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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por CARLOS FERNÁNDEZ Para ti. Por estos soles compartidos. Doménikos Theotokópoulos (1541-1614) tuvo una vida larga. No era frecuente llegar a cumplir casi setenta y cuatro años en el siglo XVII. Y también fue la suya una vida peregrina. Había nacido en Creta, en la ciudad de Candía (actualmente Heraklion) y en ella vivió formándose como pintor hasta 1568, fecha en la que se traslada a Venecia, donde toma contacto con la gran pintura colorista de Tiziano y Tintoretto a lo largo de más de dos años. En 1570 llega a Roma, en la que permanece seis años, y allí conoce la obra de Miguel Ángel, «con quien el Greco mantuvo durante toda su vida una relación de admiración y desprecio» (Kagan y Marías). Abandona Italia camino de España y a mediados de 1577 tenemos documentada su presencia en Toledo. Aquí pasará los siguientes treinta y siete años, «algo más de la mitad de su vida en la peñascosa urbe, a orillas del Tajo» (Pita Andrade), hasta su muerte en 1614. En España se le conocerá como Dominico Greco. Precedido de una buena reputación, apenas establecido en Toledo recibe el pintor cretense dos importantes encargos que le ocuparán otros tantos años de trabajo (1577-79) y que lo convertirán en un artista de enorme fama. La catedral le pide el gran cuadro del Expolio y la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, tres retablos con un total de nueve lienzos y varias esculturas. Probablemente el pintor trabajó al mismo tiempo en ambas empresas. El cuadro encargado por el Cabildo sigue en el lugar para el que fue concebido, la sacristía, aunque con un marco diferente al diseñado por el autor. No podemos decir lo mismo de los lienzos que componían los retablos de Santo Domingo, pues solamente tres de ellos permanecen en su sitio. El resto están en museos o en colecciones privadas y han sido sustituidos por copias. Desde el 18 de febrero hasta el 15 de junio de 2025 se exhiben en la Galería Central del Museo del Prado ocho de esos lienzos. La exposición recrea aquel conjunto de pinturas del monasterio toledano que dio fama a un artista que había llegado del otro extremo del Mediterráneo. A todos ellos se suma La adoración de los pastores (Prado), el cuadro que el pintor realizó en los últimos años de vida, destinado a su capilla funeraria situada en la misma iglesia en la que había comenzado su gloria, capilla hoy perdida. Cuando se produce su muerte en 1614 El Greco era ya una estrella menguante. La responsable de esta importante muestra es Leticia Ruiz Gómez, quien ha escrito una breve y magnífica monografía para la ocasión. En este pequeño volumen la autora da cuenta de cómo se fue desmantelando el retablo mayor de Santo Domingo el Antiguo a partir de 1830. Pues fue en las primeras décadas del siglo XIX cuando se empieza a descubrir la pintura de la que terminará llamándose Escuela Española y en particular la de El Greco. Y a causa de «la ruina e incuria de la sociedad e instituciones españolas de aquella época» (Calvo Serraller) comenzaron a venderse muchas piezas a coleccionistas y marchantes que las obtuvieron recurriendo con cierta frecuencia a la rapiña y al soborno. No debemos olvidar que la mayor parte de la obra del pintor había estado hasta esa fecha en Toledo o en ciudades próximas, viviendo un largo sueño de casi olvido en «cerrados conventos o parroquias provinciales y rurales» (Marías). Pero los procesos históricos que se dieron en España durante el siglo XIX (guerras civiles, desamortizaciones, situación de la Hacienda pública, “desastre” del 98) «facilitaron la almoneda del país» (Calvo Serraller) y por razón de todo ello el estado liberal fue incapaz de retener en España la obra de El Greco. Eso explica que una producción pictórica que había permanecido durante dos siglos y medio concentrada en un espacio geográfico muy reducido, en torno a la antigua ciudad imperial, esté hoy dispersa por museos de medio mundo. Como escribe Leticia Ruiz Gómez el lienzo central, la Asunción, salió del convento con precaución y sigilo el 13 de agosto de 1830. El destino era la colección del infante Sebastián Gabriel de Borbón, nieto de Carlos III, quien pagó la cantidad de catorce mil reales. A