LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
SERGIO MAYOR. LA MUJER DE LA CALLE TABLAS (Márgenes, Granada, 2022) por RUBÉN BLEDA ¿DECIR ALGO O CALLAR PARA SIEMPRE? Cómo hablar de ti, Sergio Mayor, cómo hablar de La mujer de la calle Tablas sin parecerme a un estribillo de Amaral ni quedarme petrificado en la serpentina agonía del asombro, como un Laocoonte. Aún más importante: qué. Cada verso mercería una explicación y esta explicación sería el verso mismo. Mi reseña tendría que tener 123 páginas y estar escrita por ti. Me desconciertas. ¿Qué haces aquí, Sergio Mayor, en este siglo? ¿Qué has venido a hacer al desierto de Gorafe? ¿Qué se te ha perdido en el bar de Servando? ¿Qué pasa con los dioses? Son tan perezosos o tan viejos que no han hecho mito contigo: no te han procurado la conveniente metamorfosis. No te han convertido en la Calle Tablas. No te han convertido en aire de Granada, en una espada de aire que baje todas las noches desde la Alhambra hasta el Albaicín, recortando los flequillos alegres del Paseo de los Tristes. No. Te han dejado humano y carnal, escribiendo versos tan buenos y lunáticos como: «Aquí, fuera de este lugar, la rosa no escucha los rosarios». Negligentes dioses, viejos o cansados. Si Ciprio hubiese vivido en este siglo, no sería alargada la sombra de los cementerios. Tendríamos en los cementerios una sombra de olivo. De Granada haces surgir una mujer para que de esa mujer emane Granada. Comprimes una ciudad en el cuerpo de una mujer para que esa mujer exhale la ciudad, la disperse por tu casa y tu memoria. Y no sólo la ciudad: todos tus mundos caben en ella y en sólo ella los revives, los expandes, los contemplas, como un flâneur del tiempo, un coleccionista de visiones. Ella está en el pasado y desde su lejanía se convierte en diosa y aparece envuelta en todo lo que evoca, como si se mostrase en todo su poder. Ella es Zeus ante Sémele. Y Sémele eres tú, reduciéndote a hermosas cenizas de poesía. «Yo era un pervertido que quería casarse con una ciudad hecha carne». Me remuerden tus versos la conciencia, pues yo creía haber dado ya la espada a los simbolistas malditos, con sus mujeres sublimes y fatales, cargadas de significados como de funestas joyas, Salomés de Moreau que ahora bajan por la calle Tablas a finales de los años ochenta provocando en ti una epifanía a la que aún cantas: «Tu belleza es epifanía / una obscena epifanía». Como el antiguo drogadicto que husmea con delectación melancólica su abandonado vicio, poniendo el rictus amargo y soñador, yo te leo asomado al balcón profundo de mi adolescencia, bajo el que pasaron tantas mujeres de la Calle Tablas rodeadas de un mundo perdido o jamás encontrado. Eres mi placer culpable. Antes de leerte habría afirmado que todo esto sólo podía ser un inviable anacronismo. Sonar a caduco, a latón tonto y trasegado. Las mujeres ideales, hiperbólicas, las fiebres de una religiosidad decadente: antiguallas. Pero tú no suenas a desfasado, a escritor que fue. Nadie diría que tu libro es de otra época. ¿Afirmaría alguien que es de esta? Por decirlo con sencillez, eres uno de esos escritores que han desarrollado una voz reconocible, un estilo no sólo propio, sino exclusivo. ¿Imitable? Quizá, aunque lo veo difícil. «Te escribo por lo mismo que Leonardo compraba los cadáveres de los ahorcados. / Te escribo para dibujarte, para conocerte (...) / Te escribo como es debido: teológicamente». «Estás muy bella en las mujeres que estás a punto de ser». «¿Recuerdas cuando éramos daneses?». Porque hay que ser muy Sergio Mayor para escribir así. Para escribir eso.
Este libro es una declaración de amor, exuberante de lucidez y locura, pero tú no amas a la mujer que lo protagoniza. Al menos no en un sentido material: «la mujer que eres por debajo de la diosa no me interesa / (…) Eres una creación, una crisopeya de mis ojos», le dices; «fuera de mis ojos (…) eres una mujer cualquiera / en mis ojos te conviertes en la Visión». Y este culto a la diosa es una herejía de amor, porque tú: «Nunca habría dicho una sola palabra de Dios de no haberte conocido». Ella se convierte en catalizador de lo divino, lo corporeiza, te lo muestra. Combinando verso largo y corto, entreverando tu cultura cargada de historia, clasicismos, tradiciones y mitologías varias con sus vocablos originales (shofar, ctónico, niribus, kenosis, etc), desarrollas esta teología erótica sin ningún complejo, convencida y apasionadamente, porque: «si por el puente de Florencia aquella mañana Dante piropea a una muchacha y pasa de largo, la Divina Comedia se va toda al carajo». Has escrito un libro-manifiesto contra la contención racional de las emociones, a favor de la exageración de la imagen poética. A favor de ti y de tu locura. Escribes poesía como si aún la poesía fuera sagrada. Escribes poesía con la seriedad sublime de quien se dirige a Dios. Y no obstante te permites algunas bromas. Un poco de humor. Porque tampoco dejas de ser el poeta pendenciero que arma trifulcas en el bar de Servando y que me dirá que a ver si me atrevo a decirle esta reseña a la cara. Nada de guantes arrojados y pistolas al amanecer. Tus duelos son a puñetazo fresco. Pues en la calle (Tablas) nos vemos, Sergio Mayor, cuando quieras.
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DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LOS QUE ESCUCHAN (Candaya, Barcelona, 2023) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Sonidos que se cuelan en el tímpano, vibraciones sonoras transmitidas al yunque desde el martillo, en el oído medio. Se meten dentro, aturden, confunden. Personajes que escuchan esas vibraciones y que dudan, experimentan la inquietud y la perplejidad; agitación, angustia: (...) y empezó a reconocer la sensación de mareo, de vértigo y de pánico que solía acompañar a la aparición de esos sonidos que de vez en cuando se apoderaban de su oído y que solamente él parecía escuchar (...) Toda resonancia se hace carne, condiciona el organismo de los personajes, su modo de estar en esta novela de Diego Sánchez Aguilar [DSA a partir de ahora]. Cuando empecé a leer Los que escuchan sentí que mi aproximación al texto había de operar (esencialmente) desde una perspectiva emocional e incluso corporal, semejante a la que experimenta Ulises en el fragmento entrecomillado más arriba. Incidir en el modo en que la lectura terminaba por afectar mi propio ritmo respiratorio e inducir en mí esas sensaciones que los propios personajes podían padecer: perplejidad, inquietud, agitación, angustia. Vértigo, pánico. Incluso ansiedad como lector. Supe que mi acercamiento al texto no había de ubicarse dentro de los parámetros de la lógica y que el abandono de todo filtro racional se hacía necesario. El abandono si cabe de mi propio cuerpo durante el proceso de lectura. Porque Los que escuchan es una novela que se lee con el cuerpo; es un artefacto ficcional que cartografía la realidad de la conciencia y el modo en que, en la actualidad, la mutilación y fustigamiento sistemático de ésta afecta a los cuerpos, a nuestra salud mental. Los que escuchan es un dispositivo narrativo que mapea la realidad o hace inventario de la psicosis contemporánea; pone en escena una perturbación que, en las páginas de la novela, tiene su origen en el sonido, en ese sonido que no cualquiera tiene la capacidad (o mala fortuna) de escuchar y que obstruye o produce interferencias en la psique de los personajes. Sonido que es puro símbolo. Sonido que no hace falta escuchar para sentir en la propia carne la enajenación e inseguridad propias de nuestra civilización que, queramos o no, muestra signos de agonía y decadencia. Si en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2016) DSA profundizaba en la frustración y en Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) se movía en el territorio de la culpa, Los que escuchan es una novela sobre la ansiedad. Y, de algún modo, esa ansiedad se contagia al lector; infecta a los potenciales receptores de la novela. La psicosis de la que habla DSA en este libro es una psicosis extensible al género humano, a todo ser que habite nuestro planeta sin importar credo ni condición u origen; una psicosis global que, a modo de pandemia obstruye nuestro estar aquí y ahora, nuestra calma, los afectos. Tal ansiedad (la que está presente en esta novela) se hace virus verbal a lo largo de la lectura: a partir de cada página que leemos, a través de la exposición a una infección narrativa minuciosamente articulada por su autor y que, como lectores, nos contamina. Cada frase, cada párrafo se articula mediante una meticulosidad casi artificial, alien; cada palabra, cada capítulo penetra nuestro organismo y sedimenta en nuestro interior; el texto opera como microbio o germen en la conciencia lectora que se vuelve cuerpo vapuleado por un narrador inflexible en su deriva verbal, en su retórica implacable. Me aventuro a afirmar que, como lectores, somos organismos violentados por la escritura rigurosa de DSA, organismos violentados por el padecimiento y la enajenación que sufren los personajes a partir de esos sonidos que aturden a Esperanza o a su padre enloquecido; a su familia; al pequeño Andrés y su madre Asunción; a todos aquellos que escuchan más allá de lo que suele alcanzar cualquier mortal. De tal modo, lo que hiere a los personajes se traduce en nuestra experiencia lectora de Los que escuchan a través de un discurso que, de forma irremediable, nos hace vulnerables a través de la palabra, nos mete en el mismo saco que a estos personajes que habitan una ficción que se desliza en el lector como herida, fractura de la conciencia y el cuerpo: de la respiración, del ritmo de sístole y diástole; nos aboca a la misma zozobra y ansiedad a la que se ven expuestos los seres que deambulan por las páginas de este lugar terrible y bellamente inhóspito que es Los que escuchan.
