al Jardín Botánico. Vimos espinas sobre el agua en la ninfeácea más grande del mundo, troncos como manos gigantes, verdes en texturas esponjosas, lisas, rasposas y libélulas azules. Vimos bambús que, después de germinar, tardan siete años en salir de la tierra. Dijimos que todas deberíamos de tener, cerca del escritorio, en la habitación propia, un bambú para recordarnos que vale la pena fortalecer la raíz, que vale la pena la paciencia, las horas en soledad, las palabras que plasmamos y las que borramos. No fuimos a Altata, pero los organizadores nos llevaron a un restaurante de nombre surreal (Cow Fish), con espíritu playero, piso de tierra y caguamas plantadas en hieleras al centro de las mesas. Ave Barrera, quien horas antes concluyó el foro de Virginia Woolf con optimismo, abrió la pista de baile con alguna ranchera, entrelazada con Sebastián, uno de los organizadores que resultó un animador excelso con movimientos para todo tipo de música. Reggaetón, Rosalía, Luis Miguel. Escritoras y organizadores se iban parando a bailar en círculo, en parejas, con los tarros por ahí, llenándose, vaciándose. De pronto El ‘Nocturno a Rosario’ de Manuel Acuña en una balada del rey de los narcocorridos, Chalino Sánchez. Los foráneos dejamos el escenario para los culichis, quienes se abrazaron y cantaron con el alma leyendo las letras de la canción en el video de YouTube. Me senté, los observé y amé Culiacán. Ese punto violento del planeta donde las personas son agradables, francas, buena onda, chilas. Abstraída por el espectáculo, sentí muy cerca de mi oído lo que me decía Alguien que llegó por atrás: «¿Te acuerdas del personaje de mi cuento? ¿De la familia que te conté que ahora tienen armas? Son ellos los que mataron al Chalino». A veces da miedo escribir nombres porque en este país da miedo hablar y preferimos cantar, meterlo todo en palabras de alguien más. Minerva Margarita Villarreal cambió los nombres de las personas y del pueblo patriarcal del que habla en su libro de poemas Vike, un animal dentro de mí. «Porque no quiero que me maten», dijo. Los nombres de personas y de lugares cambian, pero vienen de un mismo conflicto y hay que encararlo, despellejarlo, con poesía o con citas exactas, periodísticas, aterradoras como las de Diana del Ángel. O en cuentos, como el de ‘Alta costura’ de Atenea Cruz, que lo dice: «es como todo en este pinche país: un secreto a voces». No fuimos a la capilla Malverde, nomás me la imaginé con los narcos en oración y el santo rodeado de flores. Me quedé con ganas de ir al panteón a ver las tumbas con aire acondicionado y wifi. Me quedé con ganas de escuchar más poemas en mixteco sobre hormigas y de continuar la conversación en torno a la edificación de la mujer, de nosotras como hijas de Virginia Woolf, como mujeres que necesitamos construir la libertad en un país donde hay una violación cada cuatro minutos. Karen Villeda lo escribió en Agua de Lourdes. Leerla me pareció un cierre ideal a un encuentro femenino donde cumplimos lo que Viridiana dijo: demostramos la fibra, la corpulencia, el impacto de la palabra. (*) Fernanda Ballesteros (Hermosillo, México, 1991) es escritora, pintora y productora de documentales. Autora de Arigatou goza-y-más (Elefanta/ISC, 2019, premio Crónica CLS 2018). Licenciada en Periodismo por la UP, maestra en Literatura por Casa Lamm y en Historia contemporánea por Sorbonne Paris 1.
por MARCEAU VASSEUR Al borde del muelle del Puerto Grande, con los pies tras un pequeño muro de cemento, Luis añora la barandilla de hierro oxidado sobre la que uno podía apoyarse frente al mar. Está de pie, en sus zuecos, debajo de la boina. A la derecha, un brazo verde de musculatura irregular agarra la bahía por la cintura. A la izquierda, un brazo de cemento se rompe en ángulo recto hacia alta mar. Sobre el hombro, del mismo lado, un edificio blanco, la lonja, llena de rumor o de silencio, parece salir al mar. Luis, con un dedo, hace un hueco en su boina. Nadie llama. Hace sol esta mañana, las nubes son gris perla. Enfrente, en la costa del Ris, tres pinos a contraluz se fabrican un espacio de estampa japonesa. Tras el tríceps del brazo derecho, los Plomarc’h algodonean. “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!” Luis, con el mismo dedo, hace otro hueco en su boina. “¡Treisour” A través de sus gruesos cristales ahumados, Luis mira. Unos pescadores le llaman desde un barco. Él baja con pasos cortos por una lengua de cemento que el muelle le saca al puerto. Con sus dedos prestos libera una argolla corroída del nudo de la amarra, la toma en su mano izquierda, salta a su barca negra, la aleja empujando con el remo contra el varadero, cingla. Las casas que se suben unas por encima de otras para ver mejor la bahía reflejan en sus ventanas los escupitajos cegadores del sol. Los Plomarc’h se descubren: aparecen los contornos rechonchos y verdes de las casitas grises y macizas, los árboles de altos troncos paralelos. Las gaviotas baten olores de hierba fresca en el aliento fuerte de las olas.