su muerte, la colección pasó a su viuda y después se repartió entre sus herederos, quienes la fueron vendiendo posteriormente. Esta pieza se presentó en 1902 en el Museo del Prado, en la exposición que se dedicó a El Greco con motivo de la proclamación del rey Alfonso XIII. Allí estuvo depositada un par de años, esperando una oferta de compra por parte del Estado, oferta que no llegó. En 1904 fue comprada en París en la galería Duran-Ruel por Nancy Atwood Sprague, quien en 1906 la donó al Art Institute de Chicago. Desde entonces no había podido verse en España. Parecida suerte corrieron otros lienzos del retablo, como las imágenes de San Bernardo (Hermitage), San Benito (Prado) y La Trinidad (Prado), en cuya compra intervino el rey Fernando VII. La Adoración de los pastores está en la Fundación Botín desde 1956. En 1964 se vendió La Santa Faz. Resulta interesante constatar que poco después de perderse para nuestro patrimonio La Asunción, pieza tan relevante en la carrera del autor, comenzó el estudio concienzudo de su vida y obra con la publicación en 1908 de la primera monografía sobre El Greco, escrita por Manuel Bartolomé Cossío, traducida a varios idiomas, que supuso el rescate de un pintor condenado al ostracismo durante tanto tiempo. En 1911, casi de manera sincrónica al libro de Cossío, se publica en Alemania el primer trabajo académico sobre el pintor de la mano del investigador August L. Mayer, quien hasta su muerte (ocurrida en las cámaras de gas de Auschwitz, en 1944) no dejó de publicar sobre El Greco y otros pintores españoles, hasta el punto de convertirse en el gran divulgador de la Escuela Española fuera de nuestro país. De 1913 data Historia de la pintura española, que se traduce en 1929 y que conoce varias ediciones. Como remate de la primera parte del libro, Mayer dedica un amplio capítulo al pintor de Toledo, en el que polemiza con algunas cosas que había escrito Cossío, particularmente con la huella que se podía rastrear en su pintura a causa de su ascendencia cretense. Si el historiador español habla con cierto desdén de los «crueles borrones» en cuyo origen estaría su «bizantinismo», por contra el alemán insiste en la impronta que habían dejado tanto los iconos cuanto los mosaicos, en concreto en la falta de fondo espacial en muchos de sus cuadros y en la brillantez de los colores. La historiografía actual va claramente por la senda marcada por Mayer (María Constantoudaki-Kitromilidis). Los propios artistas estaban reivindicando desde hacía algunos años las formas y colores de El Greco. Lo habían hecho Cézanne, Picasso, Zuloaga, Rusiñol, Modigliani, Chagall y algunos integrantes del grupo Der Blaue Reiter (1911), como Franz Marc o Vasily Kandinsky. Uno de los cuadros que influyó poderosamente en las vanguardias fue el paisaje que hoy conocemos como Vista de Toledo, tela encontrada por Cossío en los primeros años del siglo XX, según relata con emoción en su libro antes citado: Por esto fue grande mi sorpresa al encontrar un paisaje del Greco, un verdadero paisaje, con el eterno Toledo, pero sin figuras, y en el que la ciudad ofrece el mismo interés, no mayor, que la tierra y el cielo. Y no hablo de la tan conocida Vista panorámica, que todo el mundo puede ver en el Museo Provincial de aquella ciudad, sino de un ignorado lienzo que, en perfecto estado de conservación, tuve la suerte de descubrir y hacer fotografiar, por vez primera, en el palacio de Oñate, en Madrid, donde hoy habitan las condesas de Añover y de Castañeda, dueñas del cuadro. Este cuadro, uno de los pocos “paises” que conservamos del autor, fechado en torno a 1600, corrió el mismo destino que la Asunción de Santo Domingo: en 1904 fueron ambos vendidos a coleccionistas estadounidenses y hoy están respectivamente en Nueva York y en Chicago. Un escritor que exactamente en esos mismos años descubrió la pintura de El Greco fue Rainer María Rilke (1875-1926), quien había podido ver en el Salón de Otoño de París en 1908 precisamente la Vista de Toledo. La tela le produjo una profunda conmoción estética. Sobre ella le envía al escultor Auguste Rodin, de quien había sido secretario personal pocos años antes, esta carta el 16 de octubre: Querido Rodin: Vengo otra vez del “Salon”, donde he pasado una hora delante del “Toledo” del Greco. Este paisaje me parece cada vez más sorprendente. Tengo necesidad de describírselo tal como lo he visto: La desgarrada tempestad se precipita bruscamente a la espalda de una ciudad que, sobre la empinada colina, asciende deprisa hacia la Catedral, hasta llegar a la parte más alta coronada por el Alcázar, cuadrado y macizo. Jirones de luz surcan la tierra, la remueven, la desgarran, destacándose acá y allá como desveladas, por detrás de los árboles, las praderas con sus lívidos tonos verdes. Un río estrecho sale sin movimiento de un montón de colinas y amenaza terriblemente, con su azul negro y nocturno, las llamas verdes de las jaras. La ciudad, despavorida y sobresaltada, se levanta en un último esfuerzo, como si quisiera penetrar la angustia de la atmósfera. ¡Habría que tener tales sueños! Quizá me equivoco dejándome llevar de una cierta vehemencia por este cuadro. Ya me lo dirá usted cuando lo haya visto. Siempre su querido y gran amigo. RILKE. Pasados tres años casi justos, a finales de septiembre de 1911 el poeta le escribe a su amiga Marie von Thurn und Taxis-Hohenlohe en estos términos, tras ver varias obras de El Greco: Sabe usted, princesa, cuál hubiera sido mi único anhelo: hacer un viaje a Toledo. Esta noche me imaginé que lo habíamos hecho juntos; medio lo pensé, medio lo soñé, y con gusto me dejé llevar por ambas cosas... Estos debieron ser los supuestos de mi sueño, a los cuales se añadió lo que me viene persiguiendo estos días: los grecos que ahora he visto en Múnich una y otra vez, que arrostré y viví. De ello ya le hablé en mi carta, si bien no llegué a contarle que allí estaba ese extraño Laocoonte, derribado por una serpiente que le acomete desde atrás y de la que intenta desasirse; uno de sus hijos, ya muerto, otro a la izquierda en pie, doblado hacia atrás de nuevo en tensión por el poderoso anillo de la poderosa serpiente, la cual le alcanza ya el pecho; a la derecha, los hijos, no comprendiendo apenas lo que sucede (tal era la rapidez y la furia con que los envolvía el destino). Y a través de toda esa escena, a través de la tensión que penetra todos los intersticios de esta desesperación, se divisa Toledo, como testigo de este espectáculo, encaramándose sobre sus agitadas colinas, pálido por el resplandor de un cielo que se precipita a sus espaldas. Así surgió, pues, y se explica mi visión; debe ser magnífico ver esta ciudad, y al Greco en relación con ella. Pero yo fantaseo, naturalmente, esto sería algo más que un rodeo. Dios sabe lo que esto significaría. Después de haber admirado estos dos cuadros, se produce el ansiado viaje a Toledo. Rilke llega la ciudad el 2 de noviembre de 1912 y pasa allí todo el mes. Recorre los lugares de El Greco, los puentes, las iglesias, particularmente la de San Vicente, y así se lo dice al pintor Leo von Köning en carta del día 20 de diciembre de ese año, desde Ronda: Al final, si es que ha de cargar en la cuenta un más o un menos, debo confesar que fue ante todo la Asunción de María, en San Vicente, una de las obras que yo he visitado a diario, y siempre había en ella más de lo que mi recuerdo había retenido en la visita anterior. La traducción de estas cartas se la debemos a Jaime Ferreiro Alemparte (Quintela, O Carballiño, OURENSE), que dedicó una buena parte su vida a estudiar y traducir la obra de Rilke. De hecho, su última obra, publicada el año anterior a su muerte, es una Nueva antología poética (1999) del poeta, en cuya introducción leemos lo siguiente: (Rilke) nace en Praga, el umbral entre el mundo eslavo y el mundo germánico. Praga era un lugar de cita y cruce de culturas... Rilke procede, pues, de una zona limítrofe, extramuros del área germánica. Este carácter fronterizo de su nacimiento parece ya como antecedente de su inquietud geográfica y espiritual, de su vida proyectada simultáneamente y con toda intensidad entre la afirmación de lo individual y lo cosmopolita. Desde que en 1896 abandona Praga para dirigirse a Munich, la existencia de Rilke es de nomadismo perpetuo. También Toledo había sido un cruce de culturas, y en el momento en que a ella llega El Greco, otro nómada, empezaba a sentirse una ciudad extramuros del poder, que con Felipe II se había desplazado a Madrid pocos años antes (1561). Y fue