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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

DESDE EL ‘PICASSO’ DE COLEMAN HAWKINS HASTA EL DE JAVIER DENIS. LAS DISTANCIAS SALVADAS

14/4/2021

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por ENRIQUE A. CONESA

        Ha llovido  mucho jazz y en muy distantes latitudes y longitudes desde que Coleman Hawkins se marcó su solo ‘Picasso’ allá por el 1948, de gira con la Jazz at Philarmonic de Norman Granz hasta que Javier Denis y su Banda Andalusí compuso y ejecutaron en un estudio de grabación de la tierra su ‘Suite de la Merced’, dedicada a este pintor malagueño de la misma Málaga, que diría la Martirio, que era de la misma Huelva. Ha llovido mucho jazz y se han interpuesto, además de unos cuantos husos atlánticos, algo así como unos 72 años, tres cuartos de siglo como quien dice. De todas formas no han sido tantas las ocasiones en las que la pintura o la figura de este pintor de la misma Málaga han podido inspirar a los músicos (a los músicos que lo son, de la pachanga no hablamos).
        Esto sí, en ocasiones sus pinturas reproducidas fotomecánicamente han servido para iluminar las cubiertas de álbumes fonográficos con composiciones de Falla, de Stravinsky, de Brahms, de Ravel, de Hubbard (Freddie), eligiéndose la pintura y la época o el estilo en función de las estéticas dominantes en las piezas musicales grabadas. Así, para la cubierta del antediluviano Discophon, con dos movimientos por cara de la Sinfonía 1 de Brahms ejecutada por la Filarmónica checa conducida por Karel Ančerl se eligió el tierno ‘Niño con paloma’ de la época azul; para El amor brujo y El sombrero de tres picos de Manuel de Falla, también del catálogo sesentero de Discophon, se reprodujo a una escala reducida sobre un cálido fondo el óleo postcubista ‘Jacqueline mirándose en el espejo’; para el EMI Columbia en el que Otto Klemperer ejecutaba frente a una Philharmonia Orchestra la Sinfonía en tres movimientos y la suite Pulcinella de Stravinsky se reprodujo el lúdico óleo cuasi cubista (post) ‘Los tres músicos’ (su versión con guitarra); para el Bolero de Ravel y otras famosas piezas del francés ejecutadas por Seiji Ozawa frente a la Boston Symphony, un Deutsche Gramophon, se eligió un aguatinta de la serie ‘Tauromaquia’; y para el Atlantic de Freddie Hubbard-İlhan Mimaroğlu/ Sing me a song of songmy —el más conseguido de todos los álbumes con cubiertas picassianas—, el expresionismo tardío de la Una masacre en Corea. Y más cubiertas que a buen seguro que habrá y no conocemos. Por cierto, que para ilustrar la cubierta de unas de las ediciones, ya tardías (1995-Giants of jazz), de la composición-ejecución ‘Picasso’, de Coleman Hawkins, la de 1948, se eligió un lamentable dibujo coloreado en el que se intentaba copiar una parte de una de las versiones picassianas de su ‘Los tres músicos’ junto a un momento de Hawkins soplando su saxo bajo una orla con unas destartaladas mayúsculas que deletreaban ‘PICASSO’, kitch a más no poder. Excusamos su reproducción.
         Aunque no sea este el tema que nos va a interesar, dejaremos anotado que, aparte de la serie de Matisse, ‘jazz’, pocas veces se ha acertado haciendo por conjugar el jazz con las artes plásticas. Otra excepción sería la reproducción de un cuadro de Jackson Pollock, ‘White light’, de 1954, para ilustrar el seminal disco de Ornette Coleman Free jazz. A collective improvisation, de Atlantic-1960. Todo un acierto, incluida la presentación con su ventana abatible sobre el detalle del óleo reproducido. Pedazo de placa, oiga. Los que la tengan, la conserven.
          Pero volvamos al Picasso-Jazz theme. En el caso de Hawkins no fue una suite ni tampoco una composición al uso para cuarteto o quinteto o trío, sino un magnífico solo de saxo tenor grabado —y concebido para ser grabado— en 1948. Estaba, a la sazón, el saxofonista de Misuri embarcado en la empresa de Norman Granz, ya saben, su Jazz At The Philarmonic, como oficial primero de aquella primera troupe de filarmónicos en la que llegaron a figurar, a lo largo de sus evoluciones, los nombres más grandes de lo que entonces era el jazz. El jazz de la quinta y sexta décadas; un jazz que se revolvía entre las propuestas más vanguardistas de Charlie Parker, Bud Powell, Charles Mingus, Dizzie Gillespie, Max Roach, por una parte, y otras propuestas más templadas y melódicas que, como las que alentaba Granz y su Philarmonic, estaban destinadas a un público más abierto y tal vez menos intelectualizado y exigente; un público más interracial que acudía a los auditorios a escuchar versiones de estándares, de recreaciones de blues y hasta de canciones populares ejecutadas por solistas de la talla de Hawkins y otros gigantes del momento. Unos gigantes —Ella Fitzgerald, Oscar Peterson, Jimmy Smith, Oscar Peterson, Stan Getz, Roy Eldridge, Illinois Jacquet, entre tantos otros— que a lo largo de las tres décadas 40/50/60 de aquella JATP venían integrados en formaciones, más bien inestables, que recreaban los ambientes festivos y a veces dionisíacos de las jam sessions al cierre de las actuaciones oficiales en clubes y en salas de concierto.
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        El caso es que en ésas andaba Hawkins cuando mandó parar el carro de aquella JATP y, después de una jornada de ensayos y vacilaciones —se habla de un ensayo previo de unas doce horas—, se plantó delante del micrófono para registrar un solo de poco más de cinco minutos que tituló ‘Picasso’. Un solo unos nueve años posterior a aquel otro legendario que ejecutó en 1939 desde los primeros coros de ‘Body and soul’, la canción de Johnny Green (música) y de Heyman, Sour y Eyton (letra), compuesta para la cantante Gertrude Lawrence. Una jazz song que no tardaron en incorporar a sus repertorios otras estrellas de la canción y el entretenimiento, llegando finalmente a los dedos y a la garganta de Louis Armstrong, desde la cual a los repertorios de muchas figuras del jazz de todos los tiempos que han hecho versiones memorables de tal tema. Entre ellas y muy principalmente esta de Coleman Hawkins en 1939 ha sido seguramente la más aclamada y referida ya que con aquel solo seminal, en esta primera ocasión de unos tres minutos, se inició esa suerte jazzística que hoy es todo un rito de esta tradición musical, el del solo del saxo tenor. De aquel mismo solo de tres minutos derivaron los cinco del ‘Picasso’ hawkinsiano, como podrá advertir cualquier amante o aficionado al jazz que no tenga las orejas forradas de pana. Para otros oídos más finos, como los de Joachin E. Berendt, en este último solo, el del ‘Picasso’, podrían apreciarse ecos de una partita de Johan Sebastian Bach para violín, la partita en Re menor. Lo cual, dicho sea de paso y después de las pertinentes audiciones, hemos de decir que resulta bastante acertado, y mucho más habrá de resultarles a aquellos que sean capaces de comparar los pentagramas, entre los cuales no nos encontramos.
        En la suite de Javier Denis, una suite muy jazzística y coltraniana desde los primeros golpes de baqueta de Carlos González, ‘sir Charles’, sobre los platillos y los primeros pulsos de Baldo Martínez en las cuerdas de su contrabajo, no hemos sabido encontrar ningún momento ‘Hawkins’, lo cual, desde luego, no es ningún defecto, aunque sí que pueda serlo considerando la voz ‘defecto’ desde su raíz (lo que queremos decir es que no está Hawkins ahí). Mas, antes de referirnos a esta suite un poco más en extenso, diremos que el requisito dionisíaco y cordial y melódico y filarmónico que ha de cumplir cualquier composición jazzística para serlo y para no naufragar en el intento está plenamente conseguido. Y es que desde la introducción ‘Amanece’ (amanece sobre la Plaza de la Merced: eso es lo que vemos) el cuarteto andalusí nos agarra de donde sea para no soltarnos hasta el ‘adiós’ con el que concluye la suite. Así, durante los ‘Juegos en la Plaza’ sobrevolados por el batir de las alas de las blancas palomas, recreando un tema juguetón fresco e insinuante que, en un momento indeterminado, da pie a un largo viaje sin retorno; un viaje en el que el saxo tenor esgrime las razones por las cuales ese retorno no hubo de producirse, perfectamente asumidas por los airosos fraseos que dibuja la guitarra-piano de Marcelo Sáenz. Mas a la altura del 6:30 adviene la templada ‘Contemplación’, que no es otra que la de la propia verdad del pintor entrevista por el músico, la cual no tarda en generar una serie de ‘Imágenes’ muy andaluzas y muy hispanas, tanto como en su día lo fueron las del ‘Olé’ coltraniano y, por momentos, las de la ‘fiesta’ de Chick Corea, aunque en las cercanías del un tanto abrupto adiós (queríamos más), se vuelve a un efusivo y desatado Coltrane. Sólo que aquí los que jalean y se dan a la improvisación y al juego melódico son músicos de la Hispania Fecunda, lo cual se nota lo suyo. Vaya que sí.
        Pero conste que si hemos hablado del Picasso de Hawkins antes de referirnos a la Suite de la Merced de Javier Denis no ha sido con el ánimo de comparar aciertos ni excelencias, por así decirlo, sino para hacer por senti-entender (extensión del ‘senti-pensar’ zubiriano) la pieza del maño malagueño en su contexto histórico o acontecimental. Intento este que con Javier Denis está plenamente justificado desde el momento en que este músico en cuestión, además de ejecutar y componer, es un gran conocedor, por lector y por estudioso, de las tradiciones musicales cercanas a su arte, e igualmente de las razones históricas que las sustentan. Por otra parte hemos de considerar que las miradas del saxofonista de Misuri y las del saxofonista maño-andalusí apuntando hacia la obra de Picasso son difícilmente confundibles desde el momento en el que Hawkins no podía mirar más que hasta el Picasso de 1945, el Picasso de ‘El osario’, una suerte de epílogo de ‘Guernica’-1937; y de esa mirada surgió ese solo sinuoso, introspectivo, a ratos lírico y más romántico que barroco, y siempre monótono en el mejor de los sentidos que musicalmente puede tener este término, mientras que en 2003, que es el año de la Suite de la Merced, compuesta con motivo de la inauguración del Museo Picasso de Málaga, la mirada hacia el pintor podía y debía abarcar la totalidad de su producción, así como la dimensión universal de su obra y de su figura. De tal manera que si en 1946/48 —los años en los que maduró el ‘Picasso’ de Hawkins, con el pintor en activo— esa mirada estaba tintada por los tonos grises y pardos del Osario y de los bodegones del fin de la IIGM y de los aún pregnantes grises y negros de ‘Guernica’, en 2003, medio siglo después, la mirada hacia Picasso desde su Málaga natal no podía tener otros tintes y otros cromatismos que los propios de un homenaje musical a su arte y a su gracia tan andaluces, y a toda su larga, inconmensurable y proteica producción. Y es así que esta Suite lo que celebra es el nacimiento y la primera residencia malagueña del pintor —de la que partió siendo ya pintor, aunque aún no maestro—, la circunstancia de su extrañamiento en otras tierras lejanas a la nuestra —desde La Coruña hasta París—, la eclosión de su arte y la plasmación de las figuras entrañadas que siempre serán las suyas, las del ‘estilo Picasso’ (el toro, la mujer fatal, la madre, la muerte, la violencia, y el surreal sinsentido al que también se acercó con su poesía), y, finalmente, el adiós que pintó en su último autorretrato, el de julio de 1972. Ese mismo ‘adiós’, que hay que ir a Tokio a contemplarlo en vivo, pronunciado por un ya anciano pintor sin estar aún del todo seguro de si se iba mañana o pasado mañana, como así fue que aconteció aquel 8 de abril de 1973 en Mougins.
        Así que a cada uno lo suyo: a Coleman Hawkins nuestro aplauso mantenido por haber ensayado in illo tempore ese homenaje más bien austero y monótono, aunque potente e inspirado, al Picasso de las posguerras; y a Javier Denis nuestro aplauso igualmente mantenido y más que merecido por haber compuesto y ejecutado esa suite tan andaluza y tan sentida e inspirada, tan jazzística y tan moderna, tan universal y tan de nuestra tierra para celebrar esta feliz circunstancia: que Pablo Ruiz Picasso, ese indiscutido primer pincel del siglo XX, era de aquí, de la misma Málaga.
        Por cierto ¿dónde podréis adquirir el CD de la Andalusí Jazz Band de Javier Denis-Suite de la Merced/2003? En ninguna parte. Se hizo para la ocasión una tirada mínima no sé deciros ahora de cuántos ejemplares, y hasta la fecha.
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MÁSCARA(S): ESTA (NO) ES TU CARA.DE PAUL MCCARTHY A GORDON VON STEINER.

13/3/2021

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por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
Got no human grace your eyes without a face.
BILLY IDOL
 
Queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí.
BRUNO SCHULZ


 1
 
         1983, Billy Idol editaba su disco Rebel Yell. Aquí incluía la canción ‘Eyes without a face’, evidente referencia a la película Les yeux sans visage (1959) de Georges Franju. La composición fue escrita a medias por el cantante junto al guitarrista Steve Stevens, colaborador de músicos como Michael Jackson o  Robert Palmer. En la letra de la canción, Idol alude (aunque sea de forma indirecta) al filme de Franju y el texto no evita profundizar en el tema de la ausencia de rostro, aspecto que (al igual que el cineasta francés al final de la década anterior) trataría también en los sesenta el escritor japonés Kôbo Abe en su novela El rostro ajeno (1964). Dos años después, este texto de Abe contaría con la adaptación cinematográfica de Hiroshi Teshigahara (Tanin no kao / The face of another, 1966).
         En la película de Franju puede decirse que la máscara es una suerte de careta neutra que, si transmite algo, es el vacío, un vacío que se puede extrapolar al individuo contemporáneo como ente sin significado, un individuo que se aproxima al maniquí, esa metáfora del alma vacía que (en cierto modo) nos persigue desde el siglo veinte (y a la que se hace alusión con la cita de Bruno Schulz que abre este texto).
        Esta forma de proceder en relación con la máscara entraría en contradicción con los atributos habituales (o tradicionales) de aquella, puesto que la máscara implica, sin duda alguna, un significado (una identidad de ficción o incluso sagrada) que se implanta al rostro real. Sería, por tanto, una ampliación semántica a la vez que una sustracción de lo real, un simulacro. Aunque, si queremos enredar un tanto la cuestión (algo que no está de más en este asunto), también podríamos prestar atención a unas palabras de Kôbô Abe en su novela El rostro ajeno que dicen: «La postura de infravalorar la cara coincide con la de sobrevalorarla en que ambas son artificiales, así que no se diferencian gran cosa».
          Teniendo en cuenta las palabras del novelista japonés, el rostro sería también una ficción. La máscara no sería más que otra forma de burlar la realidad (al igual que la cara). Y, si tiramos de etimología, sabemos que la palabra persona significaba (primitivamente) máscara. Así que el juego entre máscara y persona es tan antiguo como el origen de ambas palabras. Por tanto, la persona (su identidad) es una máscara (y aquí no podemos sustraernos a lo que Kôbô Abe nos sugiere).
          No obstante, si volvemos a la máscara con la que Franju juega en Les yeux sans visage, podría decirse que esta operación sobre la misma, entendida como algo que carece de significado, entroncaría con alguno de los trabajos que el director de cine publicitario Gordon von Steiner ha realizado en los últimos años, así como con la estética propia de los dummys que se emplean en los test de accidentes dentro de la industria automovilística. Una estética que se propaga en nuestra sociedad a través del empleo de los maniquíes que carecen de rasgos faciales (y de los que, más adelante, también hablaremos).
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FACE THE FUTURE, by Gordon Von Steiner, for VOGUE ITALIA
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         La máscara no es un objeto intrascendente (como en cierto modo se quiere hacer ver en la actualidad, como en cierto modo podemos comprobar en diversas manifestaciones sociales y publicitarias hoy en día), sino que incluye toda una serie de significados que varían en virtud de sus orígenes y usos. El hecho de que en la actualidad la máscara pierda esa multiplicidad de sentidos de la que hablamos para convertirse en la metáfora de un individuo vacío (tal y como sucede, por ejemplo, en las imágenes de Gordon von Steiner en alguno de sus trabajos publicitarios) es, como no, otra cosa (aunque, evidentemente, es revelador de la psique colectiva en nuestro tiempo). Nada tiene que ver esta tendencia actual con el carácter de los largometrajes de Franju o Teshigahara antes citados, donde la máscara como forma de subrayar el vacío es, más bien, una suerte de crítica y no un mero dejarse llevar por la inercia de los tiempos a través de esa tendencia contemporánea que subrayaría y enfatizaría la indiferencia del sujeto, su inanidad (de lo que, sin duda, también se congratula y parece hacer fiestas de ello).
           En este artículo se pretende descifrar el sentido de ciertas máscaras en el presente (sin olvidar tampoco el uso de la máscara como disidencia, resistencia o crítica de la realidad), máscaras del presente (esas que llamaremos vacías) que —en cierto modo— tienden a la homogeneización y que, consecuentemente, codifican el mundo que vivimos compartiendo esa pulsión de uniformización que impregna nuestras vidas.
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FACE THE FUTURE by Gordon Von Steiner, for VOGUE ITALIA
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         En la ciudad de San Luis Potosí, capital del estado mexicano del mismo nombre, encontramos el Museo Nacional de la Máscara. El valor simbólico y cultural de las máscaras que se pueden ver allí está relacionado con ciertas danzas y festividades, por lo que el carácter ritual de las mismas es incuestionable, algo extensible a todo tipo de máscara que aparece en cualquier civilización, ya sea cuando el hombre adquiere conciencia de sí mismo y hace uso de ella en Egipto o en Grecia, ya sea en la Fiesta del Asno medieval o en el contexto de las tribus de Borneo que pretenden atrapar el espíritu del arroz en sus rituales mágicos y religiosos. Quizás en el mundo en que vivimos, como veremos a continuación, el uso de la máscara tiene otros derroteros (tal y como sucede en los últimos meses con el uso de la mascarilla en los tiempos de una distopía que está siendo televisada e hipercomunicada en un proceso de aceleración de las políticas de control, desconocido hasta ahora o solamente conocido dentro de ámbitos totalitarios a través de la Propaganda).
         Si pensamos en el significado de la máscara, debemos considerar que la máscara es, básicamente, un simulacro, una suerte de representación a través de la cual un rostro puede reducirse a sus elementos básicos. El uso de ella está condicionado por una serie de significados inherentes a la misma (y dependientes de la cultura que la genera), así como venir determinada por una simbología concreta en las diversas manifestaciones que podemos encontrar en diferentes grupos humanos. Responde, en cierto modo, a unos arquetipos, y en ellas se condensan los miedos y los deseos de un pueblo. Teniendo en cuenta esto, la máscara tiene funciones sociales, rituales y religiosas.
       En la actualidad la máscara, si bien se encuentra en cierto desuso dentro de las manifestaciones culturales, sobrevive en la obra de determinados creadores relacionados con el mundo del arte, la fotografía e incluso la moda. Una de las utilizaciones de la máscara en el ámbito de la cultura de masas lo encontramos en el caso de algunos largometrajes realizados dentro de la industria cinematográfica estadounidense. Así aparece en Scream (Wes Craven, 1996) y sus secuelas, sobre la cara de Ghostface, el asesino en serie que va eliminando personajes paulatinamente. Aquí la máscara se transforma y se hace mediática como elemento propio de la producción de ficciones en el ámbito del cine de terror. Su función social o ritual se circunscribiría, por tanto, a ese territorio.
         También la encontramos de una forma mucho más lúdica y lamiendo lo cómico en Le llaman Bodhi (Kathryn Bigelow, 1991). Casi podríamos encontrar una dimensión carnavalesca aquí, pero la falta de profundización en el uso de la misma dentro de esta cinta no llega a ser la propia de ese folclore popular sobre el que profundizara décadas atrás Mijail Bajtín en una obra de referencia en este campo como sería La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. En esta película, protagonizada por Patrick Swayze y Keanu Reeves, encontramos a una banda de atracadores de bancos profesionales que pasan su tiempo libre haciendo surf y que, a la hora de dar sus golpes, emplean máscaras con el rostro de diferentes presidentes de los Estados Unidos de América. La crítica (o análisis) hacia esas figuras de la historia norteamericana (si la hay) es superficial y queda en el ámbito restringido del chiste de naturaleza política, aunque epidérmico, sin ir más allá.
         Sin embargo, la dimensión (no tan) carnavalesca es plena en el caso de Eyes wide shut de Stanley Kubrick donde las máscaras adquieren un significado y simbología que dentro de este artículo no tiene cabida analizar, debido a las profundas implicaciones que tendría y que ya ha sido tratado de forma magistral en artículos como Vulgus veritatis pessimus interpres, aparecido en la revista Jot Down en 2013 y escrito por Cristian Campos. Tal y como señala Campos en este texto, las máscaras monstruosas presentes en el ritual orgiástico-satánico que encontramos hacia el final de la cinta son unas máscaras venecianas cuya intención es: «(...) ocultar la identidad de los participantes en la orgía de Somerton pero lo que hacen en realidad es mostrar sus verdaderos rostros (...). Las máscaras representan la hipocresía de aquellos que durante el día muestran un rostro respetable pero que al llegar la noche se desprenden de los corsés sociales para llevar a cabo actos de una perversión atroz, incluido el asesinato».
         Así que la máscara se puede concebir como estrategia de ocultamiento, una forma de esconder la realidad (si bien en el caso de Kubrick, lo que el cineasta pretende es, precisamente, subrayar las bajas pasiones de una cierta élite social, política y económica).
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         Un estudio de fotografía y publicidad como el francés Akatre también ha hecho uso de la máscara en algunos de sus trabajos hace unos años. Aquí la máscara supone una estrategia de ocultamiento que tiene más que ver con lo simbólico que con la denuncia social y política propia de Kubrick en Eyes wide shut. Quizás sea un simbolismo vacuo que juega con la perfección estética a golpe de blanco y negro y que, en realidad, sólo tiene como intención componer interesantes cuadros donde el cuerpo queda realzado ante la infravaloración del rostro en beneficio de la máscara (y, evidentemente, la fisicidad del cuerpo). Este empleo superficial (y esteta) de la máscara resulta recurrente en diversas manifestaciones de arte contemporáneo que hacen uso de envoltorios carentes de significado sin llegar a profundizar en el contenido simbólico que la máscara pueda tener. Así, la máscara se convierte en envoltorio que no dice nada, que juega a hacer simulacros de ritual, confección (y perfeccionamiento una vez más) del acto vacuo (y fatuo), ese que subraya al individuo como un ser sin significado, productor de gestos que carecen de cualquier implicación semántica (o que si transmiten algo es, en concreto, tal superficialidad).
        Asimismo, las máscaras son algo más extendido de lo que creemos pensar. Facebook o Instagram puede ser el ámbito idóneo para la creación de las mismas, así como el lugar donde la afirmación de Abe que identifica el rostro con la máscara adquiere mayor relevancia, puesto que la vida en línea se configura como una inimitable estrategia para la creación de máscaras, para la configuración del personaje que el individuo desea ser (o el modo en que quiere ser interpretado por los demás). De hecho, cada quien ejecuta una dramaturgia que combina texto, imagen y video dentro de las diferentes redes sociales. Es una puesta en escena donde interpretamos el papel con el que deseamos ser identificados, donde se crea un personaje en línea que es aquel que anhelamos que nos defina en el juego de interacciones.
         Esto sucede de forma global entre los millones de usuarios, de modo que el habitante cotidiano de la red social se introduce en un baile de máscaras y actúa en consecuencia. De hecho, en algunos casos, internet puede servir de plataforma donde exponer, en sentido estricto, las nuevas máscaras que alguna que otra persona (una gran cantidad a decir verdad) desea adoptar en sus intercambios, en sus relaciones en red (y, tal vez, fuera de ella). Es el caso extremo de individuos como Valerya Lukianova o Anastasiya Shpagina.
         Valerya Lukianova y Anastasiya Shpagina son (por decirlo de alguna forma) dos sujetos experimentales, individuos metamorfoseantes con identidades en construcción, en proceso de transformación telemático, online. Si el rostro es, en cierto modo, una forma de configurar la identidad del individuo, tanto Lukyanova como Shpagina experimentan con los suyos: y lo hacen a través del maquillaje o mediante la cirugía plástica, de modo que la cara se convierte en máscara (de tal forma que la realidad se hace simulacro: si es que, con suficiencia, no lo era ya previamente).
         Ambos casos son ejemplos de cómo la ficción o la ilusión se implanta sobre la identidad del individuo. Y sucede así debido a que estas dos personas han decidido transformar su aspecto físico con el fin de parecerse a personajes propios del mundo del anime o de las muñecas (en definitiva: de los objetos). Algo muy próximo a lo que hace un tiempo ya comenzaron personas como Dakota Rose o Venus Palermo (y que nos hace pensar en algún filme que Satoshi Kon hubiera podido dirigir si aún estuviera con vida). Aquí la objetualización del individuo (o su transformación en cosa ficcional) subraya ese sentimiento de alienación tan contemporáneo que se caracteriza por la eliminación de la identidad en virtud de la creación de una máscara como estrategia de interacción con el otro. Y, en cierto modo, ambas jóvenes se convierten en una suerte de monstruos de una nueva mitología que, como indicara Ballard en Para una autopsia de la vida cotidiana, sigue siendo necesario crear en la ficción y que, cada vez más, va tomando forma en nuestras sociedades digitales.




