por ANTONIO COSTA GÓMEZ De acuerdo, ¿quién quiere ir a Brest? Es un puerto militar sin interés artístico, sin encanto, pero yo quería ir a Brest porque allí pasó una noche de borrachera Jack Kerouac, según cuenta en Satori en París. Iba a buscar a sus antepasados, llegó en un tren desde París, se alojó en un hotel y salió a dar unas vueltas, se puso a cantar con unos marineros, preguntó a todo el mundo por los Kerouac de Bretaña que habían emigrado a Canadá, le hablaron de un tipo que tenía una librería, estaba en la cama y estuvieron hablando durante horas, le parecía que era su antepasado, pero eso era dudoso. A la mañana siguiente quiso regresar porque ya había cumplido, pero no había manera de encontrar billete y regresó en un avión a París, quería tener su iluminación en la calle de Saint André des Artes, aunque ya la había tenido de alguna manera en Bretaña mientras miraba los pueblos mágicos desde el tren. Me quedé contento porque estuve con Kerouac, recorrí esa avenida de Siam donde él estuvo con los marineros «que cantaban como ángeles tristes», busqué el bar concreto donde empezó con ellos, pero ya no estaba. Aún así, yo estuve por esas calles modernas y frías, que ya no eran tan frías al estar ligadas al nombre de Kerouac. En la avenida Siam estaba ahora la enorme librería Diálogos, repleta de literatura, con las fotos enormes de los escritores más sugestivos. Veía a Kerouac, pero también veía a Ernesto Sábato y veía a Albert Camus, era una celebración de la literatura. En esa misma calle caminaba Barbara bajo la lluvia, tal como la escribió Jacques Prévert y la cantó Ives Montand: «Acuérdate, Bárbara, / llovía sin cesar en Brest aquel día», en la ciudad cuadriculada. De todos modos, a pesar de estar cuadriculada, tenía ciertos encantos, quedaba en pie una torre redonda del antiguo castillo y dentro había un museo alucinante con fotos del viejo Brest y artilugios de otras épocas, había un paseo con árboles mirando el mar y el viejo puerto donde salían los barcos para las islas. En él estaba una escultura de Víctor Segalen que nació en Brest, y eso que no visitamos los alrededores, la bahía de Brest o la isla de Ouessant con sus ovejas salvajes. Y quería ir a ese pueblecito, Huelgoat, de donde venía la familia Kerouac, de nombre claramente bretón. Solo faltaba constatar que Kerouac era celta. La cosa encaja bien. Ese estilo vertiginoso de Kerouac concuerda con el vértigo vitalista del arte celta, con esas espirales y torbellinos. El pueblecito quedaba muy a trasmano, renunciaba a él, pero resultó que el autobús que nos llevaba a Quimper paró una hora en Huelgoat. El conductor nos dijo que podíamos dar un paseo, nos bajamos llenos de emoción, visitamos la plaza principal, el hotel de Bretaña, donde una vez se alojaron André Breton y los surrealistas, fuimos hacia el río de Plata, desde el puente vimos el Caos del Molino donde Gargantúa se vengó de la mala acogida llenando el río de rocas gigantescas, vimos el comienzo del bosque espeso del rey Arturo donde está la Gruta del Diablo, recordamos que en él murió súbitamente Víctor Segalen leyendo a Shakespeare, pensé que en él estaba la Roca que Tiembla como los libros de Kerouac, y en una pared, al lado de un mapa en piedra de Huelgoat vimos una placa de mármol que recordaba a Urbain de Kerouach, hijo de un notario, y decía «él es el antepasado de todos los Kerouac de América», me hice fotos entusiasmado al lado de esa placa, sentí que el propio Kerouac no se hubiera acercado allí. Yo me sentí su representante, miré todo el lugar durante unos minutos con su mismo espíritu. Me dije: yo soy el mismo Kerouac que llega al pueblo de sus antepasados con una borrachera de whisky y de palabras chorreantes, soy el que trae aquí el espíritu de sus novelas y el entusiasmo de sus historias. Me dije: en este pueblo lleno de magia céltica surgió, se fraguó a través de los neptunos de la sangre, como diría Rilke, el dinamismo de los libros de Kerouac, ese mismo espíritu imparable e indomable que encuentra escondida la magia del mundo y la hace reventar como árboles que desgarran el cemento. Junto al puente medieval el intenso lago Le Fao desaguaba en el río, la presa era un pequeño maelstrom semicircular que sugería el vértigo de la literatura acumulada. Y quise beber otra vez En el camino, ese libro que nos pone a todos en el camino, en la vida, en el rodar, ver cosas, tener experiencias, conocer personas. Sal Paradise y Dean Moriarty hacen viajes sin parar por todo Estados Unidos y México, son personas que estallan como cohetes amarillos, demuestran que la vida real puede ser fantástica y sorprendente, rompen las convenciones y las rigideces de los buenos ciudadanos sensatos, de los burócratas o prepotentes que les pegan tiros como en Easy rider de Dennis Hopper. Kerouac rompe el lenguaje con su estilo vertiginoso lleno de vida, le hace al inglés, como dice Henry Miller, algo de lo que no podrá recobrarse, elimina todos los restos de academicismo y de corrección reseca, hace que el idioma rechine, enloquezca, suelte chispas, con él Kerouac recoge lo mejor del mito América, esa América de las carreteras sin fin, de los paisajes de infinitas películas, que vive en los coches y se mueve sin parar, esa América del movimiento y la espontaneidad, que no es el gótico americano de aquel cuadro famoso, que no es el puritanismo ni la quema de brujas de las almas biempensantes con talonario que no permiten una felación ni aún en la intimidad de los cuartos. Kerouac monta un festival de salidas, de amistades, de encuentros y reencuentros, de alucinaciones, pone la vida como un viaje continuo, redescubrirse y redescubrir la vida, pone en lo alto a los beat que se hartan del consumismo de la América más vulgar y de la producción de vidas en serie para vivir el latido de cada vida personal, se aparta de esa América de las grasas y el hormigón que tanto le gustaban al grasiento Tom Wolfe, con su sonrisa de triunfador repugnante, saca a la luz a Los subterráneos llenos de espontaneidad, que afirman la vida y no la compraventa, ese libro es el festival culminante de los beat, pone el latido beat en el corazón de América, ese latido que rebasa la tecnocracia deshumanizada y kafkiana que nos amenaza cada vez más, que quiere sustituir a la raza humana por robots productivos y rentables.