Sí, la ansiedad inflama las páginas de este libro. La ansiedad acaba ocupando incluso nuestro interior; coloniza nuestras emociones. Ahí está la pericia y eficacia de un narrador que parece conocer a la perfección los resortes que hacen posible atosigar al lector, trastornar su estado físico-emocional de forma deliberada y, en consecuencia, abrumarnos, hacernos sentir incómodos a cada página que se estructura de forma obsesiva, metódica. De ahí que el cuerpo (el nuestro) sea el verdadero lector de esta obra, pues su lectura incide directamente en el modo en que nuestro organismo siente. El discurso narrativo modula de forma radical nuestra forma de estar mientras tiene lugar el acto de lectura, un acto de lectura que fluye a través de una escritura objetiva, caligrafiada a través de un bisturí que hace una incisión tras otra en el tejido de nuestra respiración, en la propia piel. El narrador que nos propone este viaje casi orgánico a través de la palabra y la ficción se caracteriza por articular una voz neutra y distante, casi maquinal. Su perspectiva revela con claridad la desaparición del ego igual que si una inteligencia artificial estuviera dictando un discurso despiadado, sin posibilidad de fuga. Los que escuchan es una máquina narrativa que disecciona el mundo que habitamos, la forma en que nuestra especie es abrumada por la depresión o cualquier otro tipo de desequilibrio mental. El narrador es aquí el virus perfecto; actúa en las páginas de esta novela como un bacilo que se inocula a través de la lectura. Sientes Los que escuchan como si a lo largo de su desarrollo resonara el eco del pensamiento de Mark Fisher en torno a nuestra sociedad, en torno a la psicosis. En la novela, depresión y enfermedad mental, trastorno biopolítico y capitalismo se confunden en una amalgama borrosa que obliga al lector a tomar aire, recuperar el aliento que se pierde al finalizar cada uno de sus capítulos (no está de más adentrarse en ellos sin parpadear: dejarse hacer en su progresión inexorable). En Los que escuchan la alucinación sonora se entreteje con la mutación climática y la incomodidad global, un spleen contemporáneo que produce vergüenza, malestar que se extiende como epidemia dentro de nuestra especie. MARÍA JESÚS MINGOT. JARDÍN DE INVIERNO (Reino de Cordelia, Madrid, 2023) por FRANCISCO J. CASTAÑÓN Jardín de Invierno es el poemario más reciente de la poeta y profesora de filosofía María Jesús Mingot, un libro que se suma a sus títulos anteriores, Cenizas, Hasta mudar en nada, Aliento de luz y La marea del tiempo, los cuales conforman hasta la fecha la producción poética de la autora. En sincronía con las obras citadas, Jardín de Invierno es un libro donde atisbamos una profunda reflexión sobre el devenir existencial. Con una voz poética inconfundible y un estilo personalísimo, Mingot aborda en los poemas que salen a nuestro encuentro, según nos adentramos en este espléndido jardín, temas sustanciales e inseparables a la siempre compleja condición humana. Los efectos del transcurso del tiempo, la percepción de nuestra inevitable caducidad, la necesidad de trascender desde los acontecimientos más relevantes o las vicisitudes y motivaciones más cotidianas, la capacidad de renacer a pesar de los reveses que nos depara nuestro itinerario vital, la importancia del amor en sus diversas manifestaciones..., y todo ello tratado con sutileza y precisión, algo que —como observamos en Mingot— sólo a través de un esmerado empleo del lenguaje poético puede alcanzarse. En este sentido, el excelente prólogo firmado por Teodosio Fernández Rodríguez, que precede a la obra de Mingot, es una aportación cuya lectura resulta muy recomendable para comprender mejor el alcance de los poemas de la autora madrileña recogidos en este libro. «Estamos —asevera Teodosio Fernández— ante un poemario en el vértigo de una revelación en los límites de la nada y del silencio, un poemario donde la celebración se conjuga íntimamente con el sentimiento de la pérdida, depurado y meditativo, tejido por una honda sensibilidad». En “Alba”, primera de las cuatro secciones en las que está dividido el libro, hallamos poemas en los que la autora recapacita con agudeza e ingenio sobre el sentido del ser, a partir de escenas o cuestiones que resultan cercanas al público lector. El verso inicial del poema ‘El alba en su regazo’ con el que comienza el poemario nos da ya una idea de la perspicacia y altura poética que contienen estas páginas: «Y sostiene la madre entre sus brazos la esperanza del mundo». La contemplación de un recién nacido alienta versos deliciosos: «En los labios lactantes, la fontana / secreta del amor mana sin miedo. / El alba balbucea en su regazo». En los poemas de ‘Alba’ las vivencias de la autora se trasforman en saber poético. El amor, pero además esas laceraciones que va dejando la proeza de vivir o aquello que quedó cristalizado un día en la memoria, impulsan poemas como ‘Recomenzar’, donde leemos «Las heridas de ayer, tu cárcel muda, / sean humus de vida que renace», o el titulado ‘Hogar’ que atesora la descripción de una estampa afable colmada de emotividad: «Flor de café, tu rostro en el periódico. / Dos perros, uno junto a tu pierna, / el otro en su sueño. /.../ Desprendes tanta paz / que cualquier palabra sería una piedra». Porque las imágenes en Mingot emergen con un señalado vigor expresivo. Un ejercicio literario que se acerca al cubismo, pues las impresiones plasmadas en estos versos toman forma desde una óptica inédita y original, según ve la poeta el mundo que la circunda. Asimismo, en estos poemas descubrimos resonancias pretéritas que guarda, por ejemplo, ‘El trastero de Gaztambide’, rememoran ‘El primer amor’ o traen la nostalgia de la infancia en los poemas ‘Como un paseo en barca’ y ‘Abrigo de la infancia’. Del mismo modo, las diferentes facetas en las que se experimenta el amor —al igual que “Un único latido nos sostiene incluso en la distancia”—, fluyen en poemas tan notables como ‘Un jardín a la sombra’, ‘Luz descalza’ y ‘Canto a la lluvia’. Advertir también la presencia de la naturaleza en los poemas de Mingot. Versos como «Nada me hace ser más que tu calor de otoño, tenue como el aliento de la tierra» o «Porque nunca el amor fue un favor tan desnudo / ni hubo tanta esperanza en un desierto», extraídos de los poemas comentados, son muestra de ello. ‘Vida’, ‘Alma’ o ‘Lo que la noche guarda’ son atinados poemas donde emerge el engranaje que configura «La red secreta donde el amor se teje, / y sombra y luz se besan». Sin olvidar incluir en el discurso poético aciagos episodios que no es posible obviar. Así, recurre la autora al poeta polaco Zbigniew Herbert para anunciar en el poema ‘Herbert en tiempos de pandemia’: «Escucho la voz del poeta. / Las heridas están frescas, / y el amor parece posible». Por otro lado, no debemos perder de vista el simbolismo que reside en estos versos, como observó con acierto Alejandro Sanz en la presentación del poemario que tuvo lugar en Madrid. Los matices son importantes. No estamos ante un jardín en invierno —apuntó