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Akatre - Masques






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Akatre - Masques






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Akatre - Masques
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         La máscara es un elemento recurrente en el teatro africano y, cómo no, en el japonés. Ha sido elemento fundamental en el teatro clásico griego y herramienta habitual en la commedia dell´arte. No tanto tiempo atrás, podemos encontrar algunos ejemplos destacables donde la máscara se emplea de forma habitual en el arte contemporáneo. Sería, por ejemplo, el caso de Chris Cunningham que ha recurrido a ella en diversos videoclips para Aphex Twin (alias de Richard David James). Así sucede en canciones como ‘Come to daddy’ o ‘Window licker’ donde una serie de personajes aparecen con la cara del músico británico, dotando a la imagen de James de un carácter clónico y, si cabe, industrial, en serie.
         En el primer caso, Richard David James aparece en escena rodeado de un grupo de individuos que, a modo de seres clónicos, deambulan por un barrio periférico inglés. Resulta inquietante la homogeneización de los rostros que aquí encontramos (una homogeneización equiparable a las construcciones propias de los suburbios donde se desarrolla el videoclip que pueden recordarnos a la novela Sida mental de Lionel Tran), más aún si pensamos que esos individuos son niños que llevan una máscara del músico y que les acerca a la naturaleza inquietante de los pequeños infantes que aparecían en el largometraje El pueblo de los malditos de Wolf Rilla, cinta basada en una novela de John Wyndham (The day of the triffids).
         Si en el ejemplo anterior (‘Come to daddy’) encontramos una historia que se desarrolla en la periferia como espacio de alienación y que se ilustra a través de la arquitectura suburbial y mediante la selección de una máscara que convierte en clones a la masa de personajes que siguen a Richard D. James, en el caso de ‘Window licker’ Cunningham adopta una estrategia semejante ubicando esta ficción de videoclip en una suerte de paraíso simulado en una ciudad con playa que bien podría ser Miami (o algún lugar semejante). Los sujetos clónicos (e indiferenciables) que aquí encontramos son una serie de modelos en bikini que llevan la máscara esperpéntica de Richard D. James. La actuación de estos personajes se configura a modo de aquelarre absurdo y pseudotropical que, por su dinamismo y frenesí, parece una antítesis de las piezas de Vanessa Beecroft donde una serie de modelos perfectas se abandonan al estatismo (y al esteticismo) en performances artísticas de dudosa coherencia intelectual (más cercanas al peep show grupal). Pero, queridos y queridas, el cuerpo y la identidad son tótems intocables dentro del ámbito cultural en los tiempos que corren: paradigmas sobre los que reflexionar y no discrepar (en modo alguno), dogmas intocables.


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CHRIS CUNNINGHAM - WINDOW LICKER
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CHRIS CUNNINGHAM - WINDOW LICKER 2
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CHRIS CUNNINGHAM - COME TO DADDY
Retomemos a Cunningham.
 
         En el vídeo de este autor la posible pulsión sexual que despertarían las modelos en bañador, tan semejantes a la objetualización de aquellas que aparecerían en suplementos de baño de Vogue o Cosmopolitan (o en las páginas de Playboy), queda refrenada y mitigada por el carácter monstruoso de las máscaras que, en realidad, tienen como objetivo hacer ver al espectador el carácter grotesco y alienante de la fetichización del cuerpo femenino como reclamo sexual o como modelo físico a imitar dentro de nuestra sociedad (algo que, desde mi punto de vista, no consigue Beecroft en sus performances: ejercicios de superficialidad y homogeneización). Tampoco puede olvidarse en el trabajo de Cunningham que la máscara, en su carácter clónico y serial, no deja de sugerirnos una realidad monstruosa quizás, precisamente, por la imposibilidad de diferenciar una modelo de otra.
 
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         Próximo a Cunnigham encontramos a Paul McCarthy. Sin duda alguna, la obra de este último ha tenido que influir en Cunnigham a la hora de trabajar con máscaras. Hay en sendos artistas un componente obsceno y violento que perturba (y desequilibra al receptor). Entre ambos se da una afinidad en el gusto por el feísmo y lo cínico que hace de sus trabajos una experiencia delirante e incluso cómica, satírica, algo que no puede ser mera coincidencia y que lleva lo carnavalesco al extremo y lo revitaliza oponiéndolo a un contexto (el que vivimos) de hueca sofisticación y buenas intenciones en el ámbito de la creación visual (ya sea en redes sociales o en las mercancías que la industria del arte distribuye como paradigmas estéticos).
         En el caso de McCarthy encontramos una extraña y seductora inclinación hacia la recreación de la realidad, jugando con las máscaras y haciéndolo con el fin de subrayar los aspectos negativos que anidan en la psique del individuo. McCarthy dispone de forma recurrente una serie de personajes que, mediante la implantación de la máscara, enfatizan los instintos más bajos del ser humano. Este artista norteamericano entiende al hombre como monstruo y dispone ante nosotros un baile de máscaras donde la (supuesta o verdadera) identidad del individuo queda expuesta en primer plano (del mismo modo en que Kubrick emplea las máscaras en Eyes wide shut).
         Somos monstruos (parece decirnos McCarthy) que pululan por la vida: es el artista británico quien se encarga de recordarnos en todo momento ese concepto, incluso reinterpretando en sus vídeos y fotografías cuentos populares occidentales que, originalmente, ponen el acento en la bondad y que, por lo general, abundan en el final feliz. En tales adaptaciones su autor, obviamente, emplea máscaras con intenciones diametralmente opuestas. Así que McCarthy dinamita las certezas, las convenciones que han construido esos mitos populares (e imperecederos). Manipula (por ejemplo) a Heidi o establece mutaciones en Blancanieves e incluso borra su propia cara con ketchup en una suerte de evocación de la violencia y de la sangre sin perder el sentido del humor en su trabajo, sin perder de vista la deconstrucción del rostro (o, si cabe, su destrucción metafórica en un acto que, aquí sí, deviene ritual, exorcización).
         El caso de McCarthy se caracteriza, consecuentemente, por la desmitificación de cualquier fábula, narración o artefacto cultural (o político) que sea asumido como paradigma o como norma por la masa de consumidores de ficciones o noticias, por la fábula control que nos dice qué pensar, qué sentir. Tal sería el caso, en relación con el tratamiento de la información o de algunos de sus trabajos en torno a la figura de George W. Bush.
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McCarthy, Mechanical Pig (2003)
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         La influencia de McCarthy, aunque un tanto dulcificada, se deja ver incluso en algunos números de la edición italiana de Vogue a través del trabajo en vídeo de Gordon von Steiner. Podría decirse que en el vídeo Face the future (2012) para Vogue Italia, Gordon von Steiner se sirve de cierta estética feísta (tan propia de McCarthy) para filtrarla a través del cine publicitario que, en cierto modo, resulta una edulcoración (o adaptación a la industria de la moda) del discurso del artista norteamericano (en cierto modo: su perversión y regurgitación por el Grupo de Dominación y Control). Si bien no deja de ser perturbadora, la codificación de sus mensajes (por muy arriesgada o experimental que sea) no deja de ser parte de la industria de consumo jugando en el peligroso filo de la moda publicitaria (con ínfulas de manufacturación arty).
         No obstante, Gordon von Steiner participa de una ambivalencia y una ambigüedad que terminan siendo tan perturbadoras como algunas propuestas artísticas o creaciones propias del campo de la ficción visual, incluyendo en algunos de sus trabajos atmósferas decadentes de evidente inspiración sádica.
         Las modelos de Gordon von Steiner (que aparecen en su pieza Face the future) carecen de identidad y es, en esa ausencia, donde entra en juego el empleo de la máscara como mecanismo de uniformización social contemporánea (y al que, en la actualidad pandemia mediante, asistimos). Las modelos presentes en el vídeo mencionado son objetos intercambiables por otros, una muestra de la homogeneización de la conducta individual que, simplemente, obtiene el visto bueno a través de la adquisición de bienes de consumo como pueden ser los producidos por la industria de la moda, verdadero mecanismo de unificación en ambos sexos pero que, en este caso (en el vídeo de von Steiner), se centra en el caso de las mujeres dentro del marco de una publicación de moda como es Vogue (y que, en definitiva, vuelve a objetualizar al sujeto e impregnarlo de indiferencia, de abandono semántico). No obstante, el sujeto femenino es aquí un pretexto y podemos extrapolar lo que vemos en el vídeo a toda la condición humana.
         Sin duda alguna, la intención de Vogue resulta (en cierto modo) un tanto maquiavélica, puesto que al procurar hacerse eco de determinadas tendencias dentro de la moda contemporánea se sirve de modelos que, a través del uso de máscaras, terminan por convertirse en sujetos indiferenciables y, finalmente, resultan objetualizadas por la eliminación de todo posible rasgo de identidad individual. Así que esas mujeres que aparecen en escena resultan absolutamente reemplazables, vendidas o sometidas al dictado de la moda que elimina la diferencia y homogeneiza los hábitos y, cómo no, a la persona.
         Así, si la máscara tenía en algún momento un significado ritual o simbólico, termina (en un caso como en Face the future de Gordon von Steiner) por impregnarse de la estandarización contemporánea de los hábitos y la identidad, de ahí que el componente sagrado (o ritual) que se puede reivindicar para la máscara queda totalmente inhabilitado y sometido a un proceso de igualación y, al fin y al cabo, de anulación de la identidad.       



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Paul McCarthy
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Paul McCarthy, Static
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FACE THE FUTURE, by Gordon Von Steiner
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         La vuelta de tuerca a todo esto (o el paso adelante con intención crítica) la encontramos en la portada y las diferentes imágenes que acompañan el álbum Music has the right to children (1998) de la banda de música electrónica Boards of Canada (responsables también del diseño de arte del disco) donde las personas representadas no cuentan ni siquiera con una máscara: más bien el rostro se convierte en desierto (desolado y desolador). Aquí las personas aparecen representadas sin rasgos, sin ojos, nada: una masa en blanco que se corresponde con la cara y que está cerca de la imagen del dummy a la que ya hicimos referencia y que, tal y como avanzamos antes, se emplea en los tests de accidentes para automóviles.
         Sin duda alguna, el dummy (su estética, su apariencia) responde al paradigma que se busca dentro de nuestro tiempo. Un objeto (que sustituye a la persona) y que, en virtud de la industria automovilística (o sea el capital), está diseñado para recibir golpes. Al igual que ocurre, dentro del marco de las naciones occidentales, con la población de determinados países como España y Grecia, que (durante la crisis financiera de 2008) se convirtieron en seres de laboratorio (a modo de conejillos de indias) con el fin de conocer cuál era la capacidad de aguante del individuo en una sociedad capitalista como la nuestra. Es decir: una forma de calibrar la condición de dummy del conjunto de una sociedad.
         Curiosamente, cada vez más, encontramos en los escaparates de diversos centros comerciales o tiendas de moda maniquíes en los que los rasgos del rostro desaparecen en una suerte de homogeneización de los mismos, convirtiéndose en meras formas antropomórficas sin ningún tipo de identidad, figuras que imitan al hombre pero que no son el hombre (al igual que las modelos de Gordon von Steiner: menos humanas que humanas). Básicamente esta estrategia gira en torno a lo que busca el capitalismo: la tendencia a unificar al individuo como un mero receptor de mensajes publicitarios y, en definitiva, consumidor de objetos marcados por el ritmo vacuo y vertiginoso de la moda y las tendencias (o el aliento letárgico de las redes sociales). De ahí que Gordon von Steiner, a diferencia de Cunnigham o McCarthy (que pretenden establecer alegorías macabras de los monstruos que pueblan nuestra realidad) se convierta (flotando dentro de un esteticismo decadente) en una de las herramientas que la propaganda global (que opera en niveles inconscientes) emplea como estrategia de alienación perfecta y que enfatiza (o subraya) esa metáfora del individuo vacío, sin alma, que el capitalismo contemporáneo demanda a través de una estética hipnótica, perturbadora, de seducción masiva que hacia el futuro mira (face the future) y que, en cierto modo, construye la cara del porvenir.
         Ese porvenir que (desafortunadamente) se ha hecho tangible en los últimos tiempos: la mascarilla que nos ponemos y de la que hacemos uso día a día es (precisamente) consecuencia de la cultura (o la sociedad) que la genera, de un sistema que tiende hacia la homogeneización y que articula o inocula la absoluta falta de significado del individuo, un individuo que se configura como sujeto-masa a través de la sofisticada (y biosanitaria) eliminación de la expresión (de unos labios que bien podrían sonreírnos: tal vez besarnos). Las cosas no tienen lugar debido a un plan articulado previamente: las cosas (sencillamente) ocurren como traducción de una superestructura que demanda símbolos (y que, queramos o no, nos hipnotiza). A diferencia de la máscara, la mascarilla deviene (en consecuencia) organismo de control, un virus que solamente puede habitar en el cuerpo del huésped que lo acoge: el virus solamente es capaz de (sobre)vivir en tales circunstancias y, en este caso, lo hace en nuestros rostros que se configuran como lienzos del Grupo de Dominación y Control, del Sistema Económico, Social y Moral vigente.
         Todos somos (por fin) dummies.