allí donde se encontraron El Greco y Rilke, dos creadores en los que se mezclaban genialmente lo particular y lo cosmopolita. Y tal vez por ello visitó Rilke a diario, en noviembre de 1912, en la iglesia hoy desacralizada de San Vicente, la desaparecida capilla Oballe, para ver aquella Asunción (Que hoy se la identifica como una Inmaculada Concepción, depositada en el Museo de Santa Cruz, Toledo) que sube al cielo elevándose por encima de la ciudad, representada aquí por apenas un fragmento de la Vista de Toledo que tanto lo había fascinado cuando la vio en París en 1908. Hay que imaginar al poeta en aquella fría capilla iluminada por las velas, cuya luz haría vibrar los colores esmaltados del cuadro como si de teselas se tratase. Aquellos colores metálicos que causaban asombro y que el pintor había empleado ya en los cuadros para Santo Domingo el Antiguo y la Catedral treinta años antes. Y a los pies de María, la ciudad en la que él se encontraba en aquel preciso instante. «En el aire conmovido» de aquel espacio íntimo siguió habitando Rilke incluso después de abandonar Toledo camino de Andalucía. Y sería en Ronda, en el mes de enero de 1913, cuando escribe los dos poemas de la Asunción de María «bajo la influencia artística de la Asunción de El Greco» (Ferreiro). Escogemos el último cuarteto en traducción del propio Ferreiro Alemparte para cerrar este largo e intenso encuentro de aquellas dos personalidades excepcional en la ciudad del Tajo: Pues nosotros nos quedamos donde tú saliste. Todo lugar abajo quiere ser consolado. Inclínanos tu gracia, fortalécenos como con vino. Pues de comprender no se trata aquí. La exposición del Museo del Prado no nos permite solamente recuperar temporalmente la obra con la que El Greco se convirtió en un gran artista, en la que se sintetiza su aprendizaje cretense y su paso por Venecia y Roma para crear un estilo realmente único en la Historia del Arte. Eso es muy importante, pero también sirve esta muestra para conocer cómo se fue descubriendo y estudiando hasta el día de hoy la pintura de este extraordinario artista casi olvidado hasta hace poco más de un siglo y, de manera simultánea, explicar cómo una parte importante de la misma, en número y calidad, salió lamentablemente de España. Y, en último término, nos ayuda a valorar justamente la gran influencia que sus figuras y colores tuvieron sobre el arte contemporáneo, pues El Greco no era un personaje extravagante, como se le tildó durante largo tiempo, sino un artista erudito y sofisticado (Brown), como ya había intuido en su día Rainer María Rilke y hoy sabemos con certeza, un pintor filósofo que pensaba que «la pintura trata de lo imposible» (Marías). BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
—Francisco CALVO SERRALLER: La invención del arte español, 2013. —Manuel Bartolomé COSSÍO: El Greco, 1965 (3ª ed.). —Clara JANÉS y Sarantis ANTÍOCOS: El Greco. Tres miradas: Cervantes, Rilke, Antonio López, 2014. —August L. MAYER: Historia de la pintura española, 1947 (3ª ed.). —Rainer María RILKE: Nueva antología poética (Edición y traducción de Jaime Ferreiro Alemparte), 1999. —Leticia RUIZ GÓMEZ: El Greco. Santo Domingo el Antiguo, 2025. —VV.AA: El Greco de Toledo, 1982. —VV.AA: Visiones del pensamiento. Estudios sobre el Greco, 1984. —VV.AA: El Greco. Identidad y transformación, 1999. —VV.AA: El Greco & La pintura moderna, 2014. —VV.AA: La biblioteca del Greco, 2014.
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por GONZALO MONTES AMAYO La homenajeada de hoy nació en 1882 y falleció en 1941. Desconozco con certeza las circunstancias exactas de su muerte, si se sumergió con piedras en los bolsillos y acarició con las manos el agua de un río, tal como sugiere la fabulosa película Las horas, que narra la vida de tres mujeres marcadas por su compleja sexualidad y la lucha por vivir conforme a sus deseos; o bien con la ingesta intercalada de pastillas azules y rojas; o tal vez con un disparo a bocajarro de una escopeta de caza como supuestamente hizo Dora Carrington. Y es que, para mí, Virginia Woolf encarna la sensibilidad en su forma más pura, auténtica, sin disfraces, cobardías ni adornos, aunque tiende a utilizar frecuentemente adjetivos delante de los sustantivos. No obstante, sólo ella puede