Sanz—, sino en un jardín de invierno, donde se nos invita a cavilar sobre el contenido y trasfondo de los poemas que nos ofrece su autora, y a considerar las oportunas respuestas que propone. De esta forma, la voz poética de Mingot se revela aquí, como en todo el poemario, con esa solidez y plenitud intelectual en la que germinan los poemas de este libro. En el segundo apartado del libro, “Desvelo”, la poeta construye una escenografía conceptual, filosófica y alegórica que recuerda a la técnica del auto sacramental de nuestra literatura del Siglo de Oro, aunque con rasgos contemporáneos y exento de las intenciones moralizantes del pasado. ‘Amor’, ‘Deseo’, ‘Perdón’, ‘Culpa’, ‘Remordimiento’... Los títulos de los poemas no dejan lugar a la especulación sobre los temas que plantea la autora en esta parte del libro. ‘Soberbia’, ‘Pereza’, ‘Gula’, ‘Avaricia’, ‘Lujuria’, ‘Ira’, ‘Envidia’... Siguen a los anteriores. Poemas donde abstracción y concreción se entreveran para conjugar versos como «Ser tu aliento en mi boca», cuando se habla de deseo; «Ser huésped de la luz y ser simiente que redime la tierra y, al sereno, duerme sin poner nombre al don que entraña», cuando alude al perdón; o «El ojo sepultado por las olas / de una venganza ciega / contra todos y todo», cuando se refiere a la ira. Acciones o estados que arraigan en el ‘Cuerpo’, ese «pobre cuerpo mortal, / fiel compañero, retador del silencio, / puro fuego en la estepa de los días». Sin embargo, la autora da un giro argumental al tono de esta sección y nos sorprende con otros poemas inesperados, donde «Hay un eczema que te ha acompañado sesenta años», «Se vende la libertad en cómodos plazos, / de púrpura vestida la oferta del día», donde «Amar la larga noche de la rosa», o «Germinan las palabras en tu cuerpo / en el vasto silencio de la noche». Porque a tenor del último y destacable poema de este apartado, ‘No hay escape para los misterios elementales’ que caracterizan la enigmática y paradójica condición humana.
En la tercera sección, “Herida”, la poeta nos introduce de lleno en el ámbito social y la crónica del presente. No falta tampoco una mirada crítica al relato de la historia. Cimentados con ese simbolismo ya mencionado que dota de elocuencia a los versos de Mingot, leemos poemas muy intensos sobre el desastre de la guerra, el desamparo del «hombre que habla solo» en medio de la barahúnda urbana, sobre la pobreza, el olvido, la ausencia, la ‘Infancia robada’ (título de un poema admirable), la muerte —provocada por la droga— que viaja en tren («Entre dos estaciones el sueño de la muerte, / ojos huecos de yonqui flotando en su nirvana») o la tragedia del suicidio. Poemas sapienciales como ‘La historia oficial’, donde la poeta parece conectar con esa idea que expresara el escritor galo Bernard Noël sobre cómo la verdad oficial sirve para blanquear la historia o cuando en el poema ‘También cuando te niegan’ anota: «Quién sabe lo que pasa por el alma de un hombre». “Silencio”, último apartado del libro, nos reserva poemas que ahondan en ámbitos abiertos a la espiritualidad, con referencias a la naturaleza, al misterio de la vida, al silencio como espacio de introspección y al ímpetu del amor. Así, en el poema ‘Cegados por la belleza del amor’ la poeta escribe: «Palpamos la tierra mojada, pero no vemos el esplendor de la tormenta. / Palpamos el latido de la gota, pero el mar permanece oscuro e impenetrable». Podrían citarse otros, pero tres poemas que van poniendo fin al poemario son, a mi juicio, particularmente luminosos: ‘La última oración’, ‘Lirios blancos en la noche’ y el que da título al poemario, ‘Jardín de invierno’, que para Teodosio Fernández es «el mejor resumen» de un libro «que conjuga, con extraña intensidad y belleza, la luz y la sombra, el albor y la despedida, ese vaivén de la vida...». Un libro cuyos poemas confortan, conmueven y agitan nuestro intelecto. DAVID MONTEIRA. PANORAMA (Adarve, Madrid, 2023) por MARIBEL SOLÍS Encontrar un reducto de poesía pura en estos tiempos en que lo cotidiano se apodera inevitablemente de toda clase de manifestación artística resulta un hallazgo con tintes de milagro. Afortunadamente, aún quedan islas de inspiración y esencia lírica y Panorama es un hermoso ejemplo de ello.
El título del poemario nos acerca a un contenido temático amplio en el que conviven el mundo clásico, Asia, Castilla, el paisaje, homenajes evidentes o velados a grandes figuras poéticas... Todo es motivo de celebración lírica. Y este marco heterogéneo funciona casi como un pretexto para mostrar las galas de un ejercicio literario lúcido y personal, cimentado en un sustrato de perfección formal y técnica depurada. A lo largo de este cántico se escuchan ecos juanramonianos y es fácil que el lector pueda disfrutar del silencio que perdura tras la lectura gozosa de toda gran obra. En muchas de las composiciones los símbolos no se limitan a su fulgurante preciosismo (la sombra, la luz, la vereda...) sino que demandan un trabajo intelectual por parte de autor y lector respectivamente. (‘Simetría en el estanque’). La cuidada presencia del ritmo y la musicalidad no constituye un adorno vacuo y recoge el espíritu modernista más virtuoso y elocuente (véase ‘Barcarola veneciana’). David Monteira exhibe un dominio de los recursos estilísticos más elaborados, entre los que sobresalen imágenes y sinestesias, dotadas de un poder evocador inusual («La soledad es un cirio / de luminosas esporas, / la torre blanca en que lloras / y asciendes en tu delirio»). La maestría técnica también se evidencia con una métrica impecable en el empleo del soneto de arte menor. Trenzado con un tono de melancolía, el amor es concebido como motivo cósmico y humano, así que sus posibilidades se manifiestan infinitas y únicas dentro de esta obra. El sentimiento, empleado en su acepción más amplia, no se deja acechar aquí por el sentimentalismo sino que siempre sale airoso, envuelto en el tul colorido y grácil de las palabras que lo elevan y conectan a una existencia más duradera y hermosa. Los versos destilan una total complicidad del escritor con el paisaje, de manera que en muchos momentos es la propia Naturaleza quien parece haberle otorgado al poeta el privilegio exclusivo de cantarla como merece. El resultado es una taza de porcelana fina donde se bebe el elixir intelectual y sensible, donde la expresión brillante no eclipsa el concepto sino que lo refrena, lo pule y lo amplifica hacia la eternidad de la palabra certera. LINDA MORALES CABALLERO. EL RUMOR DE LAS COSAS (Nueva York Poetry Press, Colección Museo Salvaje, 2019) por EDUARDO ROJAS LAS PROFUNDIDADES DE LA EXPERIENCIA HUMANA En el vasto universo de la poesía hay ocasiones en las que una voz singular se alza para explorar los misterios más profundos de la existencia humana. Tal es el caso de Linda Morales Caballero y su poemario El rumor de las cosas. En esta obra la autora nos invita a emprender una travesía poética que se entrelaza con la filosofía, revelando las sutilezas y los enigmas que se ocultan detrás de la realidad cotidiana.