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LOS ESPACIOS COTIDIANOS

20/2/2021

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por ANGELO MEDINA LAFUENTE

 
PROXIMIDAD
       Las pinturas de interiores de los maestros holandeses del siglo XVII fija-ron poéticamente la cotidianidad, no pintaron los grandes acontecimientos, las mitologías, retrataron otra historia. Un universo que habitaba entre las paredes, los objetos y la intimidad de los quehaceres hogareños. «Objetos inmortales, pero que no nos sirven», escribe Adam Zagajewski en un poema dedicado a los pintores holandeses. Esos «objetos inmortales» son pintados con la más detallada maestría y cuidado.
      La lechera de Vermeer, que pintó hacia 1660, es una joven en una habitación, los objetos que la acompañan proponen cercanía. El blanco y los tonos grises del espacio, el azul del delantal de la joven, los detalles de su corpiño, el cromatismo de amarillo y ocre o el rojo del vestido son concordantes con los colores de los objetos, desde el verde azulado del mantel, el azul de la jarra de cerámica y del paño que cuelgan de la mesa, la cerámica rojiza del cántaro de leche, hasta la escudilla marrón, sugieren proximidad. La pared no es una superficie lisa, tiene pequeñas roturas, manchas, agujeros de clavos, partes desconchadas.
        La maestría de Vermeer es evidente en el detallado cántaro de cerámica azul, los panes de la cesta y los trozos de pan que yacen sobre la mesa. Quedemos con esos pedazos, con esas migas, antaño se creía que tirarlas al suelo era de mal augurio, en nuestros días, son sobras.
         No existe una leyenda o alegoría en La lechera del pintor de Delft, la casa rústica y modesta en la que habita la joven es la representación de lo cotidiano: sólo está vertiendo leche. El alimento necesario para la firmeza. Cuando el alimento escasea somos vulnerables a la caída del cuerpo y del espíritu.
        Ningún «objeto inmortal» pasa de largo Vermeer, se detiene, trabaja en él, aunque su plano pictórico en apariencia no tenga tanta relevancia. Lo evidenciamos en la cesta de mercado que cuelga en la penumbra de la esquina de la pared, al fondo. Del mismo modo, el calientapiés que se deja ver detrás de la joven. Ese pequeño hornillo lleno de carbones se conocía con el nombre de mignon des dames, el «mimado de las damas», que las mujeres usaban durante la época de frío bajo las faldas. En algunos cuadros y textos del siglo XVII era un símbolo de lujuria en la mujer. Pero, en este caso, el hornillo no es un emblema, «¿misterio? No hay misterio alguno, | sólo el azul del cielo hospitalario | e intranquilo como gritos de gaviotas», responde Zagajewski. El hornillo nos avisa de lo que hará la joven después de verter la leche, el mignon des dames ya está listo, será para ella misma o quizá lo lleve a la señora de la casa.
        Los interiores holandeses acogen, en algunos casos, una retórica moralizante, «el mantel huele a moral y almidón», escribe Zagajewski. En la pintura Caballero y dama tomando vino, de Vermeer, con un suelo ajedrezado como las obras de Pieter de Hooch, un hombre le sirve vino a una joven, ella bebe, mientras él sostiene con la mano el asa de la jarra, atento a que acabe para ofrecerle más vino. Reposa en la silla un laúd y partituras sobre la mesa cubierta con un tapiz persa, quizás acabó la lección de música y descansan.
        La ventana semiabierta de la habitación tiene un cuadrilóbulo, una representación de la templanza. En el libro de emblemas realizado por Gabriel Rollenhangen en 1611 titulado Nucleus Emblematum, hay una mujer sosteniendo una escuadra, simbolizando el obrar recto, y una brida, que viene a ser la represión de los afectos, la inscripción del emblema dice: Serra modum, «Conserva la templanza». La ventana está de frente a la mirada de la joven, recordándole que debe atenerse a la templanza. La seducción mediante el vino acompañada de música era un motivo recurrente en las obras del XVII. Una mujer tomando vino era en aquellos tiempos como una encarnación del vicio, la opinión del pedagogo popular Jacob Cats era que se debería prohibir que las mujeres beban vino. En algunos casos, no era vino, había otra bebida que se conocía como «filtro de amor» o la «pócima de galán». Un brebaje citado en los escritos de medicina del siglo XVII, que se obtiene, según Jan Baptista van Helmont, de una «efervescencia del bálsamo natural de la vida».
        Del mismo modo, en las escenas musicales, se presenciaba esa dicotomía entre la templanza y la desmesura. En Mujer de pie tocando el virginal, también obra del pintor de Delft, tiene un recurso técnico que se conocía como el «cuadro dentro del cuadro». En este caso, en la pared de la habitación, hay un Cupido mostrando un naipe. El instrumento que toca la mujer, el virginal, era propio de las muchachas, de las doncellas. «El nombre de algunos instrumentos musicales sugiere, aun antes de escucharlos, una evocación, un añadido a su poética», escribe Ramón Andrés en su libro El luthier de Delft. Ese Cupido, obra de Cesar van Everdingen, puede tener dos opciones: o pone en cuestión irónicamente la virginidad de la joven o es un emblema de la fidelidad. En el libro citado de Gabriel Rollenhangen hay un «amorcillo» con un laúd.
       Pintar a mujeres jóvenes tocando el virginal era muy usual en los Países Bajos desde la segunda mitad del siglo XVI. Esas habitaciones bellamente iluminadas, de suelos ajedrezados, mesas cubiertas con manteles persas, paredes con mapas que daban signo de una sabiduría humanística o definían las situaciones políticas, guardan un íntimo sonido. Un sonido de escucha atenta. Seguramente las músicas de William Byrd, las de John Bull y Orlando Gibbons formaban parte del repertorio y las lecciones de música de las jóvenes de Vermeer. Esas partituras eran de maestros ingleses que los Países Bajos acogieron cálidamente, y con el mismo recibimiento a los maestros alemanes y franceses, como Jacob Froberger y Louis Couperin. «La música hace posible los encuentros», menciona Ramón Andrés, así como la casa.
      No solamente los instrumentos de teclas estaban en las pinturas holandesas, también acompañaban la viola da gamba, el laúd, la tiorba, la guitarra barroca. Instrumentos de sonido delicado, evocador, nada ostentoso.
NO OCUPAR, HABITAR
       «Les gustaba habitar. | Y lo habitaban todo», continúa en su poema Zagajewski. Heidegger en Construir, habitar, pensar menciona la relación de construir con habitar. El verbo alemán bauen, que corresponde a construir, significa habitar, originariamente, y asimismo, abrigar y cuidar. Además, aclara que construir, en el sentido de abrigar y cuidar no es ningún producir. Y añade: «El construir como el habitar, es decir, estar en la tierra, para la experiencia cotidiana del ser humano es desde siempre, como lo dice tan bellamente la lengua, “lo habitual”». El rasgo fundamental del habitar es el cuidar (mirar por). El habitar, el residir en la tierra, bajo el cielo, es el sentido del ser humano. Abrigar y cuidar a los demás, porque pertenecemos a una comunidad.
        Los espacios cotidianos, los quehaceres caseros de las pinturas holandesas evocan un retorno a la cotidianidad, un habitar cuidando y acompañando. El filósofo español Josep Maria Esquirol en su libro La resistencia íntima menciona que «nuestro existir es un permanecer en la proximidad, cuidando más que dominando. Acompañar y cuidar son expresiones de la proximidad, y ésta a su vez, resulta ser el carácter más distintivo de la cotidianidad».
EL OFICIO
          Adam Zagajewski: «las escobas descansaban tras el trabajo a consciencia». Las figuras de las obras holandesas no tenían jerarquizaciones, los maestros ejercían el mismo cuidado en un rostro como en una cesta. Gerrit Dou, el primer discípulo de Rembrandt, que vivió en Leiden y fundó allí la escuela Fijnschilder, «pintores finos», que en lo sucesivo se consideraría la especialidad de Leiden, se dice que necesitaba tres días para terminar de pintar un palo de escoba apenas más grande que una uña. Ese cuidado en el detalle le heredó a su discípulo Pieter Cornelisz van Slingelandt, que dedicaba tres o cuatro días a pequeños detalles, como el labrado de un cuello. Conocían la espera, el demorarse, «el trabajo a consciencia», es decir, el trabajo artesanal, la cercanía con los materiales. Los artesanos del color preparaban sus propios pinceles, molían los colores, preparaban la tabla; el mismo cuidado tenían los constructores de instrumentos musicales, los luthiers, sentían las maderas, probaban su resistencia y flexibilidad; y no menos cuidado tenían los artesanos del sonido que construían catedrales contrapuntísticas donde habita un mundo del sentir próximo. El trabajo, el oficio artesanal implicaba proximidad, dedicación, sentido.
       Las herramientas utilizadas como sierras, gubias, garlopas, los tarros que contenían aceites, barnices, colas naturales que se hacían hirviendo huesos, pezuñas y piel de animales, o la «cola de Flandes» que se elaboraba juntando los huesos de cabra y oveja, en esos materiales estaba impregnado el oficio de los maestros anteriores. Un aroma que se combinaba también, con lo que se cocinaba en la trastienda, el olor, los vapores de la sopa se juntaban con el vapor de linaza o con la trementina.
«NUESTRO RINCÓN DEL MUNDO»
       En los interiores holandeses no existía aquello que hoy conocemos como comodidad. En el lugar que se escogía para preparar el alimento, se podía dormir; el sitio donde se compartía lo cocinado podía servir para descuartizar a los animales; los desvanes, alacenas, eran fácilmente el espacio para las herramientas del artesano. En esas casas se atestigua lo que John Burroughs escribió: «El espacio interior en su totalidad no es más que un fondo para la forma humana». No eran postales lo que pintaban los maestros holandeses, sino, un espacio donde se moldeaba la condición humana. Un rincón para pensar el mundo.
       El «universo de la casa» que menciona Gaston Bachelard fue lo que pintaron los maestros holandeses, en cada figura, objeto, instrumento musical, herramienta, está el rincón de un mundo que no tenía la intención de convertirse en una idea, en un sistema o en una doctrina, menos aún en ideología, solamente transcurría, fluía, como la leche que vierte la joven de Vermeer.
         Escribir una carta, tocar el virginal, leer, tañer un laúd, pelar una fruta, era estar en la marginalidad, resistir a lo de afuera. En las casas holandesas del XVII se resiste desde el espacio cotidiano, desde lo casero. Estar al margen, no es huir, es estar en vigilia, no ceder.
         Adam Zagajewski cierra su poema:
 
Pintores holandeses, decid, ¿qué pasará
al pelar la manzana, cuando falte la seda,
cuando todos los colores sean fríos?
Decidnos, ¿qué es la oscuridad?
 
         Frutas a medio pelar, platos con restos de comida, utensilios, una escoba, aquella que pintó Gerrit Dou, los libros antiguos de los bodegones de Jan Davidsz de Heem, la bella viola da gamba y el laúd de Frans van Mieris, el niño que enseña a bailar al gato y el buen humor de las habitaciones de los cuadros de Jan Steen, los suelos con baldosas negras y blancas, las tiorbistas de Gerard Terborch, son los protagonistas de las casas holandesas, y recordando a Zagajewski, no ocupan un espacio, lo habitan, «y lo habitaban todo». Ramón Andrés refuta a Hegel, cuando el filósofo alemán en sus Lecciones sobre la estética sostiene que los maestros holandeses pintaron los «domingos de la vida». Hegel se equivocó. Los interiores holandeses desvelan un mundo a partir de lo cotidiano, «actúan y viven en el gesto de las tareas sencillas», argumenta el escritor español, es un estar. Pensar a partir del retorno a lo cotidiano.

ÁNGELO MEDINA LAFUENTE (Cochabamba, Bolivia, 1991). Es egresado de la carrera de filosofía de la Universidad Mayor de San Andrés. Asistió a diferentes cursos de historia del arte. En el campo musical se desempeña como intérprete de guitarra clásica, con atención al estudio de la música antigua. Ha publicado Pensar con el oído (E1 Ediciones, México, 2020).
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RECEPCIÓN DE <<LA REGENTA>> EN SU TIEMPO

29/1/2021

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por DAVID BARÓ






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         La Regenta, novela de Leopoldo Alas “Clarín”, publicada en dos tomos —en 1884 y 1885—, ambientada en la imaginaria ciudad de Vetusta —trasunto de Oviedo—, es un prodigioso fresco de la sociedad provinciana española de finales del siglo XIX.
      A través de la historia de doña Ana Ozores y don Fermín de Pas, el Magistral, Clarín retrata un mundo de falsas apariencias y reprimidas pasiones, de pérfida ambición e hipocresía soterrada, donde nada ni nadie es lo que parece.
       Clarín es un anatomista social de primer orden. Nadie escapa al preciso y afilado ejercicio de su pluma: el clero, la aristocracia, la política...
     Respecto a la temática y a algunos aspectos técnicos, tal vez existen ciertos paralelismos con Madame Bovary, aunque con notables matices; rasgos de estilo y de enfoque propios de Clarín, quien aporta, además, elementos característicos de la idiosincrasia hispánica.
        La novela fue alabada, tras su publicación, por sus numerosas virtudes literarias —a pesar de las reticencias, resquemores y cuestionamientos que despertaba el novel autor, amén de ciertos anhelos de revancha diferida con los que algunas figuras literarias del momento esperaban su estreno como novelista; a la sazón, Clarín era un reconocido y feroz crítico literario, temido y odiado por igual— y criticado por su anticlericalismo y por la dudosa moralidad de algunos de sus episodios.
        Su poderoso estilo fue elogiado por Menéndez Pelayo. Igualmente por Pereda, que reconoce en el autor ovetense a «un novelista de empuje».
         Mención aparte merecen las loas de Galdós, lector entusiasta de la obra, quien la calificó de admirable en su prólogo a la segunda edición, destacando sobremanera su humor y vena satírica —digna de Quevedo, dirá—. Algo «verdaderamente maravilloso y único». Representaba para él la restauración (y acaso la actualización y consagración) del Naturalismo patrio en la mejor tradición literaria española, entroncando directamente con la picaresca, el mencionado Quevedo y nada menos que Cervantes.
        Años después, también la alabó Unamuno, en carta dirigida a Clarín, por su originalidad y frescura.
        De igual modo, la prensa recibió la obra con grandes alabanzas, «hiperbólicos elogios», en palabras del autor. Los ejemplares de la primera edición se agotaron en poco tiempo (Clarín cobró por su publicación once mil reales). Su inmediato éxito traspasó fronteras. La prensa francesa la elogió en gran medida y, así también, la revista italiana La nuova antologia.
        La obra no deja de ser una sátira social —de «malas costumbres», en boca del autor—, aunque es mucho más que eso, sin duda. Probablemente, la mejor novela española tras el Quijote.
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EL MALESTAR DE LA CULTURA REFLEJADO EN <<LA TIERRA BALDÍA>>

15/1/2021

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por PEDRO DIEGO VARELA

        Mil novecientos veintidós. La tierra se abre paso a través del poema: Thomas Stearns Eliot acaba de publicar The Waste Land, título que pasará a ser una de las cumbres poéticas del siglo XX en lengua inglesa. El poema, corregido y anotado por Ezra Pound, poeta cuyos cantos perduran hasta nuestros días, se ha visto sometido (no para bien en muchos casos) a una multitud inmensa de traducciones, adaptaciones e intentos de desembocar, con mayor o menor éxito, en una edición que haga justicia al poeta angloamericano.
         Su cuerpo, el eliotiano, se engendra en América; su espíritu, el mito poético, desemboca en una búsqueda del todo interior hacia Inglaterra. John Worthen, a través de la traducción que nos ofrece Iñaki Tofiño, narra en T. S. Eliot: Una breve biografía (L’Art de la Memòria Edicions) aspectos de la vida del poeta que resultan cruciales para entender la figura y persona del que fue el autor de obras tan importantes como The Sacred Wood o Four Quartets, entre otras. Sin embargo, su carácter y legado polifacético, reflejado en sus ensayos (no es desconocido el deseo promovido por su entorno familiar, el cual veía cosa más seria las cuestiones filosóficas que aquellas que tuvieran algo que ver con la poesía o las artes) y obras de teatro, parece haber sido apartado por gran parte de la sociedad con los años. Esto no ha de sorprendernos. Estamos frente a un olvido progresivo cuyas características no son meramente poéticas, sino culturales. Prueba de ello es que apenas existen traducciones en español de los distintos estudios literarios realizados en lengua inglesa sobre la estructura, poética y formación de Eliot. Además, obras que suponen un calado poético-ensayístico importante, como The Sacred Wood, cuya única versión realmente meritoria en español es la que nos ofrece la editorial Langre a través de su edición bilingüe de El bosque sagrado, no han tenido ni de lejos el recibimiento que requieren unos textos de tal profundidad, necesarios para lograr una representación de dónde se encuentra la teoría literaria actual.
       Pero, ¿por qué el lector en este punto puede preguntar por el interés de la obra eliotiana? La pregunta no es desacertada, en absoluto. Recordemos que en The Waste Land se refleja la percepción que Eliot tiene acerca de la ironía, la cual, imbuida en un mundo moderno que parece no dar tregua, se sitúa en un marco de conexión entre lo real y lo ideal. Éste es el punto; el mundo moderno ha ido perdiendo la conexión con el marco ideal, con las ideas, de forma que el sujeto se sitúa en el punto de un realismo de lo más vulgar. El ser se ve arrojado en el mundo actual, lugar del crecimiento posmoderno que desarrolla y degenera, a través de un alejamiento disimulado de las artes (poesía, teatro, cine, literatura, música...), un nuevo estadio para el ser: el malestar cultural.
         Este malestar, sin embargo, pasa desapercibido ante las miradas poco atentas, sin guardia; miradas que no regresan sobre el carácter de aquella tierra baldía, donde la conexión entre pasado y presente se ha perdido, desvinculándonos de todo posible arraigo a la tierra, nuestra tierra, y al carácter histórico que la precede, el cual se ha visto sepultado junto a una tradición y herencia poética enormemente despreciada. Es aquí donde, como Tiresias, personaje crucial de La Tierra Baldía y certero observador de la escena que tiene lugar desde su diván (lugar de rememoración de los paseos en los infiernos de los muertos), debe reivindicarse el poder poético de las artes, condenando al pobre infeliz que reduzca la tierra, la poesía y la cultura a algo pasado, a un artificio ya superado del que no hemos de preocuparnos en lo más mínimo.
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         El sujeto necesita del instante recuperador de la poesía, de su destrucción posmoderna presente. En definitiva, de un avanzar hacia nuevos horizontes socioculturales; se ha de generar una nueva tierra, fértil, llena del más genuino vigor; tierra donde se prime el verbo a la anestesia metálica de las pantallas.
         Si esto no resulta así, el malestar cultural y poético del que nos hemos visto impresos acabará su tarea; el malestar será la analogía perfecta de un ahogamiento hacia el todo vale y nada queda. La muerte poética será, al igual que la cuarta parte de aquella tierra baldía, una muerte por agua; y nosotros, como Flebas, veremos la anegación de toda voluntad creadora, dando paso al carácter eutanásico de aquel que desprecia el poema, el arte. Y es que, al contrario que Flebas, su final será bien distinto: no será un ser lleno de valía, de hermosura exaltadora en su vuelta, esto es, el regreso del poeta como mito. Será un ser anquilosado en su necedad, incapaz de entender siquiera de qué se está hablando cuando referimos al poema, a la simiente poética. Su descenso hacia el fondo del desconocimiento literario, vertical y marino, será una prolongación infinita de su eterna ignorancia.
      En cualquier caso, la obra de Eliot sigue siendo algo recóndito para muchos, síntoma del profundo desconocimiento que inunda aún el panorama cultural español, fenómeno que responde, no por casualidad, al desarraigo de la época moderna: un desvincular-se que se ve arrastrado para, más tarde, materializarse en nuestra sociedad, en el individuo que, asolado por una incapacidad gradual de descontento literario, prefiere quedar sumergido en el terreno de lo virtual, de las redes falsarias.
         Mucho antes, Eliot ya había señalado en American Prefaces (volumen de noviembre de 1935) cómo se produce una experiencia de la desposesión en el individuo. Experiencia que enlaza y define al ser que habita la tierra moderna, donde su conciencia del paso del tiempo, de lo que acontece, toma forma hasta el punto de acorralarlo, de situar ante sus ojos su propio aislamiento frente a la muchedumbre, aquella masa delirante que sólo muestra preocupación por verse arrojada a habitar ese aislamiento; el aislamiento a día de hoy ha de evitarse a toda costa, dejando paso al devenir más fútil e inapropiado. Tal es la incapacidad del ser moderno que, en la soledad preventiva de la posible enfermedad de una pandemia, merece poner especial atención al carácter límite que ha desarrollado, efecto extendido de la imposibilidad patente de algunos para habitarse a sí mismos; el ser humano actual, posmoderno, se ha convertido en el fruto impedido de su soledad, de la conversación y discurso interior.
       Frente a esto, hemos de retomar el problema de malestar cultural que aflige a la sociedad española (mal de muchos); la desposesión de lo actual debe dejar paso al futuro, a un nuevo yo que, en su dar cuenta del carácter poético, se vea desposeído de su aislamiento total, hermético, transformándose no sólo uno mismo, sino cada uno de los vínculos que nos ponen en conexión con el mundo, con la nueva tierra, la tierra fértil.
       Por ello, resulta conveniente añadir lo que Sanz Irles advierte en su reciente traducción de La Tierra Baldía, publicada por Olé Libros. Traducción que presta atención no sólo a la estructura rítmica del poema, sino a su propia musicalidad, inserta en una edición cuidada que, manteniendo el margen de operación textual propio del traductor, no se ve desligada en ningún momento de la fidelidad del texto original; se presenta al lector una edición bilingüe cuya introducción, texto y carácter singular resulta del todo conveniente.
         Traduce Irles a propósito de la última parte del poema, Lo que dijo el trueno: «el puente de Londres cae, ay, se cae, ay, se cae». Tengan cuidado, pues, con los puentes que construyen.
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LA NATURALEZA DE LA NADA