Las callejas y callejones del barrio del puerto bajan hacia el muelle: bailando, girando, verdosas, rotas, abiertas, sin salida, sombrías, soleadas, húmedas, neblinosas, resbaladizas de baba, Alcyons4, de cielo movedizo, cortadas por el hipo de una escalera, por la coma de una fuente, Boudoulec, hinchadas de viento, inmóviles, acarreando siluetas azules a veces oscilantes, siluetas negras, lentas de cabeza blanca, Rosmeur, no conocen más que una letra del alfabeto, la i griega de madera donde está tendida la ropa.
“¿A cuánto has vendido tu pescadilla, Hervé?”; unos coches circulan por la calzada, la marea sube, los hombres están ajetreados, empujan el paisaje, el vuelo de las gaviotas, las casas de los Plomarc’h, los árboles de altos troncos paralelos. Los peces muertos se derraman por la ciudad.
Acequias de piedras desiguales llevan las aguas al pie de los muros blancos, ocre-arena, grises, perforados a veces por ventanas miopes, con la barbilla en la calle, con los cristales pintados formando pequeños rectángulos amarillos y rojos, por las puertas marrones con el dintel redondo, por las casas de las callejuelas que, por la mañana temprano, hacen reverberar las cadencias secas de los zuecos, engomadas de las botas, las voces rocosas de los pescadores bretones, graves, ásperas, roncas, oxidadas, hechas para el mar y contra el viento.
Los tejados azulean y afilados, cortan el viento, o se posan negros y blancos bajo el sol como un tablero entrecortado, o cubren la ciudad en las tardes de bruma, coloreada como una coraza de caballero medieval.
Una moto, con el motor apagado, se desliza sobre el muelle, atrapada bajo un hombre de chaqueta beige, entre unas piernas de pana marrón. Frena despacio, pone el pie derecho en el suelo, describe en el aire un semicírculo con la pierna izquierda, empuja la máquina contra un muro, se va con pasos largos, con la mirada viva, con cuatro dedos vueltos contra el pulgar y el borde de la manga, vira en un bar. Luis lleva ropa de tela azul. El cielo se alza, el sol se pone en ángulo recto, el muscadet y el vino tinto suben y bajan en los vasos, las gaviotas trazan líneas blancas, los barcos descansan, los ojos se atornillan en la luminosidad del momento.
El reloj, frente al puerto, se ha detenido a las cuatro menos diez. El cielo es un bello lienzo, la mar de seda. Con cara de triángulo, al borde del muelle, con ojos muy azules, un tipo tatuado más bien musculoso deja que le hiendan verticalmente los rayos de sol.
Unas gaviotas voraces se precipitan en un desorden blanco sobre un pez que flota boca arriba; gritan, se pelean, golpean el aire y el agua con sus alas hasta que el pez huye en un pico. Luego, tranquilas, se van a buscar a otra parte.
Los charranes histéricos rayan el azul con sus gritos y sus vuelos agudos, se zambullen verticalmente.
En la rue du Sémaphore, unas sábanas que están secando se creen velas, se hinchan y chasquean de placer en el aire arenoso. Al borde de esta tarde, en los bares, los hombres beben en silencio.
Autos, camionetas circulan de nuevo; algunos motores de embarcaciones se ponen en marcha, el señor Auguste Le Mao debe llamar por teléfono. No.
Es una voz suave, un poco velada, de mujer, llamando por el altavoz de la lonja, que atrapa el barrio del puerto en una red de seda sonora. Una luz gris recorta con agudeza las aristas de las casas y de los tejados.
Las nubes del mar se vuelven plomizas. Una gaviota, más blanca, se burla. Una mancha de fuel con reflejos arcoiris se divide bajo la roda, vuelve a formarse bailando. Los charranes gañen al tajar el espacio. Otras gaviotas descansan, sueñan, sueltan su guano sobre una vieja sardinera que cabecea. Otra se aburre sobre un yate.