El rumor de las cosas es una obra que nos sumerge en un mundo donde las palabras se vuelven puentes entre el ser y su esencia y en el que la escritora teje cuidadosamente un tapiz de imágenes y metáforas que nos llevan más allá de las apariencias, conduciéndonos hacia las profundidades de la experiencia humana. En El origen de la obra de arte, Heidegger escribió: «Lo que admitimos como natural es, presuntamente, lo consuetudinario de un largo hábito, que ha olvidado lo insólito de donde se originó. Sin embargo, lo insólito asaltó una vez al hombre como algo extraño, asombrando su pensamiento». Desde un enfoque filosófico, este libro nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la existencia y la forma en que nos relacionamos con el mundo que nos rodea. Morales Caballero, al igual que los grandes filósofos, nos insta a cuestionar nuestras percepciones, nuestros pensamientos arraigados y nuestras certezas preestablecidas. A través de sus versos, la autora despliega una sensibilidad que nos permite vislumbrar la esencia misma del ser. Sus palabras invitan a adentrarnos en los misterios del tiempo, del amor, del dolor y de la búsqueda de sentido. Cada poema nos sumerge en la belleza de lo trascendental explorando la conexión profunda que existe entre nuestra existencia individual y el cosmos. El poemario es un canto a la contemplación, la búsqueda de la verdad. A medida que avanzamos por sus páginas, nos encontramos con un diálogo silencioso entre la poesía y la filosofía, en el cual se entrelazan los hilos del pensamiento y la emoción. Es a través de ese diálogo que podemos ampliar nuestra percepción y descubrir nuevos horizontes de significado en nuestra propia experiencia de vida. En cada poema hallamos una ventana hacia la comprensión de la condición humana. A veces melancólica, otras veces, esperanzadora. Sus poemas nos llevan de la mano por los laberintos de la vida, guiándonos hacia una mayor conciencia y sabiduría. En sus versos escuchamos el rumor de las cosas, captamos su esencia y descubrimos la belleza oculta de cada momento. El rumor de las cosas es una obra que trasciende los límites de la poesía convencional, sumergiéndonos en una exploración filosófica del ser. Es un testimonio de la capacidad del lenguaje poético para descubrir verdades profundas y para abrir nuevos caminos hacia el conocimiento y la comprensión. De esta manera, Morales Caballero nos brinda un regalo invaluable con su poesía, invitándonos a reflexionar sobre nuestra existencia. MARIO PÉREZ ANTOLÍN. LA SERENIDAD POR FIN (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2023) por JORGELINA BASSIL CORDERO POR LOS SENDEROS DEL ESCEPTICISMO Y DE LA ATARAXIA «Me costó llegar a ella. Se resistió durante años. Tuve antes que reprimir mi furia y contener mi ardor. Tuve también que aprender templanza y parsimonia. Ahora la encuentro: la serenidad por fin». Con esta definición, Mario Pérez Antolín nos introduce en su sexto libro de aforismos. Se inspiró en el Tiétar, su lugar en el mundo, en el extremo oriental de la sierra de Gredos. La portada del texto nos muestra un diseño más que original: un clarinete insertado en una maceta donde brotan diferentes flores. La yuxtaposición de los dos elementos muestra aquello que más ilusiona al escritor: la música y la naturaleza. A través de su obra, nos exhorta a considerar la “ataraxia”, tan anhelada por los griegos: un estado de imperturbabilidad que permite la calma y la búsqueda del equilibrio. Después de realizar un largo recorrido en un género que lo representa fielmente, nos vuelca su experiencia de vida con reflexiones más reposadas desde un realismo innovador y una cosmovisión racionalista. Probablemente descubramos un estilo más depurado y críptico que en sus obras anteriores, si bien conserva, sin duda, la transversalidad que lo caracteriza: sus pinceladas poéticas, filosóficas y ensayísticas están siempre presentes. Lucidez y aceptación pragmática son sus premisas válidas, derribando muros en apariencia inquebrantables sobre diversos temas universales. Pérez Antolín escribe: «Lo tiene todo: salud, riqueza, sabiduría... Y además el muy ansioso aspira a la felicidad». En esta reflexión encontramos un escepticismo comparable al del escritor Emile Cioran, filósofo rumano-francés que consideraba que la vida se nos escapa porque es una herida descarnada y una ilusión. Como el autor de Silogismos de la amargura, Pérez Antolín rescata la idea de la soberanía musical impregnada de espiritualidad y afirma: «Para animarme, Rossini; para ensombrecerme, Mahler, y para comunicarme con Dios, Bach». La naturaleza, como la música, forma parte de los ejes fundamentales del libro. El contraste de lo supremo y majestuoso ante la nimiedad del ego, que desaparece frente a la inmensidad. Según su visión panteísta, la naturaleza no es vengativa, no tiene intencionalidad, pero sí, alma: «En la naturaleza nada desentona, ni siquiera la catástrofe natural». El olvido es otro de los temas presentes, y nos remonta a Borges y Nietzsche. La vida solo es posible si hay olvido. Este último no miente, es una especie de propia muerte. En cambio, el recuerdo puede ser una mentira. La condición de la memoria es el olvido. Si nos detenemos en la felicidad, podemos resaltar que Pérez Antolín, en La serenidad por fin, nos anima a creer, a pesar de su escepticismo, en la felicidad, pero solo desde la razón. Es afín al pensamiento de Spinoza, el cual consideraba que la felicidad no proviene del deseo y del placer. La persona sabia va más allá de las pasiones, aunque aconseja evitar las pasiones tristes. La lucidez puede llegar a ser la corrección de la desesperanza ante las contingencias difíciles de la vida. En cuanto a la poesía y los poetas, descubrimos que Pérez Antolín prefiere la poesía como herramienta del conocimiento y no de la simple anécdota. Su lírica es sutil y sugiere. Hay poetas menores que son mucho más relevantes que algunos más conocidos. El éxito editorial no refleja la verdadera escritura. Y ante la idea convencional del amor y la amada, nos comparte su usual ironía, a la que nos tiene acostumbrados, cuando expresa: «Muchas mujeres solo comprenden a sus maridos cuando están en brazos de sus amantes». Por otra parte, enaltece el amor filial: «¿De qué vale que te admire la gente si te desprecia tu hijo? Lo filial se antepone siempre a lo mundanal». Nos puntualiza que se ama aquello de lo cual se carece, aunque afirma que la fuerza más poderosa está en el amor: «Esa debilidad que nos engrandece, esa flaqueza que nos redime». Y asevera con convicción que «Cuando te esfuerzas por mantenerlo, el amor se acaba inevitablemente».