15/1/2021

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por LEONARDO JOSUÉ ESPINAL
       Existen pocos conceptos tan curiosos y conceptualmente inexactos como “la nada”, debido a la ilusoria sencillez que conlleva definirla, junto con todos los aspectos que revuelven alrededor de ella y que implícitamente describen el estado de su naturaleza. La inexactitud de esta palabra se puede demostrar fácilmente al tratar de imaginarse su aspecto físico. Probablemente visualizarían una imagen en blanco o totalmente negra, sin embargo, el blanco sigue siendo un color físico que podemos visualizar y lo mismo se puede decir de su contraparte. Entonces, ¿cómo se define un concepto totalmente desprovisto de todo elemento existente y por lo tanto visual? Un concepto completamente antónimo a la existencia, ya que solo el hecho de existir es mucho más que nada, por la simple razón de que la existencia sobrepasa sus límites definitorios y se convierte en algo; cero no es lo mismo que uno, y hay una cantidad infinita de decimales separando a estos dos valores que a simple vista están muy cerca el uno del otro, cuando en realidad no podrían ser más distantes. Y en este caso especial, quizás lo más apropiado sea preguntarnos si esta noción siquiera es físicamente factible en un mundo tan profundamente opuesto a su naturaleza.
       La Real Academia Española define la palabra “nada” como «inexistencia total o carencia absoluta de todo ser/una situación o estado de carencia absoluta». Una definición ligeramente abstracta y simplista al no saber con exactitud que constituye algo tan etéreo y complicado como el término en cuestión, y que a pesar de ello, sirve para cumplir con nuestras necesidades lingüísticas básicas, incluso cuando su uso carece de sentido literal. Por ejemplo: es conceptualmente erróneo decir que no hacemos, no hicimos, o no vamos a hacer nada durante un cierto período de tiempo, ya que estar inactivos, ya sea sentados, acostados, o incluso durmiendo, sigue siendo algo, y esta misma lógica abarca muchas otras instancias, por lo que no todos se conforman con la definición ordinaria de la palabra, como fue el caso de Keiji Nishitani, Tales de Mileto y Aristóteles. El primero fue el filósofo más influyente de la escuela filosófica de Kioto durante la posguerra, en razón de que él intercambió el término “nada” con “vacío”, describiendo este estado como una categoría existencial en la que las cosas regresan a su forma original, auténtica y fundamental. Tales de Mileto reflexionó tanto al respecto que llegó a la conclusión de que no podía existir algo como la inexistencia absoluta o ninguna cosa, en virtud de que él no concebía cómo el universo pudo haber nacido de un vacío total, y que debido a su naturaleza, “la nada” se convierte en algo en el preciso momento en que pensamos en ella, perjudicando todo entendimiento o debate racional al respecto. Aristóteles también concluyó que un vacío total, carente de todo elemento físico existente, sería imposible, precisamente porque, según él, la naturaleza de nuestro universo aborrece el vacío, pues nuestro mundo está repleto de su antónimo más puro y literal: todo.
       Este concepto encuentra muchas más complejidades cuando nos adentramos en el campo de la física, y para contemplarlo podemos proponer el famoso eufemismo del vaso medio lleno y medio vacío, agregando una posibilidad en la que el vaso está totalmente vacío... ¿O realmente lo está? Aunque a simple vista el vaso no contenga una sola gota de agua, sigue estando repleto de minúsculas partículas de aire, por lo tanto, decir que el vaso no contiene nada es literalmente incorrecto. Ahora, ¿qué sucede dentro de un sistema de vacío cuyo propósito es extraer todo elemento existente de un espacio predeterminado? Como perspectiva, un metro cúbico normalmente contiene 10^25 partículas de aire (un valor con 25 ceros, conocido como septillón), y dentro de un sistema de vacío ese número se reduce a 10^10 (10 billones de partículas de aire por metro cúbico), demostrando que incluso dentro de nuestros mejores sistemas de vacío, hechos específicamente para recrear estados de carencia absoluta, continuamos sin siquiera aproximarnos a encontrar ese fascinante estado que tanto nos elude. No obstante, si nos aventuramos hacia el mismísimo espacio, vamos a encontrar muchos puntos caracterizados por un aparente estado de vacío total, pero en realidad esos puntos están repletos de una misteriosa entidad denominada “energía oscura”, la cual produce una presión que tiende a acelerar la expansión del cosmos. Y si nos adentramos aún más, dentro del tejido atómico del universo, llegamos a los diminutos átomos para finalmente decir que dentro de ellos se encuentra un punto que constituye la carencia absoluta de todo componente físico y real. Pero la mecánica cuántica nos dice que dentro de un átomo todavía podemos encontrar niveles de energía extremadamente bajos, energía en forma de partículas que aparece y desparece gracias al campo de Higgs, el cual permea la extensa plenitud del universo en constante expansión, haciendo que las partículas generen masa al interactuar con el bosón de Higgs; una partícula elemental y la manifestación cuantificada del campo cuántico mencionado anteriormente.
         Sin lugar a dudas, este es un concepto verdaderamente fascinante, que se vuelve más intrincado y problemático a medida que exploramos su naturaleza y sus subsecuentes implicaciones. Tan profundamente confuso que solo el hecho de debatir al respecto es perjudicial, ya que al existir perdemos toda virtud de imaginárnosla, y filosóficamente hablando, nada en este universo tiene sentido alguno o es algo hasta que un ser consciente le dé una interpretación racional, tan antónima a la existencia que con el simple hecho de “ser” abandonamos sus bordes restrictivos y nos transformamos en el algo que eventualmente se convierte en todo, insinuando que este maravilloso universo efectivamente aborrece el vacío. Y quizás es hasta catártico entender la aparente imposibilidad de que “la nada” sea factible en una realidad en la que nos encontramos rodeados de todo.

—BBC News Mundo. Por qué, científicamente, nada es imposible (17 de diciembre de 2016).
—Gleiser, M., Avoiding the void: a brief History of Nothing(ness) (17 de noviembre de 2010).
—Siegel, E., “What is the physics of Nothing?”, Forbes (22 de septiembre de 2016).
—StarTalk. Neil deGrasse Tyson explains Nothing [Vídeo] (23 de junio de 2020).
—Berger, D. L., & Liu, J. L. (eds.), “Nishitani on Emptiness and Nothingness”, en Nothingness in Asian Philosophy (2014).


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LEONARDO JOSÚÉ ESPINAL (Tegucigalpa, Honduras, 1999). De escritura bilingüe, ha colaborado con las revistas Galeradas (España), Esperanta (Argentina) y próximamente Sky Island Journal (Estados Unidos). En la actualidad cursa estudios universitarios en Taiwán.
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ECOS DE TENNYSON EN POETAS ESPAÑOLES DE HOY

26/12/2020

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La dama de Shalott en Juan Planas Bennásar e Isa Pérez Rod

por JUAN LUIS CALBARRO

      Tal y como es habitual en la literatura universal, donde infinitos vasos comunicantes permiten rastrear ecos e influencias a lo largo de los siglos, uno de los más célebres poemas de Alfred Lord Tennyson (1809-1892), The Lady of Shalott, presenta una larga y bien conocida estirpe. Publicado en 1833 y de nuevo en 1842 en una versión mejorada, el poema de Tennyson entronca, como buena parte de su obra, con la tradición artúrica. La misteriosa dama sin nombre aparece nombrada en varias obras de la literatura medieval, desde el roman anónimo La mort le roi Artu y la novella LXXXII de la colección Cento Novelle Antiche (siglo XIII) hasta la colección en prosa de Sir Thomas Malory, Le Morte Darthur, y la versión del barcelonés mosén Gras en su novela caballeresca Tragèdia de Lançalot (siglo XV).
      Alfred Tennyson, un joven romántico que ignoraba que años después sería nombrado sucesivamente poeta laureado y barón por la reina Victoria, publicó en 1833 su primera versión de The Lady of Shalott, y en 1842 la versión definitiva, revisada y mejorada. El poeta de Somersby había recogido esta hebra de la literatura occidental de la novella italiana mencionada, ya desnuda de todo lo no esencial, y le había añadido elementos simbólicos y toda su maestría rítmica y, con ellos, un alcance infinitamente superior en la literatura universal. Su recreación supone una ruptura importante en su genealogía. En su poema, la dama sin nombre se despoja hasta el final de elementos narrativos y adquiere, en cambio, otros de carácter simbólico y mágico que son ajenos a su tradición. La protagonista permanece confinada en una torre a la orilla del río que lleva a Camelot, sin poder salir ni mirar por la ventana en virtud de una maldición cuyo motivo desconocemos. Pasa su vida tejiendo frente a un espejo en el que ve el reflejo («las sombras») de lo que sucede al otro lado de la ventana, que recoge en sus tapices, y los campesinos solo saben de su existencia por su canto. Sin embargo, un día puede ver el reflejo del caballero Lancelot que pasa frente a su ventana. Incapaz de resistir el impulso, se asoma a la misma y desencadena la maldición: el espejo se quiebra y los tapices salen volando por la ventana. A continuación, baja al río, escribe su título (‘Dama de Shalott’) en la proa de una barca a la que sube y se deja arrastrar por la corriente. La maldición cursa su efecto y la dama canta una luctuosa melodía mientras languidece. Cuando la barca arribe a Camelot, su cadáver será admirado por Lancelot.
         Tennyson, principalmente como vector de la tradición artúrica, influyó ya en vida en poetas románticos españoles como José Zorrilla, que adaptó ‘Los encantos de Merlín’ con ilustraciones de Doré, pero su influjo llega más allá de su muerte: Vicente de Arana, Gaspar Núñez de Arce, Juan Valera, Manuel Murguía, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Benjamín Jarnés, Ramón Cabanillas o Álvaro Cunqueiro, entre otros, siguieron de uno u otro modo los pasos del inglés. Juan Miguel Zarandona se ha encargado de señalar estas conexiones. En cuanto a las traducciones al español de Tennyson, en general han sido escasas. En 1916 se publicó una antología en español realizada por varios traductores, y posteriormente poemas suyos han sido incluidos en diversas antologías colectivas de poesía inglesa. No será hasta 2002 que la editorial Pre-Textos publique una selección y traducción del poeta andaluz Antonio Rivero Taravillo, hasta hoy el esfuerzo más completo por dar una visión de la poesía de Tennyson al lector español, bajo el título La Dama de Shalott y otros poemas.
        Por lo que se refiere en particular a The Lady of Shalott, tuvimos que esperar a 1978 para disfrutar de una primera versión, incluida por Luis Alberto de Cuenca, quien llegaría con el tiempo a ser premio Nacional de Traducción y de Poesía, en su libro Museo. Entre 2000 y 2020 se han publicado otras cinco traducciones del poema. Llegados a este punto, dos autores españoles prolongan la genealogía hasta aquí descrita publicando, en el año de la pandemia, sendos poemas bajo el título ‘La dama de Shalott’, e incorporando así a esta tradición acentos de actualidad.
        El primero es Juan Planas Bennásar (Palma de Mallorca, 1956), autor de una docena de poemarios, que se hace renovado eco de nuestra dama en su última entrega editorial, Cercandanza (Los Papeles de Brighton, 2020). Planas es un poeta culturalista, en cuyos libros abundan las alusiones, veladas o no, a otros autores y un mundo personal de obras literarias, plásticas y musicales. Por las páginas de su último poemario aparecen Juan Ramón, Valéry, Barceló, Maiakovski, Pound, Gaudier-Brzeska, Eliot, San Juan, Santa Teresa, Hölderlin, Barthes, Cioran, Camus, Kafka, Llull, Woolf, Storni, Rembrandt, Lao-Tse, Confucio, Bataille, Joyce, Durrell, Dante, Milton, Verne, Nietzsche, Homero... El cosmopolitismo de Planas corre parejo con su entrega juanramoniana a la poesía. Todo le interesa («mi sangre viaja por todos los hospitales del universo», escribe en la p. 35) y todo lo integra en su discurso; a menudo expresa su relación con otros autores, y la conciencia de crear bajo su influjo, empadronándose en ellos: «Sigo siendo el mono gramático que fui de muy joven, / cuando leí a Octavio Paz», dice (p. 45); o «Cojo su pluma (la de Borges) y escribo El Aleph» (p. 92).
          Por ello es coherente con su poética que en ‘La dama de Shalott’ (p. 30) busquemos también su forma de estar, o de ser, en el paisaje poético. De todos los posibles ángulos desde los que cabe abordar el personaje de la dama de Shalott, el poeta escoge el momento en que ella desciende por el río, yaciendo en la barca y rodeada de un paisaje nocturno. Más que en el Waterhouse de The Lady of Shalott (1888), que presenta en vivos colores una dama aún despierta incorporada sobre la barca, el poema de Planas nos hace pensar en los dos óleos homónimos de Grimshaw (de 1875 y 1878 respectivamente), de cromatismo más luctuoso, que representa una viajera en decúbito supino, serena y con los ojos entrecerrados: «Estás cómoda / en el lecho [...] / [...] y dormitas / en una balsa de madera». La voz poética, dialogando en segunda persona con la protagonista, parecería ceñirse a la interpretación feminista de la alegoría tennysoniana: «Ha desaparecido tu equipaje», le dice, y asegura «que no importa hacia dónde vayas, / porque vivir es no dejar de soltar lastre / hasta que lo has soltado todo / y es la hora, entonces, de empezar de nuevo». El poema encuadra así un momento de plena esperanza que comenzó con el verso «Más tarde, volverás a levantarte». Planas ha decidido, así, validar la rebeldía de la dama y le ofrece la promesa de un futuro nuevo. Viajar, escapar, no conduce a esta dama a Camelot ni a la muerte, sino a un nuevo comienzo. O tal vez la muerte es el comienzo.
          Y, sin embargo, si ponemos en contacto este texto con el poema del mismo libro ‘Mujeres tras las ventanas’ (p. 53), podemos alcanzar una visión completa y mucho más próxima a la polivalencia del modelo de Tennyson. Este texto, que tan intensamente remite al Femme tirant son bas de Toulouse-Lautrec (1894), arranca con un verso altamente shalottiano: «La creación es solo una sospecha», como si estuviéramos de nuevo ante unas sombras, y no ante la realidad. En él, dos mujeres sin nombre, como nuestra dama («Podría / ponerles algún nombre. Isabel y María, / por ejemplo. O Virginia y Alfonsina, / tal vez») habitan en un «lugar con vistas», y la voz poética siente el deseo de «imaginar sus vidas / fuera [...] / y convertirlas en heroínas / o víctimas de alguna tragedia». El poema prosigue: «Dentro de un instante, Isabel y María, / Virginia y Alfonsina o Laura y Beatriz / saldrán a las calles creyendo ser / las dueñas únicas de su destino. / Pero nadie sabrá nunca si eso es así», para concluir nuevamente una estructura encuadrada con el verso «La creación es solo una incertidumbre». Sin nombrar en este caso a la dama de Shalott, estas mujeres tras la ventana y su relación con la incierta creación, y con la autonomía del artista (y de la mujer, y del ser humano), abundan en la reflexión ética y estética del original de Tennyson, que está profundamente presente, aun en este caso sin nombrar (como antes la dama), en la concepción poética de Planas.         
        Si el mallorquín es un poeta veterano, Isa Pérez Rod (Cádiz, 1990) recién asoma al mundo de la publicación con La pecera azul (Vitruvio, 2020), su primer libro y por el que recibió el Premio Ciudad de Rivas. En este poemario de acentuado intimismo, en el que conviven el amor, el dolor, la rebeldía y las declaraciones de timidez, encontramos de nuevo un texto titulado ‘La dama de Shalott’ (p. 25) que, en esta ocasión, no nos sitúa en el viaje maldito, sino en el momento inmediatamente anterior a la maldición: el mismo que refleja otra obra de Waterhouse, I am Half-Sick of Shadows, said the Lady of Shalott (1916). La voz poética se identifica automáticamente con nuestro personaje y su aislamiento: «Fuera de estas paredes encaladas / se sabe de mi existencia / por la canción que tarareo», para acto seguido hacer mofa de su misma música, un ‘Graznar de los Graznidos’ que por referencia paródica al Cantar de los Cantares excluye toda sacralidad. La artista, así declarada y así desmitificada, desenvuelve a continuación su faceta personal para asegurar que el arte está hecho de la materia del dolor: «Me he vuelto experta en estirar el dolor ___________ hasta / hacerlo un hilo // e invertir el insomnio / en un telar figurado»: la dama teje su propio sufrimiento.
        Y si la atracción del mundo, el desencadenante de la tragedia en Tennyson, es la imagen de Camelot, en Pérez Rod lo que brilla más allá de la ventana es la ciudad, pero la voz poética no parece esperar luz fuera de sí: «La Metrópolis bulle más allá del ventanal / pero su luz es insuficiente: / tengo que existir yo / para ser incinerada». Ese yo doliente que todo lo anega (aquí el recinto de reclusión, voluntario y protector pero obsesivo, es la pecera azul) acapara también el reflejo de un espejo en este caso tecnológico que, en lugar de transmitir a la dama la realidad exterior, le devuelve únicamente su propia imagen dolorida: «Las quince pulgadas del espejo / me devuelven dos pómulos cansados / y se quedan con todo lo demás». El poema termina con un grito perfectamente shalottiano: «Sus sombras, las sombras, / no podrían ponerme / más enferma».
        Nada sabemos todavía de Lancelot, ni de la fractura del espejo, ni de un viaje. La imagen que nos deja el poema de Pérez Rod es la de una mujer encerrada en sus propios límites, que vital y artísticamente gravita en torno a su propio dolor y cuya maldición, aparentemente, no estriba en el exterior, sino en su propio ensimismamiento. Esta dama de Shalott no se ve constreñida en un espacio social, sino en uno psicológico, y es consciente de que necesita quebrantar los límites, porque conoce y desde el título asume la historia de su triste antepasada; pero también lo teme, por lo mismo. Y se encierra aún más en sus propias sombras y, cada vez más, esas sombras la enferman.
         Sí aparece un Lancelot en este libro, pero no en el poema recién comentado, sino en el titulado ‘A distância separa os corpos’ (p. 27), donde la voz poética afirma: «Lo vi destellar desde el espejo / en las tuercas de la tramoya que levanta el sol. // Mis esperanzas ni se atreven a intentarlo. // No quiero la vida. // No quiero la savia gris». La referencia al mundo de Shalott es evidente, pero esta dama de nuevo parece haber renunciado a romper la maldición del aislamiento, aunque no al amor a distancia. La pecera azul se completa con poemas de tonos muy diferentes, y es en su conjunto todo un caleidoscopio sentimental. Con Isa Pérez Rod nos hallamos ante una compleja personalidad poética que, por su juventud, aún nos ha de deparar muchas lecturas gozosas.
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WYOMING EN LA POESÍA DE MIGUEL D'ORS