Cerca de su cabaña, al pie de un gran muro, unos botes boca abajo se secan el vientre recién pintado de marrón rojizo de pintura submarina o de negro alquitrán, donde se mezclan los excrementos blancos de las aves marinas y, como una coma, el jugo de tabaco mascado de los viejos pescadores que conversan en lo alto del muro.
El sol ha cumplido su trayecto sobre los tejados de la ciudad. Acaba de encontrar una abertura a través de las nubes, incendia la isla Tristán. El muelle del Puerto Grande está en la sombra, pero la orilla del Ris está iluminada. Unas velas se tragan la luz. Planean gaviotas de oro. -¿Luis, qué tal? Pregunta un pescador. -Bien, sí. Cari no scre ou pech. -Sí, hemos cogido unos cangrejos. ¡Anda, Yves, dale un cangrejo a Luis ! ¿Y la salud ? - Croc ki sa mour va den hospito ki rou dano mehor langoust so mero tani. -Ha llegado uno de Mauritania, el Júpiter, con treinta toneladas. -Sí. -Vente a tomar algo donde Rose. -No, no. -Toma Luis, el cangrejo. -No, no. -¡Que sí! -Merci. Luis se lleva el cangrejo a su cabaña verde. -Luis nunca va al bar. -No, sólo bebe agua. -¿Es portugués o español? -Qué sé yo. -Hola Rose, dos tintos. Anda, La Brume, ¿qué te pasó ayer ? -Hola tío, jo, me detuvieron por ir borracho. El sol se estrella en el mar.
Unos autos avanzan lentamente como tortugas relucientes, tras los embudos blancos de sus faros. “¡Señor Auguste Le Mao!” Las luces de las altas farolas dan bocados a los granos de llovizna, las ventanas de los bares forman manchas amarillas verticales, que desbordan un poco horizontalmente sobre la acera donde se distorsiona la sombra del cliente. Luis chupa las patas del cangrejo. En las callejuelas oscuras se pasean a media altura los puntos rojos de unos cigarrillos.
Mañana, se levantará a las tres para llevar a los pescadores a bordo. Se oirá el jaleo oscuro de los hombres que, en su barco, se prepararán para salir. La luna se columpiará como un farol entre las nubes. Caballas fosforescentes como la espuma que sueltan las hélices se retorcerán en cubierta. La madrugada descubrirá un pelotón de unos veinte botes inmóviles, al acecho del pescado. Tal vez mañana, a una hora algo tardía, una barca naranja zarpe. Los aficionados charlatanes y cantarines que la ocupen solo traerán unas muestras de ese tipo de peces teleósteos marinos de tamaño medio o muy pequeño, de carne tierna y ligera muy estimada, de la familia de los gádidos. Luis, con pasos lentos, vuelve a su cabaña verde. Traducción y notas: Marceau Vasseur y Miguel-Angel Real
por MARTA LEDRI
ABORDAJE NARRATOLÓGICO Una de las primeras distinciones que hizo el formalismo ruso y que continuaron varias décadas después los estructuralistas franceses fue la de historia y relato. La literatura es materialidad, forma, significante. Esta historia de amor en tiempos de conquista sin la ingeniosa elección que ha hecho la autora de las categorías narratológicas podría simplificarse en un enunciado referido al tema central de la historia y que es el amor constante más allá de la muerte. Abre el discurso una primera persona gramatical que será uno de los enunciadores y al mismo tiempo sujeto del enunciado. Es un yo intradiegético y homodiegético. Se apropia de la lengua para justificar por qué decidió no formar parte del éxodo emprendido por los primeros habitantes de Santa Fe a la ciudad refundada de Buenos Aires. El aquí y ahora es la soledad, la barranca a orillas del río Paraná y el abandono por tierra que hacen los pobladores de Santa Fe para ir tras la ilusión de la ciudad del sur. En tanto él, un anciano de cien años, se queda a cuidar de su muertita y de los siete mestizos sublevados que llegaron de Asunción junto a Garay y fueron ajusticiados en la plaza. El yo que enuncia mira el pasado donde los despueses ya son parte de los tiempos pretéritos mientras focaliza el río. Focalizar es la relación entre un sujeto que focaliza y un objeto focalizado. Blas, la primera voz escuchada en el acto de lectura focaliza como un mestizo. Se mira desde lo que pensamos: El mestizaje no es solamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sino sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros. Uno es el mestizo. El distinto. (Demitrópulos, p. 35) Ve el mundo desde su condición de escindido, en su interior se entabla un agón que le otorga la condición de trágico. Como tal la fatalidad se cernirá sobre él y como todo héroe le hará frente aún sabiendo que nunca podrá vencerla. Todo personaje focalizador deja huellas en su discurso de la cercanía