expresarse de tal manera sin que suene afectado. Virginia pasea por esos caminos angostos de la cursilería con un inmaculado traje británico y primaveral. Toda una Prometeo de la literatura. En cuanto a su obra, Mrs. Woolf fue muy polifacética y exploró diversas variantes literarias. Fue autora de numerosos relatos, poesías, obras de teatro, ensayos y novelas. Sin embargo, intuyo que en muchos casos los historiadores y críticos literarios del siglo XX la recuerdan no tanto por sus capacidades artísticas, sino por sus postulados feministas en una época especialmente compleja, cuando una mujer no podía pisar el césped de los colleges de Cambridge, pero sí los estudiantes y profesores de sexo masculino; abrir una cuenta bancaria sin que su marido firmara como titular; o ejercer el derecho al voto. (En Inglaterra el sufragio universal se aprobó en 1928... Terrible: no hay peor desprecio que no hacer aprecio. Las señoritas no corren, maldito, dijo uno; la independencia no tiene sexo, dijo otro). Mujeres, como un antojo, con una esposa intelectual, una de esas mujeres de las universidades. Mujeres floreros mejor que listas, las llamaban y aun lo hacen algunos en la actualidad y, sin embargo, ella siempre con sus flores, tantas flores en aquella isla. ¿Cómo no iba a comenzar una novela con Mrs. Dalloway said she would buy the flowers herself? (Porque la cita en español pierde fuerza: La irremediable estética británica de té, pastas, jardines y lluvia, incluye sin duda los floripondios). No obstante, para mí Virginia Woolf representa mucho más que un movimiento literario, estético, contracultural, social, floral o fetiche, como a veces siento que tratan su figura. Entender lo que ella quería escribir y decir es tan difícil como comprender los ciclos infinitos de expansión y contracción en lugar de un evento singular como el Big Bang, pues ella tenía su mundo propio, un mundo que la encumbraba y marginaba por igual, y que explicó con maestría en su ensayo Una habitación propia. Si nos abstraemos de las zonas comunes de los que necesitamos opinar por sistema, o dejamos de lado su innegable capacidad para conmover, el concepto de una habitación propia —la necesidad de tener independencia económica y libertad personal para crear arte— podría extenderse a lo que todos necesitamos, buscamos y a veces no encontramos. Es decir, a la necesidad de poseer un espacio propio donde refugiarnos cuando nos sentimos paralizados por el miedo; para olvidarnos de los apodos malintencionados de algún compañero del colegio; para protegernos cuando las inclemencias del tiempo no se pueden cubrir por paraguas de colores; para olvidar los amores no correspondidos y la acidez --o el sabor astringente y drástico— de un vino picado... Pero también un lugar para soñar y construir; para disfrutar la despedida de un amigo íntimo; para rememorar la última vez que cogiste de la mano a tu madre; para recordar el sonido del descorche de una botella de champán, el llanto de un hijo al nacer, el olor a talco y el crujir de una piñata; para hablar con Dios, con nuestros seres queridos o con nosotros mismos. Porque así son sus libros, conversaciones entre las múltiples voces de Virginia Woolf —o sensibilidades, como ella misma decía; Sydney viene, y yo soy Virginia; cuando escribo soy tan sólo una sensibilidad—. Y es que ella tenía muchas, más que la mayoría de los que viven en ciertos limbos o al otro lado de la luna. No obstante, también nosotros necesitamos esos espacios propios, aunque a veces se conviertan en agujeros negros que nos arrastren hacia lo desconocido. Uno se acerca a la frontera o al precipicio del infierno, pero por fortuna siempre hay alguien que nos pide el visado o que nos sujeta de la camisa antes de caer al vacío. (Quizá, como me dijo mi madre el otro día, en la vida sólo se avanza a través de dolor. Y ella sabe mucho de eso, pues lleva años sufriendo, pero también recuperándose). Y ahí radica también parte del legado de Virginia Woolf —al menos para mí—: entender que hay personas que necesitan más espacios propios y no tantos compartidos. Tal vez quienes buscan esos espacios propios tienden a la melancolía o son existencialistas exasperantes que han superado las necesidades básicas y se han convertido en hombres blancos