5/12/2020

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por DIEGO RECHE
       En las Poesías completas (Renacimiento, 2019) de Miguel d’Ors aparecen tres índices y uno de ellos es de nombres propios y referencias, lo que permite indagar en algunas de las palabras que más se repiten en su obra poética.
Hay muchos topónimos, pero destacan, como creo que es lógico, los de los lugares en los que ha vivido: Santiago de Compostela, Pamplona, Granada o Poyo (Pontevedra). Y junto a ellos, un lugar, Wyoming, en el que nunca ha estado (según confiesa en la página 14 de los preliminares), pero que se convierte en un símbolo idílico, en una especie de Arcadia, con la que acaba teniendo sus más y sus menos.
      Wyoming es un estado interior de Estados Unidos con una población de medio millón de habitantes y una extensión que es la mitad de España. Es decir, un territorio con pocos seres humanos, dos y pico por metro cuadrado y un clima continental de inviernos fríos y veranos calurosos, un paisaje con altas llanuras y las famosas Montañas Rocosas. Dentro de él está el parque de Yellowstone, el del oso Yogui, es decir, un lugar montañoso, solitario y de praderas, uno de los locus amoenus favoritos de Miguel d’ors, desde luego.
        La primera aparición del nombre de Wyoming está en el poema ‘De estética’ del libro Curso superior de ignorancia (1984). Aparece «la nieve de Wyoming» dentro de una enumeración de lugares hermosos, asociados a una imagen del lugar: Copenhague y el viento Norte, los olivos de las Cícladas, el Orinoco... Y ahí, como uno más, la nieve de Wyoming. El poema desemboca en «lo hermoso es todo aquello / donde no estoy yo». A partir de aquí, la idea de la felicidad se desarrolla en varios poemas mediante el símbolo de una imagen: la nieve de Wyoming o simplemente Wyoming.
        Consciente o inconscientemente aquí nace una palabra clave que será importante en sus libros siguientes. Y así, en Canciones, oraciones... (1990) aparece dos veces y siete en La música extremada (1991). Como la escritura de ambos libros es coetánea, pues por suerte el autor pone las fechas de creación de sus poemas, encontramos que los dos de Canciones, oraciones... se fechan en 1996 y 1990, mientras que los del otro libro lo hacen en fechas intermedias a estos dos y la mayoría en otoño curiosamente, por si alguien quiere investigar por qué escribe tanto en otoño. Después de esta lluvia intermitente de Wyoming parece que el poeta lo va dejando a un lado. No aparece en el siguiente: La imagen de su cara (1994) y luego vuelve a surgir dos veces en el libro Hacia otra luz más pura (1999).
      Empecemos por los poemas de Canciones, oraciones... y así en ‘¿Cuándo será que pueda...? (p. 392) de 1986, se menciona a Wyoming en un alejandrino: «Babilonia, Wyoming y el siglo LXXXIII» (supongo que eligió dicho siglo por cuestiones métricas) y aquí Wyoming, con su encanto paisajístico, es un lugar del mundo que el poeta podrá ver fuera del tiempo, en la parusía, y donde un poco más abajo afirma que todas esas cosas no tendrán entonces el menor interés.
        Y en el mismo libro, cuatro años después, vuelve a mencionar a Wyoming en el poema ‘Quod era demostrandum’ (p. 398-399) «porque mucho me temo que la nieve / de Wyoming se quede donde estaba». El poeta, que ha estado enumerando sus derrotas cotidianas antes de ser el fracaso perfecto, menciona a la nieve de Wyoming como ese hermoso lugar al que finalmente no irá nunca.
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       Pero es sobre todo en el libro La música extremada donde más aparece esta palabra. Y pienso —no científicamente, claro— que tal vez en algún momento al autor se le pasara por la cabeza, por qué no, titular al libro La nieve de Wyoming.  Yo lo haría si se me cruzara siete veces por los poemas.
         No seguiré el orden del libro, sino el cronológico. Y así, de 1987 son tres: ‘D’Os’ (p. 369) en el mes de septiembre, e ‘Incompetencia’ (p.362) y ‘Blus de la tarde de domingo’ (p.359), que son de octubre.
       En ‘D’Os’ el poeta se desdobla en dos yoes, y de nuevo en una enumeración aparece Wyoming como un tema poético: «Yo hablo... / de robles, de Wyoming, de la luz que ilumina mi memoria» y se pregunta «de qué estará hablando / en mis versos / ese desconocido / llamado / yo», donde el poema se encoge gráficamente hasta esos versos finales de tres y una sílaba (bueno, dos por ser aguda).
        En ‘Incompetencia’ hace la explicación del símbolo y la define así: «Mi idea de la felicidad se parece a la nieve de Wyoming». Este verso está a mitad de una enumeración posterior a la tesis con la que arranca el poema: «Evidentemente no soy el hombre adecuado». Y, a continuación, enumera y contrasta las cosas que le gustan (relacionadas con la calma y el orden) donde se engloba el verso mencionado, y las que no (la precipitación y las sorpresas).
       En ‘Blus de la tarde de domingo’ el poeta enfrenta nuevamente la realidad del lugar en el que se encuentra aparentemente: una tarde de domingo con lluvia y de octubre, con los lugares en los que le gustaría haber estado en ese momento, entre ellos, claro, «la nieve de Wyoming».
         Digo aparentemente porque ya aclaró Miguel, tomando como ejemplo el poema ‘Octubre en la ventana’, que la realidad poética no tiene por qué ser autobiográfica, y el poema no tiene por qué ser escrito dicho día y en dichas circunstancias. El poeta no es un notario de los hechos, sino que hay una recreación poética que no le quita realidad a la intención ni a la idea.
         De octubre de 1988 es el poema ‘Cuando estés en Wyoming’. Creo que es fundamental para entender el símbolo que el poeta ya ha hecho suyo y de sus lectores. En este caso la palabra Wyoming no es una parte de una enumeración, sino el título del poema. El poeta se desdobla para hablarle a un tú, que es él mismo, al que desengaña. Le rompe el mito cuando descubra que allí también está la vida y el nombre desabrido de la maldita realidad. Y a partir de aquí el símbolo de felicidad idílica empieza a tambalearse.
         Pero en ‘Nada puede la vida’ (p.367-368) de noviembre de 1988, el poeta se resiste y vuelve a enfrentarse a la realidad y al cerrar los ojos aparece de nuevo la nieve de Wyoming, que además, al hacerlo en el último verso, aglutina todos los significados de la felicidad perdida.
           En diciembre de 1988 aparece de nuevo la nieve de Wyoming, y de nuevo como uno de los paisajes que ‘Siente el alma y conoce de la verdad de aquel dicho que dijo San Francisco, es a saber, Dios mío y todas las cosas’ que es el “breve” título de este poema de alabanza.
           Cronológicamente el último poema con la palabra Wyoming es de 1989 y se titula ‘Ante un foto de 1948’. En su estructura sintética, la infancia y los recuerdos de aquella foto se convierten en un país llamado Hogar que termina en esta estrofa: «Conmigo lo he llevado / a través de los años. Solamente / que hoy lo llamo Wyoming», manteniéndose el símbolo ahora cristalizado también en el recuerdo de una foto que convierte a Wyoming en mucho más que en aquel paisaje inicial con nieve.
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         Parece que el autor, por un tiempo, abandona Wyoming, hasta que en 1999 en Hacia otra luz más pura surgen dos rescoldos de aquel nombre simbólico. El primero en ‘El secreto’ (p. 295), donde el poeta, en un momento inesperado, buscando níscalos encuentra la felicidad entre los amigos y en la sierra de La Alfaguara, y contrapone entre guiones esta aclaración: «—nada de Wyoming—». El viejo símbolo asumido por él y por sus lectores que comprendemos este guiño, reaparece brevemente, como si el poeta desengañado del mismo nos hiciese ver que ya no funciona.
        La última vez que aparece Wyoming es en ‘Mis aventuras de Jeremiah Johnson (o de la doble vida de los dos d’Ors)’ (p. 286-87). El poeta, en un diálogo consigo mismo, reflexiona sobre la aventura de la vida, que está en la realidad cotidiana (padre de familia y funcionario, aquí me siento tan identificado) tanto o más que en esas películas del Oeste con colonos, caravanas y territorios indios por Wyoming. De nuevo el baño de la realidad, aunque aquí Wyoming sea solo el escenario de la película.
         Desde hace veinte años, que yo sepa, no ha vuelto a aparecer Wyoming, que fue paisaje idílico y símbólico de la felicidad, y eso que habría tenido hueco en unos cuantos poemas de tema parecido, aunque tal vez con los años agradecemos más la vida real que se nos escapa. Por eso quizá es Wyoming un símbolo con el que el poeta está en continua contradicción y él mismo se encarga de desmontar cuando choca con lo cotidiano: «entonces  / a ver qué territorio de esperanza te inventas, / a ver con qué palabras escribes los poemas / que hoy escribes soñando con Wyoming».
          Aunque me gusta la idea de ordenar los distintos poemarios inversamente a su publicación, el único problema que le veo a esta antología del revés es que, si desconocemos al autor y sus guiños, Wyoming no nos dirá nada porque aún no entenderemos su simbología. No obstante, está claro que la mayoría de sus lectores somos los entregados a la causa y conocemos los vericuetos de su obra, que por fin podemos ver concentrada, como el Avecrem, en un solo libro con más de seiscientas páginas (toda una vida) y que nos permite estas comparaciones y estos juegos interpretativos con los que algunos disfrutamos del verano.
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LA LUCIDEZ ANTE LA VIDA DE MIGUEL CATALÁN

19/11/2020

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por PEDRO GARCÍA CUETO

       Miguel Catalán fue filósofo pero fue mucho más, un hombre que nos ha dejado huella por su sabiduría, por su lucidez, parece que vuelve en sus libros porque aún queda una simiente poderosa en su mirada, su voz no ha desaparecido, se filtra en sus páginas, a las que dedicó tanto tiempo como el amanuense que va hilando las letras lentamente, para construir un edifico de palabras donde el tiempo no quede destruido por la muerte.
       Nuestra común afinidad por Thomas Mann quedaba presente en las cartas que nos enviábamos, y digo cartas porque ahora se envían e-mails y también lo eran, pero eran largas y afectivas, lo que no suele ocurrir con la correspondencia electrónica en la mayoría de los casos. Fue partícipe de mis inquietudes, leyó entusiasmado mi ensayo sobre La muerte en Venecia, novela que me ha influido y que, junto con la película de Visconti, son dos pilares en mi vida.
         Miguel Catalán fue construyendo en la editorial Verbum un gran monumento de palabras. Me quiero centrar en el tema de la mentira porque no naufraga nunca el que nada con energía y sabe que la orilla anda lejos pero que sus fuerzas se renuevan en cada brazada. Como nadador del lenguaje, Catalán le da a la palabra su sentido más verdadero, sin renuncias, sin eufemismos.
         En La mentira nociva, perteneciente a “Seudología XI”, nos alumbra con ejemplos numerosos con la mentira que ha llevado a políticas a sembrar de ignominia nuestro tiempo. Como ejemplo cuando Miguel dice:
 
            En el universo concentracionario, el idiolecto oficial de los campos de concentración nacionalsocialistas no llamaba «muertos» a los judíos incinerados sino «figuras».
 
        Impresiona porque en esa ignominia se para el tiempo, nos deja una huella imborrable. También cita Miguel que llamaban al crematorio «sala de salidas». La mentira nociva, que destruye, se halla en el individuo, pesa en él. La falta de ética y el horror conviven en esas salas donde la muerte vive y se respira por doquier.
        Miguel Catalán, como amanuense, indaga en la mentira nociva y extrae múltiples ejemplos que se exponen en el libro. Todo queda sometido a análisis, la política, las estafas informáticas, el deporte, etc. Como un observador de fino estilete, Miguel Catalán contempla el mundo y lo analiza con detenimiento.
        Subyace también en La mentira benéfica, el tomo XIII y último. Quién sabe cuántos podrían haber salido de su pluma si la adversidad no le hubiera hecho frente, el deseo de ver en la mentira que no es mala, sino que es un bálsamo para curarnos, para no decirnos la verdad a la cara. Estudio esclarecedor que nos envuelve, entre todos los ejemplos, que son muchos, me detengo en un tema que me compete, el de escribir. Dice Miguel:
 
             La hermosa ilusión de la perpetuidad del autor a través de la escritura se remonta a la antigüedad, cuando Horacio escribió en referencia a sus obras: Exegi momentum aere pernennius, es decir, «He dado cima a un movimiento más perenne que el bronce».
 
        Sin duda, la obra vive y respira, pese al tiempo, como es el caso de este ingente esfuerzo de Miguel Catalán de esclarecer la verdad entre la mentira. Como en aquellas conversaciones donde La montaña mágica se nos aparecía de nuevo, Miguel permanece a través de su denodado esfuerzo por ejemplificar el mundo y sus luces y sombras a través de sus estudios.
        Ejemplos que el libro nos regala: el enfermo que es engañado a través de la mentira nociva, el marido que es agasajado por la mujer para que crea realmente en su varonil apariencia y para que no sucumba al peso del tiempo y a la crisis de los años.
         Miguel no cesa nunca, como el rayo que iluminaba a Miguel Hernández, e investiga en muchos frentes, como en La traición, volumen XII de la “Seudología”, cuando nos habla de la confianza. Me centro en ella porque es quizá el mayor de los castigos a los inocentes, a los incautos, a los que creen firmemente en el otro. Dice Miguel:
 
         La confianza viene a ser, pues, una apuesta moral, y puede significar, si erramos el cálculo, una invitación directa a la traición.
 
         Pone el ejemplo de Maquiavelo que dice a Nicómaco: «el que confía es más susceptible de ser traicionado». En un mundo cuyos espejos nos traicionan, en un universo cuyas palabras son solo un mar sin agua, la verdad que reside en estas páginas es total.
         Miguel Catalán fue trazando en su obra un paisaje del alma humana, con sus defectos y sus aciertos, estudiando con calma la historia para encontrar en ella lo que subyace por encima de las apariencias.
         Cuando leo sus libros, dialogo con él y vuelvo a sentir que aquellas cartas, no e-mails, palabra anglosajona que no me gusta, vuelve, sabiendo que la ilusión de nuestros escritos es la permanencia, pese a sabernos mortales y perecederos.
         Vuelve entonces La montaña mágica y aquella foto que Miguel me envió una vez porque había pasado un verano con su mujer, María, en aquel lugar inolvidable. La ficción de los libros y la realidad se encontraron y el soñador que era Miguel reaparece y se queda ya para siempre en nosotros.
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MÁS DE UN GRAMO DE DULZURA EN LA LITERATURA: LOS AUTORES REGALIZ

16/10/2020

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por ANA NOUVELLA

      ¿Qué se espera de un bastoncillo de regaliz? Les invito a pensarlo un segundo antes de seguir leyendo.
     ¿Lo han hecho? Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué han interrumpido su lectura para reflexionar, qué autoridad tiene una desconocida sobre ustedes? En cambio, han seguido mis indicaciones. Por el contrario, si han decidido seguir leyendo, puede que sean muy curiosos. Y espero que no intransigentes.
     Bien, prosigamos. ¿Qué me dicen entonces de un texto? ¿No saben qué esperar? La respuesta es sencilla: nadie lo sabe.
       Ahora, voy a contarles una historia que servirá como ejemplo para la argumentación:
 
        Desde tiempos inmemorables, unos seres con pies y manos crearon un nuevo universo llamado Literatura. Estos seres, cuya sensibilidad y pasión rompían los estándares, se convirtieron en expertos narradores de todo lo que ocurría en aquel mundo, y con esos dones reinventaron la realidad.
          Jugaron con el termómetro de la ficción para medir la emoción de sus palabras, mas no juzgaban la calidad de sus textos, pues la única ley era la de respetar la Literatura. Sin embargo, si uno de ellos la incumplía, no eran expulsados, ya que ninguno tenía tal derecho; pero sí los convencían de que leyesen mucho y no volviesen a agarrar la pluma hasta estar preparados, a fin de no olvidar las raíces de todo lo que habían construido.
 
       Un autor regaliz es aquel que cultiva un gran atractivo para los lectores, pero que se enrolla ad infinitum para decir una única cosa. Estos, enfrentados a grandes referentes de la Literatura Universal como Ana María Matute, Julio Cortázar o Gabriel García Márquez, llegan en ocasiones a profanar su legado. Y no me malinterpreten: ser escritor no implica necesariamente encallarse en los clásicos, sino tomarlos como referencia para ejecutar un proyecto propio. Así, encontramos que Pablo Picasso pintó con quince años Ciencia y claridad; una obra maestra, sin duda, dotada de un fuerte carácter realista y que puso el broche dorado a su etapa de juventud. Años más tarde, se posicionó en el polo opuesto con Las señoritas de Avignon, demostrando ser capaz de interpretar todo aquello que pasara por sus ojos y transformarlo en una realidad totalmente distinta; y no por ello menos veraz.
        Asimismo, es un buen punto diferenciar entre ser artista, cineasta, dramaturgo o escritor, que es lo que nos atañe, y no serlo. Por ejemplo, todo el mundo sabe dibujar círculos. Círculos grandes, pequeños, más precisos, menos circulares. Pero no lo hacemos con ningún trasfondo; únicamente los plasmamos en la superficie. Wassily Kandinsky creó Farbstudie Quadrate y los dotó de una razón de ser que quizás sea difícil de entender, pues «solo son círculos»; incluso uno de ellos se asemeja más a un cuadrado. Sin embargo, pasaron la criba que su cerebro interpuso y salieron al mundo de una forma diferente, al igual que los autorretratos o los desnudos, aun gozando de un mayor grado de iconicidad.
        Así es que los grandes artistas viajan, aprenden, acumulan vivencias, pasan penurias, las explotan artísticamente y luego las festejan. Ya habrá tiempo de superarlas. El culmen del proceso compositivo a muchos les llega en el bajo de la curva y da pie al nacimiento de obras célebres y bellas. Paradójicamente, en esta misma oscuridad encuentran la idea, la visualizan y la resuelven para compartirla con el mundo.
        En otras palabras, y como objeto de este artículo, escribir escriben todos y para todos, pero cuidar la calidad de lo que se escribe y saber comunicar varios mensajes en pocas palabras compete al escritor.
       Antes, ser poeta era considerado un oficio noble, prestigioso y de gran responsabilidad, ya que el poder de la palabra es al lector como las dos caras a una moneda: salvación y destrucción. Los mensajes que de ellas se desprenden han de tratarse con cuidado porque son muy valiosos y, para ello, el canal lector-escritor debe encontrarse despejado y acotado con el fin de no derramar ni una sola gota de pasión.
         Ahora, los poetas no viven, no se rompen la camisa; la planchan.
        Tampoco es requisito sine qua non identificarse con las palabras de un escritor. Eso depende de uno mismo. Hay muchos libros de filosofía y autoayuda que pueden suplir esa falta y remediar el vacío.
        El problema viene cuando todo lo que se escribe se hace pensando en caer en gracia a los lectores. Ahí todas las luces se apagan y, entonces, habrán caído ustedes en la gran trampa comercial del autor regaliz.