En este sugerente libro, Pérez Antolín destaca la relevancia del amor fati (amor al destino), concepto utilizado por Nietzsche y basado en el estoicismo, que se caracteriza por creer que no podemos cambiar nuestro destino en el proceso que va desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, pero sí podemos aceptarlo con humildad y amarlo. En cuanto a la religión y a la política, en La serenidad por fin recoge la idea de que son herramientas de manipulación y de que el poder es completamente contingente, pues está impregnado de ambición desmedida y arrogancia: «Hemos convertido la política en una red de falsedades que los votantes creen, que los militantes justifican, que los dirigentes fabrican y que el líder utiliza». Según sus propias palabras, todos deseamos alterar el orden, y expresa en uno de sus aforismos la nostalgia por el marxismo: «Ahora que los marxistas dejaron de ser marxistas, vuelvo a disfrutar con Marx». Y la muerte no podía estar ausente en sus extensas reflexiones. No es la primera vez que Pérez Antolín aborda esta temática de modo profundo. De hecho, es un tema omnipresente en sus libros. Nos anima a “mantenla a raya”. La muerte es cruel, arbitraria y nos iguala a todos. El ego se disgrega en la naturaleza después del deceso. Expresa su visión de este modo: «Se muere tres veces: cuando nadie te hace caso, cuando te entierran y cuando nadie te recuerda». También está persuadido de que «Pasada cierta edad, no hay que preocuparse de cuándo morir, sino de cómo morir». Compara la muerte, en parte, con una bella frase que remite al sol, el cual, como la parca, nos acaricia a todos sin distinciones. No obstante, Pérez Antolín se ríe irónicamente de su propio obituario: «Mi muerte no será terrible. Lo terrible será cuando yo, durante mi declive, dé lástima a mis amigos». Por último, recomiendo La serenidad por fin porque Mario Pérez Antolín nos permite el reposo y la emancipación, el refugio y la liberación. Nos abre el pathos del pensamiento con valentía y destreza a fin de que podamos encontrar lucidez y recuperar la fe en los controvertidos y caóticos tiempos que corren. Todo ello, además, lo hace con un estilo de escritura muy difícil de encontrar en la actualidad: bello, depurado y complejo. RAMÓN MUR. EL SUEÑO DE KIL. ALS 30 ANYS DE LA LLIBRERIA SERRET (Onix, Barcelona, 2015) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ & JORGE CERVERA REBULLIDA Ramón Mur Gimeno (Pamplona, 1944), autor, entre otras obras, de las novelas Huellas de herradura (2009) y Sadurija (1990), es un periodista que escribió para Deia o El correo de Bilbao, y también trabajó en otros medios audiovisuales. Forma parte de diversas entidades culturales del Bajo Aragón (desde el año 2002, comarca aragonesa en la provincia de Teruel. Su capital es Alcañiz) y es conocido por dedicar su tiempo y esfuerzo a dar a conocer todo lo que de bueno ofrece esa tierra. Estas páginas son, tal y como relató Mur, «un conjunto de crónicas inventadas sobre el Bajo Aragón, ambientadas en 1913 y en la época actual». Él mismo nos dejó una metáfora que ilustra bien su formato: «Si fuera un cuadro, sería un collage de novela, ensayo y crónica». Este libro nació cuando Octavi Serret, dueño de la librería Serret en Valderrobres (Teruel, España), en el enclave del Matarranya (comarca aragonesa de la provincia de Teruel. Su capital administrativa es Valderrobres), anunció su propósito de convocar un concurso sobre literatura rural. Tristemente, esta andadura comercial llegó a su punto final en 2020 debido a la caída de las ventas, lo que coincidió con sus cuarenta años de vida. Entre sus paredes tuvo lugar una intensa labor de activismo cultural, con presentaciones de libros, coediciones, jornadas, clubes de lectura y premios literarios en los que se empleaban las tres lenguas de Aragón: castellano, catalán y aragonés. Serret, que fue merecedor del Premi Nacional de Cultura de la Generalitat en 2009, el Búho en 2014, la Cruz de San Jorge en 2017 y el Cepyme Teruel en 2018, ocupa hoy sus días en el local de su antigua librería, reconvertido en tienda de delicatessen, ofreciendo productos locales. No olvidó su amor por los libros, y tiene una marca propia, Camins Serret, para continuar organizando actividades literarias con escritores. Al mismo tiempo, dedica tiempo a la gestión cultural mediante la asociación Ilercavonia Terra Nostra (entidad que se inició en 2015 en Tortosa, municipio de la provincia de Tarragona, en la comunidad autónoma de Cataluña en España). Puede que lo más indicado sea presentar a los tres personajes que vertebran la novela que no es novela, por su carácter collagiano, y que son, en cierto modo, quienes sostienen el edificio. Así pues, comenzaremos por Marcel Llompart, que es un homenaje al citado Serret. Llompart tuvo una cadena de zapaterías en Barcelona y otras ciudades. Va al único bar del pueblo dos veces al día, a la hora del vermut, que ya ha llegado la prensa, y después de comer para tomar un café y volver a leer los periódicos, en un entorno donde «la taberna es más importante que la escuela, el consultorio médico, la tienda o la iglesia». En lugar de acudir al que es el pueblo de su mujer a enclaustrarse y vivir una jubilación plácida, sí, pero anestesiada, Llompart sigue lleno de vitalidad y proyectos. Para ello, se fija en qué puede dar la tierra que lo rodea que sea susceptible de forjar un negocio, y llega a la conclusión de que quizá el mimbre y la cestería fueran los emprendimientos idóneos. Todos lo vieron una idea disparatada, pero él, lejos de desanimarse, compró bancales a bajo precio y puso los mimbrerales, los abasteció de agua apropiadamente, instaló la factoría en unos viejos pajares y utilizó los viejos lavaderos para su tratamiento. A los dos años pudo recoger su primera cosecha. El negocio funcionó muy bien y fue creciendo y dando empleo a una zona que lo necesitaba. Se percibe que Mur siente franca admiración por quienes inician un negocio en lugares apartados y luchan por él. Llompart comparte conversaciones, impresiones y proyectos con Pere Rebled, trasunto del propio autor y personaje completamente ficticio, un recurso que se permite el escritor para apuntalar en el libro una amistad que se basa en remar a contracorriente, ya que ambos personajes comparten una visión nada convencional de la vida y detestan los comportamientos acomodaticios. Finalmente, a la pareja se une Kil Bayod, un joven licenciado en Metafísica (rama de la filosofía, filosofía primera, ciencia primera...) que participará también en las conversaciones y en el día a día, dejando en la historia una visión más joven. El libro se estructura en un preámbulo y seis capítulos, estos últimos, de desigual extensión. Su estructura es circular, puesto que comienza y termina con una carta a Serret. El capítulo 1, «De ayer a hoy», da inicio con una rendida admiración al negocio del librero, en el que se entrevé el respeto que infunde su tesón por mantenerlo en pie. Lo compara con los regeneracionistas, movimiento que gozó de bastante predicamento cien años atrás, y como muestra pone la sociedad Fomento del Bajo Aragón (14 de noviembre de 1912, fecha de creación), «una de las más sobresalientes iniciativas de los regeneracionistas bajoaragoneses de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX», según Mur (Entre pàginas, WordPress). Se trata en particular de la tala de árboles para llevar postes a fin que llegara la luz eléctrica en aquel momento, en el que ya había señales de preocupación por la naturaleza y unas consideraciones que podemos tomar como protoecologistas. Se recoge también que Fomento pagó el acarreo femenino, aunque las mujeres fueron peor remuneradas que los hombres, lo que deja también a la vista un feminismo en ciernes. En aquellos tiempos, cada tormenta dejaba sin corriente a los pueblos y la luz era un lujo que solo se instalaba en las habitaciones principales o de mayor utilidad. Resulta interesante la reflexión del autor de que llevó tantos avances que solo se pudieron digerir con el paso del tiempo. También recoge el hecho incontrovertible de que permitió trabajar en las horas nocturnas y, como contrapartida, impidió descansar como se debe, en la noche. Los personajes que intercala Mur a lo largo de la obra son ejemplificaciones muy atinadas del paisanaje que se puede encontrar en cualquier parte, no ya de España, sino del mundo. Es el caso de Lo tio Rafel, un indiano que regresó a su pueblo y puso una fonda. Al llegar desde el extranjero, sabía mejor que nadie que el mundo estaba cambiando, y dejaba patente que el malestar de los trabajadores por las condiciones de pobreza en las que llevaban viviendo años en la zona era más que justificado. La crónica del día del árbol, aparecida en Heraldo de Aragón (periódico fundado en