o lejanía con el objeto focalizado. Estos subjetivemas le permiten al lector conocer más sobre quién dice qué sobre lo que dice. Blas enuncia cerca del río y lejos de la plaza donde corrió tanta sangre inocente. Pero también focaliza desde la memoria y es ahí donde aparece María Muratore, doncella criolla asunceña que se embarca junto a Garay para fundar Santa Fe. María y el río se confunden, son asociados por su devenir inexorable, por sus transformaciones, por la incertidumbre de si el agua y ella volverán a pasar por ahí. Bella y triste la voz de Blas, el primer enunciador personaje que tiene la responsabilidad de construir la gran analepsis o retroceso discursivo para alejarnos del tiempo de la enunciación y del lugar desde donde enuncia (la barranca). Es así como, llenando las indeterminaciones, nos ubica en Asunción y narra la búsqueda del Adelantado de un lugar estratégico para llevar hacia España las riquezas de Potosí. Con él vienen españoles, damas casaderas, mestizos con promesas de tierra y mando y dos mujeres rescatadas de la calle del pecado: Ana Rodríguez y María Muratore. Muchas anacronías dispuestas con artístico criterio cooperarán para construir las historias individuales de los personajes. Pero junto a estos retrocesos estarán también las prolepsis o despueses que harán del acto de lectura un ejercicio que intente dibujar una línea temporal siempre en fuga.
La narradora omnisciente es discreta en su intromisión. Permisiva con las voces de los enunciadores personajes. Rara vez utiliza el verbo dicendi y es por esta razón que los primeros capítulos confunden al lector que no sabe con certidumbre cuál de todos los personajes narra. Hay momentos de dos voces, duetos que se contraponen (sopranos o tenores y bajos o contraltos) sin llegar al discurso indirecto libre. Pues estos segmentos, más que el fluir de la conciencia, son otras posiciones de mirar y valorizar los hechos. María, desde la intadiégesis, narra analépticamente su vida en Asunción y su caída en desgracia que la lleva a vivir en la calle del pecado. Calle que volverá a trazarse en la recién fundada Santa Fe. Siempre en las orillas, alejada del centro de la ley, del cabildo, la plaza y la iglesia, y cercana a los peligros del monte donde se presienten los belicosos quiloasas. María es montaraz, desciende sinuosamente los senderos hacia el río o escala barrancas. No busca lo plano del damero. Siempre en los márgenes, siempre en peligro de caída, siempre en el desmesurado desafío de pisar la raya. María encarna la hybris griega. Desde su idealización, focaliza al adelantado, al hombre de Brazo Fuerte y también mira y dice con desdén de su querida Ana Rodríguez. Otro de sus sujetos focalizados y construidos desde su voz, es el mestizo Blas de Acuña a quien no puede amar. María tiene muchas voces como el río, a veces se remansa en la dulzura del amor o embravecida, toma el arcabuz y dispara, María como leeremos al final de la novela va contra la corriente, buscando el naciente, tal vez buscando el origen para desandar tantas desventuras. La última voz intradiegética, inesperada pero tal vez necesaria para la ordenación de esta polifonía es la de Inés Descalzo, la responsable de iniciar y custodiar el mito de su rival: María Muratore. Esa voz trasciende las situaciones comunicativas ficcionales y se lanza a las futuras generaciones. Es la voz de la memoria. La que erige la tumba y señala el axis mundi de Blas. La tumba es una réplica de montaña. Es el indicio que queda de que un día allí hubo moradores. Es el omphalo u ombligo cuyo cordón atará a todos los descendientes de Blas. Inés, la despreciada, la mujer real, la mujer de tierra, es la chacra donde Blas siembra su descendencia. Es la mujer americana, sumisa y trabajadora como Úrsula de Macondo. Toda polis necesita de una necrópolis para ser tal. Cuando nada haya quedado serán los muertos los que habiten esos parajes que un día fueron promesas vanas para los primeros fundadores. Río de las congojas se opone a cualquier novela de prosa vertiginosa, desaforada en los acontecimientos. Es morosa en la construcción de la belleza y esta labor no constituye ningún obstáculo para crear una historia fragmentada que el lector deberá reconstruir. Injusto, a mi juicio, es el abandono de Río de las congojas. Desleal para la literatura que no se reedite, una terrible pérdida para exigentes lectores que no se hable de ella. Hoy lo hago yo llena de amor y agradecimiento. |
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