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Ana Nouvella (Cádiz, España, 2000). Es estudiante de tercer curso de Estudios Franceses y Filología Hispánica en la Universidad de Cádiz. Su pseudónimo es Ana Nouvella.
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DEJA QUE YO TE LO CUENTE

29/9/2020

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por BELÉN LÓPEZ MARÍN

Había un hidalgo muy digno que vivía en un pueblo de La Mancha profunda, un insignificante lugar pero orgulloso donde se hostigaba, como en cualquier otro, la herejía y la judaización. Pese a su pobreza, comía bien, manteniendo unos hábitos férreos, e imitaba, sin saberlo, la austeridad de los judíos mediante la ingesta mínima del cerdo en sábado para disimular, con la apariencia de la virtud, la simple y llana escasez; vestía honorablemente y disfrutaba de servicio doméstico, de modo que gozaba de mucho tiempo libre, más si tenemos en cuenta que su estamento le impedía realizar cualquier tipo de actividad remunerada, menos si era manual. Su limpieza de sangre le hacía ser alguien allí, y estar exento de críticas severas a la mínima que hiciese, por lo que se sentía razonablemente libre dentro de sus posibilidades.
         Durante una época, se recreó en cazar pero lo dejó sin aparente motivo, tal vez la edad, para entregarse a la lectura, afición que lo entretuvo mucho y que le abrió nuevas perspectivas pero que lo privó del sueño. Y veló tanto y leyó tanto que, seguramente por una especial sensibilidad congénita, se imbuyó de pensamiento mágico, y representaba las aventuras de sus héroes como si las viviera él mismo, se emocionaba de un modo algo exagerado con la lectura, montaba teatrillos en su alcoba de madrugada, y hasta se imaginaba que era escritor y que componía brillantemente la segunda parte de la famosa historia de Belianís de Grecia. Pero lo peor fue que acabó menoscabando sus propiedades materiales, desprendiéndose de parte de ellas por conseguir libros.
         Había contribuido a agravar las vigilias y la ansiedad por leer la tertulia que mantenía de un modo informal con el cura y el barbero, los únicos alfabetizados allí con excepción de Sansón Carrasco quien, por ser bachiller, no descendía a estas fruslerías de vecindad.
         Como la tertulia se le quedaba pequeña, había leído ya todo lo legible, y tenía ínfulas de creador a las que no terminaba de dar salida, decidió, con plena conciencia y voluntad, y con el único fin de divertirse, porque la realidad le aburría soberanamente, olvidarse de ser escritor, que es una tarea solitaria, esforzada y desabrida, y cambiar esa ilusión por la de dar vida con su propia carne a un personaje digno de uno de sus libros preferidos, los de aventuras caballerescas, y le endilgó imaginariamente a algún escritor pringado la tarea de escribir la historia. Y se partía de risa de pensarlo. “¡Que trabaje otro, que yo pienso dedicarme a hacer locuras!”. Así, el personaje se burlaba también del relato en sí mismo y hasta de quien lo estaba componiendo, el imaginario Cide Hamete, un moro, un paria intelectual para la época e, incluso, en forma sobreentendida, se lo dejaba a Cervantes, a su creador que, en definitiva, era el tonto que había doblado la espalda por escribir. De alguna manera, aquel trabajo lo libró de la penuria de la prisión en la que se encontraba. Por extensión, el personaje se reía así de cualquier escritor esforzado como, por ejemplo, Lope de Vega. Pero no pretendía ridiculizarlos, sino alumbrar su labor desde una sonrisa socarrona, hacerles un homenaje cómico que, por cierto, pretendió fallido desde el principio, desde la humildad y la modestia, y reírse, con ello, principalmente de sí mismo. Pero la comedia no funcionaba aún como medio de expresar el amor y, aún hoy, sigue siendo, dentro de los grandes, el género menor en beneficio de la tragedia. Esta ofensa, y la de otros, es la prueba definitiva de que El Quijote no es un drama, no encierra una gran tragedia, y que lo que alguien pueda hallar de ellas en el libro no es más que un juego de apariencias. A Lope, sobre todo le fastidió que Miguel explotara recursos literarios que había impulsado él solo unos pocos años atrás con gran esfuerzo, sin reconocer abiertamente esta deuda. Pero tampoco él reconoció sus deudas con el pasado, por ejemplo, con Lope de Rueda. El Quijote era una narración, e iba mucho más allá de las posibilidades que ofrece el teatro, las técnicas son completamente distintas, y no tenía por qué compartir el mérito. Seguramente, el Fénix tenía altas capacidades y ya se sabe lo hiperestésicas y egóticas que son estas personas. También se ofendieron muchos otros amigos, duques y condes, y le retiraron sus apoyos silenciosamente porque creyeron que Cervantes, a través de la guasita de Quejana, se burlaba de ellos. El hidalgo metía a Quijote en batallas llenas de altos y estúpidos ideales que solo conducían a una nueva molienda. Como ocurría con la política imperial: guerras y más guerras, derrotas y más derrotas. Todos se veían reflejados en la ridiculez de Don Quijote. Se buscó muchos problemas con este libro, pero se lo pasó en grande componiéndolo. Lo necesitaba. Necesitaba reírse de sí mismo y de todos los errores que había cometido en el pasado, como respetar las reglas en literatura o embarcarse en guerras y altas ocasiones recibiendo a cambio el olvido o la injusticia.
         Volviendo al hilo argumental del libro, el caso es que Quejana se agenció unas armas y puso en solfa su caballo, al que llamó Rocinante, con todas sus letras. Sí, es un neologismo, es el participio activo de un imaginario verbo “rocinar”, que significa “hacer cosas propias de un rocín”. Además, es un compuesto de “rocín” y “antes”. Estas filigranas gramaticales dan a entender que el hidalgo percibía a las claras que el pobre caballo, que era viejo y estaba estropeado, no era ya un rocín pero “iba a rocinar”. Quejana era un cachondo que percibía a las claras la pasada gloria y actual decrepitud del animal, conociéndose que no lo veía idealizado como un babieca, sino real como la vida misma. Y seguía riendo. Para sí mismo, el hidalgo eligió un nombre como derivado del suyo y lo transformó para acercarlo a la sonoridad del nombre de Lanzarote del Lago, no al de Amadís, como dice el narrador torticero del libro, obteniendo “Quijote”, y le añadió un dato sobre su origen imitando el apodo “del Lago”. “Don Quijote de La Mancha”, así quedó. Elegir al héroe del ciclo artúrico como referencia tenía tres razones fundamentales: la primera, que la terminación -ote es peyorativa, como demuestra el derivado “amigote” y, así, el personaje también se ríe de sí mismo al degradar su propio nombre. Otra, que Lanzarote era el querido de una reina, es decir, era, amorosamente hablando, un apestado y el señor Quejana quería que su personaje persiguiera todo el rato un amor no solo imposible sino impío, para reírse de él haciéndolo pasar, con fingimientos, por la historia de amor más leal, hermosa y pura de todos los tiempos. Otra mancha, en realidad. Y la tercera, que Quijote era la castellanización de una locución medio latina medio indoeuropea, “qui xotte”, que significa “como una chota”, es decir, como una cabra, porque Quejana, en apariencia, está como una cabra y así va a ser juzgado todo el rato por el lector sin remedio y a pesar de que controla mucho más de lo que parece, y todo por el único motivo de salir de su casa a buscar aventuras caracterizado como un personaje de sus historietas favoritas, cosa que, en el siglo XXI, se hace con total naturalidad, por ejemplo, cuando viene el salón del manga. Esto quiere decir que no es un personaje loco profundamente, sino solo entusiasta, enconado, tozudo y presuntuoso, empecinado en ser lo que le dé la real gana y, además, presumir de ello más chulo que un ocho escudándose todo el rato en un halo de nobleza intelectual y humildad. A quienes hacen esto, la sociedad los tilda enseguida de locos, pero no es una locura patológica, sino solo un rasgo del carácter sano de un hombre locamente seguro de sí mismo.
         El sobrenombre fue el de “Caballero de la Triste Figura”, pero no había nada de tristeza emocional en ello, no llovía aquella noche, no había melancolía, sino un genial toque irónico al expresar la conciencia que el propio personaje tenía de su mala facha y su mal porte a través de una apariencia de poeticidad.
         Elegir “La Mancha” como lugar de origen también era una bromita: el personaje, Quejana, será un personaje manchado por las turbiedades que ya voy contando y, en el fondo, siempre ululará en esta historia la mancha de Cervantes, la de no ser limpio de sangre, lo cual explicaría parte de su mala sombra y el empeño, que seguramente copió de Fernando de Rojas, por poner sobre el tapete las manchas propias y de los demás, pero no las de sangre, sino las morales, y no las gruesas, sino las sutiles, porque en la España de Felipe III no quedaba ya nadie o casi nadie libre de sospecha y toda la sociedad tenía el grave complejo y el miedo ya endemizado de ser medio moro o medio judío, o de ser visto con malos ojos por alguien por lo que fuera, de modo que se han parapetado detrás de un juego teatral de apariencias, luces y oscuridades. El disimulo es ya una forma de vida, y mucha gente apenas recuerda qué disimula exactamente, para qué disimula o cómo debe hacerlo. Es todo una gran contradicción porque, mientras hay que aparentar limpieza de sangre, la imitación de la exacerbada virtud judía impera y campa a sus anchas. Para Cervantes, era importante buscar, detrás del enorme aparato de la apariencia, los fondos de nobleza moral de los individuos.
         A la reina Ginebra, Quejana le buscó un trasunto entre sus vecinas, una tal Aldonza Lorenzo, y le cambió el nombre por el de Dulcinea, que significa “la que lo vuelve todo dulce o la de las dulces acciones”, y la condición de labradora por la de princesa. Con todo esto, el hidalgo quería reírse no solo de sí mismo, sino de los hombres que están siempre locamente enamorados para siempre, aunque sea de diferentes y sucesivas mujeres, como le pasaba a Lope de Vega, que parece que todo lo hacía siempre por el amor no de una sino de alguna mujer. El amor idealizado hacia la mujer como motor de la vida tenía que ser ridiculizado. Si estas burlas influyeron en Lope, está por ver, pero lo cierto es que, bien sea por las preocupaciones propias de la edad, bien sea por haber leído El Quijote, Lope vivió sus amores más estables y profundos en la última etapa de su vida, dándose, por demás, a la narración con sus Novelas a Marcia Leonarda, al estilo de las ejemplares del héroe de Lepanto. La deuda literaria realizó, al parecer, un viaje de ida y vuelta.
         Al fin y al cabo, el amor no fue una asignatura troncal en la vida del alcalaíno. Estar como una chota también significaba ser impotente: los amores ideales, encuentren o no cuerpos en los que morir, tienen detrás seguramente algún tipo de incapacidad amatoria o sexual. El autor, mostrándose castrado y envidioso, pretendería reivindicar otras motivaciones para la acción individual como la justicia o la patria, pero no le salió, esto lo pensaría en el pasado, antes de la gran decepción y antes de escribir el libro, donde ya no fue capaz de defender valor alguno salvo el humildemente humano de serlo. Si no hubiera sido por Lope, nadie nunca habría escrito El Quijote. Si Lope hizo lo que le dio la gana, Cervantes no iba a ser menos. Es posible incluso que estuviera más que fascinado, que estuviese enamorado de Lope. ¿Cómo se explica, si no, que saliera a sus 53 años con esta historia que mezcla tragedia y comedia, lo alto con lo bajo, y que rompe todos los esquemas clásicos al modo en que lo hizo el monstruo de naturaleza en el teatro? Le prestó, tal vez, demasiada atención. ¿No crees?
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Referencias y bibliografía:
 
—Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Cátedra. Edición 14ª de John Jay Allen. 1991.
—Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Galaxia Gutenberg y Círculo de lectores. Edición del Instituto Cervantes 1605-2005. Dirigida por Francisco Rico.
—Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Audiolibro disponible en YouTube, realizado por Joan Sandoval.
—Antonio Enrique, Canon heterodoxo. DVD. Los cinco elementos. Enero de 2003.
—Vladimir Navokov, Curso sobre El Quijote, publicado por Byblos en 2004. Traducción de Mª Luisa Balseiro.
--Buscando a Cervantes, ficción documental con guion de Manuel Lucas y María Jaén. Disponible en YouTube.
—Fernando Arrabal, Sobre el arte actual, conferencia pronunciada en Totana, Murcia, en 2005.
—Felipe B. Pedraza Jiménez, conferencia De la vida a los versos, y viceversa. Disponible en YouTube.

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ENSAYO DE UNA HIPÓTESIS (DIVAGACIONES SOBRE PINTURA)

14/8/2020

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por ROBERTO GARCÍA DE MESA

         1
 
         Cualquier proceso artístico enuncia una hipótesis: la de ensayar una peripecia.
         Cualquier proceso artístico lleva consigo un abanico de gestos reconocibles y articulados a través de un único trazo que, repentinamente, lo reduce todo a un destello de razón o a un modelo inexpresable de rostro.
         Y cualquier intento de formularlo lleva consigo una liturgia del abandono, las proporciones de un desastre. Porque la realidad representa la hipótesis de un desastre. Cuando tratamos de imaginar un rostro, los gestos sobresalen, esquematizan todas las frustraciones y proyectan la ciencia de lo irregular, del desequilibrio y sus fugas.
        Porque en todo acto de pintar hay un fragmento de esa búsqueda, un esquema que cuestiona las intenciones, los fines y los destellos de humanidad. Por ello, los actos que nacen de ese proceso son movimientos de una hipótesis difusa. Y la vida parece marcar ese camino: una extraña e inquietante inercia que gobierna los acontecimientos trascendentes. Así, cada instante garabateado contiene la liturgia de un gesto decisivo.
 
 
         2
 
         Cuando me enfrento a un sonido en blanco, a un espacio vacío, a una experiencia sin historia, sin pálpito, necesito abandonarme al desastre. Porque la longitud del trazo me obliga a entrar en la liturgia de la desesperación, en el complejo instante de las proporciones sin medida. Y ahí es donde encuentro un espacio común con el universo, con esta clase de hipótesis. Y en este ensayo es preferible olvidarlo casi todo para entrar en el misterio. Y desconozco mi nombre, el lenguaje, las infinitas formas de realidad. El trazo es libre y la voluntad, deshecha. Conspiro y conspiro porque me va la vida en ello. Y porque en el fondo deseo que el error se convierta en acierto.
 
 
         3
 
      La lectura de los signos iniciáticos siempre es confusa, pero lo auténtico recae en una clase de energía que experimenta inconscientemente con los movimientos en el espacio, a través de una danza, de una liturgia sin nombre.
         4
 
       Un rostro para el mundo o una condición para fundamentar que existo, una imagen de la íntima presencia fragmentada en un amasijo de líneas. Longitud etérea y danza del revés. Porque las formas siempre esconden su verdadera cara. He intentado desvelarlas como si fueran caracteres, palabras, movimientos, lenguaje de anticipación, lenguaje no resuelto, lenguaje en proceso, lenguaje irregular.
 
 
          5
 
        La forma frente a la línea. La forma no resuelta necesita de la anticipación. La forma culmina en un instante decisivo, pero que no explica nada, porque anuncia un nuevo cambio. Y este ritual me dice que la línea trascendente ha de representar la forma primera, la proyección de la íntima concepción del retrato. Porque cualquier imagen es, en gran medida, el mismo retrato, la misma hipótesis difusa, una demostración del compromiso con el yo en la celebración de la vida y la muerte, del pasado y el futuro.
 
 
           6
 
         Busco una definición para la mancha, pero descubro que está compuesta de una vibración secreta que fluye a través de un modelo decadente y frágil. Las sombras son las fuentes del discurso. Y la mancha es un reflejo de la falta de aire, contiene en sí misma el esquema del movimiento del mundo y guarda el preciado secreto de lo desconocido.
 
 
           7
 
        El ojo humano tiende a la concreción de la fragilidad, del sentido, necesita la experiencia. Pero el proceso de garabatear siempre es misterioso. Por ello, es órfico, trágico y hermético. Y, también por ello, la forma acaba imponiéndose sobre la línea.
           Masa, volumen, movimiento, fugacidades.
           La conciencia del color viene después.
           Una realidad, una mutación. Una forma que se esfuerza por mostrar sus proporciones, sus sentidos.
           Yo creo en la desnuda vibración, en la libre coreografía de los límites.
           Y en las formas de la libertad.
        Porque entre ellas se articulan los gestos decisivos, en su proyección, en su esencialidad, en el esquema, en la imagen transformable.
         8
 
         Pienso desde el centro, desde el confuso centro de inquietudes.
         Así, anuncio el acto de respirar la música de los gestos.
         Me libero del propio volumen y provoco el ascenso de las sombras, hasta que la imagen crece en su deformación.
         Profundizo en el éxtasis, en un rito de la forma, sin final.
 
 
          9
 
         El color negro lucha por sobrevivir en sus mil variantes. Violencia (y violencia). Los diversos modelos a contraluz golpean las simientes de la creación.
         Y siento algo de daño, de duelo, por las formas perdidas que jamás serán recuperadas.
         El tiempo se pinta, se articula en este proceso. Y sobrevive, después, cuando se han agotado todas las fuerzas.
     En ese instante, asumo todas las decisiones, a través de las formas desequilibradas. Y comienzo a pintar verdaderamente como si me fuera la vida en ello. En el instante de las bolsas húmedas de tinta sobre el papel, la imagen se transforma y aparece... aparece el rostro, la acción, las identidades, la inquietud, el poema irregular... el poema traspasado por las sombras, cautivado por la belleza de la noche.
 
 
         10
 
        Arañar el papel, arañar la partitura del pensamiento, arañar el instante decisivo y libre, el control del miedo y la lucidez, y volcarlo todo, y percibir el error, la ruptura, el incierto proceso y una metamorfosis que ama los lugares ocultos, los destellos, las figuras fulgurantes que pasean entre las manchas convulsas, entre los ecos de otros mundos, como si, sorprendidas, me observaran en mitad de una parálisis eterna.
 
 
         11
 
       El tiempo se halla en la forma, en esta forma errática, decadente, a punto de algo. El tiempo se esconde tras las ventanas de los ojos. Irrumpe en medio de la oscuridad, en los relieves, en la textura irregular, en el resultado, en el poema gráfico.
        Y dibujar el tiempo es dibujar el proceso, la intuición del declive, el ensayo de una hipótesis, el instante decisivo donde retoma la escena una clase de liturgia, una poética del desastre, bajo las alas de una vibración inesperada y sombría.
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Redes 1 (2004) de Roberto García de Mesa
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LA BÚSQUEDA DE HUYSMANS

11/8/2020

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por RAÚL ANSOLA
                                                                                                          1
 
           Entre el 2 y el 12 de septiembre de 1888, el escritor francés Joris-Karl Huysmans se desplazó junto a su amigo, el también escritor Francis Poictevin, al castillo de Tiffauges, en el noroeste del país galo. Es muy probable que, en sus largos paseos por el recinto medieval durante estas jornadas, inmerso en un silencio profundo y reflexivo, Huysmans tratase de visualizar los horrores que habían ocurrido en ese mismo lugar.
        No obstante, su destreza más que reconocida como escritor tal vez no sería suficiente para representar con palabras las monstruosidades que se vivieron dentro de este recinto testigo de glorias pasadas. No era una empresa sencilla. Gritos desgarradores morían ahogados en la sangre derramada de los centenares de vidas que se perdieron bajo el yugo de las torturas más monstruosas y despiadadas que nadie en su sano juicio hubiera podido imaginar. Su recorrido meditativo, quién sabía, tal vez coincidiera en ciertos tramos con el del barón Gilles de Rais, el perpetrador de aquellas monstruosidades, de la misma manera que acabarían mimetizándose con los que daría Durtal, el protagonista de la historia que tenía en mente, en las páginas que iba a escribir.
          Porque el objetivo de este viaje no era otro que el de documentarse para la nueva obra en la que estaba trabajando. La novela en cuestión se iba a llamar Là-bas, y en su estancia entre los restos amurallados de la fortaleza, el escritor no podía sospechar hasta qué punto este proyecto literario iba a trastornar su vida para siempre.
          O sí. Es conocido que Tiffauges regresó a París preocupado por la actitud de Huysmans, por ciertos comentarios macabros y de dudoso gusto que su amigo realizaría durante la visita al castillo. Acaso, en su interior, ya se había plantado el germen de lo que estaba por venir.
 