Zaragoza, España, en 1895 por Luis Montestruc Rubio, 1868-1897, creador o instaurador del Partido Republicano Centrista), se transcribe entera. Hace referencia a esos primeros troncos que se colocaron para que llegara la luz eléctrica. Lejos de estorbar, se lee con deleite, igual que con deleite se bebe un vino añejo. Aparece también la consideración de que, en tiempos, la mejor literatura se podía encontrar en las páginas de los periódicos. Mur se explaya aquí en una explicación del periodismo actual, cuyo objetivo es «antes influir que informar». Relata, probablemente con conocimiento de causa, cómo muchos periodistas se convirtieron en empresarios de la comunicación, con lo cual pasaron a ser vehículos de opinión, y no transmisores de información. Piensan que deben «influir en la sociedad, sobre todo mediante la información sesgada, orientada, y mediante la desinformación». Memorable y para tener siempre presente cuando queremos informarnos es esta aseveración: «Sobran cientos de noticias, pero siempre falta una, y no por casualidad». No podía faltar la referencia a Motorland (circuito de velocidad, Alcañiz, Teruel, España) en este viaje por la historia, ya que el motor está en todas partes. Se incluye una nostálgica semblanza de las motos de los mineros, curas, médicos, boticarios y maestros de los años cincuenta del siglo pasado, que lograron cambiar el paisaje y las formas de vida, antes de que el desarrollismo español favoreciera el uso regular del automóvil privado. La mecanización del campo ya había dado muestras de que un gran cambio estaba por llegar con la desaparición de las caballerías para el cultivo de la tierra. En aquel momento, muchas personas tuvieron que escoger entre seguir en el pueblo, aprendiendo cómo funcionaban los tractores, o emigrar a la ciudad. La conclusión muriana es que los vehículos de motor son una necesidad incuestionable para el hombre del presente, pero también lo tienen esclavizado. Situado en Alcañiz, Mimbreral Llompart participaba como patrocinador. Prepararon dos réplicas a tamaño real en mimbre de las motos Honda y un baúl de mimbre en forma de moto para Yamaha. La operación de marketing fue un éxito, y derivó en viajes a Japón que ilustraron aún mejor el hecho de que los negocios tienen que moverse y publicitarse para prosperar. El capítulo 2, de título «Borrifalda», relata cómo era la vida en las masías en el siglo XIX, y que podríamos definir como muy miserable. Las meditaciones sobre la agricultura en España, «un sector del que hoy carecemos por desidia e incompetencia», son dignas de ser llevadas al ministerio del ramo o a la división europea que sea menester. Se habla de la corrupción, en la figura de lo tio Borrifalda, siempre arrimado a los poderosos. Es este un personaje que es otro hallazgo del escritor para funcionar como reflejo de tantos otros que podrían ser él. Es el que existe en cada comarca, en cada barrio. Baste decir que «se entendió con la CNT, pero siempre hizo buenas migas con la Guardia Civil». Sin dejar de lado cuestiones que consideramos, lamentablemente, «tan nuestras», se detiene Mur en lanzar dardos contra la burocracia, que se hace odiosa porque «es el freno de mano constante a la iniciativa». Un poco amarga es la risa que le surge al lector cuando aprecia lo acertado de la frase siguiente: «Sus sagradas escrituras son los boletines oficiales». También, en el recorrido por el territorio que nos ocupa, se hace una excelente presentación del Instituto de Estudios Humanísticos, una entidad cultural promovida por el Ayuntamiento de Alcañiz y la Diputación Provincial de Teruel. Allí acuden nuestros protagonistas a unas jornadas y toman contacto con los sabios que están invitados a dictar las conferencias sobre el mundo clásico grecorromano y la cultura humanística. El capítulo 3, «Más tierra da menos», sirve para presentar formalmente a Kil Bayod. Magníficas palabras surgen aquí sobre los profesores, cuya lista rememora Bayod llena de «simples lectores de libros de texto, recitadores de discursos ajenos memorizados, esclavos de la pizarra, paseantes por el aula...». Se pregunta cómo es posible que personas que no reúnen unos mínimos requisitos puedan estar impartiendo clase en las aulas. También realiza un alegato que concluye con que, para escribir bien, hace falta haber leído antes mucho. El capítulo 4, «A ti te conozco», se dedica a Desideri Lombarte, el escritor, que narra cómo entró, con esfuerzo de su familia, a estudiar en un internado. Se relata la vida allí, el régimen impuesto, los horarios, el sacrificio de la familia para que un hijo de padres humildes pueda progresar, vidas, en fin, en las cuales la abnegación y las penurias estaban presentes cada día. En el capítulo 5, «De los toros a la cofradía», conocemos a Elpidio, de Sanz Pinturas, S. L. A través de este personaje de la zona, otro acierto del autor, se tratará el hundimiento del sector de la construcción. Se ve cómo va sobreviviendo con pequeñas obras, con «chapuzas», de manera intermitente. La conclusión de Elpidio es demoledora: «Hay que trabajar para el Ayuntamiento porque allí pagan siempre, también tardan, pero, al final, cobras». Continuando con el mundo del motor, y en relación con la empresa de Elpidio, se nos pone por ejemplo la terminal de autobuses de Barajas, que estuvo alquilada a una empresa particular durante cincuenta años. El uso normalizado del vehículo particular hizo que no fueran tan necesarias las rutas de autobuses, por lo que se terminó dando un abandono de la estación. «Muchos pueblos, igual que se quedaron sin tienda, sin escuela o consultorio, han perdido el servicio de autobuses. A la sociedad de hoy se le quita, sin el menor miramiento, cualquier prestación social que no proporcione suculentos beneficios a quien la presta». La terminal era una auténtica ruina, llena de suciedad a causa del abandono de la empresa, a la que ya no daba rendimientos económicos. Tras mucho tiempo, se rescindió el contrato y se comenzaron unas labores de saneamiento que no se habían dado en sesenta años. Ciertamente, Mur también señala la inacción de la sociedad civil ante aquella desatención. Se relata también una corrida de toros en la plaza de Alcañiz a la que acuden los protagonistas, más como parte de la vida social y para conocer el ambiente que por verdadero interés en la tauromaquia, a la que el autor le ve un sentido en el pasado, cuando cumplía «el doble objetivo de dar divertimento a la población y de abastecerla de carne de vacuno en las fiestas». El autor presenta una divertida cofradía que no es una al uso. La Cofradía del Pradillo de Alcañiz, cuyo prior laico es Elpidio, el pintor, es una reunión de hombres de la zona que se juntan a menudo para almorzar y charlar de asuntos del interés de todos, y más concretamente, de la zona. De vez en cuando, invitan a alguien especial para que exponga proyectos innovadores para el progreso local. En determinado momento, convidan a Llompart para conocer su pensamiento y cómo ha podido llevar adelante su negocio de cestería. Llompart habla de saber dónde hay demanda y de exigir que haya buenas infraestructuras. La riqueza que se cree debe ser social, y hay que reinvertir lo ganado para crecer más. No deja sin tratar la desconfianza que encuentra el emprendedor en las ventanillas de Administración, que es terrible. «Para empezar a trabajar, yo no pido ayudas, sino facilidades». Él, por defecto, desconfía de las subvenciones y solo pide que no lo controlen. En el capítulo 6, «Agua amarga», visitaremos con Kil Bayod y una amiga las pinturas de la Val del Charco del Agua Amarga, un yacimiento rupestre que cuenta con unas pinturas prehistóricas de suma importancia. Posteriormente, soñará, y de ahí el título del libro, con que la gruta recibe muchos peregrinos, más que Dinópolis (parque cultural, científico y de ocio, Teruel) y Motorland, que en la zona se construyen nuevas urbanizaciones y carreteras, además de haber dos emisoras de radio y televisión y dos periódicos. Se pone en marcha un parador y llega un tren turístico. Igualmente, se establece allí una factoría automovilística, y son legión las empresas del sector agroalimentario. Como soñar es gratis, sueña hasta con el fin de la corrupción sistémica. Para terminar este capítulo y el libro, Rebled se dirige a Serret igual que al principio, y le hace partícipe de esas crónicas con narraciones y vivencias sobre el Matarranya. Confiesa que el relato es pura invención, pero que está cimentado sobre hechos reales. Los principales temas que aborda ya han sido expuestos. Entre ellos, destaca la despoblación del mundo rural, esta España vaciada, que se contempla como un desastre. Se puede ver en una cita del libro: «El abandono continuado en el tiempo es el peor bombardeo que puede sufrir cualquier núcleo de población».