y gordos con cuernos y cola. No sé, somos muy raros. ¿Quiénes somos? ¿Etéreos cuerpos celestes? En una de sus voces, ella misma decía... No creo en la separación. No somos individuales. Por otra parte, también siento deseos de incrementar mi colección de valiosas observaciones acerca de la verdadera naturaleza de la vida humana. Y yo añado: Tal vez no se puede encontrar el amor esquivando la vida. Una constante e irremediable sed, ¿de escritura? Entiendo que pensaría, pues también añadía en sus diarios, escribiendo me he liberado de la mitad de mi irritación... Pobre atormentada porque también en mí ya no queda nada, a veces sentía. Porque la vida es como si estuviéramos ocultos en trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde creemos ficticiamente que estamos protegidos de las balas, de las granadas y las bombas que silban y caen a nuestro alrededor. Sin embargo, todos los que nos resguardamos en sitios cavados sobre la tierra, sabemos que, en algún momento y ante la orden de un mando o ser superior —que hay pocos— la caída de una bomba de gas en el “entresuelo” y sin máscaras de oxígeno que nos permitan respirar oxígeno, saldremos al espacio exterior con nuestro fusil y asumiremos riesgos para plantar banderas en las filas enemigas, conquistar una colina, defender patrias, a patriotas, o “apátridas” —estos últimos me suelen caer mejor—, arriesgando la vida según nuestra valentía, cobardía o rebeldía. Y es que la rebeldía significa mucho más que pintadas y cócteles molotov, que también, pues las injusticias y las putadas desde el sofá de nuestras casas no suelen cambiar ni terminar, así como así. Tampoco —para desgracia de Virginia— con fenacetina. No obstante, la rebeldía se puede practicar y manifestar de muchas maneras, desde vestirse con pantalones a escribir lo que uno siente, y creo que ella lo hacía —probablemente ambas cosas— y qué queréis que os diga, los escritores intimistas por obligación tienen que ser rebeldes y valientes. ¿No es extraordinariamente difícil mostrar los sentimientos privados ante el jurado del público? ¿Enfrentarse sin velo a sus patologías?... ¿Llegará el día en que pueda soportar leer mi propia literatura en letra impresa, sin sonrojarme, temblar y sentir deseo de ocultarme?... Manifestaba. De ahí que tal vez, por esa rebeldía interior o por luchar contra los prejuicios de la época, nació el denominado Círculo de Bloomsbury. Esto se muestra muy bien en la película Carrington, nombre ya mencionado, donde no solo vemos a unos cursis bailando en la casa —intuyo— de la protagonista de hoy, sino que también nos enseña cómo se puede querer de muchas maneras diferentes, incluso siendo un proscrito —bienvenidos todos ellos—. Y eso es bonito. Muy bonito. Tremendamente folk eso de si esto es morirse no me gusta demasiado... Menudo canalla el tal Sr. Lytton. Otredad teñida de azul. Dicen que después de la tempestad viene la calma, como cuando uno tiene la fortuna de ver un atardecer en una playa vacía y escuchar las olas del mar. Así es el sonido de uno de mis libros favoritos; Las olas de verdes oquedades, un libro lleno de protagonistas con voces irreconocibles, pero donde todos hablan con el ritmo de una ola. Pura inacción. En la playa no hay una única ola, sino muchas que se sobreponen una tras otra, dejando un infinitesimal segundo de silencio hasta que otro nuevo, pero repetido, ocupa un nuevo espacio. Y es que el mar al atardecer no es azul, sino violeta, y ella pisaba la arena húmeda con los pies descalzos.
Y he aquí, que creo que mis pensamientos a veces son como los suyos, una especie de Orlando moderno e insatisfecho que no soy uno y simple, sino múltiple y complejo pues a veces no me conozco, o no sé medir, nombrar y contar los elementos en cuyos méritos soy quien soy, pero que de vez en cuando no pasa nada. Pequeñas mortificaciones, y que nadie nos robe la esperanza... Como susurraba aquel... ...Y entonces, llegaron ellos. Me sacaron a empujones de mi casa y me encerraron entre estas cuatro paredes blancas, donde vienen a verme mis amigos de mes en mes..., de dos en dos..., y de seis a siete... Porque en el fondo creo que todos, al igual que ella, estamos un poco locos. Pues que así sea. ¿No? |
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