 
                                                                                                          2
 
         Huysmans (1848-1907) trabajó toda su vida en la administración pública, aunque las inquietudes de su mundo interior no tenían nada que ver con los convencionalismos propios del funcionariado. En su constante búsqueda de la profundidad espiritual, distaba mucho de comulgar con los preceptos laicistas y anticlericales que se promulgaban en la III República. Su verdadera pasión era la literatura, en tanto que medio con el que expresar una creatividad que diera sentido a una vida que, a su vez, condicionaba a esta misma creatividad en un proceso bidireccional de retroalimentación constante e indivisible. Incapaz de resignarse, escribía para entender su presente y el camino que le había conducido a él, pero también para establecer los cimientos de su devenir. No entendía la vida sin la escritura que la narrara, ni la escritura sin la vida que la inspirara.
        A pesar de la estabilidad monótona que regía sus días laborales, como creador era una persona de profunda convicción contestataria. No negaba que el contexto en el que un artista se desenvolvía condicionara su obra. Lo que defendía era que, si este artista era grande, emplearía el entorno para rebelarse irremediablemente contra él, en aras de encontrar con su obra el mundo ideal que la realidad impedía.
           En sus inicios como escritor no dejó entrever esta rebeldía que estaba por venir, si bien como crítico de arte ya dio síntomas de alejamiento respecto a los valores y criterios de sus coetáneos. Como narrador, comenzó englobando su escritura dentro del marco del Naturalismo imperante en la época, lo que hizo que Émile Zola, máximo exponente del mismo, acogiera a Huysmans en su círculo, invitándolo a formar parte de las famosas reuniones semanales en su casa de Medan.
          Pero el idilio estaba condenado a perecer bajo el inconformismo del escritor, y no tardaría en alejarse de esta corriente, inmerso en la búsqueda constante de su verdad interior. El Naturalismo, denunciaba, se limitaba a reflejar la realidad, y eso no era suficiente para él, pues al representarla, renunciaba sin remedio a la elevación. Se asfixiaba en las estrecheces de un marco estético de férreas limitaciones. El Naturalismo reflejaba, luego abrazaba, una realidad castradora de la que Huysmans, si algo pretendía, era escapar. Y lo haría de la manera más radical posible.
                                                                                                             3
 
             En mayo de 1884 se publica À rebours, que en nuestro país se traduce como A contrapelo o A contracorriente, título que es en sí mismo toda una declaración de intenciones. El protagonista, el duque Jean Floressas Des Esseintes, vende el castillo propiedad de su familia y se traslada a vivir a una casa refugio en Fontenay, renunciando a su linaje como símbolo de ruptura con todo anclaje.
         Allí se crea su propio universo elitista, rompiendo con una realidad profundamente insatisfactoria. Así, ni orígenes ni presente se interpondrán en la edificación de un mundo que crea a imagen de sus intereses e inquietudes, estableciendo así un diálogo armónico entre su interior y un exterior acorde a su personalidad, soliloquio que a su vez supone una innovación literaria que sería empleada hasta la saciedad a partir de esta obra.
         El libro, de lectura densa, es un tratado sobre el mundo interior del protagonista, alejado por completo de cualquier atisbo de la realidad imperante de la época. Des Esseintes se rodea de todos aquellos estímulos que pueden enriquecer su interior, alcanzando una plenitud vital en la soledad de su divagación mística. Su entorno artificial puede condicionar su interior de tal manera que este podrá modificar a su vez la realidad con la fuerza de su imaginación, tal es el grado de evasión mental que consigue en su enclaustramiento.
           A priori, Huysmans parece emplearse de medios descriptivos propios del Naturalismo del que reniega, pero es solo una ilusión. Si emplea estos mecanismos, lo hace para alejarse radicalmente de un estilo incapaz de comprender la complejidad del alma humana. Huysmans no encaja en él como el hastiado Des Esseintes no encaja en el mundo. La publicación de este libro es un golpe sobre la mesa con el que fantasea con la idea de edificar una realidad en la que podrá realizarse a contracorriente de la sociedad en la que le ha tocado vivir. Es la búsqueda de la eternidad en un mundo demasiado acomodado en su mortalidad.
 
 
                                                                                                          4
 
           Su publicación coincidió con una crisis de valores del fin de siglo que ocuparía la primera mitad de la década de los ochenta. Entre los jóvenes había surgido un rechazo al realismo y al estilo burgués imperante, al cientificismo u academicismo impersonal y ortodoxo. Surgió así el Decadentismo como una respuesta angustiosa y crítica, como una protesta antiburguesa que defendía una sensibilidad y un ideal que estaba por encima de un contexto cultural y social tan materialista como mediocre.
          El término decadente no definía tanto a quien se sentía formar parte de él como a la sociedad hipócrita que se quería reformar. Era una ruptura pesimista que buscaba en la sublimación del arte un modo de evasión. No era un movimiento como tal, pues no se compartía una doctrina común. Tan solo eran almas sensibles que encontraron un territorio cercano, entre la bohemia y el nihilismo, a pesar de poner en práctica su rebeldía de maneras muy distintas. El alma sensible y creativa se resentía, dolorida, si se sometía al yugo de materialismos vacuos.
               À rebours fue recibida con pasiones encontradas, si bien principalmente fue incomprendida y repudiada, denostada por una buena parte de una crítica que se horrorizó ante el contenido de esta novela. No obstante, había nacido un mito condenado a convertirse en una obra de culto, tan influyente como acogida con devoción por ciertos sectores, como en los ambientes decadentes que abrazaron al libro, y a Des Esseintes como representante del mismo, en un estandarte de su lucha.
                                                                                                             5
 
          La admiración que despertaba la novela en ciertos sectores no había relajado la inquietud de Huysmans. Así como Des Esseintes no conseguiría calmar su espíritu en el refugio que había alzado a su alrededor, el escritor tampoco había saciado el ansia de encontrar respuestas que calmaran su espíritu. Al primero, el esfuerzo le pasa factura y deberá regresar a la sociedad despersonalizadora, a la trampa de la que no hay escapatoria. El creador del personaje, por su parte, estaba condenado a proseguir con su búsqueda.
        Tanto en el verano del año de la publicación de À rebours como el siguiente, Huysmans pasaría temporadas de retiro con su compañera intermitente Anne Meunier, quien tenía importantes achaques de salud. El lugar escogido sería el castillo de Lourps, que no era otro que el que pertenecía a la familia de Des Esseintes antes de que lo vendiera para comprar la que sería la morada de su exilio autoimpuesto.
           De estas temporadas surgiría su siguiente novela, En rade, que publicaría en 1887. En ella, el protagonista, Jacques Marles, se refugia en el castillo de Lours con su mujer enferma. Es un libro onírico, de divagaciones constantes, que en ocasiones, de nuevo, parece haberse redactado bajo los efectos de un impulso febril. Su vida al servicio de su obra; su obra al servicio de su vida.
        Mas las respuestas, esquivas, se resistían a ser encontradas. Si quería dar con ellas, estaba abocado, si no condenado, a dar un paso más allá.
 
 
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          El Decadentismo como respuesta al modelo imperante de la época no sería el único movimiento que surgió en este final de siglo convulso. La avidez por experimentar nuevas sensaciones provocó en ciertas esferas sociales, principalmente entre las clases más altas, que comenzara a florecer una atracción por la espiritualidad y el misticismo que derivó en no pocos casos hacia el estudio de lo satánico y sobrenatural, hacia la práctica del espiritismo y lo satánico.
          No sería una tendencia exclusiva de Francia. En Inglaterra, en el año 1982 se formaría la Golden Dawn, acaso la sociedad ocultista de mayor influencia en el siglo XX. Su origen se remontaba a 1886, cuando uno de sus fundadores, el médico masón William Wynn Westcott, afirmó haber obtenido unos documentos que contenían información sobre la Logia Rosa Cruz de Alemania, que tomarían como punto de referencia para instaurar la nueva orden. Años más tarde, la Golden Dawn abriría centros en diferentes capitales. París sería una de ellas, puesto que la ciudad de la luz lo era también de las sombras, congregando en su seno a muchos adoradores de lo oculto.
         Eran tiempos extraños. Unos meses más tarde, Arthur Conan Dolyle inició una serie de sesiones de espiritismo que llevó a cabo en su casa junto a miembros de la SPR (Society for Psychical Research). Aunque sería mundialmente famoso por su personaje de Sherlock Holmes, en ciertos ámbitos era más conocido por su participación activa en la defensa del espiritismo como medio de contacto con el más allá.
        Huysmans, en los albores de esta corriente de finales de siglo, se encontraba inmerso en su camino hacia el conocimiento, hacia su verdad. Todos sus intentos, hasta el momento, no habían aportado a este espíritu inquieto la paz que necesitaba. Mientras sus días pasaban entre documentos que no suponían más que un sustento económico, en su interior crecía por momentos la desazón de la angustia. Des Esseintes parecía querer regresar a su refugio imposible. En este ambiente propicio, esperando ser iluminado, y tal vez jugando una última carta, se adentró en la cara más secreta de la ciudad justo cuando comenzaba a trazar los primeros esquemas de la que iba a ser su siguiente novela, un texto en el que penetraría de lleno en terrenos de la demonología medieval. Su vida y su obra, de nuevo, se iban a encontrar por el camino.
           Pero, a diferencia de sus anteriores trabajos, en esta ocasión tanto él como el protagonista de su nueva obra iban a transitar por un sendero tenebroso. Un sendero cuyo destino sería la publicación de Là-bas, que podría ser traducido como Allá abajo o Allá lejos. En ambos casos sería una interpretación acertada, pues iba a descender, y lo iba a hacer muy, muy lejos de todo lo que había conocido hasta ese momento.
 
 
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         El libro se inicia con un debate entre el protagonista, el escritor Durtal, y su amigo, el médico des Hermies, al respecto de las virtudes y defectos del Naturalismo. Ya sabemos que para Huysmans no es suficiente, pero a través de su alter ego Durtal descubrimos que el Decadentismo tampoco es la solución, tan disperso como se encuentra divagando en elucubraciones carentes de ninguna concreción. El escritor llega a la conclusión que la novela perfecta sería aquella cuyo redactado bebiera de las fuentes realistas del Naturalismo como punto de partida para, tomando impulso a partir de este verismo, elevar el texto a una temática de vocación espiritualista.
          Huysmans parece cerrar viejas heridas con esta reflexión para enlazar pasado y presente, el estado actual de su vida subyugado, como es habitual en él, al servicio de su obra. Desengañado con el contexto literario en el que le ha tocado vivir que tanto desprecia, desprovisto de relaciones personales, la angustia de sus reflexiones encuentra consuelo y entusiasmo en el pasado, en concreto en el sujeto en el que quiere centrar su siguiente libro: Gilles de Rais.
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         El punto de partida de la obra en la que se había embarcado era la controvertida figura del mariscal. De origen noble, tal sería la fama de su heroicidad en la batalla que acabaría ganándose la confianza de Juana de Arco, con quien lucharía en la Guerra de los 100 años. Su ferocidad le valdría el título de Mariscal de Francia. La ejecución de Juana de Arco, condenada por herejía, hizo que Gilles de Rais se retirara a su castillo, donde iniciaría unos años de auténtico terror. Alejado del tiempo, rodeándose de extravagancias, de objetos únicos y refinados, Durtal llega a afirmar, en lo que supone un guiño metaliterario, que de Rais se convirtió en el Des Esseintes del siglo XV. Sus extravagancias lo arruinarían por completo, hasta el punto que sería obligado a malvender la mayoría de sus tierras y posesiones.
          ¿Cómo alguien que había demostrado tanto compromiso y valentía en la lucha se había convertido en un ser tan abyecto? Sería el remordimiento por no haber podido salvar de la hoguera a su compañera de batallas, o que siempre poseyó un alma mística que sencillamente cambió de bando, pues todo tiene cabida en el mundo, incluso aquello que mora en los confines de sus extremos. El caso es que el noble se vio arrastrado a una vida de decadencia y desenfreno en la que, rodeado por brujos y nigromantes, demonólogos y alquimistas, brujos poseedores de secretos arcanos, realizó todo tipo de rituales alquímicos y satánicos en los que sacrificarían a decenas de niños, una cifra que pudo alcanzar los varios centenares de víctimas.
        ¿Cómo llegó a este punto de degradación? Su obsesión última era obtener la piedra filosofal. Para tal efecto, habilitó estancias de su castillo para que los especialistas que congregó en él pudiesen trabajar en obtener su preciado anhelo, esto es, la gran proveedora de fortunas y de inmortalidad. Nada funcionaba, y se rodeó de expertos ocultistas con la convicción de que, si quería tener éxito, iba a necesitar de la ayuda del maligno. Cuando contactó con Francesco Prelati, sacerdote y mago, los hechos se aceleraron. El italiano había hecho un pacto con el demonio Barrón y sería necesario recurrir a él si quería alcanzar su quimera. De Rais deberá ceder su alma, o sacrificar la de otros. Optará por lo segundo, sin comprender todavía que una ofrenda estaba íntimamente relacionada con la otra.
          Así, la frustración enajenada de los fracasos y las consignas de sus asesores provocarían que de Reis, soberbio y orgulloso, esclavo de su envilecimiento, volcara su furia sin compasión sobre sus víctimas, convirtiéndose en uno de los asesinos en serie más sanguinarios de la historia. Para que el infierno accediera a su causa, de Rais tuvo que acceder a las más recónditas profundidades del infierno. Es cuando alcanza el paroxismo de la monstruosidad, cuando la degradación consigue cotas insoportables, que comprende que tampoco es suficiente. Se arrepiente de los horrores que ha cometido y vaga por su fortaleza como lo hizo cuando la recorría en un estado de furia incontenida, víctima de la arenga demencial de una mente retorcida. Está condenado, primero en su interior, después por la justicia. En 1440 sería condenado y ejecutado junto al resto de sus compañeros en la senda del horror, aunque la verdadera magnitud de la estela de terror y muerte que dejó tras de sí nunca se podrá delimitar del todo.
 
 
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        Huysmans, durante la narración, muestra un gran conocimiento de la historia de lo macabro que pone de manifiesto su interés por las artes de lo intangible, de lo oscuro. A través de Durtal, repasa la historia del ocultismo desde de Rais hasta sus días, pasando por los siglos de brujería e inquisición. Así, descubre que los rituales con sacrificios humanos no pertenecen al pasado. Al parecer, siguen sucediendo, por mucho que no se tenga constancia fehaciente de ellos. Dicho secretismo está propiciado por el nivel de los participantes, todos de clase alta o bien ostentadores de cargos de relevancia, incluso dentro de la iglesia católica.
         Son rituales que, al igual que los encuentros de las sociedades alquímicas, suceden en todo el mundo, de una manera perfectamente organizada. Son, también, el lugar de crímenes ignotos que seguían llevándose a cabo con el agravante de que no eran castigados, pues no eran perseguidos. Los tiempos modernos lo han cambiado todo excepto el poder de lo oculto, pues, al no saberse de su existencia, nada lo altera, nada podrá acabar con él.
Los extremos del bien y del mal son más parecidos de lo que se pudiera pensar, y en cierto modo se retroalimentan, igual que una sociedad banal en exceso provoca sin remedio un incremento de ocultismo, un símbolo que bien podría ser interpretado como la antesala del final de los tiempos.
           Durtal está tan obcecado en su objeto de estudio que comprende, a colación de sus reflexiones sobre lo que sería para él la novela perfecta, que para poder redactar con propiedad sobre un tema tan delicado va a tener que asistir a una misa negra para experimentar en primera persona qué sucede en ella.
         El protagonista de la novela no solo desconfía de este presente hostil, del que en más de una ocasión anhela refugiarse en un lugar apartado del espacio y del tiempo, como si hubiese heredado las inquietudes de su predecesor Des Esseintes. También recela de la historia, saturada de mentideros y engaños, de falacias y documentos apócrifos. No puede limitarse a estudiar el pasado, y mucho menos rehabilitarlo mediante moralinas redentoras. Si quiere comprenderlo, debe inmiscuirse en él, con toda su crudeza. Es una prolongación del inconformismo vital de su creador, de la necesidad de huir de Des Esseintes, de la sublimación del interior convulso de Jacques Marles. Cada personaje de Huysmans, cada obra, es eslabón de su recorrido hacia la tranquilidad de espíritu que no consigue encontrar en la vida real, si es que tal cosa existe para él, si es que existe alguna diferencia entre lo que vuelca sobre el papel y lo que vive fuera del mismo. A través de conocidos, Durtal se relacionará con brujos que le abrirán las puertas de lóbregos rituales prohibidos. A través de conocidos, a su vez, Huysmans hará lo propio, quizás siguiendo la estela del estudio del caballero medieval, quien tuvo que recurrir al maligno para encontrar su piedra filosofal particular.
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         Durtal está tan desengañado con sus contemporáneos que, a pesar de toda la pesadumbre y miseria de la Edad Media, llega a afirmar que la sociedad actual está más degradada que la de entonces. Se basa en que aquella, aun con su decadencia, poseía a su entender unos valores de los que adolecía su realidad desabrida. Se lamenta de un presente ignominioso en el que el progreso lo justifica todo, falacia tras la que se escondían los grandes males modernos: la mirada angosta y superficial, la burda copia, la fealdad funcional, la supremacía de los instintos más primarios a costa de la renuncia a la espiritualidad.
        Recordando su viaje del año anterior al castillo de Tiffauges, Durtal recrea en cada estancia el mobiliario y los eventos que sucederían en ellos, un ejercicio de memoria histórica que a buen seguro mimetiza el que hiciera Huysmans en su viaje al mismo emplazamiento. Si en À rebours quiso volcar su interior sobre el papel, en Là-bas, como hiciera en la obra En rade, utiliza elementos reales de su vida. La visita al castillo sería un ejemplo. La correspondencia y posterior relación con Madame Chantelouve, que tanto enfadó a la mujer real en la que estaba basada ese personaje, sería otro. Acaso en esta fortaleza en la que tuvo lugar la inmundicia más impía se cruzaron caminos de orígenes y destinos distintos, pero inquietudes similares.
          Entre encuentros y disertaciones, Durtal aprende de otras verdades que permanecen agazapadas en subtextos de la cotidianidad, pero que no por ello son menos reales. La robustez de los árboles de granito y metal que componen los cimientos de la sociedad se sustentan sobre unas raíces que crecen en una maraña de túneles arcaicos y desconocidos. Así, puede que en estas mismas galerías subterráneas habiten las respuestas que la ciencia no consigue aseverar con convicción. Lo que es seguro es que hay quienes defienden esta hipótesis a ultranza, y con la misma vehemencia actúan en consecuencia.
 