Otro asunto muy presente son los avances, el progreso, que arrumba las costumbres y los modos de vida tradicionales y unidos a la naturaleza, ya que «el contacto diario con la naturaleza concede un plus de capacidad para reflexionar». Se pregunta y cuestiona el autor en varios momentos si la vida acelerada y tecnologizada no deviene en una pérdida de humanidad, y lo refleja en una cita de María Zambrano (intelectual, filósofa y ensayista española, 1904-1991): «Mientras la vida se llena de instrumentos técnicos, de maravillas mecánicas, de cachivaches de todas clases, el alma y el corazón se quedan vacíos...». Manifiesta también a menudo su rechazo a las ataduras de la burocracia, que impiden la creación sencilla y eficiente de negocios que puedan llenar de vida la zona. Estas tienen que convivir con gentes especiales con ganas de acometer nuevas aventuras empresariales, gentes con criterio propio, que no son convencionales, y que finalmente se ven muy solas, en ocasiones, víctimas de la falta de comprensión del entorno, del cainismo y de la envidia de sus propios convecinos. La cuestión lingüística siempre está presente en Mur. Su uso de las expresiones propias del terruño y su reivindicación de los tres idiomas que le son propios (aragonés, catalán y español) son una constante en el libro, ítem más, Llompart apuesta por la formación de sus empleados en catalán escrito para quienes solo lo hablan, inglés e incluso informática o música. El estilo del libro es singular, ya que determinados capítulos son un patchwork de textos propios y ajenos, aunque ello no es impedimento para que la lectura discurra agradablemente. Resulta, eso sí, un tanto desconcertante, hasta que se toma el hilo y se comprende el juego de espejos, la aparición de personas reales y de personajes basados en ellos. El lenguaje está cuidado y las conversaciones son de enjundia (de las que piden un lapicero para subrayar las grandes frases), así como las descripciones de los paisajes y del ambiente. Para concluir, resulta un libro recomendable para aquellas personas que deseen leer un texto ficticio, sí, pero bien sustentado y documentado, y a las que no les cueste sobreponerse a la desazón que producen tantas verdades dichas sobre nosotros mismos, sino que, más bien, tras meditar sobre esas realidades, sean capaces de echarse a la espalda las ganas de ser mejores y cambiar las cosas, de arriesgarse, como Llompart y Serret. EMILIANO SCARICACIOTTOLI. GUSANOS (Barnacle, Buenos Aires, 2023) por MARCOS HERRERA EL ALEPH RABIOSO Los clásicos de la literatura argentina del siglo XIX fundaron una gran línea temática que atraviesa, en mayor o menor medida, hasta hoy, todas las obras que se producen: civilización y barbarie. Sarmiento, Echeverría y, con su estilo elegante, Mansilla instalan esto como motor narrativo inagotable.
Hay que decir que la barbarie fascina con la potencia de “lo otro”, lo extraño que siempre es una amenaza. Yendo a Freud: lo siniestro: lo familiar que se vuelve extraño y peligroso. De entrada, en Gusanos, Emiliano Scaricaciottoli presenta tópicos aberrantes, fascinantes y muy conocidos: fascismo (antisemitismo), prostitución, contrabando, droga, pedofilia, barras bravas («La negra aprovechó, como todas estas inmigrantes inmorales y traicioneras, para escaparse con barra brava de All Boys que ya le había prometido asilo, una comida al día y dos o tres clientes de Floresta»). El mal. Sus brillos y su negrura. (Se podría decir que sin oscuridad no existen los brillos). Ahora, quisiera destacar el estilo. Es fluido, muy plástico. Con imágenes que desfilan como lo hacían por las pupilas del jefe drogo de La naranja mecánica cuando lo reeducaban obligándolo a ver. Esto en consonancia con una combinación rítmica que combina oraciones cortas o más largas. Siempre precisas. Controladas como con un estetoscopio y cortadas con un bisturí. Por último, la estructura. Siete capítulos (¿las siete plagas?) de cuatro hojas cada uno, salvo el sétimo, de cinco. Cada uno titulado con el nombre propio de los personajes protagonistas: 1) Juan José Wolff, 2) Quimey “Rully” André, 3) Vicente Viloni, 4) Maite Becker, 5) Juan de Dios Inmaculado, 6) Jefferson “Granizo” Molinas, 7) Sheyla Ly Arana. Como Vemos Dios está en el 5 y no en el séptimo descansando. Ah, y los nombres propios: Guillermo Moreno, Seineldín, Gómez Centurión, Sarlo (o sea Walter Benjamin explicado por Sarlo), Santiago Maldonado. Y, encima, la palabra “todes”. Y la ministra Eloísa Basualdo, a cargo del Instituto contra la Transfobia y la Violencia de Género de la provincia de San Juan, la primera burócrata trans de nuestro país. Gusanos es un Aleph y también un crisol. En el sentido en el que se usa este término en filosofía: el lugar donde interactúan y se unen diferentes ideas, personas, nacionalidades y culturas dando lugar a una síntesis de todas ellas. ¡Y qué síntesis! RUBÉN ORTEGA. HUELLAS EN LA NIEVE (Nazarí, Colección Mexuar, Granada, 2021) por DAVID FERREZ GUTIÉRREZ (Universidad de Granada) Que el capitalismo es incompatible con una vida fácil o un fácil amor —una muerte fácil, incluso— es algo que Rubén Ortega ha aprendido gracias a Herman Hesse. Como también ha aprendido de Lorca que errar el camino es llegar a la nieve. El lugar que nos rebela una ausencia en forma de invierno, en palabras de García Montero. Sobra decir que, en esta ocasión, errar engloba sus acepciones más comunes: vagar de un lugar a otro, y los errores que cometemos en el trayecto. Las huellas, pues, que dejamos durante ese camino que se construye —en un sentido machadiano— son las pruebas irrefutables de un crimen. Marcas que materializan pérdidas y ausencias sobre el blanco desierto de la página, tal y como sugiere Martín Gijón en sus palabras preliminares. Los motivos, a fin de cuentas, de una escritura nómada que certifica la presencia de una ausencia a la vez que delimita el destino del viajero: el sentido último de su identidad. De este modo, para Ortega, el sentido/destino de la escritura se materializa en el devenir indeterminado de su producción, o sea, en un camino sin límites y sin fronteras: «¿—en qué vagón desea viajar, señor? — en el de los pasajeros sin destino?». El guiño a Lewis Carroll, al margen de la cita que introduce ‘El viajero’, es más que evidente. Por supuesto que las huellas —o los motivos— no pueden interpretarse ingenuamente, como tampoco es conveniente leer los textos línea a línea, si no queremos ser víctimas de ese lobo feroz que nos devora desde dentro. Hablamos, obviamente, de nuestro inconsciente ideológico. No queda más que preguntarse: ¿cuáles son los motivos de Rubén Ortega? El primero bien podría ser la soledad. No nos referimos a la soledad teórica que le otorga Althusser a Maquiavelo. Tampoco a la soledad buscada de Unamuno. Nos referimos, evidentemente, a la soledad estructural de nuestra sociedad capitalista, que nuestro autor ha suplido con la lectura. El intento de Rubén Ortega por aferrarse a una compañía solitaria, compartida con uno mismo, ha hecho que persiga, a través del blanco desierto, las huellas que había leído en otros libros. Huellas en la nieve, en este sentido, es solo el pago de una deuda que nuestro autor contrae con la tradición literaria que lo define. O de incrementarla, según se mire. La otra, probablemente, sea la búsqueda de una identidad. La cual estaría relacionada, por un lado, con la memoria familiar. En su itinerario genealógico cobran sentido relatos como ‘Fotograma de una guerra, 1994’, incluso, ‘Como mira un ojo bizco a un ojo de cristal’: «alguien con rostro antiguo observa el mío cambiado por el tiempo». Más adelante, las deudas se hacen explícitas. Coge prestado el título a Justo Navarro e introduce el relato con unos versos desconcertantes de Pavese: «como ver en el espejo asomar un rostro muerto». Grosso modo, el protagonista vuelve a su antiguo hogar de vacaciones. Tras deshacer el equipaje, y revisar su antigua colección de vinilos, descubre que nada ha cambiado y, sin embargo, todo existe de otra manera: «alguien con rostro antiguo observa el mío cambiado por el tiempo». Evitaremos la alusión a Jean-Paul Sartre para no extendernos demasiado. Junto a la familia, quizá otro de los motivos sea la ceguera. Un peligro que atemoriza a los lectores más inquietos, pese a que Borges la compare con un lento atardecer de verano. Saramago, por su parte, en el ensayo que dedica a esta amenaza ineludible, nos sumerge en las cloacas de nuestra cotidianidad a tientas, en un sentido freudiano. Algo que consigue dejando a un lado la bifurcación de lo personal y lo colectivo a través de la alegoría. La mirada literaria de Saramago no descubre a sus lectores un mundo que se construye frente a ellos, sino el mundo que, desde dentro, construye a sus lectores. Por estas razones, y otras más que evidentes, no es extraño que, ante la clásica pregunta previa que nos lanza un oftalmólogo: «¿gafas de cerca o de lejos?», Rubén Ortega conteste: «para ver hacia dentro». Ahora bien, ¿qué se busca cuando miramos en nosotros mismos? Con esta pregunta, llegamos al punto neurálgico de esta intervención. El lugar donde convergen la soledad compartida y la herencia familiar —y literaria— que Rubén Ortega arrastra en su día a día.