Y quise beber los otros libros que leí de Kerouac. Los subterráneos, donde llevó al limite el estilo espontáneo lleno de vida para contar los amores fatales de Leo Percepied por la negra Mardou, en medio de un montón de seres nocturnos que viven en la música y el frenesí. Los vagabundos del Dharma, donde él y sus compañeros beat están hasta las narices del dinero, el triunfo, la productividad, la tecnocracia, se salen a las montañas de California en una lucha por buscar la espiritualidad radical, la naturaleza, la vida auténtica. Son vagabundos, igual que los otros eran gente de carretera, gente que vaga sin fin y viaja en busca de iluminaciones o de descubrir la vida de verdad, son gente inquieta que busca la plenitud de algún modo. Cuánta falta nos haría eso ahora, que los jóvenes buscaran otra vez la plenitud y la vida en las montañas o en las carreteras en lugar de embutirse todo el día en máquinas y más máquinas que mecanizan la vida y le quitan toda espontaneidad. Kerouac nos hace falta de una forma urgente y desesperada ahora mismo. Quise beber México City blues, el libro que me acompañó hace dos años por la Ciudad de México cuando yo estaba en el barrio de Roma donde él y sus amigos se movieron, ese barrio lleno de fantasías bohemias, donde él quería emular al Scott Fitzgerald de la era del jazz y decía que la noche era suave, que Fitzgerald era un héroe, que los maullidos de los gatos eran tiernos, que los elefantes no necesitaban instructor, que las guitarras resplandecían como vacas españolas, que él era el muchacho más guapo de su generación, que las estrellas lo besaron y amó, mientras perseguía a una prostituta mexicana llamada Tristessa. Quise beber su Satori en París, donde convierte París en un San Francisco de meditación, como los cuadros de Mark Rothko, y quiere volver a sus raíces célticas, quiere volver a la iluminación céltica que lo convierte en el torbellino y la espiral. Los celtas, de algún modo, con sus sueños sin fin, serían los Kerouac de Europa. Y siempre pensaré que la literatura es eso, que es ese vértigo, consiste en resaltar el dinamismo del mundo al revés que el mecanicismo. La literatura hace que todo resulte interesante, rescata lo que hay de interesante y de no manoseado en el mundo, nos destaca a nosotros de la rutina y de lo mecánico, nos hace ver, nos convierte en inquietud y palpitación, nos confronta con las imágenes reveladoras como hacía Georg Trakl, nos vuelve vivos y apasionados como hacía Dostoyevski. La literatura nos pone en el camino, muestra lo único de cada día y de cada vida, nos saca del sedentarismo espiritual y del acomodo burgués, nos libera de las doctrinas que lo solucionan todo y nos encierran y nos lobotomizan, por eso todos los poderes han desconfiado siempre de la literatura, los inquisidores, los predicadores, los comisarios del pueblo, los tenderos de pueblo con un rifle automático, los sobrinos del reverendo con todo resuelto en la cabeza por unos cuantos versículos, el hijo del tendero para el cual todos los que llegan por la carretera son extraños e intrusos. Y la literatura es esa carretera, ese subirse a un coche y dar vueltas y ver con los ojos enteros y cuestionarse todo lo que ves. La literatura es vagabundeo mental y es viaje, sobre todo es siempre un viaje, con poco equipaje mejor, porque el equipaje solo hace que traslades tu casa a todas partes y te muevas torpemente. Para mí la literatura es ese vértigo de Los subterráneos de Kerouac, es esa espiral sin fin de los celtas de los que procedía Kerouac, por eso los marinos celtas que navegaban sin fin en busca de pasiones y fantasías son el antecedente de la carretera loca de Kerouac, por eso le encantaba cantar con los marinos como ángeles de la calle Siam en Brest, y yo me di cuenta en aquel puente de Huelgoat, junto a un lago en Bretaña, en ese pueblecito rodeado de senderos inquietantes donde se reunieron los surrealistas, donde nació Víctor Segalen, que fue otro nómada del universo que murió leyendo a Shakespeare.
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