 
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          En su tránsito hacia el ocultismo, Durtal afirma que hay mucho estafador que se quiere aprovechar del desencanto vital de los decadentistas, como Péladan, escritor y ocultista francés contemporáneo de Huysmans. Pero los hay, es informado, quienes tienen habilidades que se ha demostrado que son efectivas. Está quien las utiliza para el bien, como el Doctor Johannès, que sana a todos aquellos desahuciados por la medicina, y quien las utiliza para las artes malsanas, como el canónico Docre, un sacerdote excomulgado (otro místico que ha cambiado de bando) que cuenta entre sus maleficios heredados de ritos medievales el poder de provocar la muerte a distancia, maldad que hace que Durtal lo compare con el mismísimo de Rais.
         Estos soldados del mal son capaces de emplear videntes que salen de su cuerpo, así como espíritus de muertos para trasladar el maleficio a la víctima sin que esta sea consciente del destino que le aguarda. Es tal la fuerza de estos rituales que Johannès es de los pocos, si no el único, que pueden combatir el efecto de dichos ritos arcanos, liberando, cual exorcista, de las condenas satánicas a las que han sido sometidos los destinatarios del mal. No es el único poder con el que debe enfrentarse. También debe luchar contra las fuerzas que se conjuran contra él desde el mismo corazón del catolicismo, tal es la presencia diabólica en las altas esferas.
        Durtal se marca como objetivo conocer a Docre, y será Chantelouve, que ha pertenecido al núcleo cercano del satánico, quien le dará le oportunidad de asistir en la capital francesa a una misa negra oficiada por él, un oficio envuelto en un gran secretismo y cuya asistencia está supeditada a que Durtal rubrique un documento de confidencialidad. A pesar de sus reservas, el escritor no dudará en aceptar.
          La descripción del ritual será minuciosa, transcribiendo con todo detalle las cotas de paroxismo que se alcanzan en él, la locura histérica que se apodera de los asistentes. Asiste a los peligros de una sociedad incrédula, que vive indiferente a los asuntos del alma, creando así monstruos impredecibles. Será después, cuando la rememore, que afirmará, no sin cierta ironía, cómo la dificultad de encontrar víctimas propiciatorias para el sacrificio desluce en cierta manera la fuerza del oficio sacrílego.
          La vida, sobre el papel, sigue para Durtal y sus amigos, pero para Huysmans, al parecer, no será así.
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        Nos adentramos en un terreno de pocas claridades, un territorio de hechos y datos que transitan entre brumas opacas.
          Huysmans, adentrándose como Durtal en ámbitos ocultistas con la intención de experimentar en primera persona lo que narraría en su libro, contactó con Oswald Wirth, ocultista que diseñaría un tarot que ha llegado a nuestros días. Wirth era discípulo de Stanislas de Guaita, el creador en 1888 de la Orden Cabalística de la Rosacruz, organización que reuniría a los grandes expertos franceses y europeos en las ciencias ocultas de la época. Dicha institución, que promulgaba la implantación de un ocultismo católico, la fundó junto a Joséphin Péladan, ocultista al que Huysmans despreciaría en su novela, mostrando la posición que tomaría en este enfrentamiento.
        Por querer ayudar al escritor en su trabajo de documentación, Wirth puso en contacto a Huysmans con el abate Boullan. En su condición de experto en satanismo, el religioso había llevado a cabo numerosos exorcismos acompañado por Adela Chavalier, quien había colgado los hábitos de monja para unirse a la campaña emprendida por Boullan, que en la novela de Huysmans no sería otro que el Dr.Johannès.
         La realidad, sin embargo, era muy distinta. Boullan se había convertido en discípulo del mago Vintras, líder de una secta que llevaba a cabo misas negras y rituales satánicos. Había pasado de ser un estandarte de la lucha contra la oscuridad a formar parte de ella, y Huysmans, en su afán de documentarse para la obra que estaba escribiendo, se involucró con Boullan y sus acólitos sin conocer la verdadera naturaleza de sus acciones, algo que no supo durante el redactado de la novela, a tenor de que nunca hizo alusión de esto en ella. Tanto se relacionó con ellos que acabó hospedando en su casa a la vidente Madame Thibaut, colaboradora de Boullan.
        Huysmans comprendió pronto que, dentro del mundo de la magia y el ocultismo, Boullan era enemigo natural de Stanislas de Guaita y los demás miembros de la Orden de la Rosacruz. Wirth, que recordemos que era discípulo de Stanislas de Guaita, había estado durante mucho tiempo reuniendo pruebas que demostraran la culpabilidad de Boullan en la acusación de satánico. Quién sabe si fue por este motivo por el que puso en contacto a Huysmans con el abate, para poder disponer así de más datos de primera mano sobre las actividades ocultas del supuesto exorcista. El cúmulo de pruebas no dejaba lugar a dudas. Stanislas de Guaita condenó a muerte iniciática a Boullan. Se acababa de iniciar una guerra mágica que se extendería en el tiempo durante cinco años.
        Huysmans se encontró en medio de un fuego cruzado. La vidente Thibaut era víctima de toda serie de visiones y hostilidades por parte de los rosacruces, ataques mágicos que acabarían afectando directamente al propio escritor, quien comenzó a experimentar toda una serie de agresiones imposibles que iban a sumir al autor en un estado constante de histeria y alerta. Mientras seguía trabajando en su libro, la polémica lucha entre sectores de lo oculto llegaría a la opinión pública, pues las acusaciones de magia negra llegaron a implicar el sacrificio de niños, incluido el bebé del propio abate Boullan. El asunto se había tornado en algo tan serio que estaba por encima de creencias y supersticiones, y el estado de presión y acoso que sufrió Huysmans acabó siendo insoportable. Llegados a este punto, todavía creía que estaba en el lado correcto, mientras que quienes en verdad habían estado practicando magia negra habían sido Stanislas de Guaita y los demás miembros de la Orden que se había fundado.
        La batalla tendría su fin el día en el que Boullan se derrumbó en su sillón, víctima de espasmos que lo asfixiaron hasta la muerte. Huysmans no tuvo ninguna duda. Los hechizos y encantos que se habían vertido sobre el abate habían surgido efecto. Estaba tan convencido de lo que creía que había sucedido que denunció los hechos ante su amigo Jules Bois, escritor versado en temas satánicos. Bois no dudaría en escribir un artículo en el que culpaba a Stanislas de Guaita y Oswald Wirth, entre otros, de la muerte de Boullan. Esta acusación pública hizo que los señalados por el escritor retasen a este a un duelo al amanecer. Cuando se dirigía hacia el punto acordado en el que se batirían a muerte, los caballos del carruaje en el que se desplazaba el escritor se alteraron hasta el punto de volcar el propio carruaje, accidente que sería interpretado por Huysmans como una clara señal de advertencia.  El miedo se había apoderado de él y quiso apartarse del mundo del que había pasado a formar parte en los últimos años.
         Mientras tanto, Aleister Crowley viajaría hasta París en 1892 y encontraría en la atracción de Durtal por lo oculto un espejo en el que reflejarse. Las semillas del ocultismo que había plantado Huysmans, renegara o no de ellas, seguirían floreciendo.
 
 
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         En el prólogo de la edición de À rebours publicada en 1903, Huysmans afirmaba que los documentos y referencias que incluyó en Là-bas no eran nada en comparación con lo que había guardado en sus archivos. Con la perspectiva que le daba el tiempo, también admitiría que era una obra que en el momento de redactar el prólogo no hubiera escrito igual, si bien valoraba que sirviera para poner en la palestra las prácticas demoníacas que se estaban practicando en la clandestinidad.
         Tras escribir sobre la obsesión de Durtal por presenciar una misa negra y las vivencias que le ocurrirían en la vida real, Huysmans sufrió una crisis que llevaría a que pasase temporadas en monasterios, así como retiros espirituales en abadías. Se convertiría al catolicismo en un cambio de mentalidad que plasmaría literariamente empleando de nuevo la figura de Durtal, quien viviría un cambio personal homólogo al de su creador. Esta experiencia aparecería publicada bajo el título En route. En camino hacia la luz.
         Publicará obras religiosas, relacionadas con el arte medieval, época que tanto le atrae, pero a la que se aproximará en esta ocasión desde un enfoque radicalmente distinto al que empleó cuando se obsesionó con la figura del mariscal. En 1903 ve la luz L’oblat, obra en la que narra sus experiencias durante los dos años que ha convivido con los monjes benedictinos. Al final de su camino vital, todo es distinto, excepto una simbiosis a la que no renunciará en ningún momento. No escribe para conocer su pasado tanto como para redirigir su futuro, vida y obra avanzando de la mano en un camino abundante en giros y callejones sin salida, pero nunca inconforme, siempre avanzando hacia la verdad, atrapado en un mundo de mentiras.
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MORRICONE NO SOLAMENTE COMÍA SPAGHETTI

5/8/2020

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por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA

Everybody leaves
Radiohead
 
Questo è tutto gente
Bugs Bunny


          1
 
          La morte accarezza a mezzanotte.

      La muerte: la muerte va y viene, se acerca hasta nosotros (nos susurra como una amiga, a veces como una desconocida: nos acaricia, nos dice: no pasa nada, nada, ¿puedes creerme?).
En el caso de la muerte de Ennio Morricone, ésta solamente se acerca para decirnos (o musitarnos) que su música seguirá para siempre cerca de nosotros. Su sensibilidad, su deseo de innovación o esa (ineludible) búsqueda de la felicidad (tan inherente al ser humano y de la que, con frecuencia, habla Bifo Berardi en sus textos ensayísticos) seguirán aquí.
              ¿Puedes creerme?
      Morricone siempre juega (en sus composiciones) con la intensidad emocional y ahora (desde algún lugar: no sabemos dónde) nos mira y observa: probablemente sonríe esperanzado. Su filiación política dentro de la izquierda revolucionaria nos habla (evidentemente) de ese deseo de felicidad antes dicho, de cierta búsqueda de una autonomía social y de un futuro en el que, como en muchas de sus piezas, resplandece el optimismo igual que un arco iris floreciente o un sol de mediodía.
         (Sí, la música también es política:
         --¿Me crees?
         Es política aunque no se note, aunque no te des cuenta: aunque con frecuencia quiera silenciarse).
 
 
        2
 
               Hai mai pensato che (forse) la realtà potesse avere una colonna sonora?

        Sin duda alguna la vida habría de tener (en ocasiones) como banda sonora el sonido de Morricone (ya por pedir, ¿no?). Aunque, a veces, en su música se paladee la tragedia o la melancolía más extrema, siempre está el latido del vitalismo (incluso cuando sus composiciones serpentean cerca de la muerte, en sus alrededores): un vitalismo del que no estaría nada mal ser devotos varias veces al día.
        Si Morricone te hace llorar cuando lo escuchas, es porque comprendes que la vida habría de estar más cerca del Paraíso que del Infierno (pese a que los contrastes emocionales de su música puedan suscitar ciertos cortocircuitos en el espíritu del receptor, lágrimas, vibraciones del alma, agitación del sujeto irracional). Si nos centramos en aspectos puramente estéticos, habríamos de ser conscientes de la inusual capacidad de Ennio para combinar canción ligera melodramática con sonoridades vanguardistas o con esa inusual música de cámara  del spaghetti western (ya sea con Leone o con otros) o cierto jazz que ilustraba ambientes de cine negro y de terror en la Italia de los sesenta y setenta (y cuya sombra se alarga hasta los últimos años dentro del cine contemporáneo). Y (por otra parte) si pensamos en alguna que otra composición del compositor italiano (que no tenga que ver con la pasta y los cowboys), podemos recordar (por ejemplo) algunas de las piezas que componen la banda sonora de Vergogna Schifosi (1969). Tal vez valdría ‘Matto, Caldo, Soldi, Morto... Girotondo’, donde Morricone juega con algunos de sus elementos más habituales: la repetición que deviene bucle orquestal, los coros que introducen una sobredosis de hipersentimentalismo, el crescendo que (paulatinamente) va conquistando el espacio sonoro o una letra que se repite con una falta de misericordia absolutamente dulce:
 
         ...giro, giro, giro, giro tondo...
         ...giro, giro, giro, giro tondo...
 
         Música (en síntesis) que alza el vuelo mientras tú observas el trazado de su aleteo.
 
 
       3
 
             Dimentica le norme dell’avidità / Dimentica le regole della violenza /
            Dimentica i paradigmi del capitalismo
        
     La única vez que colaboraron juntos Mina y Ennio Morricone fue en una canción que lleva por título ‘Se telefonando’ (1966). Ambos adoptaron la estética de la espiral: estructura sonora y vocal se enredan en una suerte de bucle pop que quita(ba) el aliento:
 
             (...) Se telefonando io potessi dirti addio/
             Ti chiamerei (...).
 
         Hardcore del sujeto sentimental / Conjunción astral.
        Sobre tal colaboración se incide en el libro de conversaciones entre el músico romano y el compositor Alessandro de Rosa en el volumen que lleva por título En busca de aquel sonido. Mi música, mi vida (Mondadori Libri, 2016, en la edición original italiana):
 
             El tema era a la vez previsible e imprevisible. Los tres sonidos elegidos para la melodía, Sol, Fa sostenido y Re, constituían una progresión en absoluto rara o insólita en el panorama de la música ligera, al oyente le resultaba familiar. El aspecto “imprevisible”, en cambio, lo daba la estructura melódica que, por motivos constructivos, tiene acentos melódicos (métricos) que recaen siempre sobre un sonido diferente, al menos hasta que la sucesión de los tres acentos se repite. En otras palabras: los tres sonidos tienen tres acentos métricos diferentes.
 
        No hace falta decir que la muerte de Morricone hace imposible una  futura colaboración entre ambas figuras y, tal vez, la muerte de Ennio nos pueda sugerir la defunción de un modo de hacer o de entender la vida que viene del pasado (tal y como serían los casos de Pavese o Calvino en la literatura, Pasolini o Fellini en el cine o Umiliani y Piero Piccioni, entre otros, dentro de la música para películas de la Italia del siglo veinte): modos de operar y vivir que coinciden (curiosamente) con las conquistas sociales de la clase trabajadora a lo largo de algunas de las décadas del siglo pasado pero que (también) deberían sugerirnos la necesidad de tener en cuenta (y nunca olvidar) unas maneras de sentir y hacer que deben ser la pauta para el futuro que viene: coordenadas que nos alejen necesariamente del capitalismo zombi que nos asfixia y aliena día a día, modelos que nos ayuden a escapar  del epicentro de la automatización que nos hace devenir seres sin alma, sin lenguaje propio.
         Si en algo nos puede ayudar la música (o Morricone), será (sin duda) a la hora de crear nuevas  formas y estrategias (porque la música también es política):
             ¿Me crees ya?
      De ese modo podremos olvidar las normas que la codicia y la violencia establecen e imaginar (entonces) un porvenir en el que el horror y la mezquindad no caminen a nuestro lado y en el que nos dediquemos (tranquilamente) al baile redondo siguiendo el ritmo de alguna composición de Ennio:
 
              ...giro, giro, giro, giro tondo...
             ...giro, giro, giro, giro tondo...
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CARLOS GARDEL Y JOAN TOMÁS

16/7/2020

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por MANUEL GUERRERO CABRERA
       Decíamos ayer en esta misma revista[1] que el periodista Santiago Aguilar Oliver había sido el primero que publicó en España que Carlos Gardel era francés tras la muerte de este en junio de 1935. Durante su vida, la cuestión del lugar de nacimiento del cantor de tangos resultó un misterio, especialmente, sobre si era argentino o uruguayo. El asunto de si era francés, según recogen Julián y Osvaldo Barsky[2], probablemente tras consultar el maravilloso libro de Hamlet Peluso y Eduardo Visconti Carlos Gardel y la prensa mundial, aparece por primera vez en Crítica, en 1927, firmado por Cordon Rouge[3]:
 
¿Carlitos Gardel es francés?
He aquí una pregunta que se las trae. Carlitos Gardel puede ser «gabacho» antes que uruguayo. Así me lo ha informado una persona que está bien interiorizada de muchas cosas del cantor…
 
       El propio cantor daba respuestas imprecisas en las entrevistas, en unas ocasiones afirmaba ser argentino y, en otras, uruguayo; aunque, curiosamente, cuando en 1931 le preguntaron directamente si era francés, respondió sucintamente: «No, amigo… soy rioplatense…»[4]
       A fin de no desviar la atención de nuestro artículo hacia la documentación de Gardel, resumiremos que su objetivo era conseguir la ciudadanía argentina y regular su situación en el país que lo acogió desde la infancia[5]. El hecho de que Gardel había nacido en Toulouse aparece escasamente en la prensa, pero aparece; este dato tendrá mayor eco cuando suceda su muerte y se confirmará públicamente con el testamento.
       Así que resulta mucho más que interesante que en la prensa española anterior a su muerte, cuando por lo general el cantor es argentino, en 1929, en el semanario Mirador, Pere de L'Espet publique[6]:
 
—No ens negará —várem objectar-li— que els bandoneons donen a l'orquestra, de totes maneres, un to de les vores del Plata.
—Calli, home! El bandoneon és un irnstrument alemany.
Després de saber que Carlitos Gardel és francés, nascut a Toulouse, només ens faltava aixo![7]
 
     Atendamos a que no solamente dice que es francés, como en algún que otro medio argentino pudo aparecer, sino que menciona directamente el lugar de nacimiento: Toulouse. Estamos ante la primera referencia española y, quizá, europea, de que Gardel era oriundo de esta ciudad francesa.
      Pere de L'Espelt era el seudónimo del periodista y crítico de espectáculos Joan Tomás, que había nacido en Igualada, cerca de Barcelona, en 1892. El seudónimo se inspira en su lugar de nacimiento, pues por allí pasa el Torrente de L'Espelt y, en las cercanías, se halla la villa romana del mismo nombre. Joan Tomás comienza su trayectoria periodística en la prensa local, pero pronto pasa a Barcelona, donde publicará en La Publicitat, El Diluvio o El Be negre, entre otros periódicos. Al comenzar la Guerra Civil, se exilia en París y en 1942 en México, donde continuará su labor periodística. En la capital de este país americano fallecerá en 1968.    
       Cuando L'Espelt publica el artículo, Carlos Gardel aún se encuentra en París. El 23 de abril de 1929 volverá a actuar en Barcelona, en el Principal Palace, con un enorme éxito que se mantendrá hasta el 12 de mayo, cuando se despide de los escenarios barceloneses para continuar su actuación en los madrileños. El 16 de mayo, con su verdadero nombre, Joan Tomás publica en Mirador un artículo dedicado a Gardel, «Carles Gardel i els tzigans del tango»[8]. Hacia la parte central del artículo, en el momento en el que habla de la simpatía natural y sincera del artista, frente a la de otros intérpretes:
 
Quan més he admirat Gardel, ha estat en una ocasió en qué va fer conèixer els seus nous tangos a un grup d'amics, assegut entre nosaltres, íntimament[9].
 
       Por lo tanto, según estas palabras, Joan Tomás se relacionó con el cantor en Barcelona, aunque parece que no frecuentemente, sino que él trataba con amigos, con un grupo de amigos que conocían al Zorzal. Tomás tampoco dice la fecha, pero la imprecisión de «en una ocasió» sugiere que no debió ser en ese año de 1929. Lo más probable es que fuera en la anterior estancia de Gardel en Barcelona, en 1927, porque hizo «conéixer els seus nous tangos»; quizá en 1928, año en el que estuvo más tiempo en la capital catalana, y en eventos sociales o nocturnos de los que tanto gustaba el cantor argentino. No parece que nos equivoquemos si intuimos que con «íntimament» no se refiere a las fiestas de Isabel Llorach precisamente.
        En 1935, tras la muerte del cantor, Joan Tomás, en un artículo sobre tango y sobre Rosendo Llurba, el 4 de julio concretamente[10], escribirá que el tango estaba muriéndose y que «el traspàs de Carlos Gardel representa per al tango la mort definitiva». Aparentemente no hay relación con el suceso del accidente, pero, más adelante, menciona de nuevo al cantor con el verbo en pasado: «Carlos Gardel era francés, fill de Toulouse».
        Por último, encontramos otros momentos en que, en la intimidad, Gardel habría confesado a otras amistades que era francés. Uno de ellos es con el citado Santiago Aguilar en La Copoule parisina, después de un día de rodaje de Melodía de arrabal en Joinville[11]. El otro también fue en Francia, algo antes de ir a Nueva York, cuando José Richling, cónsul de Uruguay, y su mujer dieron a luz a su hijo en Tours; allí, Gardel se dirigió al recién nacido con un juego de palabras: «Bueno, pibe, vos naciste en Tours y yo en Toulouse»[12].
Imagen

BIBLIOGRAFÍA
AGUILAR, Santiago (1935): «Carlos Gardel. Su vida novelesca y su muerte trágica». Cinegramas, nº 42 (30-6-1935), pp. 22-24.
BARSKY, Julián y Osvaldo (2004): Gardel. La biografía. Buenos Aires, Taurus.
GUERRERO CABRERA, Manuel (2019): «Santiago Aguilar y Carlos Gardel. El español que supo que el rey del tango era francés» (elcoloquiodelosperros.weebly.com)
L'ESPELT, Pere de (1929): «Variacions sobre el tango», en Mirador, nº 4 (21-2-1929), p. 5.
PELUSO, Hamlet, y VISCONTI, Eduardo (1998): Carlos Gardel y la prensa mundial. Buenos Aires, Corregidor.
TOMÁS, Joan (1929): «Carlos Gardel i els tzigans del tango», en Mirador, nº 16 (16-5-1929), p.5.
TOMÁS, Joan (1935): «Rossend Llurba. Tangos del Poble Sec», en Mirador, nº 333 (4-7-1935), p. 5.
YÉPEZ-POTTIER, Arturo (2017): La lágrima en la garganta. San Juan, Ediciones El Copihué.

[1] «Santiago Aguilar y Carlos Gardel. El español que supo que el rey del tango era francés»            : https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/artiacuteculos/santiago-aguilar-y-carlos-gardel-el-espanol-que-supo-que-el-rey-del-tango-era-frances
[2] BARSKY (2004): Gardel. La biografía, p. 298, n. 30.
[3] PELUSO y VISCONTI (1991): Carlos Gardel y la prensa mundial, p. 62.
[4] Cancionera, nº 18 (noviembre, 1931), en PELUSO y VISCONTI (1991), p. 177.
[5] Véase BARSKY (2004), pp. 275-300.
[6] L'ESPELT (1929): «Variacions sobre el tango», en Mirador, nº 4 (21-2-1929), p. 5.
[7] ' – No nos negará -–pudimos objetarle– que los bandoneones proporcionan a la orquesta, de todos modos, un tono de las orillas del Plata.
–¡Calle, Hombre! El bandoneón es un instrumento alemán.
Después de saber que Carlitos Gardel es francés, nacido en Toulouse, ¡sólo nos faltaba esto!'
Gracias a Lorena Cobos por la ayuda en la traducción.
[8] Mirador, nº 16 (16-5-1929), p.5.
[9] 'Cuando más he admirado a Gardel, fue en una ocasión en que hizo conocer sus nuevos tangos a un grupo de amigos, sentado entre nosotros, en intimidad'.
Gracias a Lorena Cobos por la ayuda en la traducción.
[10] Mirador, nº 333 (4-7-1935), p. 5.
[11] AGUILAR (1935): «Carlos Gardel. Su vida novelesca y su muerte trágica», en Cinegramas, nº 42 (30-6-1935), pp. 22-24.
[12] YÉPEZ-POTTIER (2017): La lágrima en la garganta, p. 51.

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