En pleno auge del teatro existencialista, el ya mencionado Jean-Paul Sartre escribe A puerta cerrada en defensa de una subjetividad humanista frente a las miserias que impone la lógica del libre mercado. Ángeles Mora, en su libro Contradicciones, pájaros, pone en tela de juicio la condición sustantiva que el filósofo francés atribuye al sujeto, y le otorga un carácter relacional, construido en conexión con nuestra sociedad: «mi nombre es el desierto donde vivo». Tiempo después, García Montero toma prestado el título de Sartre para uno de sus poemarios. En la línea trazada por Ángeles Mora, el poeta granadino reformula al existencialista parisino y concluye que, probablemente, el infierno seamos nosotros mismos. De ahí que la mirada literaria se parezca a la figura en una finestra que mira el mundo desde una habitación propia. De esta manera, la escritura se produce en tanto que materialización discursiva de nuestra voluntad para definirnos. De ahí que el sujeto narrativo, Rubén Ortega, se escribe —e inscribe— en —y desde— la historia, o sea, siendo consciente de que el yo forma parte de un nosotros amarrado a unas relaciones de producción objetivas y subjetivas que son, en última estancia, relaciones de explotación. Probablemente, esto sea lo que mejor ha aprendido Rubén Ortega de la vida y de sus lecturas, especialmente, del profesor Juan Carlos Rodríguez; junto a una de las máximas que repetía incansablemente en todas sus clases: «solo existe aquello que se dice o se escribe». Mientras no se construya —en un sentido lingüístico— el concepto de explotación, y nadie sospeche de nuestros ojos de lluvia, el sistema continuará narrándonos colectiva e individualmente. Solo desde el anhelo lorquiano por cortarle el cuello al capitalismo, en tanto que horizonte de vida, puede entenderse la narrativa breve de Rubén Ortega. Un intento desesperado por sobrevivir a la explotación cotidiana «con el corazón latiendo entre las páginas del frío». INÉS BELMONTE AMORÓS. MUDANZAS (La cadena trófica, León, 2023) por ANABEL ÚBEDA EL DESARRAIGO: IMPERATIVO DE NUESTROS DÍAS Inés Belmonte Amorós (Murcia, 1993) nos trae Mudanzas, una suerte de diario lírico bajo una premisa inequívoca y propia de nuestra generación: el desarraigo. Este sentimiento se da en dos dimensiones complementarias, el no encontrar un espacio físico seguro y estable, yendo de alquiler en alquiler, que deriva en la imposibilidad de construir un hogar, y, por otro lado, desde la herida interior, la enfermedad que crece y se reproduce de distintas formas. La casa se convierte, entonces, en un espacio volátil donde se diseminan las fronteras entre lo físico y lo emocional, aunque este diario conste de dos partes: “La casa es un vestigio” y “La casa es una llaga”.
Si tuviéramos que tomar una de las definiciones de vestigio, sin duda, tomaríamos la que señala la RAE en tercer lugar: «Ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial», pues alcanza a nuestros sentidos y, por tanto, a nuestra memoria, creando un camino de sensaciones al que retornar o que nos retorna. En esa necesidad de habitar un espacio, nos sentimos intrusos de las vidas que habitaron antes: «Y serpenteas esas vidas buscando las fisuras, los huecos sin latido, para colocar tímidos fragmentos de la tuya» (II); «Cubrirse el cuerpo con la sábana bordada de una madre que no es la tuya» (III); o el miedo de perderse en uno mismo, ante la precariedad de la soledad, del espacio mínimo: «Multipliques tu propia mirada hacia dentro y construyas paredes dentro / de paredes» (V). Cuando nada te pertenece, todo lo que te rodea es un vestigio que se guarda en las infinitas cajas de cartón, desde la infancia hasta la vida adulta, creando un rastro de humedad, de aceite, una mancha llena de recuerdos que van deformándose y crean mundos oníricos o delirantes que te protegen de la intemperie: «A veces siento que me visto con el reverso de los objetos, los estiro cuando estiro mis articulaciones, robándolos del mundo» (XII). La casa de alquiler es un espacio entre la ficción y la realidad, del mismo modo, que nuestra memoria es un espacio maleable: «¿Es la casa un ejercicio de metaficción, o la expulsión constante del espacio ficcional?» (XVII), por eso, con el tránsito entre un suelo y otro vamos borrando y transformando lo anterior, buscando un nuevo comienzo: «Pero la asfixia, tal como también sucedería después, no era completamente paralizante» (XXI). La llaga es «una ulcera o daño-infortunio que causa pena, dolor y pesadumbre», aquello que se queda grabado en el cuerpo físico, el daño causado por los vestigios que van acumulándose, el cuerpo va transformándose en otro cuerpo que muda dentro de sí, más allá del espacio exterior: «Ahora enfermo con más facilidad, me canso con más facilidad, me cuesta más llegar a un sueño profundo, aunque los sueños se me aparecen ahora más corporales y grotescos». Esa llaga se puede cantar, llorar y seguimos pedaleando: «Fue justo entonces, o quizá en otra época ligeramente distinta, cuando rescaté con terror una evidencia: —Las heridas podían escocer» (I). Se expone la fragilidad femenina hasta el punto de mostrarnos la máxima angustia junto con los otros terrores del siglo XXI, las bestias: la abulia, la ansiedad, la pérdida de otra vida o del apetito y la depresión, que se convierte en peñascos de un lenguaje que nos va enfermando, hasta dejarnos en lo mínimo (XI): Me doy cuenta, progresivamente, de que el lenguaje no solo puede ser un instrumento de sanación (hay quienes así lo consideran), sino también algo capaz de engendrar enfermedades; el propio verbo, de hecho, transita siempre hacia la enfermedad. La casa, a veces, se convierte en hospital o consulta, la casa es también el útero, la vuelta a la infancia, el dolor de no poder protegernos de aquello que nos hace daño desde dentro, la herida que va cociéndonos lentamente, nos convierte en un títere: «En un hospital, si no vas a morir, entonces empiezas a aprender las distintas tonalidades del blanco. Hay al parecer decenas de ellas» (XIV). La llaga es una casa que tampoco escapa de la genealogía, esa que tampoco escapa de la ficción, ni de la ficción de la memoria: En el caso de mi familia, cuando las historias fueron olvidadas o silenciadas; cuando algunas historias inverosímiles comenzaron a parecerse al mundo cotidiano, entonces, nacían las enfermedades (XVII). Toda la vida, todas nuestras vidas, como reza Inés Belmonte Amorós, son una somatización de la herencia, de los traslados, los cambios de los que nacen bestias o que las transforman, sobre la que ella se yergue como el árbol por el que la savia amenaza con dejar de correr ante los duros inviernos que nos acechan. |
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